Cumbres borrascosas – Emily Brontë
El día de ayer fue claro, frío y sereno. Como me había propuesto, fui a las Cumbres. La señora Dean me rogó que llevase una nota suya a su señorita, a lo que accedí, ya que no creo que haya en ello segunda intención. La puerta principal estaba abierta, pero la verja, no. Llamé a Earnshaw, que estaba en el jardín, y me abrió. El muchacho es tan bello que no se hallaría en la comarca otro parecido. Le miré atentamente. Cualquiera diría que él se empeñaba en deslucir sus cualidades con su zafiedad.
Pregunté si estaba en casa el señor Heathcliff, y me dijo que no; pero que volvería a la hora de comer. Eran las once, y manifesté que le esperaría. Él entonces soltó los utensilios de trabajo y me acompañó, pero en calidad de perro guardián y no para sustituir al dueño de la casa.
Entramos. Vi a Cati cocinando unas legumbres. Me pareció aún más hosca y menos animada que la vez anterior. Casi no levantó la vista para mirarme y continuó su faena sin saludarme ni con un ademán.
«No veo que sea tan afable -reflexioné yo- como se empeña en hacérmelo creer la señora Dean. Una beldad, sí lo es, pero un ángel, no» Hareton le dijo con aspereza que se llevase sus cosas a la cocina.
-Llévalas tú -contestó la joven.
Y se sentó en un taburete al lado de la ventana, entreteniéndose en recortar figuras de pájaros y animales en las mondaduras de nabos que tenía a un lado. Yo me aproximé, con el pretexto de contemplar el jardín, y dejé caer en su falda la nota de la señora Dean.
-¿Qué es eso? -preguntó Cati en voz alta, tirándola al suelo.
-Una carta de su amiga, el ama de llaves de la Granja – contesté, incomodado por la publicidad que daba a mi discreta acción y temiendo que creyera que el papel procedía de mí.
Entonces quiso cogerla, pero ya Hareton se había adelantado, guardándosela en el bolsillo del chaleco, y diciendo que primero había de examinarla el señor Heathcliff.
Cati volvió la cara silenciosamente, sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. Su primo luchó un momento contra sus buenos instintos, y al fin sacó la carta y se la tiró con un ademán lo más despreciativo que pudo. Cati la recogió, la leyó, me hizo algunas preguntas sobre los habitantes, tanto personas como animales de la Granja, y al fin murmuró, como para sí misma:
-¡Cuánto me gustaría ir montada en Minny!¡Cuánto me gustaría subir allá! Estoy fatigada y hastiada, Hareton.
Apoyó su linda cabeza en el alféizar de la ventana, y dejó escapar no sé si un bostezo o un suspiro, sin preocuparse de si la mirábamos o no.
-Señora Heathcliff -dije al cabo de un rato-, usted cree que yo no la conozco, y, sin embargo, creo conocerla profundamente. Así que me extraña que no me hable usted. La señora Dean no se cansa de alabarla, y sufrirá una desilusión si me vuelvo sin llevarle más noticias suyas que las de que no ha dicho nada sobre su carta.
Me preguntó, extrañada:
-¿Elena le estima mucho a usted?
-Mucho -balbucí.
-Pues entonces dígale que le contestaría gustosamente, pero que no tengo con qué. Ni siquiera poseo un libro del que poder arrancar una hoja.
-¿Y cómo puede usted vivir aquí sin libros? -dije. Yo, que tengo una gran biblioteca, me aburro en la Granja, así que sin ellos debe de ser desesperante la existencia aquí.
-Antes yo tenía libros y me pasaba el día leyendo -me contestó-, pero como el señor Heathcliff no lee nunca, se le antojó destruirlos. Hace varias semanas que no veo ni sombra de ellos. Una vez revolví los libros teológicos de José, con gran indignación de éste, y otra vez, Hareton, encontré un almacén de ellos en tu cuarto: tomos latinos y griegos, cuentos y poesías… Todos, antiguos conocidos míos… Me los traje aquí, y tú me los has robado, como las urracas, por el gusto de robar, ya que no puedes sacar partido de ellos. ¡Hasta puede que aconsejaras al señor Heathcliff, por envidia, que me arrebatase mis tesoros! Pero la mayor parte de ellos los retengo en la memoria, y de eso sí que no podéis privarme.
Hareton se ruborizó cuando su prima reveló el robo de sus riquezas literarias y desmintió enérgicamente sus acusaciones.
-Quizás el señor Hareton siente deseos de emular su saber, señora -dije yo, acudiendo en socorro del joven, y se prepara a ser un sabio dentro de algunos años mediante la lectura.
-¡Sí, y que entretanto me embrutezca yo! -alegó Cati. Es verdad: a veces le oigo cuando intenta deletrear, ¡y dice cada tontería! ¿Por qué no repites aquel disparate que dijiste ayer? Me di cuenta cuando apelabas al diccionario para comprender lo que significaba aquella palabra, y te oí jurar y maldecir cuando no comprendiste nada.
Noté que el joven pensaba que era injusto burlarse de su ignorancia y a la vez de sus esfuerzos para corregirla. Yo compartí su sentimiento, y recordando lo que me contara la señora Dean sobre el primer intento de Hareton para disipar las tinieblas en que le habían educado, comenté:
-Todos hemos tenido que empezar alguna vez, señora, y raro es el que no haya tropezado en el umbral del conocimiento. Si entonces nuestros maestros se hubiesen burlado de nosotros, aún seguiríamos dando tropezones.
-Yo no me propongo limitar su derecho a instruirse -repuso ella-, pero él no tiene derecho a apoderarse de lo que me pertenece, y profanarlo con sus errores y faltas de pronunciación. Mis libros de versos y en prosa eran sagrados para mí, por los recuerdos que me despertaban, y me es odioso verlos mancillados cuando los repite su boca. Además, ha elegido para aprender mis obras favoritas, como si lo hiciera a propósito para molestarme…
Durante unos instantes, el pecho de Hareton se agitó en silencio. Estaba colérico y mortificado, y le costó mucho dominarse. Yo me puse en pie y me asomé a la puerta. Él salió de la habitación, y a los pocos minutos volvió cargado con media docena de libros. Se los echó a Cati en el regazo y dijo:
-Ahí los tienes. No quiero volver a verlos más, ni a leerlos, ni a ocuparme para nada de lo que dicen.
-Yo no los quiero -contestó ella. Me harían recordarte, y los odiaría.
Sin embargo, abrió uno, que mostraba haber sido manoseado muchas veces, y comenzó a leer un pasaje con la pronunciación lenta y dificultosa de alguien que estuviera aprendiendo a leer. Después se echó a reír y lo tiró.
-¡Escuchad! -dijo después. Y comenzó a recitar de la misma manera los versos de una antigua balada.
Él no pudo aguantar más. Oí -sin sentirme inclinado a censurarle del todo-un bofetón que hizo callar la provocativa lengua de la muchacha. Ella había hecho todo lo posible para exasperar los incultos, pero susceptibles, sentimientos de amor propio de su primo, y a éste no se le ocurría otro argumento que aquel tan contundente para saldar la cuenta. Después él cogió los libros y los arrojó al fuego. Me di cuenta de que este holocausto que hacía en aras de su rencor le era muy penoso. Supuse que mientras los veía arder recordaba el placer que su lectura le había producido, y también pensé en el entusiasmo con que había empezado secretamente a estudiar. Él se había limitado a trabajar y a hacer una vida vegetativa hasta que Cati se cruzó en su camino. El desprecio que ella le demostraba y la esperanza de que algún día le felicitase habían sido los motivos de su afán de aprender, y he aquí que, por el contrario, ella premiaba sus esfuerzos con burlas.
-¡Mira para lo que le valen a un bruto como tú! -gimió Catalina, chupándose el labio lastimado y asistiendo al incendio con indignados ojos.
-Más te valdría callar -repuso furioso.
Y se dirigió muy agitado hacia la puerta. Me aparté para dejarle pasar; pero en el mismo umbral se tropezó con el señor Heathcliff, que llegaba en aquel momento y que le preguntó, poniéndole una mano en el hombro:
– ¿Qué te pasa, muchacho?
-Nada -contestó el joven. Y se alejó para devorar a solas su pena. Heathcliff le miró y murmuró, ignorando que yo estaba allí al lado:
-Sospecho que por un capricho tonto, como es un necio capricho el que ahora me aconseja marcharme -contesté. Me vuelvo a Londres la semana próxima, y creo oportuno advertirle que no me propongo renovar el contrato de la Granja de los Tordos cuando venza. No pienso volver a vivir allí más.
-¿Se ha cansado usted de aislarse del mundo? Bueno, pero si espera usted que le condone los alquileres de los meses que le faltan, pierde usted el tiempo. No renuncio a mis derechos jamás.
-No he venido a pedirle que renuncie a nada -respondí incomodado. Y, sacando la cartera del bolsillo, agregué: Si quiere, liquidaremos ahora mimo.
-No es necesario -respondió con frialdad, Seguramente usted dejará objetos suficientes para cubrir su débito, en el supuesto de que no vuelva usted. No me corre prisa. Tome asiento y quédese a comer con nosotros. ¡Cati! Sirve la mesa.
Cati compareció trayendo los cubiertos.
-Tú puedes comer con José en la cocina -le dijo Heathcliff, aparte-, y estarte allí hasta que éste se vaya.
Ella le obedeció y acaso no se le ocurrió siquiera lo contrario. Viviendo como vivía entre palurdos y misántropos es muy fácil que no supiese apreciar otra clase mejor de gente cuando por casualidad la encontraba.
Heathcliff, melancólico y huraño, a un lado y Hareton, mudo, a otro-transcurrió muy poco alegremente. Me despedí en cuanto pude. Me hubiese gustado salir por la puerta de atrás para ver otra vez a Cati y para molestar al viejo José, pero no pude hacer lo que me proponía porque mi huésped mandó a Hareton que me trajese el caballo, y él mismo me acompañó hasta la salida.
« ¡Qué tristemente viven en esta casa! -medité mientras bajaba por el camino. ¡Y qué hermoso y romántico cuento de hadas hubiese sido para la señora Linton Heathcliff el que nos hubiésemos enamorado, como su bondadosa aya quería, y hubiésemos marchado juntos a la bulliciosa ciudad»