Cumbres borrascosas – Emily Brontë
La tarde después del entierro, la señorita y yo nos sentamos en la biblioteca, meditando y hablando del sombrío porvenir que se nos presentaba.
Pensábamos que lo mejor sería conseguir que Catalina fuese autorizada a seguir habitando la Granja de los Tordos, al menos mientras viviera Linton. Yo sería su ama de llaves, y ello nos parecía tan relativamente bueno, que dudábamos de conseguirlo. No obstante, yo tenía esperanzas. De pronto, un criado -ya que, aunque estaban despedidos, éste no se había marchado aún-vino a advertirnos de que «aquel diablo de Heathcliff» había entrado en el patio y quería saber si le daba con la puerta en las narices.
No estábamos tan locas como para mandar que lo hiciese, ni él nos dio tiempo a nada. Entró sin llamar ni pedir permiso; era el amo ya y usaba de sus derechos. Llegó a la biblioteca, mandó salir al criado y cerró la puerta.
Estaba en la misma habitación donde dieciocho años atrás entrara como visitante. A través de la ventana brillaba la misma luna y se divisaba el mismo paisaje otoñal. No habíamos encendido la luz, pero había bastante claridad en la cámara y se distinguían bien los retratos de la señora Linton y de su esposo. Heathcliff se acercó a la chimenea. Desde aquella época no había cambiado mucho. El mismo semblante, algo más pálido y más sereno tal vez, y el cuerpo un tanto más pesado. No había más diferencia que ésta.
-¡Basta! -dijo sujetando a Catalina, que se había levantado y se disponía a escaparse. ¿Adónde vas? He venido para llevarte a casa. Espero que procederás como una hija sumisa y que no inducirás a mi hijo a desobedecerme. No supe de qué modo castigarle cuando descubrí lo que había hecho. ¡Cómo es un alfeñique! Pero ya notarás en su aspecto que ha recibido su merecido. Mandé que le bajasen, le hice sentarse en una silla, ordené que saliesen José y Hareton, y durante dos horas estuvimos los dos solos en el cuarto. A las dos horas ordené a José que volviese a llevárselo, y desde entonces cada vez que ve mi presencia le asusta más que la de un fantasma. Según Hareton, se despierta por la noche chillando o implorándote que le defiendas. De modo, que quieras o no, tienes que venir a ver a tu marido. Te lo cedo para ti sola, preocúpate tú de él.
-Podía usted dejar que Cati viviera aquí con Linton -intercedí yo. Ya que los detesta usted, no les echará de menos. No harán más que atormentarle con su presencia.
-Pienso alquilar la Granja -respondió-, y además deseo que mis hijos estén a mi lado, y que esta muchacha trabaje para ganarse su pan. No voy a sostenerla como una holgazana, ahora que Linton ha muerto. Vamos, date prisa y no me obligues a apelar a la fuerza.
-Iré -dijo Cati. Aunque usted ha hecho todo lo posible para que nos aborrezcamos el uno al otro, Linton es el único cariño que me queda en el mundo y le desafío a usted a que le haga padecer cuando yo esté presente.
-Aunque te erijas en su defensor -respondió Heathcliff-, no te quiero tan bien que vaya a quitarte el tormento de atenderle mientras viva. No soy yo quien te hará aborrecerle. Su dulce carácter se encargará de ello. Como consecuencia de tu fuga y de las consecuencias que tuvo para él, le vas a hallar tan agrio como el vinagre. Ya le oí explicar a Zillah lo que haría si fuese tan fuerte como yo: el cuadro era admirable. Mala inclinación no le falta, y su misma debilidad le hará encontrar algún medio con que sustituir la fuerza de que carece.
-Al fin y al cabo es su hijo -dijo Cati. Sería milagroso que no tuviera mal carácter. Gracias que el mío es mejor y me permitirá perdonarle. Sé que me ama, y por eso le amo yo también. En cambio, señor Heathcliff, a usted no le ama nadie, y por muy desgraciados que nos haga ser, nos desquitaremos pensando que su crueldad procede de su desgracia. ¿Verdad que es usted desgraciado? Está usted tan solitario como el demonio y es tan envidioso como él. Nadie le ama y nadie le llorará cuando muera. ¡Le compadezco a usted!
Catalina habló en lúgubre tono de triunfo. Parecía dispuesta a amoldarse al ambiente de su futura familia y a gozarse, como ellos, en el mal de sus enemigos.
-Tendrás que compadecerte de ti misma -replicó su suegro- si sigues aquí un minuto más. Coge tus cosas, bruja, y vente.
Ella se fue. Yo comencé a rogarle que me permitiera ir a Cumbres Borrascosas para hacer los menesteres de Zillah, mientras ésta se encargaba de mi puesto en la Granja, pero él se negó rotundamente. Después de hacerme callar, examinó el cuarto. Al ver los retratos, dijo:
-Voy a llevarme a casa el de Catalina. No me hace falta para nada, pero…
Se acercó al fuego, y con una que llamaré sonrisa, ya que no habría palabras con que definirlo, si no, dijo:
-Te voy a contar lo que hice ayer. Ordené al sepulturero que cavaba la fosa de Linton que quitase la tierra que cubría el ataúd de Catalina, y lo hice abrir. Creí que no sabría separarme de allí cuando vi su cara. ¡Sigue siendo la misma! El enterrador me dijo que se alteraría si seguía expuesta al aire. Arranqué entonces una de las tablas laterales del ataúd, cubrí el hueco con tierra (no el lado del maldito Linton, que ojalá estuviera soldado con plomo, sino el otro), y he sobornado al sepulturero para que cuando me entierren a mí quite también el lado correspondiente de mi féretro. Así nos confundiremos en una sola tumba, y si Linton nos busca no sabrá distinguirnos.
-Es usted un malvado -le dije. ¿No le da vergüenza turbar el reposo de los muertos?
-A nadie le he turbado en su reposo, Elena, y, en cambio, me he desahogado un poco. Me siento mucho más tranquilo, y así es más fácil que podáis contar con que no saldré de mi tumba cuando me llegue la hora. ¡Turbarla! Dieciocho años lleva turbándome ella a mí, dieciocho años, hasta anoche mismo… Pero desde ayer me he tranquilizado.
He soñado que dormía al lado de ella mi último sueño, con la mejilla apoyada en la suya.
-¿Y qué hubiera usted soñado si ella se hubiera disuelto bajo tierra, o cosa peor?
-¡Que me disolvía con ella, y entonces me hubiera sentido aún más feliz! ¿Te figuras que me asustan esas transformaciones? Esperaba que se hubiera descompuesto cuando mandé abrir la caja; pero me alegro de que no comience su descomposición hasta que la comparta conmigo. Luego tú no sabes lo que me sucede… Pero empezó así: yo creo en los espíritus y estoy convencido de que existen y viven entre nosotros. Y desde que murió no hice más que invocar al suyo para que me visitase. El día que la enterraron nevó. Cuando oscureció me fui al cementerio. Soplaba un viento helado y reinaba la soledad. Yo no temí que el simple de su marido fuese tan tarde, y no era probable que nadie merodease por allí. Al pensar que sólo me separaban de ella dos metros de tierra blanda, me dije: «Quiero volver a tenerla entre mis brazos. Si está fría, lo atribuiré a que el viento del norte me hiela; si está inmóvil, pensaré que duerme. »
»Cogí una azada y cavé con ella hasta que tropecé con el ataúd. Entonces me puse a trabajar con las manos, y ya crujía la madera cuando me pareció percibir un suspiro que sonaba al mismo borde de la tumba. «¡Si pudiese quitar la tapa -pensaba- y luego nos enterraran a los dos!» Y me esforzaba en hacerlo. Pero sentí otro suspiro. Y me pareció notar un tibio aliento que caldeaba la frialdad del aire helado. Bien sabía que allí no había nadie vivo; pero tan cierto como se siente un cuerpo en la oscuridad, aunque no se le vea, tuve la sensación de que Catalina estaba allí y no en el ataúd, sino a mi lado. Experimenté un inmediato alivio. Suspendí mi trabajo y me sentí consolado. Ríete, si quieres, pero después de que cubrí la fosa otra vez tuve la impresión de que me acompañaba hasta casa. Estaba seguro de que se hallaba conmigo y hasta le hablé. Cuando llegué a las Cumbres recuerdo que aquel condenado de Earnshaw y mi mujer me cerraron la puerta. Me contuve para no romperle el alma a golpes, y después subí precipitadamente a nuestro cuarto. Miré en torno mío con impaciencia. ¡La sentía a mi lado, casi la veía, y, sin embargo, no lograba divisarla! Creo que sudé sangre de tanto como rogué que se me apareciese, al menos un instante. Pero no lo conseguí. Fue tan diabólica para mí como lo había sido siempre durante mi vida. Desde entonces, unas veces más y otras menos, he sido víctima de esa misma tortura. Ello me ha sometido a una tensión nerviosa tan grande, que si mis nervios no estuviesen tan templados como cuerdas de violín, no hubiera resistido sin hacerme un desgraciado, como Linton.
»Si me hallaba en el salón con Hareton, figurábaseme que la vería cuando saliese. Cuando paseaba por los pantanos creía que la encontraría al volver. En cuanto salía de casa regresaba creyendo que ella debía de andar por allá. Y si se me ocurría pasar la noche en su alcoba me parecía que me golpeaban. Dormir allí resultaba imposible. En cuanto cerraba los ojos, la sentía al otro lado de la ventana, o entrar en el cuarto, correr las tablas y hasta descansar su adorada cabeza en la misma almohada donde la ponía cuando era niña. Entonces abría los ojos para verla, y cien veces los cerraba y los volvía a abrir, y cada vez sufría una desilusión más. Esto me aniquilaba hasta el punto de que a veces lanzaba gritos, y el viejo tuno de José me creía poseído del demonio. Pero ahora que la he visto estoy más sosegado. ¡Bien me ha atormentado durante dieciocho años, no centímetro a centímetro, sino por fracciones del espesor de un cabello, engañándome año tras año con una esperanza que no se había realizado nunca!
Heathcliff salió y se secó la frente, húmeda de sudor. Sus ojos contemplaban las rojas brasas del fuego. Tenía las cejas levantadas hacia las sienes, y una apariencia de dolorosa tensión cerebral le daba un aspecto conturbado. Al hablar se dirigía a mí vagamente. Yo callaba. No me agradaba aquel modo de expresarse.
Después de una breve pausa, descolgó el retrato de la señora Linton, lo puso sobre el sofá y lo contempló fijamente. Cati entró en aquel momento y dijo que estaba pronta a marchar en cuanto ensillasen el caballo.
-Envíame eso mañana -me dijo Heathcliff. Y agregó, dirigiéndose a ella: Hace una buena tarde y no necesitas caballo. Cuando estés en Cumbres Borrascosas tendrás de sobra con los pies.
-¡Adiós, Elena! -dijo mi señorita, besándome con sus helados labios. No dejes de ir a verme.
-Te librarás muy bien -advirtió él. Cuando te necesite para algo ya vendré a visitarte. No quiero que fisgues en mi casa.
Hizo señal a Cati de que le siguiera, y ella le obedeció, lanzando una mirada hacia atrás que me desgarró el corazón.
Los vi desde la ventana descender por el jardín. Heathcliff cogió el brazo de Catalina, a pesar de que ella se negaba, y con rápido paso desaparecieron bajo los árboles del camino.