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TERCERA ESTROFA

Cuento de navidad – Charles Dickens
EL SEGUNDO DE LOS TRES ESPIRITUS

Cuando se despertó en medio de un prodigioso ronquido y se sentó en la cama para aclarar sus ideas, nadie
podía haver avisado a Scrooge de que estaba a punto de dar la una. Supo que había recobrado la concien cia
justo a tiempo para mantener una entrevista con el segundo mensajero, que se le enviaba por mediación de
Jacob Marley. Pero sintió un frío desagradable cuando empezó a preguntarse qué cortina descorrefia el nuevo
espectro; por eso las recogió todas él mismo, se tumbó de nuevo y dirigió una cortante ojeada en torno a su
cama. Quería plantar cara al espíritu cuando apareciera y no deseaba que le cogiera desprevenido porque se pondría nervioso.
Los caballeros del tipo poco ceremonioso, que se jactan de conocer bien la aguja de marear a cualquier hora
del día o de la noche, expresan su amplia capacidad para la aventura diciendo que son buenos para cualquier
cosa, desde jugar a «cara o cruz» hasta cometer un asesinato; entre estas dos actividades extremas, qué duda
cabe, hay toda una amplia gama. Sin atteverme a decir otro tanto de Scrooge, no es equivocado pensar que
estaba preparado para recibir una gran variedad de extrañas apariciones y que nada, desde un bebé hasta un
rinoceronte, le habría cogido muy de sorpresa.
Ahora bien, al estar preparado para casi todo, en modo alguno estaba preparado para nada. Por consiguiente,
cuan do la campana dio la una y no apareció ninguna forma, Scrooge fue presa de violentos temblores. Cinco
minutos, diez, un cuarto de hora, una hora… y nada. Todo ese tiempo permaneció tendido encima de la cama,
que se había convertido en origen y centro del resplandor de luz rojiza que había fluido sobre ella cuando el
reloj proclamó la hora; al no ser más que luz resultaba más alarmante que una docena de fan tasmas porque él
era incapaz de adivinar su significación y su propósito. En algunos momentos, Scrooge temió hallarse en el
momento culminante de un interesante caso de combustión espontána, sin tener el consuelo de saberlo. Sin
embargo, al final acabó pensando -como usted o yo hubiéramos pensado desde el principio, pues la persona
que no está metida en el problema es quien mejor sabe lo que se debe hacer-, al final, como decía, acabó
pensando que tal vez encontraría la fuente y el secreto de esta luz fantasmal en la habitación de al lado, donde
parecía resplandecer. Cuando esta idea acaparó toda su mente, se levantó sin ruido y se deslizó en sus zapatillas hasta la puerta.
En el momento de asir la manilla de la puerta, una voz le llamó por su nombre y le ordenó entrar. Scrooge obedeció.
Era su propio salón, sin duda alguna, pero había sufrido una transformación sorprendente. El techo y las
paredes es taban tan cubiertos de vegetación que parecía un bosquecillo donde brillaban por todos lados bayas
chispeantes. Las frescas y tersas hojas de acebo, muérdago y yedra reflejaban la luz como si se hubiesen
esparcido allí y allá numerosos espejitos, y en la chimenea rugían tales llamaradas como nunca había conocido
aquel triste hogar petrificado en vida de Scrooge, de Marley, ni en muchos, muchísimos inviernos atrás. En el
suelo, amontonados en forma de trono, había pavos, ocas, caza, pollería, adobo, grandes pemiles, lechones,
largas ristras de salchichas, pastelillos de carne, tartas de ciruela, cajas de ostras, castañas de color rojo intenso,
manzanas de rojo encendido, naranjas jugosas, deliciosas peras, inmensos pasteles de Reyes y burbujeantes
boles de ponche que empañaban la estancia con sus efluvios deliciosos. Cómodamente instalado sobre todo
ello, estaba sentado un Gigante festivo, de esplendoroso aspecto, que sostenía una antorcha encendida,
parecida a un cuerno de la Abundancia; la sostenía muy alta para que la luz cayera sobre Scrooge cuando cruzó
la puerta y miró de hito en hito.
«¡Entra!», exclamó el fantasma. «¡Entra y me reconocerás mejor!»
Scrooge avanzó tímidamente a inclinó la cabeza ante el espíritu. Ya no era el obstinado Scrooge de antes, y
aunque los ojos del espíritu eran francos y amables, no le gustó en contrarse con aquella mirada.
«Soy el fantasma de la Navidad del Presente», dijo el es píritu. «¡Mírame!»
Scrooge lo hizo reverentemente. Estaba vestido con una simple túnica, o manto, de color verde oscuro,
ribeteado con piel blanca. Esta prenda le quedaba muy holgada, dejando al descubierto su ancho pecho como si
desdeñara protegerse u ocultarse con cualquier artificio. Sus pies, visibles bajo los amplios pliegues del manto,
también estaban desnudos, y en la cabeza no llevaba más cobertura que una guirnalda de acebo salpicada de
brillantes carámbanos. Sus bucles, de co lor castaño oscuro, eran largos y caían libremente, libres como su rostro
cordial; su chispeante mirada, su mano generosa, su animada voz, sus ademanes espontáneos y su aire festivo.
Ceñía su cintura una antigua vaina, pero sin espada, y la an tigua funda estaba herrumbrosa.
«¡Nunca habías visto nada como yo!», exclamó el espíritu.
«Jamás», logró responder Scrooge.
«¿Nunca has salido con los miembros más jóvenes de mi familia; quiero decir -porque yo soy muy joven- mis
hermanos mayores, nacidos en estos últimos años?», prosiguió el fantasma. manos mayores, nacidos en estos
últimos años?», prosiguió el fantasma.
«Creo que no», dijo Scrooge. «Me temo que no. ¿Tienes muchos hermanos, espíritu?»
«Más de mil ochocientos», dijo el fantasma.
«¡Familia tremenda de mantener! », murmuró Scrooge.
El fantasma de la Navidad del Presente se levantó.
«Espíritu», dijo Scrooge sumisamente, «condúceme a donde desees. Anoche me llevaron a la fuerza y aprendí
una lección que ahora estoy aprovechando. Este noche, si tienes algo que enseñarme, lo aprenderé con provecho».
«¡Toca mi manto!»
Scrooge hizo lo que se le indicó con mano firme.
Acebo, muérdago, bayas rojas, yedra, pavos, ocas, caza, pollos, adobo, ternera, lechones, salchichas, ostras,
pastelillos, tartas; fruta y ponche desaparecieron instantáneamen te. También desapareció la habitación, el fuego,
el rojizo res plandor, la hora de la noche, y ellos estaban en las calles de la ciudad en la mañana del día de
Navidad. El tiempo era crudo y la gente hacía una especie de música chocante, pero viva y nada desagradable,
al quitar la nieve de la acera de sus casas y de los tejados; para los chicos era una delicia total ver cómo caía la
nieve explotando en la calle y salpicando con pequeños aludes artificiales.
En contraste con la blanca y lisa capa de nieve de los tejados y con la nieve más sucia del suelo, las fachadas
de las casas parecían negras y las ventanas todavía más negras. En la calle, las pesadas ruedas de coches y carros
habían arado con profundas rodadas la última nieve caída, y esos surcos se cruzaban y entrecruzaban cientos de
veces en las intersecciones de las grandes atterias y formaban intrincados canales, difíciles de rastrear, en el
espeso lodo amarillo y agua helada. El cielo estaba oscuro y las calles más cortas taponadas por una neblina
negruzca, medio derretida, medio helada, cuyas partículas más pesadas caían cual ducha de átomos de hollín;
parecía que todas las chimeneas de Gran Bret aña se habían puesto de acuerdo para encenderse a la vez y
estuviesen disparando a discreción para satisfacción de sus queridos fogones. En el clima de la ciudad no había
nada alegre; no obstante, flotaba en el aire un júbilo muy superior al que podría producir el sol más brillante y el
aire más límpido del verano.
La gente que paleaba la nieve en los tejados estaba llena de jovialidad y cordialidad; se llamaban unos a otros
desde los parapetos y, de vez en cuando, intercambiaban bolazos de nieve -proyectil bastante más inofensivo
que muchos co mentarios jocosos-, riendo con todas las ganas si daba en el blanco y con no menos ganas si
fallaba. Las tiendas de los polleros todavía estaban medio abiertas y las de los fruteros irradiaban sus glorias.
Allí había grandes cestos de castañas redondos, panzudos como viejos y alegres caballeros, recostados en las
puertas y desbordando hacia la calle en su apoplética opulencia. Había rojizas cebollas de España, de ros tro
moreno y amplio contorno, de gordura relucien te como frailes españoles que, desde los estantes, guiñaban el
ojo con irresponsable malicia a las chicas que pasaban y luego elevaban la mirada serena al muérdago colgado.
Había peras y manzanas, apiladas en espléndidas pirámides. Había racimos de uvas colgando de ganchos
conspicuos por la buena intención de los tenderos, para que a la gente se le hiciera la boca agua, gratis, al pasar;
también había pilas de avella nas, marrones, aterciopeladas, con una fragancia que evoca ba los paseos por los
bosques y el agradable caminar hundido hasta los tobillos entre las hojas secas; había manzanas de Norfolk,
regordetas y atezadas, resaltando entre el amarillo de naranjas y limones y, con la gran densidad de sus cuerpos
jugosos, pidiendo a gritos que se las llevasen a casa en bolsas de papel para comerlas después de la cena. Hasta
los peces dorados y plateados, desde una pecera expuesta en tre los exquisitos frutos, y a pesar de pertenecer a
una especie sosa y aburrida, parecían saber que algo estaba sucedien do y daban vueltas y más vueltas en su
pequeño mundo con la excitación lenta y desapasionada propia de los peces. ¡Y en las tiendas de ultramarinos!
¡Ah, los ultramarinos! A punto de cerrar, con uno o dos cierres ya echados, pero ¡qué visiones por los hueco s!
Los platillos de las balanzas golpeaban el mostrador con alegre sonido; el rollo de bramante desaparecía con
rapidez; los enlatados tableteaban arriba y abajo como en manos de un malabarista; los mezclados aro mas del té
y el café eran una delicia para el olfato; estaba lleno de pasas extrañas, almendras blanquísimas, largos y derechos
palos de canela y otras especias delicadas, y los frutos confitados, bien cocidos y escarchados con azúcar,
hacían sen tir desvanecimientos, y después una sensación biliosa, incluso a los espectadores más fríos. Los higos
estaban húmedos y pulpusos, las ciruelas francesas se ruborizaban con modesta acrimonia desde sus cajas tan
ornamentadas. Todos los co mestibles eran magníficos y bien presentados para la Navidad. Pero eso no era
todo. Los clientes estaban tan apresurados y agitados con la esperanzadora promesa del día que tropezaban
unos con otros en la puerta, entrechocaban sus cestos, olvidaban la compra en el mostrador y volvían corrien –
do a recogerla, cometiendo ci entos de equivocaciones de esa clase con el mejor humor. El especiero y sus
dependientes eran tan campechanos y bien dispuestos que los pulidos co razones con que ataban sus
mandilones por detrás podrían haber sido sus propios corazones, llevados por fuera para inspección general y
para ser picoteados por cuervos navideños si así lo prefiriesen.
Pero pronto los campanarios llamaron a la oración en iglesias y capillas, y allá se fue la buena gente en
multitud por las calles, con sus mejores galas y su más jubilosa expresión. Y al mismo tiempo, desde muchas
callejuelas, pasadizos y bocacalles sin nombre, emergieron innumerables personas que llevaban su cena a asar
en las panaderías. El espíritu parecía estar muy interesado por estos pobres festejadores, pues se detuvo con
Scrooge junto a la entrada de una panadería para levantar las cubiertas de las cenas que transportaban y las
rociaba de incienso con su antorcha. La antorcha era de una clase muy poco corriente, pues en una o dos
ocasiones en que algunos de los que acarreaban las cenas tropezaron con otros y hubo palabras mayores, el
espíritu los roció con unas gotas de agua de la antorcha, y de inmediato recuperaron el buen humor; decían que
era una vergüenza disputar en el día de Navidad. ¡Y era muy cierto!
Las campanas dejaron de sonar y se cerraron las panaderías, pero permaneció una confortante y vaga
representación de todas esas cenas en el derretido manchón de humedad sobre cada horno de panadero, donde
el suelo todavía humeaba como si se estuvieran cociendo las losas.
«¿Tiene algún sabor especial eso que salpicas con la antorcha?», preguntó Scrooge.
«Sí lo tiene. Mi propio sabor».
«¿Serviría para cualquier cena de hoy?», preguntó Scrooge.
«Para cualquiera que se celebre con afecto. Pero más para una cena pobre».
«¿Por qué más para una pobre?», preguntó Scrooge.
«Porque lo necesita más».
«Espíritu», dijo Scrooge tras un momento de vacilación, «de todos los seres que hay en los muchos mundos
que nos rodean, me asombra que seas tú el que más desea restringir las oportunidades de esa gente para
disfrutar inocentemente».
«¡Yo!», exclamó el espíritu.
«Les quitarías sus medios para poder cenar cada séptimo día, a menudo el único día en que se puede decir
que cenan», dijo Scrooge, «¿verdad?:..
«¡Yo! », exclamó el espíritu.
«¿No quieres que se cierren estos locales los días del Se ñor?», dijo Scrooge. «Pues llegas al mismo resultado».
« ¡Que yo quiero! », exclamó el fantasma.
«Perdóname si me equivoco. Se ha hecho en tu nombre o, al menos, en el de tu familia», dijo Scrooge.
«En esta tierra tuya hay algunos», replicó el espíritu; «que pretenden conocernos y que cometen sus actos de
pasión, orgullo, mala voluntad, odio, envidia, beatería y egoísmo en nuestro nombre; pero son tan ajenos a
nosotros y nuestro género como si nunca hubieran vivido. Recuerda esto y échales la culpa a ellos, no a nosotros».
Scrooge prometió que así lo haría y se marcharon, invisibles igual que antes, hacia los suburbios de la ciudad.
Una notable cualidad del fantasma (Scrooge la había observado en la panadería) consistía en que, pese a su talla
gigantesca, podía acoplarse a cualquier sitio fácilmente, y mantenía su gracia de criatura sobrenatural tanto si el
techo era muy bajo como si se encontraba en un grandioso vesti’bulo.
Y tal vez por el placer que el buen espíritu encontraba en demostrar esa facultad, o bien por su propia
naturaleza generosa, afable, cordial, y su simpatía por los pobres, condujo a Scrooge asido a su manto
directamente a casa de su escribiente. En el umbral, el espíritu sonrió y se detuvo para bendecir el hogar de Bob
Cratchit con las aspersiones de su antorcha. ¡Imagínate! Bob sólo ganaba quince «pavos» a la semana; los
sábados no se embolsaba más que quince copias de su propio nombre, ¡y a pesar de todo el fantasma de la
Navidad del Presente bendijo su casa de cuatro habitaciones!
La señora Cratchit, esposa de Bob Cratchit, engalanada pobremente con un vestido al que ya le había dado la
vuelta dos veces, pero esplendoroso en cintas (baratas y muy lucidas por cuatro perras), se levantó y puso el
mantel ayudada por Belinda Cratchit, la segunda de sus hijas, igualmente aderezada con lazos. Mientras tanto, el
señorito Peter Cratchit hundía un tenedor en la cazuela de las patatas y se metía en la boca los picos de su
monstruoso cuello de camisa (propiedad privada de Bob, transferida a su hijo y heredero en honor a la
festividad del día), encantado de en contrarse tan elegantemente ataviado y ansioso por exhibirse en los parques
y paseos de moda. Y ahora dos pequeños Cratchit, niño y niña, llegaron corriendo precipitadamente y gritando
que habían olido la oca fuera de la panadería y que sabían que era la suya; entre placenteros pensamientos de
cebolla y salvia, estos jóvenes Cratchit bailaban en torno a la mesa y ensalzaban al señorito Peter Cratchit
mientras él (sin orgullo, aunque el cuello casi le estrangulaba) atizaba el fuego hasta que el lento hervor de las
patatas sonó fuerte al chocar con la tapadera y quedaron listas para sacar y pelar.
«¿Qué estará haciendo vuestro dichoso padre?», decía la señora Cratchit. «Y vuestro hermano, Tiny Tim; ¡y
Martha ya había llegado hace media hora, el año pasado!»
«¡Aquí está Martha, madre! », dijo una chica apareciendo por la puerta.
«¡Aquí está Martha, madre!», gritaron los dos Cratchit pequeños. «¡Hurra! ¡Martha, hay una oca…! »
«¡Ay, mi niña querida, qué tarde vienes!», dijo la señora Crarchit besándola una y otra vez, y quitándole el chal
y el sombrerito con celo oficioso.
«Anoche tuvimos que terminar un montón de trabajo», respondió la chica, «y esta mañana despacharlo,
madre». «¡Bueno! Ahora ya estás aquí y eso es lo que importa», dijo la señora Cratchit. «Siéntate junto al fuego
para entrar en calor, cariño».
«¡No, no! ¡Ya viene padre!», gritaron los dos jóvenes Cratchit que estaban en todo. «¡Escóndete, Martha, escóndete!»
Martha así lo hizo antes de que entrase Bob, el padre, con tres pies de bufanda, cuando menos, por todo
abrigo, colgándole por delante, y su gastada indumentaria bien remendada y cepillada para guardar una
apariencia adecuada, y en sus hombros Tiny Tim. ¡Ay, Tiny Tim!: llevaba una pequeña muleta y sus piernas
enfundadas en armazones de hierro.
«¿Dónde está Martha?», exclamó Bob Cratchit mirando alrededor.
«No va a venir», dijo la señora Cratchit.
«¡Que no va a venir!», dijo Bob con súbito desánimo, pues había traído a Tim a caballo todo el trayecto desde
la iglesia y había llegado a casa desenfrenado. «¡No venir el día de Navidad?»
Martha no quería verle disgustado, ni siquiera por broma, de manera que salió antes de tiempo de su
escondite tras la puerta del armario y corrió a sus brazos, mientras los dos pequeños Cratchit se apoderaron de
Tiny Tim y le arras traron hasta el lavadero para que pudiera escuchar el sonido del pudding de Navidad metido en el barreño.
«¿Y qué tal se portó Tiny Tim?», preguntó la señora Cratchit cuando Bob ya se había recuperado del susto y,
muy contento, había estrechado a su hija entre sus brazos.
«Tan bueno como un santo o más», dijo Bob. «Al estar sentado solo tanto tiempo, se vuelve pensativo y
piensa las cosas más extrañas que se puedan imaginar. Cuando volvíamos a casa me dijo que esperaba que la
gente se fijase en él en la iglesia porque está tullido, y para ellos sería agradable recordar en el día de Navidad a
quien hizo andar a los mendigos cojos y ver a los ciegos».
La voz de Bob era trémula al contarlo, y todavía tembló más cuando dijo que Tiny Tim estaba creciendo fuerte y sano.
Antes de que se hablase otra palabra, se oyeron los golpes de la activa mulet ita contra el suelo y Tiny Tim
regresó es coltado por su hermano y su hermana hasta su taburete junto a la chimenea; mientras tanto, Bob,
recogiendo las man gas -como si, ¡pobre hombre! , pudieran quedar todavía más raídas- preparó un brebaje
caliente de ginebra y limones en una jarra, lo revolvió a conciencia y lo puso a calentar en la chapa de la cocina.
El señorito Peter y los dos ubicuos Cratchit pequeños se fueron a recoger la oca y con ella regresaron pronto
en animada procesión.
Sobrevino una excitación tal que cualquiera hubiera creído que una oca era la más rara de las aves, un
fenómeno plumoso, a cuyo lado un cisne negro resultaría de lo más vulgar; y en realidad, en aquella casa era
algo así. La señora Cratchit puso la salsa (preparada de an temano en una pequeña salsera) casi hirviente; el
señorito Peter hizo puré las patatas con incteíble energía; la señorita Belinda endulzó la salsa de manzana;
Martha limpió las fuentes; Bob puso a su lado a Tiny Tim en una esquina de la mesa; los dos jóvenes Cratchit
colocaron sillas para todo el mundo, sin olvidarse de sí mismos, y montando guardia en sus puestos mantenían
la cuchara en la boca para no chillar pidiendo oca antes de que les llegara el turno de servirse. Por fin se trajeron
las fuentes y se bendijo la mesa. Luego siguió una pausa en la que no se les oía ni respirar, mientras la señora
Cratchit, mirando lentamente a lo largo del trinchante, se preparaba para hincarlo en la pechuga; pero en cuanto
lo hizo, cuando brotó el esperado borbotón del relleno, se alzó un clamor de delectación por toda la mesa, a
incluso Tiny Tim, excitado por los dos Cratchit pequeños, golpeó el tablero con el mango del cuchillo y gritó débilmente: «¡Hurra!»
Nunca hubo una oca como aquélla. Bob decía que no podía cr eer que se hubiera cocinado jamás una oca
como aquélla. Su sabor, ternura, tamaño y bajo precio fueron temas de universal admiración. Acompañada por
la salsa de man zana y el puré de patata, fue cena suficiente para toda la familia; y más aún, como dijo muy
contenta la señor Cratchit supervisando una pequeña partícula de hueso en una fuen te, ¡no se la habían
acabado! El hecho es que cada cual tomó lo suficiente, y en especial los pequeños Cratchit se habían atiborrado
de cebolla y salvia hasta las cejas. Pero ahora la señorita Belinda cambió los platos mientras la señora Cratchit
salía del cuarto sola -demasiado nerviosa para soportar testigos- para sacar el pudding y traerlo a la mesa.
¡Supongamos que no esté bien cocido! ¡Supongamos que se rompa al sacatlo! ¡Supongamos que alguien haya
saltado la pared del patio y lo haya robado mientras festejábamos la oca! -suposición que puso lívidos a los dos
jóvenes Cratchit-. Toda clase de horrores fueron supuestos.
¡Vaya! ¡Mucho vapor! El pudding se sacó del barreño. ¡Un olor como el de los días de hacer colada! Era el
paño. Un olor como el de un restaurante situado al lado de una confitería y una lavandería. Era el pudding. La
señora Cratchit volvió en medio minuto, acalorada pero sonriendo con orgullo, con un pudding como una bala
de cañón moteada, denso y firme, flambeado con la mitad de medio cuartillo de brandy y omado de acebo en la parte superior.
Bob Cratchit dijo que era un pudding maravilloso y que lo consideraba lo mejor que la señora Cratchit había
hecho desde que se habían casado. La señora Cratchit dijo que, ahora que ya se le había quitado el peso de
encima, confesaría que había tenido sus dudas sobre la cantidad de la harina. Todos tenían algo que decir sobre
el pudding, pero nadie dijo, ni pensó, que era pequeño para una familia tan gran de; hacerlo hubiera sido como
una blasfemia. Todos ellos habrían enrojecido ante una insinuación semejante.
Al terminar la cena se despejó el mantel, se barrió la zona de la chimenea y se recompuso el fuego. Se probó
la mezcla de la jarra y se consideró perfecta, se trajeron a la mesa man zanas y naranjas y se metió al fuego una
paletada de casta ñas. Luego toda la familia Cratchit se agrupó en tomo a la chimenea, en lo que Bob Cratchit
llamaba «círculo» querien do indicar medio círculo; y al lado de Bob Cratchit se desplegaba la cristalería de la
familia: dos vasos y un recipiente para natillas, sin mango, que sirvieron para el líquido ca liente de la jarra tan
bien como si hubieran sido copas de oro. Bob lo escanció con expresión radiante, mientras las cas tañas en el
fuego chascaban y se resquebrajaban ruidosamente. Luego Bob brindó:
«Felices Pascuas a todos nosotros, queridos. ¡Que Dios nos bendiga!
Toda la familia lo repitió.
«¡Dios bendiga a cada uno de nosotros! », dijo Tiny Tim en último lugar. Estaba sentado muy cerca de su
padre, en su pequeño escabel. Bob sostenía en su mano la manita marchita del niño, como si le amase, como si
quisiera tenerle muy cerca de sí y temiera que se lo arrebatasen.
«Espíritu», dijo Scrooge con un interés que nunca antes había sentido, «dime si Tiny Tim vivirá».
«Veo un sitio vacante», contestó el fantasma, «en ese pobre rincón de la chimenea, y una muleta sin dueño
amorosamente conservada. Si esas sombras permanecen sin cam bios en el futuro, el niño morirá».
«No, no», dijo Scrooge. «¡Oh, no, amable espíritu! Dime que se salvará».
«Si esas sombras permanecen inalteradas por el futuro, ningún otro de mi especie», replicó el fantasma, «le
encontrara aquí. ¿Y qué más da? Si se tiene que morir, lo mejor es que así lo haga y disminuya el exceso de población».
Scrooge hundió su cabeza al oír al espíritu citar sus pro pias palabras, y se sintió abrumado por el arrepentimiento y la pena.
«Hombre», dijo el fantasma, «si tienes corazón humano, no de piedra dura, olvida esa malvada jerga hasta que
hayas descubierto qué es el exceso y dónde está el exceso. ¿Quién eres tú para decidir qué hombres deben
morir y qué hombres deben vivir? Es posible que a los ojos del cielo tú seas menos valioso y menos merecedor
de vivir que millones, como el hijo de ese pobre hombre. ¡Oh Dios! , ¡tener que escuchar al insecto en la hoja
disertando sobre lo demasiado que viven sus hambrientos hermanos en el suelo!»
Scrooge se encogió ante la reprobación del fantasma y, tembloroso, hincó la mirada en el suelo, pero la
levantó rápidamente al escuchar su nombre.
«¡El señor Scrooge!, dijo Bob; «brindo por el señor Scrooge, Fundador de la Fiesta.
«¡El Hundidor de la Fiesta en verdad!», exclamó la señora Cratchit enrojeciendo. «Me gustaría tenerle aquí.
Para festejarlo le diría cuatro cosas y espero que tenga buenas tragaderas».
«Querida mía», dijo Bob; «los niños: es Navidad».
«Tiene que ser Navidad, estoy segura, dijo ella, «para beber a la salud de un hombre tan odioso, tacaño, duro
a insensible como el señor Scrooge. ¡Sabes que es cierto, Robert! ¡Nadie lo sabe mejor que tú, pobre mío!
«Querida, es Navidad», fue la tranquila respuesta de Bob.
«Bebo a su salud porque tú me lo piedes y por el día que es», dijo la señora Cratchit, «no por él. ¡Por muchos
años! ¡Alegre Navidad y feliz Año Nuevo! El va a sentirse muy alegre y muy feliz, ¡no me cabe la menor duda!»
Los niños bebieron detrás de ella. Era la primera de sus acciones que no tenía sinceridad. Tiny Tim bebió el
último, pero le importaba un comino. Scrooge era el ogro de la fa milia. La sola mención de su nombre arrojó
sobre la reunión una negra sombra que no se disipó hasta cinco minutos más tarde. Pasada la sombra, estaban
diez veces más contentos que antes por el mero alivio de haber acabado con el Malvado Scrooge. Bob Cratchit
les habló de la situación que tenía en perspectiva para el señorito Peter, que, si se conseguía, supondría unos
ingresos semanales de cinco chelines y medio. Los dos jóvenes Cratchit se desternillaban de risa ante la idea de
Peter convertido en hombre de negocios; el pro pio Peter miraba pensativamente al fuego entre sus cuellos
como si meditara sobre las especiales inversiones que debería decidir cuando entrase en posesión de un ingreso
tan apabullante. Martha, que era una pobre aprendiza en un taller de sombrerera, les contó la clase de trabajo
que tenía que realizar, las muchas horas seguidas que debía trabajar y cómo estaba deseando tomarse un largo
descanso en cama a la mañana siguiente, pues el día siguiente era festivo y lo pasaba en casa. También les contó
que había visto a una condesa y a un lord unos días antes, y que el lord «era de alto como Peter», ante lo cual
Peter se subió los cuellos tanto que no se le podía ver la cabeza. Todo este rato, las castañas y la jarra hacían
ronda, y después escucharon una canción sobre un niño perdido en la nieve; la cantaba Tiny Tim con una
vocecita quejumbrosa, y la cantó realmente muy bien.
No había nada de alta categoría en lo que hacían. No eran una familia distinguida; no iban bien vestidos; sus
zapatos estaban lejos de ser impermeables; sus ropas eran escasas, y Peter podría haber conocido, y es muy
probable que así fuera, el interior de una casa de empeños. Pero estaban felices, agradecidos y satisfechos unos
de otros, y contentos con el presente. Cuando empezaron a perderse de vista, todavía parecían más felices, con
el brillante chisporroteo de la antorcha del espíritu que se marchaba, y hasta el último instante Scrooge no
apartó de ellos sus ojos, sobre todo de Tiny Tim.
En aquellos momentos comenzaba a oscurecer y nevaba intensamente. Scrooge y el espíritu se fueron por las
calles; era maravilloso el resplandor de los fuegos rugientes en las cocinas, salones y toda clase de habitaciones.
Aquí, el revoloteo de las llamas dejaba ver los preparativos para una agradable cena, con platos calentándose
junto a la lumbre y cor tinas de color rojo oscuro a punto de ser corridas para aislar del frío y la oscuridad. Allá,
todos los niños de la casa salían corriendo en la nieve para recibir a sus hermanas casadas, hermanos, primos,
tíos, tías… , y ser el primero en felicitarles. Aquí se reflejaban en las celosías las sombras de los invitados
reuniéndose, y allá un grupo de chicas guapas, todas con capucha y botas de piel y parloteando a la vez, se dirigían
a paso rápido hacia la casa de algún vecino donde, ¡ay del soltero que las viera entrar arreboladas -bien lo
sabían ellas, astutas hechiceras!
Pero a juzgar por el número de personas que se encaminaban a reuniones amistosas, cualquiera diría que en
las ca sas no habría nadie para dar la bienvenida; sin embargo, en todas se esperaba compañía y se avivaban las
lumbres hasta la altura de media chimenea. ¡Cómo exultaba el fantasma! ¡Cómo henchía su desnudo pecho la
respiración! ¡Cómo abría la palma de su mano libre y regaba a chorros generosos todo lo que quedaba a su
alcance con inofensivo regocijo! El mismo farolero, que corría antes de puntear con motas de luz la calle lúgubre, iba arreglado para pasar la noche en alguna parte y, sin más compañía que la Navidad, se rió sonoramente cuando pasó el espíritu.
Y ahora, sin una sola palabra de advertencia del fantas ma, se detuvieron en un hostil y desierto páramo, con
monstruosas masas pétreas diseminadas como si fuera un cementetio de gigantes. El agua corría por todas
panes -al menos así lo habría hecho si la helada no tuviera prisionera-, y sólo crecían musgos, tojos y densas
matas de burda hierba. Hacia el Oeste, el sol ponient e había dejado una banda de rojo ardiente que iluminó la
desolación durante unos instantes, como un ojo rencoroso, y se fue cerrando, cerrando cada vez más, hasta
perderse en las espesas tinieblas de la noche más negra.
«¿Qué sitio es éste?», preguntó Scrooge.
«Un lugar donde viven los mineros, que trabajan en las entrañas de la tierra», contestó el espíritu. «Pero me conocen. ¡Mira!»
Se encendió una luz en una cabaña y ellos se aproximaron rápidamente. Atravesaron la pared de piedra y
barro y en contraron una animada reunión en torno a una cálida lumbre. Un hombre muy viejo y una mujer,
con sus hijos y los hijos de sus hijos, y otra generación posterior, todos engalanados con sus ropas de fiesta. El
viejo, con una voz que apenas sobrepasaba el ulular del viento en la yerma extensión, les cantaba un villancico
que ya era muy antiguo cuando él había sido niño, y de vez en cuando todos le acompañaban a coro. Cuando
los demás unían sus voces, la del viejo se volvía más alegre y potente, y cuando se callaban, él bajaba el tono.
El espíritu no se demoró allí; indicó a Scrooge que se sujetase al manto y, pasando sobre el páramo, se dirigió
rápidamente… ¿adónde? ¡No al mar? Sí, al mar. Para espanto de Scrooge, al mirar hacia atrás vio al final de la
tierra firme una temible alineación de rocas; sus oídos quedaron ensordecidos por el retumbar del agua que se
desmoronaba rugiendo y se estrellaba con furia contra las siniestras cavernas que había ido socavando, y con
fiereza intentaba perforar la tierra.
A una legua aproximadamente de la costa se alzaba un faro solitario construido sobre un siniestro arrecife de
hundidas rocas, azotadas y arañadas por el oleaje. En la base colgaban grandes aglomeraciones de algas y las
aves marinas -se diría que nacían del viento, como las algas del agua- se elevaban y caían a su alrededor como
las olas que peinaban.
Pero incluso aquí los dos hombres que atendían las señales habían encendido una lumbre que, a través del
portillo abierto en los gruesos muros de piedra, arroj aba un rayo de luz sobre el mar tenebroso. Estrechando
sus encallecidas manos por encima de la mesa basta donde estaban sentados, se desearon una Feliz Navidad
con sus jarras de grog. Uno de ellos, el más viejo, con un rostro marcado por la inclemencia del tiempo como el
mascarón de proa de un viejo navío, entonó una canción tan vigorosa como una tempestad.
Una vez más, el fantasma se fue apresuradamente sobre el negro y agitado mar lejos, muy lejos; tan lejos de
cual quier costa, como le dijo a Scrooge, que descendieron sobre un barco. Permanecieron al lado del timonel,
del vigía de proa, de los oficiales de guardia, fantasmales y oscuras sombras en sus puestos, pero todos ellos
tarareaban música navi deña o tenían el pensamiento puesto en la Navidad, o hablaban a sus compañeros de
alguna Navidad pasada con añoranza del hogar. Y todo hombre a bordo, despierto o dormido, bueno o malo,
había tenido una palabra más amable para los demás en ese día que en cualquier otro día del año; y había
compattido en alguna medida el festejo; y había recordado a los seres queridos, y había sabido que ellos se acordaban de él.
Mientras escuchaba el aullido del viento y pensaba qué cosa tan grande es moverse a través de solitarias
tinieblas sobre un abismo desconocido, cuyos secretos son tan profundos como la muerte, para Scrooge
constituyó una gran sorpresa oír una sonora carcajada. Y la sorpresa todavía fue mayor cuando reconoció que
la había proferido su propio sobrino, y se encontró en una estancia cálida y resplandeciente, con el espíritu
sonriendo a su lado y mirando al sobrino con aprobadora afabilidad.
«¿Ja, ja!», reía el sobrino de Scrooge. «¿Ja, ja, ja!»
Si por una improbable casualidad el lector conociera a un hombre con una risa más feliz que la del sobrino de
Scroo ge, todo lo que puedo decir es que también a mí me gusta ría conocerle. Preséntemelo y yo cultivaré su amistad.
Es una ley de la compensación justa, equitativa y saludable, que así como hay contagio en la enfermedad y las
penas, nada en el mundo resulta más contagioso que la risa y el buen humor. Cuando el sobrino de Scrooge se
reía sujetándose los costados, girando la cabeza y arrugando el rostro con las más extravagantes contorsiones, la
sobrina de Scroo ge -por matrimonio- reía con tantas ganas como él. Y el grupo de sus amigos no se quedaba
atrás y todos se desterni Ilaban.
«¿Ja, ja! ¿Ja, ja, ja, ja!»
«¡Dijo que las Navidades eran tonterías, os lo juro!», ex clamó el sobrino de Scrooge. «¡Y además se lo creía!»
«Más vergüenza le debería dar, Fred!, dijo indignada la sobrina de Scrooge. Esas benditas mujeres nunca
hacen nada a medias. Se lo toman todo muy en serio.
Era muy atractiva, sumamente atractiva. Tenía un rostro encantador, con hoyuelos en las mejillas y expresión
de sorpresa; una boquita roja y suave que parecía estar hecha para ser besada -lo era, sin duda-; todo tipo de
pequitas junto a su barbilla, que se mezclaban unas con otras al reírse; y el par de ojos más luminoso que se
haya visto. Al mismo tiempo, era del tipo que se podría describir como provocativa, ya me entienden, pero de
una manera adecuada. ¡Ah, sí, perfectamente adecuada!
«Es un viejo tipo cómico», dijo el sobrino de Scrooge, «es la verdad; y no tan agradable como podría ser. Sin
embargo, en su pecado lleva la propia penitencia, y no quiero decir nada contra él».
«Estoy segura de que es muy rico, Fred», apuntó la sobrina. «Al menos eso es lo que siempre me has dicho».
«¡Y eso que importa, querida!», dijo el sobrino. «La riqueza no le sirve de nada. No hace con ella nada bueno.
No la utiliza para su bienestar. Ni siquiera tiene la satisfacción de pensar. Ja, ja, ja, que algún día nosotros la disfrutaremos».
«Acaba con mi paciencia», observó la sobrina de Scrooge. Las hermanas de la sobrina y todas las demás
señoras expresaron igual opinión.
«Yo sí tengo paciencia», dijo el sobrino. «Me da lástima; no puedo enfadarme con él. El que sufre por sus
manías es siempre él mismo. Le da por rechazarnos y no querer venir a cenar con nosotros. ¿Cuál es la
consecuencia? No tiene mucho que perder con una cena. »
«Yo pienso que se pierde una cena muy buena», interrumpi6 la sobrina. Todos asistieron, y eran jueces
competentes puesto que acababan de cenar y, con el postre sobre la mesa, estaban apiñados junto al fuego, a la
luz de la lámpara.
«¡Bueno! Me alegra mucho escucharos», dijo el sobrino de Scrooge, «porque no tengo mucha fe en estas
jóvenes amas de casa. ¿Tú qué dices, Topper? »
Estaba claro que Topper le había echado el ojo a una de las hermanas de la sobrina, pues respondió que un
soltero no era más que un pobre proscrito sin derecho a expresar una opinión sobre la materia. Ante lo cual la
hermana de la sobrina -la rellenita con la pañoleta de encaje, no la de las rosas – se ruborizó.
«Vamos, Fred, continúa», dijo la sobrina de Scrooge palmoteando. «¡Nunca termina lo que empieza a contar!
¡Qué hombre más absurdo!»
Al sobrino de Scrooge le dio otro ataque de risa y como era imposible evitar el contagio, aunque la hermana
rellenita lo intentó de veras con vinagre aromáti co, su ejemplo fue seguido por unanimidad.
«Iba a decir », dijo el sobrino de Scrooge, «que la consecuencia de su displicencia hacia nosotros, y el no
querer celebrar nada con nosotros es, pienso yo, que se pierde buenos ratos que no le harían ningún daño.
Estoy seguro de que se pierde compañías más agradables que las que pueda encontrar en sus pensamientos,
metido en esa oficina enmohecida o en su polvorienta vivienda. Todos los años quiero darle la oportunidad,
tanto se le gusta como si no, porque me da lástima. Puede que reniegue de la Navidad hasta que se muera, pero
siempre tendrá mejor opinión si ve que voy de buen humor, año tras años, para decirle ¿cómo estás, tío
Scrooge? Aunque sólo sirviera para que se acordara de dejarle cincuenta libras a ese pobre escribiente suyo, ya
habría merecido la pena; y pienso que ayer le conmoví.
Ahora les tocaba reírse a los demás con la mención de haber conmovido a Scrooge. Pero el sobrino tenía
muy buen carácter, no le importaba que se rieran -se iban a reír de cualquier modo- y les fomentó la diversión
pasando la botella alegremente.
Tras el té, disfrutaron con un poco de música. Era una familia aficionada a la música, y puedo asegurar que
sabían lo que se traían entre manos cuando cantaban un solo, o a varias voces; sobre todo Topper, que podia
gruñir como un auténtico bajo sin que se le hincharan las venas de la frente ni ponerse colorado. La sobrina de
Scrooge tocaba bien el arpa y, entre otras piezas, tocó una ligera tonada (insignificante, cualquiera podría
aprender a silbarla en dos minutos) que había sido muy familiar para la niña que había recogido a Scrooge en el
internado, como le había hecho recordar el Fantasma de la Navidad del Pasado. Al sonar esa musi quilla, le
volvieron a la mente todas las cosas que le había mostrado el fantasma; se fue enterneciendo cada vez más, y
pienso que si años atrás hubiera escuchado esa música a menudo, tal vez habría cultivado con sus propias
manos las cosas buenas de la vida para su propia felicidad, sin recurrir a la pala de enterrador que sepultó a Jacob Marley.
No se dedicaron a la música toda la velada. Después de un rato jugaron a las prendas. Es buena cosa volverse
niños algunas veces, y nunca mejor que en Navidad, cuando se hizo Niño el Fundador todopoderoso. ¡Un
momento! Anteriormente hubo un juego a la gallina ciega. Por supuesto que lo hubo. Y yo no me creo que
Topper estuviese realmente a ciegas ni que tuviera ojos en las botas. Mi opinión es que todo lo habían tramado
él y el sobrino de Scrooge, y el Fantasma de la Navidad del Presente lo sabía. Su manera de per seguir a aquella
hermana rellenita, de la toca de encaje, era un ultraje a la credulidad del género humano. Daba topetazos a los
hierros de la chimenea, derribaba sillas, se estrellaba contra el piano, se asfixiaba entre los cortinajes, pero a
donde iba ella, él iba detrás. Siempre sabía dónde estaba la hermana rellenita. No quería agarrar a nadie más. Si
alguien tropezaba contra él, como algunos hicieron, y se quedaba quieto, fingía que fallaba al procurar atraparle,
de manera afrentosa para el humano entendimiento, y acto seguido se deslizaba en dirección a la hermana
rellenita. Ella gritó varias veces que era trampa, y con razón. Pero cuando al fin la atrapó, cuando pese a los
sedosos rozamientos y rápidas ondulaciones de ella logró arrinconarla en una esquina sin escapatoria, entonces
su conducta fue de lo más execrable. Simulaba no saber que era ella; simulaba que era necesario tocar su
peinado, y para cerciorarse bien de su identidad tanteó una determinada sortija en sus dedos y una determinada
cadena en su cuello; ¡fue vil, monstruoso! Sin duda ella le hizo saber su opinión cuando otro hacía de gallina
ciega y ellos estaban juntos, muy confidenciales, detrás de los cortinajes.
La sobrina de Scrooge no estaba jugando, sino sentada có modamente en un gran butacón, con los pies sobre
un escabel, en un atopadizo rincón, y el fantasma y Scrooge estaban detrás de ella. Pero se incorporó al juego
de prendas y obtuvo resultados admirables con todas las letras del alfabeto. También lo hizo muy bien en el
juego «Cómo, cuándo y dónde», y para secreto regocijo del sobrino de Scrooge, sacó mucha ventaja a sus
hermanas, que también eran chicas sagaces, como Topper podría confirmar. Allí habría unas veinte personas,
jóvenes y viejos, pero todos estaban jugando, y tam bién jugaba Scrooge; olvidando por completo los motivos
por los que estaba allí y que los demás no podía oírle, algunas veces daba las respuestas en voz alta y casi
siempre acertaba, pues la aguja más aguda, la mejor Whitechapel, y con el ojo bien abierto, no superaba en
agudeza a Scrooge, aun que él se empeñaba en ser terco.
Al fantasma le agradó mucho verle con aquella actitud y le miró con tal benevolencia que Scrooge le suplicó
como un niño que le permitiera quedarse hasta que los invitados se despidieran. El espíritu le dijo que no era posible.
«Van a empezar otro juego», dijo Scrooge. «¡Sólo media hora, espíritu; sólo media!»
Era el juego llamado del «Sí y no»; el sobrino de Scrooge tenía que pensar en una cosa y los demás descubrir
lo que era haciéndole preguntas que únicamente podía responder con un «sí» o un «no». Del continuo
bombardeo de preguntas a que fue sometido se deducía que había pensado en un animal, un animal vivo, un
animal bastante desagradable, un animal salvaje, un animal que a veces rugía y gruñía, y otras veces hablaba, y
vivía en Londres, y andaba por la caIle, y no se le exhibía al público, y nadie le llevaba atado, y no vivía en un
zoológico, y nunca le mataron en un merca do, y no era un caballo, asno, vaca, toro, tigre, perro, cerdo, gato no
oso. Cada nueva pregunta provocaba en el sobrino un ataque de risa tan irrefrenable que le obligaba a levan –
tarse del sofá y dar patadas al suelo. Finalmente, la hermana rellenita, que había caído en un ataque similar,
exclamó: «¡Ya lo tengo! ¡Ya sé lo que es, Fred! ¡Ya sé lo que es!»
«¿Qué es?», gritó Fred.
«¡Es tu tío Scro-o-o-o-oge!»
Así era, ciertamente. Hubo un sentimiento general de ad miración, aunque algunos objetaron que la respuesta
a «¿Es un oso?» debió haber sido «Sí», puesto que la respuesta contraria era suficiente para desviar el
pensamiento del señor Scrooge, suponiendo que alguna vez se les hubiera ocurrido pensar en él.
«Gracias a él hemos tenido un buen rato», dijo Fred, «y sería ingratitud no beber a su salud. Aquí tenemos
preparadas copas de vino caliente y brindo por tío Scrooge».
«¡Bueno! ¡Por tío Scrooge!», repitieron todos.
«¡Feliz Navidad y próspero Año Nuevo para el viejo, sea lo que sea!», dijo el sobrino. «El no me lo aceptaría,
pero da lo mismo. ¡Por tío Scrooge!
Tío Scrooge se había ido poniendo imperceptiblemente tan contento y animado que habría correspondido
bebien do a la salud de la inconsciente reunión, y les habría dado las gracias con palabras inaudibles si el
fantasma le hubiera dado tiempo. Pero toda la escena se esfumó con el hálito de las últimas palabras del
sobrino, y él y el espíritu empren dieron nuevos viajes.
Vieron mucho, fueron muy lejos, visitaron muchos hogares, pero siempre con un desenlace feliz. El espíritu
permaneció junto al lecho de los enfermos y ellos se animaban; junto a los que estaban en tierra extraña y se
sentían más cerca de la patria; junto a los hombres que luchaban, y les daba paciencia para alcanzar su mayor
aspiración; junto a la pobreza y la convertía en riqueza. En hospicios, hospitales, cárceles, en todos los refugios
de la miseria donde la pequeña y vana autoridad del hombre no había hecho cerrar las puertas para dejar al
espíritu fuera, les dejó su bendición y a Scrooge el ejemplo.
Era una noche muy larga, si es que era solamente una noche, cosa que Scrooge dudaba puesto que las fiestas
navideñas parecían haberse condensado en el período de tiempo que pasaron juntos. También era extraño que
mientras la forma externa de Scrooge no se había alterado, el fantasma había envejecido, había envejecido a
ojos vista. Scrooge observó el cambio pero no habló de ello hasta que salieron de un festejo infantil de víspera
de Reyes y al mirar al espíritu cuando salieron al exterior observó que se le había encanecido el cabello.
«¿Es tan breve la vida de los espíritus?», preguntó.
«Mi vida en este globo es muy corta», respondió el fantas ma. «Se termina esta noche».
«¡Esta noche!», exclamó Scrooge.
«A medianoche. ¡Escucha! Se acerca la hora».
En aquel momento las campanas del reloj daban las doce menos cuarto.
«Perdóname si me equivoco», dijo Scrooge mirando con inquietud el manto del espíritu, «pero estoy viendo
algo raro que te asoma por el ropaje. ¡Es un pie o una garra!»
«Por la carne que tiene encima, podría ser una garra», fue la respuesta, cargada de tristeza, del espíritu. «Mira esto».
De los pliegues del manto salieron dos niños; unos niños harapientos, abyectos, temibles, espantosos,
miserables. Se arrodillaron a sus plantas y se colgaron del manto.
«¡Hombre! ¡Mira esto! ¡Mira, mira bien!», exclamó el fantasma.
Eran un niño y una niña. Amarillos, flacos, mugrientos, malencarados, lobunos, pero también prosternados
en su humildad. Donde la gracia de la juventud debió haberles perfilado los rasgos y retocado con sus más
frescas tintas, una mano marchita y seca, como la de la vejez, les había atormentado, retorcido y hecho trizas.
Donde podrían haberse entronizado los ángeles, acechaban los demonios echando fuego por sus ojos
amenazadores. Monstruos tan horribles y temibles como aquellos no se han dado en ningún cam bio,
degradación o perversión de la humanidad a lo largo de toda la historia de la maravillosa Creación.
Aterrado, Scrooge se echó atrás. Intentó decir que eran unos niños agradables, pero su lengua se negó a
pronunciar una mentira de tal magnitud.
«¿Son tuyos, espíritu?», fue todo lo que pudo decir.
«Son del hombre», dijo el espíritu mirándolos. «Y se agarran a mí apelando contra sus progenitores. Este
chico es la Ignorancia. Esta chica es la Necesidad. Guárdate de los dos y de todos los de su género, pero
guárdate sobre todo de este chico porque en la frente lleva escrita la Condenación, a menos que se borre lo que
lleva escrito. ¡Niégalo!», exclamó el espíritu señalando con la mano hacia la ciudad. «¡Difama a quienes te lo
dicen! Admítelo para tus propósitos tendenciosos y empeóralo todavía más. ¡Y aguarda el final!»
«¿No tienen refugio ni salvación?», gimió Scrooge.
«¿No están las cárceles?», dijo el espíritu devolviéndole por última vez sus propias palabras. «¿No hay casas de misericordia?»
La campana dio las doce.
Scrooge miró a su alrededor y ya no vio al fantasma. Al cesar la vibración de la última campanada recordó la
predicción del viejo Jacob Marley y, elevando la mirada, vio cómo se acercaba hacia él un fantasma solemne,
envuelto en ropas y encapuchado, deslizándose como la niebla sobre el suelo.

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