Cumbres borrascosas – Emily Brontë
La tarde de ayer fue fría y brumosa. Al principio dudé entre pasarla en casa, junto al fuego, o dirigirme a través de los páramos y sobre los barrizales a Cumbres Borrascosas.
Pero después de comer (advirtiendo que como de una a dos, ya que el ama de llaves que adopté al alquilar la casa como si se tratara de una de sus dependencias, no comprende, o no quiere comprender, que deseo comer a las cinco), subiendo a mi cuarto, hallé en él a una criada arrodillada ante la chimenea y luchando para apagar las llamas con nubes de ceniza con las que levantaba una polvareda infernal. Semejante espectáculo me desanimó. Cogí el sombrero y, tras una caminata de seis kilómetros, llegué a casa de Heathcliff en el preciso instante en que comenzaban a caer los diminutos copos de un chubasco de aguanieve.
El suelo de aquellas solitarias alturas estaba cubierto de una capa de escarcha ennegrecida, y el viento estremecía de frío todos mis miembros. Al ver que mis esfuerzos para levantar la cadena que cerraba la puerta de la verja eran vanos salté por encima, avancé por el camino que bordeaban matas de grosellas y golpeé la puerta de la casa con los nudillos hasta que me dolieron. Se oía ladrar a los muy perros.
«Tan necia inhospitalidad merecía ser castigada con el aislamiento perpetuo de vuestros semejantes, ¡bellacos! -murmuré mentalmente. Lo menos que se puede hacer es tener abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa. ¡Entraré!» Con esta decisión sacudí el aldabón. El rostro avinagrado de José apareció en una ventana del granero.
-¿Qué quiere usted? -me interpeló. El amo está en el corral. Dé la vuelta por la esquina del establo si quiere hablarle.
-¿No hay nadie que abra la puerta? -respondí.
-Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque estuviese usted llamando insistentemente hasta la noche. Sería inútil.
-¿Por qué no? ¿No puede usted decirle que soy yo?
-¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? –replicó mientras se retiraba.
Comenzaba a caer una espesa nevada. Yo empuñaba ya el aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio enlosado, en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a la habitación donde el día anterior fui introducido. Un inmenso fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la que estaba servida una abundante merienda, tuve la satisfacción de ver a la señorita, persona de cuya existencia no había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella me miró y no se movió de su silla ni pronunció una sola palabra.
-¡Qué tiempo tan malo! -comenté. Lamento, señora Heathcliff, que la puerta haya sufrido las consecuencias de la negligencia de sus criados. Me ha costado un trabajo tremendo hacerme oír.
Ella no despegó los labios. La miré atentamente, y ella me correspondió con una mirada tan fría, que resultaba molesta y desagradable.
-Siéntese -gruñó la joven. Heathcliff vendrá enseguida.
Obedecí, tosí y llamé a June, la perversa perra, que esta vez se dignó mover la cola en señal de que me reconocía.
-¡Hermoso animal! -empecé. ¿Piensa usted desprenderse de los cachorrillos, señora?
-No son míos -dijo la amable anfitriona con un tono aún más repelente que el que hubiera empleado el propio Heathcliff.
-Entonces, ¿sus favoritos serán aquellos? -continué, volviendo la mirada hacia lo que me pareció un cojín con gatos.
-Serían unos favoritos bastante extravagantes -contestó la joven desdeñosamente.
Desgraciadamente, los supuestos gatillos eran, en realidad, un montón de conejos muertos. Volví a toser, me aproximé al fuego y repetí mis comentarios sobre lo desagradable de la tarde.
-No debía usted haber salido -dijo ella, mientras se incorporaba y trataba de alcanzar dos de los tarros pintados que decoraban la chimenea.
Ahora, a la claridad de las llamas, yo podía distinguir por completo su figura. Era muy esbelta, y al parecer apenas había salido de la adolescencia. Estaba admirablemente formada y poseía la más linda carita que yo hubiese contemplado jamás. Tenía las facciones menudas, la tez muy blanca, dorados bucles que pendían sobre su delicada garganta, y unos ojos que hubieran sido irresistibles de haber ofrecido una expresión agradable. Por fortuna, para mi sensible corazón, aquella mirada no manifestaba en aquel momento más que desdén y algo como una especie de desesperación, que resultaba increíble en unos ojos tan bellos.
Como los tarros estaban fuera de su alcance, intenté auxiliarla; pero se volvió hacia mí con la airada expresión del avaro a quien alguien quiere ayudarle a contar su oro.
-No hace falta que se moleste -dijo-. Puedo cogerlos yo sola.
-Perdone -me apresuré a contestar.
-¿Está usted invitado a tomar el té? -me preguntó, poniéndose un delantal sobre el vestido y sentándose mientras sostenía en la mano una cucharada de hojas de té que había sacado del bote.
-Tomaré una taza con mucho gusto -respondí.
-¿Está usted invitado? -insistió.
-No -dije, sonriendo-; pero nadie más indicado que usted para invitarme.
Volvió a echar en el bote el té, con cuchara y todo, y de nuevo se sentó frunciendo el entrecejo, e hizo un pucherito con los labios como un niño que está a punto de llorar.
El joven, entretanto, se había puesto un andrajoso gabán, y en aquel momento me miró como si entre nosotros existiese un resentimiento mortal. Yo dudaba de si aquel personaje era un criado o no. Hablaba y vestía toscamente, sin ninguno de los detalles que Heathcliff presentaba de pertenecer a una clase superior. Su cabellera castaña estaba desgreñadísima, su bigote crecía descuidadamente y sus manos eran tan burdas como las de un labrador. Pero, con todo, ni sus ademanes ni el modo que tenía de tratar a la señora eran los de un criado. En la duda, preferí no aventurar juicio sobre él. Cinco minutos después, la llegada de Heathcliff alivió un tanto la molesta situación en que me encontraba.
-Como ve, he cumplido mi promesa -dije con acento falsamente jovial- y temo que el mal tiempo me haga permanecer aquí media hora, si quiere usted albergarme durante ese rato…
-¿Media hora? -repuso, mientras se sacudía los blancos copos que le cubrían la ropa. ¡Me asombra que haya elegido usted estar nevando para pasear! ¿No sabe que corre el peligro de perderse en los pantanos? Hasta quienes están familiarizados con ellos se extravían a veces. Y le aseguro que no hay probabilidad alguna de que el tiempo mejore.
-Quizá uno de sus criados pudiera servirme de guía. Se quedaría en la granja hasta mañana. ¿Puede proporcionarme uno?
-No; no me es posible.
-Bueno… pues entonces habré de confiar en mis propios medios…
-Hum…
-¡Qué! ¿Haces el té o no? -preguntó el joven del abrigo andrajoso, separando su mirada de mí para dirigirla a la mujer.
-¿Le sirvo también a ese señor? -preguntó ella.
-Vamos, termina, ¿no? -repuso él con tal brusquedad que me hizo sobresaltarme. Había hablado de una forma que delataba una naturaleza auténticamente perversa. No sentí desde aquel momento inclinación alguna a considerar a aquel hombre como un individuo extraordinario.
Cuando el té estuvo preparado y servido en la mesa, Heathcliff dijo:
-Acerque su silla, señor.
Todos nos sentamos a la mesa, incluso el tosco joven. Un silencio absoluto reinó mientras tomábamos el té.
Pensé que, puesto que yo era el responsable de aquel nublado, debía ser también quien lo disipase. Aquella taciturnidad que mostraba no debía de ser su modo habitual de comportarse. Así pues, lo intenté:
-Es curioso el considerar qué ideas tan equivocadas solemos formar a veces sobre el prójimo. Mucha gente no podría imaginar que fuese feliz una persona que llevaba una vida tan apartada del mundo como la suya, señor Heathcliff. Y, sin embargo, usted es dichoso rodeado de su familia, con su amable esposa, que, como un ángel tutelar, reina en su casa y en su corazón…
-¿Mi amable esposa? -interrumpió con diabólica sonrisa. ¿Y dónde está mi amable esposa, si se puede saber?
-Me refiero a la señora Heathcliff.
-¡Ah, ya! Quiere usted decir que su espíritu, después de desaparecido su cuerpo, se ha convertido en mi ángel de la guarda y custodia Cumbres Borrascosas. ¿No es eso?
Comprendí que había dicho una tontería y traté de rectificarla. Debía haberme dado cuenta de la mucha edad que llevaba a la mujer, antes de suponer como cosa segura que fuera su esposa. Él contaba alrededor de cuarenta años, y en esa edad en que el vigor mental se mantiene plenamente no se supone que las muchachas se casen con nosotros por amor. Semejante ilusión está reservada a la ancianidad. En cuanto a ella, no representaba arriba de diecisiete años.
Entonces, como un relámpago, surgió en mí esta idea: «El grosero personaje que se sienta a mi lado, bebiendo el té en un tazón y comiendo el pan con sus sucias manos, es tal vez su marido. Estas son las consecuencias del vivir lejos del mundo: ella ha debido casarse con este patán creyendo que no hay otros que valgan más que él. Es lamentable. Y yo debo procurar que, por culpa mía, no vaya a arrepentirse de su elección». Semejante reflexión podrá parecer vanidosa, pero era sincera. Mi vecino de mesa presentaba un aspecto repulsivo, mientras que me constaba por experiencia que yo era pasablemente agradable.
-La señora es mi nuera -dijo Heathcliff, en confirmación de mis suposiciones; y, al decirlo, la miró con expresión de odio.
-Entonces, el feliz dueño de la hermosa hada es usted – comenté, volviéndome hacía mi vecino.
Con esto acabé de poner las cosas mal. El joven apretó los puños, con evidente intención de atacarme. Pero se contuvo y desahogó su ira en una brutal maldición que me concernía, y de la que no me di por aludido.
-Está usted muy desacertado -dijo Heathcliff. Ninguno de los dos tenemos la suerte de ser dueños de la buena hada a quien usted se refiere. Su esposo ha muerto. Y, puesto que he dicho que era mi nuera, debe ser que estaba casada con mi hijo.
-Entonces, este joven es…
-Mi hijo, desde luego, no.
Y Heathcliff sonrió, como si fuera una extravagancia atribuirle la paternidad de aquel oso.
-Mi nombre es Hareton Earnshaw -gruñó el otro- y le aconsejo que lo pronuncie con el máximo respeto.
-Creo haberlo respetado -respondí mientras me reía para mis adentros de la dignidad con que había hecho su presentación aquel individuo.
Él me miró durante tanto tiempo y con fijeza tal, que me hizo experimentar deseos de abofetearle o de echarme a reír en sus propias barbas. Comenzaba a sentirme disgustado en aquel agradable círculo familiar. Aquel ingrato ambiente neutralizaba el confortable calor que físicamente me rodeaba, y resolví no volver por tercera vez.
Concluida la colación, y en vista de que nadie pronunciaba una palabra, me acerqué a la ventana para ver el tiempo que hacía. El espectáculo era muy desagradable; la noche caía prematuramente y la ventisca barría las colinas.
-Creo que sin alguien que me guíe, no voy a poder volver a casa – exclamé, sin poder contenerme. Los caminos deben de estar borrados por la nieve, y aunque no lo estuvieran, es imposible ver a un pie de distancia.
-Hareton -dijo Heathcliff- lleva las ovejas a la entrada del granero y pon un madero delante. Si pasan la noche en el corral amanecerán cubiertas de nieve.
-¿Cómo me arreglaré? -continué, sintiendo que mi irritación aumentaba.
Nadie contestó a esta pregunta. Paseé la mirada a mi alrededor y no vi más que a José, que traía comida para los perros, y a la señora Heathcliff, que, inclinada sobre el fuego, se entretenía en quemar un paquete de fósforos que habían caído de la repisa de la chimenea al volver a poner el bote de té en su sitio. José, después de vaciar el recipiente en que traía la comida de los animales, rezongó:
-Me asombra que se quede usted ahí como un pasmarote cuando los demás se han ido… Pero con usted no valen palabras. Nunca se corregirá de sus malas costumbres, y acabará yéndose al diablo en derechura, como le ocurrió a su madre.
Creí que aquel sermón iba dirigido a mí, y me adelanté hacia el viejo bribón con el firme propósito de darle un puntapié y obligarle a que se callara. Pero la señora Heathcliff se me anticipó.
-¡Viejo hipócrita! ¿No temes que el diablo te lleve cuando pronuncias su nombre? Te advierto que se lo pediré al demonio como especial favor, si no dejas de provocarme. ¡Y basta! Mira -agregó, sacando un libro de un estante-: cada vez progreso más en la magia negra. Muy pronto seré maestra en la ciencia oculta. Y para que te enteres, la vaca roja no murió por casualidad, y tu reumatismo no es una prueba de la bondad de la Providencia…
-¡Cállese, malvada! -gritó el viejo. ¡Dios nos libre de todo mal!
-¡Estás condenado, reprobó! Sal de aquí si no quieres que te ocurra algo verdaderamente malo. Voy a modelar muñecos de barro o de cera que os reproduzcan a todos, y al primero que se extralimite, ya verás lo que le haré… Se acordará de mí… Vete… ¡Qué te estoy mirando!
Y la pequeña bruja puso tal expresión de malignidad en sus ojos, que José salió precipitadamente, rezando y temblando, mientras murmuraba:
-¡Malvada, malvada!
Supuse que la joven había querido gastar al viejo una broma lúgubre, y en cuanto nos quedamos solos, quise interesarla en mi problema.
-Señora Heathcliff -dije con seriedad- perdone que la moleste. Una mujer con una cara como la suya tiene necesariamente que ser buena. Indíqueme alguna señal, algún lindero que me oriente para conocer mi camino. Tengo la misma idea de por dónde se va a mi casa que la que usted pueda tener para ir a Londres.
-Vaya usted por el mismo camino que vino -me contestó, sentándose en una silla, y poniendo ante sí el libro y una bujía. El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro.
-En este caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto en una ciénaga o en una zanja llena de nieve, ¿no le remorderá la conciencia?
-¿Por qué habría de remorderme? No puedo acompañarle. Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la verja.
-¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para ayudarme, en una noche como ésta. No le pido que me enseñe el camino, sino que me le indique de palabra o que convenza al señor Heathcliff de que me proporcione un guía.
-¿Qué guía? En la casa no estamos más que él, Hareton Zillah, José y yo. ¿A quién elige usted?
-¿No hay mozos en la finca?
-No hay más gente que la que digo.
-Entonces, me veré obligado a quedarme.
-Eso es cosa de usted y su huésped, yo no tengo nada que ver con eso.
-Confío en que esto le sirva de lección para hacerle desistir de dar paseos -gritó la voz de Heathcliff desde la cocina. Yo no tengo alcobas para los visitantes. Si se queda, tendrá que dormir con Hareton o con José en la misma cama.
-Puedo dormir en una de las butacas de este cuarto -repuse.
-¡Oh, no! Un forastero, rico o pobre, es siempre un forastero. No permitiré que nadie haga guardia en la plaza cuando yo no estoy de servicio -dijo el miserable.
Mi paciencia había llegado al colmo. Me precipité hacia el patio, lanzando un juramento, y al salir tropecé con Earnshaw. La oscuridad era tan profunda, que yo no atinaba con la salida, y mientras la buscaba, asistí a una muestra del modo que tenían de tratarse entre sí los miembros de la familia. Parecía que el joven al principio, se sentía inclinado a ayudarme, porque les dijo:
-Le acompañaré hasta el parque.
-Le acompañarás al infierno -exclamó su pariente, señor o lo que fuera. ¿Quién va a cuidar entonces de los caballos?
-La vida de un hombre vale más que el cuidado de los caballos… -dijo la señora Heathcliff con más amabilidad de la que yo esperaba. Es preciso que vaya alguien…
-Pero no por orden tuya -se apresuró a responder Hareton. Mejor es que te calles.
-Bueno; pues, entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre otro inquilino para su granja hasta que ésta se derrumbe! -dijo ella con acritud.
-¡Está maldiciendo! -murmuró José, hacia quien yo me dirigía en aquel momento.
El viejo, sentado, ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se la quité, y, diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me precipité hacia una de las puertas.
– ¡Señor, señor, me ha robado la linterna! -gritó el viejo, corriendo detrás de mí. ¡Gruñón, Lobo! ¡Duro con él!
En el instante en que se abría la puertecilla a la que me dirigía, dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta, derribándome. La luz se apagó. Heathcliff y Hareton prorrumpieron en carcajadas. Mi humillación y mi ira llegaron al paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con arañar el suelo, abrir las fauces y mover furiosamente el rabo. Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando estuve en pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su incoherente violencia hacían recordar los del rey Lear.
Mi excitación me produjo una fuerte hemorragia nasal. Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No acierto a imaginarme en qué hubiera terminado todo aquello a no haber intervenido una persona más serena que yo y más bondadosa que Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo que sucedía. Y, suponiendo que alguien me había agredido, y no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de artillería contra el más joven:
-No comprendo, señor Earnshaw -exclamó- qué resentimientos tiene usted contra este semejante. ¿Va usted a asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de ahogarse. ¡Chis, chis! No puede usted irse en ese estado. Venga, que voy a curarle. Estése quieto.
Y, hablando así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después de su explosión de regocijo, nos seguía.
El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me obligó a aceptar alojamiento entre aquellos mu-ros. Heathcliff mandó a Zillah que me diese un vaso de brandy, y se retiró a una habitación interior. Ella vino con lo ordenado, que me reanimó bastante, y luego me acompañó hasta una alcoba.