Cumbres borrascosas – Emily Brontë
A veces, meditando sobre estas cosas a solas, me levantaba, poseída de un súbito terror, me ponía el sombrero y se me ocurría ir a ver lo que sucedía en Cumbres Borrascosas. Tenía la convicción de que mi deber era hablar a Hindley de lo que la gente decía de él. Pero cuando recordaba lo empecinado que estaba en sus vicios, me faltaba valor para entrar en su casa, comprendiendo que mis palabras sólo podrían surtir efectos muy dudosos.
Una vez, yendo a Gimmerton me desvié un tanto de mi camino y me paré ante la cerca de la propiedad. Era una tarde clara y fría. La tierra estaba desolada por el invierno y el camino se extendía ante mi vista endurecido y seco. Llegué a una bifurcación del sendero. Hay allí un jalón de piedra arenisca que tiene grabadas las letras C.B. en su cara que mira al norte; G., en la que mira al este, y G.T. en la que da al sudeste. Esta piedra sirve para marcar las distintas direcciones: las cumbres, el pueblo y la granja. El sol bañaba con sus dorados rayos la parte alta del hito. Esto me hizo pensar en el verano, y un aluvión de infantiles recuerdos acudió a mi mente. Aquel sitio era el preferido por Hindley y por mí veinte años atrás. Durante largo rato estuve contemplando el mojón. Inclinándome, vi junto a su base un agujero donde solíamos almacenar guijarros, conchas de caracol y otras menudencias, que todavía continuaban allí. Y tuve la alucinación de que veía a mi antiguo compañero de juegos excavando la tierra con un pedazo de pizarra.
-¡Pobre Hindley! -murmuré sin querer.
Me pareció que el niño alzaba el rostro y me miraba a la cara. La visión desapareció inmediatamente, pero en el acto experimenté un vivo deseo de ir a Cumbres Borrascosas. Un sentimiento supersticioso me impulsaba.
«¡Podría haber muerto o estar a punto de morir!», pensé, relacionando aquella alucinación con un presagio fatídico.
Mi agitación aumentaba a medida que me iba acercando a la casa, y al final temblaba todo mi cuerpo. Al ver un niño desgreñado apoyando la cabeza contra los barrotes de la verja tuve la impresión de que la aparición se había adelantado a mí. Pero pensando más despacio comprendí que debía ser Hareton, mi Hareton, al que no veía hacía tiempo.
-¡Dios te bendiga, querido! -exclamé. Hareton, soy Elena, tu ama.
Se separó de mí y cogió un pedrusco.
-He venido a ver a tu padre, Hareton -le dije, comprendiendo que, si se acordaba de Elena, al menos no recordaba mi figura.
Esgrimió la piedra y, aunque intenté calmarle, me la arrojó, alcanzándome en el sombrero. Al propio tiempo, el pequeño soltó una retahíla de maldiciones que, conscientes o no, emitía con la firmeza de quien sabe lo que dice. Sentí más dolor que cólera y me faltó poco para llorar. Saqué una naranja del bolsillo y se la ofrecí. Dudó un momento, y, de pronto, me la quitó bruscamente de las manos, como si creyera que intentaba engañarle. Le mostré otra, pero guardándome bien de ponerla al alcance de su mano.
-¿Quién te ha enseñado esas bonitas palabras, hijo? -le pregunté. ¿El cura?
-¡Malditos seáis el cura y tú! -contestó. ¡Dame eso!
-Si me dices quién te ha enseñado a hablar así, te lo daré.
-El diablo de papá -replicó.
-Y papá, ¿qué te enseña? -seguí preguntando.
Se lanzó sobre la fruta, pero yo la quité pronto de su alcance.
-Nada -me contestó. No quiere que esté a su lado, porque reniego de él y digo palabrotas.
-¿Y es acaso el diablo quien te enseña a maldecir a papá?
– ¡Ah!, no. -¿Quién entonces? -Heathcliff.
Le pregunté si quería al señor Heathcliff y me dijo que sí. Al preguntarle los motivos, repuso:
-Porque él trata mal a papá, como papá me trata a mí, y porque él reniega de papá, como papá reniega de mí, y porque me deja hacer todo lo que quiero.
-Entonces, ¿el cura no te enseña a leer y escribir?
-No. Han dicho que le partirían la cabeza si entrara por la puerta. ¡Heathcliff lo ha jurado!
Le di la naranja y encargué que dijera a su padre que una mujer llamada Elena Dean quería verle. Se dirigió a la casa por el sendero; pero en lugar de Hindley salió Heathcliff. Al verle, eché a correr como si hubiera visto a un fantasma. Esto no tiene relación con el asunto de la señorita Isabel más que porque influyó para que yo redoblara mis precauciones y procurara que el influjo pernicioso de aquel hombre no se extendiera a la Granja, lo cual me costó, por cierto, una disputa con la señora Linton.
El primer día que Heathcliff volvió a casa, la señorita Isabel estaba en el corral dando de comer a las palomas. Hacía tres días que no hablaba con su cuñada, pero había prescindido también de sus protestas, con gran contento de todos. Heathcliff, generalmente, no decía a Isabel ni una palabra superflua; pero esta vez, después de lanzar una ojeada a la casa -yo estaba en la ventana de la cocina, pero me retiré para que no me viera, se acercó a ella y le habló. La joven estaba turbada y parecía ansiosa de alejarse, pero él la retuvo por el brazo. Isabel separó la cara. Él le hizo una pregunta a la que la señorita no quería contestar, al parecer. Él volvió a mirar a la casa, y, creyendo que nadie le veía, tuvo el descaro de besar a Isabel.
-¡Oh, judas, traidor! -proferí. ¿Conque eres también un villano, un hipócrita seductor?
-¿Qué pasa, Elena? -dijo Catalina, que entraba en aquel momento, sin que yo, absorta en la escena que contemplaba, lo hubiese notado.
-¡Su miserable amigo! -exclamé furiosa. ¡El villano Heathcliff! Ya entra; nos ha visto… ¡A ver qué excusa le da a usted para explicarle por qué hace el amor a la señorita después de haber dicho que la despreciaba!
La señora Linton vio cómo Isabel se soltaba y echaba a correr. Heathcliff entró inmediatamente. Yo di rienda suelta a mi indignación, pero Catalina me mandó callar, amenazándome con expulsarme de la cocina.
-¡Cualquiera diría que tú eres la señora! -exclamó. Procura no meterte en lo que no te importa -y agregó, dirigiéndose a Heathcliff-: ¿Qué te propones? Ya te he advertido que dejes en paz a Isabel. Prescinde de hacerlo, a no ser que te hayas cansado de venir aquí y quisieras que Linton te prohíba la entrada.
-¡Dios lo quiera! -contestó el rufián. ¡Le odio cada día más! Si Dios no le conserva paciente y pacífico, acabaré por no resistir el deseo que siento de enviarle al otro mundo.
-¡Cállate y no me exasperes! -ordenó Catalina. ¿Por qué has olvidado lo que te dije? ¿Fue Isabel la que te buscó?
-¿Qué te importa? -contestó. Puedo besarla, si ella lo consiente. No soy tu marido; no tienes derecho a estar celosa.
-No estoy celosa de ti, sino por ti -contestó la señora. Cálmate. Si te gusta Isabel, te casarás con ella. Pero dime si la amas de verdad, Heathcliff. ¿Ves cómo no contestas? Estoy segura de que no te interesa.
-¿Aprobaría el señor Linton que su hermana se casase con ese hombre? -interrogué.
-Lo aprobaría -replicó Catalina con tono decisivo.
-También podría evitarse esa molestia -dijo Heathcliff-, porque yo no necesito su consentimiento para nada. Y a ti, Catalina, te diré dos palabras, ya que se presenta la oportunidad. Entérate de que me has tratado horriblemente, ¿comprendes?, horriblemente. Si te figuras que no lo sé, eres mema; y si te imaginas que me consuelas con palabras dulces, eres una idiota; y si piensas que no me tomaré venganza de ello, pronto te convencerás de lo contrario. Me alegro de que me hayas dicho el secreto de tu cuñada, y te juro que sabré sacarle partido. ¡No te interpongas en mi camino!
-Pero ¿qué es esto? -exclamó, asombrada, la señora Linton. ¡Qué te he tratado mal y vas a vengarte! ¿Cómo vas a vengarte, ingrato? ¿Cuándo te he tratado horriblemente yo?
-No me vengaré de ti -dijo Heathcliff con menos violencia. No es ése mi proyecto. El tirano oprime a sus esclavos, y estos, en lugar de volverse contra él, se vengan en los que tienen debajo. Atorméntame cuanto quieras, si ello te divierte, pero déjame divertirme del mismo modo, y guárdate muy bien de burlarte de mí. Ya que has derruido mi palacio, no te empeñes en erigir en sus ruinas una choza y hacerme habitar en ella por caridad. Si yo creyese que tenías interés en que me casase con Isabel, me haría un tajo en la garganta antes de hacerlo.
-¿Así que lo que te ofende es que yo no esté celosa? -gritó Catalina. Pues no me volveré a preocupar de buscarte esposa, no te apures. Sería como ofrecer al diablo un alma condenada. Te encanta provocar tragedias. Ahora que Eduardo ha dominado el disgusto que le produjo tu llegada y que yo empiezo a estar tranquila, tú te empeñas en buscar camorra. Peléate con
Eduardo, si quieres, y engaña a su hermana, y así te habrás vengado de mí, y mucho más de lo que pudieras imaginarte.
La conversación cesó por el momento. La señora Linton se sentó, ceñuda y silenciosa, al lado del fuego. El demonio, que había estado sumiso a ella, se había convertido en indomable. Heathcliff permaneció en pie ante la lumbre, cruzado de brazos, maquinando, sin duda, perversos planes, y yo los abandoné y me fui a buscar al amo. Éste estaba extrañado de no ver a su mujer.
-¿Has visto a la señora? -me preguntó.
-Está en la cocina, señor -respondí. Está enfadada por la conducta que observa el señor Heathcliff, y, si me quiere usted hacer caso, creo que convendría poner coto a sus visitas. A veces es peligroso ser demasiado bueno…
Le relaté la escena del patio y la disputa que se había producido a continuación, tan exactamente como me lo permitió mi atrevimiento. Pensaba que no causaría mucho perjuicio a la señora, a no ser que ella misma se empeñase en causárselo tomando la defensa del intruso. El señor Linton tuvo que contenerse mucho para oírme hasta el fin. Y sus frases indicaban claramente que no dejaba por un momento de achacar a su mujer toda la culpa de lo ocurrido.
-¡Esto es intolerable! -exclamó. ¡Es ignominioso que le tenga por amigo y que me obligue a aceptar su trato! Llama a dos de los criados. Catalina no continuará discutiendo con ese rufián. ¡Ya he sido demasiado condescendiente!
Mandó a los sirvientes que esperasen en el pasillo, y, seguido por mí, se dirigió a la cocina. La señora, en aquel instante, hablaba acaloradamente. Heathcliff estaba junto a la ventana, algo acobardado, al parecer, por los reproches de Catalina. Fue el primero en ver al señor, y le hizo un gesto para que callase. Ella le obedeció inmediatamente.
-¿Qué es esto? -dijo Linton dirigiéndose a Catalina-. ¿Qué noción tienes del decoro para permanecer aquí después de lo que te ha dicho ese miserable? Tal vez no das importancia a sus palabras porque estás acostumbrada a su clase de conversación. Pero yo no lo estoy ni quiero estarlo.
-¿Has permanecido escuchando en la puerta, Eduardo? -preguntó ella en tono calculadoramente frío, a fin de provocar a su esposo, mostrándole a la vez su desprecio.
Heathcliff, al oír a Eduardo, había levantado la vista, y ahora, al hablar Catalina, soltó la carcajada, con el propósito de que Linton reparara en él. Y lo consiguió, pero no que Eduardo perdiera al momento el dominio de sí mismo.
-Hasta hoy he sido tolerante con usted, señor -pronunció mi amo secamente. No porque desconociera su despreciable carácter, sino porque creía que no toda la culpa de tenerla era suya. Y también porque Catalina deseaba conservar su amistad. Pero si accedía a ello, no pienso continuar obrando así. Su sola presencia es un veneno mortal capaz de contagiar al ser más virtuoso. Por tanto, y para evitar más graves consecuencias, le prohíbo desde hoy que vuelva a poner los pies en esta casa, y le exijo que salga de ella inmediatamente. Le prevengo que si tarda en hacerlo más de tres minutos saldrá de un modo ignominioso: a viva fuerza.
Heathcliff examinó lenta y desdeñosamente a su adversario.
-Catalina, tu corderito me amenaza como un toro. Está exponiéndose a tener un tropiezo con mis puños. ¡Por Dios, señor Linton, siento de veras que no tenga usted ni un mal puñetazo!
El amo miró hacia el pasillo y me hizo una señal para que fuese a llamar a los criados. No quería, sin duda, exponerse a un choque directo. Obedecí; pero la señora, dándose cuenta, me siguió, y, al ir yo a llamarles, me apartó bruscamente y cerró la puerta con llave.
-¡Estupendo procedimiento! -dijo como contestando a la irritada y sorprendente mirada que le dirigió su marido. Si no tienes valor para pegarle, preséntale tus excusas o date por vencido. Será tu justo castigo por afectar una valentía que no posees. ¡Antes me tragaré la llave que entregártela! Así recompensáis mis bondades los dos. Mi benevolencia hacia el débil carácter de uno y el mal carácter del otro, la pagáis así. Estaba defendiéndoos a ti y a tu hermana, Eduardo… ¡Ojalá te zurre Heathcliff hasta hundirte, ya que has llegado a pensar tan mal de mí!
Eduardo intentó arrancar la llave a Catalina; pero ella la arrojó al fuego, y él, asaltado de un temblor nervioso, y después de hacer esfuerzos sobrehumanos para dominarse, angustiado y humillado, hubo de dejarse caer en una silla, cubriéndose la cara con las manos.
-¡Oh cielos! En los tiempos heroicos este suceso habría valido para que te armaran caballero… -exclamó la señora. Estarnos vencidos… Tan capaz sería Heathcliff ahora de alzar un dedo contra ti, como un rey de enviar su ejército contra una madriguera de ratones. Levántate, hombre, que nadie te va a lastimar… No; no eres un cordero, sino una liebre…
-¡Disfruta en paz de este cobarde que tiene la sangre de horchata!- dijo su amigo. Te felicito por la elección. ¿De modo que me dejaste por un pobre diablo como éste? No le daré de bofetadas, pero me complacerá asestarle un puntapié. Y ¿qué hacer? ¿Está llorando o se ha desmayado?
Se acercó a Linton y empujó la silla en que éste estaba sentado. Hubiese hecho mejor en mantenerse a distancia. Mi amo se levantó y le asestó en plena garganta un golpe capaz de derribar al hombre más vigoroso. Durante un minuto Heathcliff quedó sin aliento. El señor Linton, entretanto, salió al patio por la puerta de escape y se dirigió hacia la entrada principal.
-¿Ves? ¡Se acabaron tus visitas! -gritó Catalina. ¡Vete inmediatamente! Eduardo volverá con dos pistolas y media docena de criados. Si nos ha oído, no nos perdonará jamás. ¡Qué mala pasada me has jugado, Heathcliff! Vete, vete. No quiero verte en la situación en que ha estado Eduardo antes.
-¿Crees que voy a tragarme el golpe que me ha dado? -rugió él. ¡No, en nombre del diablo! Antes de salir le machacaré como a un perro… ¡si no le aplasto ahora contra el suelo tendré que acabar matándole…! Así que si aprecias en algo su existencia, déjame esperarle.
-Él no vendrá -dije, no dudando en arriesgar una inexactitud. Allí vienen el cochero y los dos jardineros con sendos garrotes. ¡Supongo que no le agradará a usted que le arrojen violentamente de la casa! El amo, probablemente, se limitará a ver desde las ventanas del salón cómo se cumplen sus órdenes.
El cochero y los jardineros estaban, en efecto, allí; pero Linton los acompañaba. Ya habían entrado en el patio.
Heathcliff meditó un momento, y le pareció mejor evitar una lucha contra tres criados. Cogió el atizador de la lumbre, saltó la cerradura de la puerta y se escapó por un lado mientras los demás entraban por otro.
La señora, presa de una gran excitación, me pidió que la acompañara a su aposento. Desconocía mi intervención en lo sucedido y procuré que se mantuviera en su ignorancia.
-Estoy fuera de mí, Elena -exclamó, dejándose caer en el sofá. Parece que están golpeándome la cabeza mil martillos de herrería. Que Isabel no aparezca ante mi vista, porque ella es la culpable de todo. Cuando veas a Eduardo dile que estoy a punto de enfermar gravemente. ¡Así sea verdad! ¡No sabes lo angustiada que me siento! Si viene, me insultará. Yo le responderé, y no sé adónde iríamos a parar. Hazlo, Elena. Tú sabes que no he obrado mal en todo este asunto. ¿Qué espíritu pérfido incitó a Eduardo a escuchar en la puerta? Es verdad que, después de que tú saliste, Heathcliff habló de un modo injurioso; pero yo hubiera logrado quitarle de la cabeza la idea de lo de Isabel, y no hubiera pasado nada. Todo se ha estropeado por esa obsesión de oír hablar mal de sí mismas, que constituye la manía de ciertas personas. Si Eduardo no hubiese oído lo que hablábamos, ¿le hubiese sucedido algo malo por ello? Después de que me soltó aquella rociada, cuando yo acababa de reñir con Heathcliff por él, ya no me importaba nada lo que pasase entre ellos, puesto que, sucediera lo que sucediera, quedaríamos distanciados durante mucho tiempo. Ya que no puedo seguir teniendo por amigo a Heathcliff, y ya que Eduardo no deja de ser celoso, procuraré desgarrarles el corazón a los dos desgarrando el mío propio. ¡Así acabaremos antes! Pero eso sólo lo haré en caso extremo, y no quiero que a Linton le coja de sorpresa. Hasta ahora ha procedido con discreción y ha procurado no provocarme. Hazle comprender que sería peligroso abandonar esa línea de conducta. Recuérdale la violencia de mi carácter. ¡Si consiguieras que desapareciese esa expresión de frialdad que tiene en el semblante y lograras que me tratase mejor!
Sin duda debió de ser exasperante para la señora la serena indiferencia con que recibí instrucciones. Yo presumí que una persona que podía especular de antemano sobre el giro que daría a sus arrebatos de ira, podría, de proponérselo, dominar también esos arrebatos. Y no me pareció ser yo la llamada a multiplicar los disgustos de su marido mediante aquella especie de coacción. Así que nada le dije cuando éste acudió; pero no me atreví a escuchar, a fin de ver si disputaban.
Él habló primero.
-Quédate donde estás, Catalina -dijo, sin rencor, y muy abatido. No he venido a disputar ni a hacer las paces. Sólo deseo que me digas si, después de lo ocurrido, tienes el propósito de seguir siendo amiga de…
-¡Y yo te exijo que me dejes en paz! -respondió golpeando el suelo con el pie. No hablemos de ello ahora. Tú no perderás tu sangre fría, porque por tus venas no corre más que agua helada; pero mi sangre está hirviendo y tu frialdad me excita hasta lo inconcebible.
-Contesta a mi pregunta -repuso el señor. Tus violencias no me intimidan. Ya he visto que, cuando te lo propones, permaneces tan imperturbable como cualquiera. ¿Estás dispuesta a prescindir de Heathcliff, o prefieres prescindir de mí? No cabe ser amiga de los dos, y te exijo que te decidas por uno de nosotros.
-Y yo te exijo que me dejes en paz -respondió ella enfureciéndose. ¡Te lo ruego! ¿No ves que casi no puedo sostenerme en pie? ¡Déjame, Eduardo!
Tiró violentamente de la campanilla, y yo acudí sin prisa alguna. Aquellos insensatos arrebatos de cólera ponían a prueba la paciencia de un santo. La vi golpearse la cabeza contra el brazo del sofá y rechinar los dientes de tal modo que parecía que iba a destrozárselos. El señor Linton la miraba compungido y casi arrepentido de su energía anterior. Me mandó traer un vaso de agua. Ella no podía casi ni hablar. No quiso beber, y entonces le rocié el rostro con el agua. Un instante después se tendió en el sofá, puso los ojos en blanco y sus mejillas palidecieron como las de una muerta. Linton estaba atemorizado.
-No es nada -murmuré. Quería que él cediera; pero en el fondo me sentía acongojada.
-Está sangrando por la boca -me dijo el señor, estremeciéndose.
-No haga caso -repuse.
Y le manifesté que ella se había propuesto, antes de entrar él, darle el espectáculo de un ataque de locura. Cometí la imprudencia de decirlo en voz alta. Catalina me oyó, y se puso repentinamente de pie. Los cabellos despeinados le caían sobre los hombros y los tendones del cuello y de los brazos se le habían hinchado de un modo espantoso. Me preparé, como mínimo, a que me rompiese los huesos. Pero no fue así; se limitó a precipitarse fuera del cuarto. El amo me mandó que la siguiera, y lo hice hasta la puerta de su alcoba, cuya puerta cerró para librarse de mí.
A la mañana siguiente no bajó a desayunar. Subí a preguntarle si le llevaba el desayuno, y me contestó categóricamente que no. Lo mismo sucedió a las horas de comer y de tomar el té. Al día siguiente recibí la misma contestación. El señor Linton se pasaba el tiempo en la biblioteca, sin preguntar por su esposa. Había mantenido con Isabel una conversación de una hora, en el curso de la cual pretendió obtener de ella una contestación definitiva respecto a que rechazaría a Heathcliff, sin lograr más que evasivas. Entonces él le juró solemnemente que si ella persistía en la locura de dar esperanzas a aquel indigno sujeto terminarían las relaciones entre los dos hermanos.