Readme

Capítulo 6

Cumbres borrascosas – Emily Brontë

El señor Hindley vino para asistir al entierro, y, con gran asombro de la vecindad, trajo una mujer con él. Nunca nos dijo quién era ni dónde había nacido. Debía de carecer de fortuna y de nombre distinguido, porque, en otro caso, no hubiera dejado de anunciar al padre su matrimonio.

Ella no causó muchas molestias en casa. Se mostraba encantada de cuanto veía, excepto lo relacionado con el sepelio. Viéndola cómo obraba durante la ceremonia, juzgué que era medio tonta. Me hizo acompañarla a su habitación, a pesar de que yo tenía que vestir a los niños, y se sentó, temblando y apretando los puños. No hacía más que preguntarme:

-¿Se lo han llevado ya?

Enseguida empezó a explicar de una manera histérica el efecto que le producía tanto luto. Viéndola estremecerse y llorar, le pregunté lo que le pasaba, y me contestó que temía morir. Me pareció que tan expuesta estaba a morir como yo. Era delgada, pero tenía la piel fresca y juvenil, y sus ojos brillaban como diamantes. Noté, sin embargo, que cualquier ruido inesperado la sobresaltaba, y que tosía de cuando en cuando; pero yo ignoraba lo que tales síntomas pronosticaban, y no sentía, además, afecto hacia ella.

Aquí, en general, señor Lockwood, no solemos simpatizar mucho con los forasteros, a no ser que ellos empiecen por simpatizar con nosotros.

El joven Earnshaw había cambiado mucho en aquellos tres años. Estaba más delgado y más pálido, y vestía y hablaba de un modo distinto. El mismo día que llegó, nos advirtió a José y a mí que debíamos limitarnos a la cocina, dejándole el salón para su uso exclusivo. Al principio pensó en acomodar para saloncito una estancia interior, empapelándola y acondicionándola; pero tanto le gustó a su mujer el salón, con su suelo blanco, su enorme chimenea, su aparador y sus platos, y tanto le satisfizo la amplitud y comodidad que se disfrutaba allí, que prefirieron utilizar aquella habitación para cuarto de estar.

Al principio, la mujer de Hindley se manifestó contenta de ver a su cuñada. Andaba con ella por la casa, jugaban juntas, la besaba y le hacía obsequios; pero pronto se cansó, y a medida que disminuía en sus muestras de cariño, Hindley se volvía más déspota. Cualquier palabra de su mujer que indicase desafecto hacia Heathcliff despertaba en él sus antiguos odios infantiles. Le hizo instalar con los criados, y le mandó que se aplicase a las mismas tareas de labranza que los otros mozos de la finca.

Al principio, Heathcliff toleró bastante resignadamente su nuevo estado. Catalina le enseñaba lo que ella aprendía, trabajaba en el campo con él y jugaban juntos. Los dos iban creciendo en un abandono completo, y el joven amo no se preocupaba para nada de lo que hacían, con tal que no le molestaran. Ni siquiera se ocupaba de que fueran a la iglesia los domingos. Cada vez que los chicos se escapaban y José o el cura le censuraban su descuido, se limitaba a mandar que apaleasen a Heathcliff, y que castigasen sin comer a Catalina. No conocían mejor diversión que escaparse a los pantanos, y cuando se les castigaba por ello, lo tomaban a risa. Aunque el cura marcase a Catalina cuantos capítulos se le antojaran para que los aprendiera de memoria, y aunque José pegase a Heathcliff, hasta dolerle el brazo, los chiquillos lo olvidaban todo en cuanto volvían a estar juntos. Yo lloré más de una vez silenciosamente, viéndoles crecer más traviesos cada día; pero no me atrevía a decirles nada, por temor a perder el poco ascendiente que aún conservaba sobre las desamparadas criaturas. Un domingo, por la tarde, les hicieron salir al salón en virtud de alguna travesura que habían cometido, y cuando fui a buscarlos, no los encontré por ningún sitio. Registramos la casa, el patio y el establo, sin hallar huella de ellos. Finalmente, Hindley, indignado, mandó cerrar la puerta con cerrojo y prohibió que nadie les abriese si volvían durante la noche. Todos se acostaron menos yo, que me quedé en la ventana, con objeto de abrirles, si llegaban, a pesar de la prohibición del amo. Al poco rato, oí pasos y vi brillar una luz al otro lado de la verja. Me puse un pañuelo a la cabeza, y me apresuré a salir, a fin de que no llamasen, y despertaran al señor. El recién llegado era Heathcliff, y el corazón me dio un vuelco al verle solo.

-¿Dónde está la señorita? -grité con impaciencia. Espero que no le haya pasado nada.

-Está en la Granja de los Tordos -repuso-, estaría yo también si hubiesen tenido la atención de decirme que me quedase.

-Bueno -le dije-; pues ya pagarás las consecuencias. No pararás hasta que te echen de casa. ¿Qué teníais que hacer en la Granja de los Tordos?

-Déjame cambiar de ropa, y ya te lo contaré, Elena -contestó.

Le recomendé que procurara no despertar al amo, y mientras yo esperaba a que se desnudase para apagar la vela, continuó:

-Pues Catalina y yo salimos del lavadero pensando dar una vuelta. Luego vimos las luces de la Granja, y se nos ocurrió ir a ver si los niños de los Linton se pasan los domingos escondidos en los rincones y temblando, mientras sus padres comen, beben, ríen, cantan y se queman las pestañas delante del fuego. ¿Tú crees que lo pasan así, o bien que el criado les pronuncia sermones, les enseña el catecismo y les hace que se aprendan de carretilla una lista de nombres de la Sagrada Escritura si no contestan con acierto?

-No lo creo -respondí-, porque son niños buenos y no merecen que se les trate como a vosotros por lo mal que os portáis.

-¡Tonterías! -replicó. Fuimos corriendo desde las Cumbres hasta el parque sin pararnos. Catalina llegó rendida, porque iba descalza. Tendrás que buscar mañana sus zapatos en el barro. Entramos por un hueco que encontramos en el seto, subimos a tientas el sendero y nos instalamos en una maceta bajo la ventana del salón. No habían cerrado las maderas; las cortinas estaban a sólo medio echar, y una espléndida luz salía a través de los cristales. Nos empinamos, y sujetándonos al antepecho de la ventana, vimos una magnífica habitación con una alfombra carmesí. El techo era blanco como la nieve, tenía una orla dorada y pendía de él un torrente de gotas de cristal, suspendidas de una cadena de plata, y brillando con la luz, de muchas bujías. Los viejos Linton no estaban allí, y Eduardo y su hermana disponían de todo aquel cuarto para ellos. ¿Cómo no iban a ser felices? A nosotros nos hubiera parecido estar en el cielo. Y ahora vamos a ver si adivinas lo que hacían esos niños buenos que tú dices. Isabel (que me parece que tiene once años, uno menos que Catalina) estaba en un rincón, gritando como si las brujas le pinchasen con agujas ardientes. Eduardo estaba junto a la chimenea, llorando en silencio, y encima de la mesa vimos un perrito, al que casi habían partido en dos al pelearse por él, según comprendimos por los reproches que se dirigían uno a otro y por los gruñidos del animal. ¡Vaya unos tontos! ¡Pelearse por un montón de pelos calientes! Y en aquel momento lloraban porque, después de pegarle para cogerlo, ya no lo querían ninguno de los dos.

Nosotros nos moríamos de risa contemplando aquello. ¿Cuándo me has visto alguna vez, cuando estamos solos, gritar, y llorar, y revolcarnos, cada uno en un extremo del salón? ¡No cambiaría la vida que hace Eduardo Linton en la Granja de los Tordos por la que hago yo aquí ni aunque me diesen la satisfacción de poder tirar a José desde lo alto del tejado y de pintar la fachada de la casa con la sangre de Hindley!

-¡Cállate, cállate! -le interrumpí- Y, dime, Heathcliff: ¿cómo se ha quedado allí Catalina?

-Como te he dicho, nos echamos a reír. Los Linton nos oyeron, y se precipitaron a la puerta veloces como flechas. Hubo un momento de silencio, y después les oímos chillar «¡Papá, mamá, venid! ¡Ay!» Creo que era algo así lo que gritaban. Hicimos entonces un ruido espantoso para asustarlos más aún, y luego nos soltamos de la ventana y echamos a correr, porque oímos que alguien intentaba abrirla. Yo llevaba a Catalina de la mano, y le decía que se apresurase, cuando de pronto cayó al suelo. «¡Corre, Heathcliff! -me dijo-. Han soltado al perro, y me ha agarrado.» El animal la había cogido por el tobillo, Elena. Le oí gruñir. Catalina no gritó. Le habría parecido despreciable gritar aunque se hubiese visto entre los cuernos de un toro bravo. Pero yo sí grité. Lancé tantas maldiciones, que habría bastante con ellas para pulverizar a todos los diablos del infierno. Luego cogí una piedra y la metí en la boca del animal, tratando furiosamente de introducírsela en la garganta. Salió una bestia de criado con un farol y gritó: «¡Sujeta fuerte, Espía, sujeta fuerte!» Pero en cuanto vio en qué situación se hallaba el perro, cambió de tono. El animal tenía un palmo de lengua fuera de la boca y chorreaba sangre por el hocico. El hombre cogió a Catalina, que estaba medio desvanecida, no de miedo, sino de disgusto, y se la llevó, seguido por mí, que profería toda clase de insultos y amenazas de vengarme.

-¿A quien habéis capturado, Roberto? -preguntó Linton desde la puerta.

-Espía ha agarrado a una muchachita, señor -repuso el criado-, y aquí hay también un mozalbete que me parece que es una buena pieza -añadió, sujetándome. Seguramente los ladrones se proponían hacerlos entrar por la ventana para que abriesen la puerta cuando estuviéramos dormidos y poder así asesinarnos impunemente. ¡Calla la lengua, maldito, ladrón! Esa hazaña te costará la horca. No suelte la escopeta, señor Linton.

-No la suelto, Roberto -contestó el viejo imbécil. Los truhanes habrán logrado enterarse de que ayer fue día de cobro, y les habrá parecido buena ocasión. ¡Entrad, entrad, que os recibiremos bien! Juan, echa la cadena. Eugenia, dale agua al perro. ¡Han venido a meterse en la ratonera! ¡Y en domingo nada menos! ¡Qué insolencia! Mira, querida María: es un niño; no tengas miedo. Pero tiene tan mala facha, que se haría un bien a la sociedad ahorcándole antes que realice los crímenes que ha de cometer, a juzgar por su catadura.

Me llevó bajo la araña del salón. La señora Linton se puso las gafas para examinarme, y los cobardes chicos se acercaron también, muy asustados. Isabel balbució:

-¡Qué horror! Enciérralo en el sótano, papá. Se parece mucho al hijo de la gitana que me robó mi faisancito domesticado. ¿Verdad, Eduardo?

Mientras me miraba, apareció Catalina, y se echó a reír al oír a Isabel. Eduardo Linton, después de contemplarla fijamente, llegó un momento en que la reconoció. Algunas veces nos hemos encontrado en la iglesia.

-¡Es Catalina Earnshaw! -exclamó. Y mira cómo le sangra el pie, mamá.

-No digas disparates. ¡Catalina Earnshaw en compañía de un gitano! ¡Oh! Y, sin embargo, lleva luto. Pues es ella. ¡Y pensar que podría haberse quedado coja!

-¡Qué descuido tan incomprensible en su hermano!…-dijo el señor Linton, volviéndose hacia Catalina- Verdad es que he sabido por el padre Shielded que no se ocupan para nada de su educación. ¿Y éste? ¿Quién es éste? ¡Ah, ya!, es aquel niño vagabundo que nuestro difunto vecino trajo de Liverpool.

Como las cortinas seguían descorridas, volví a donde antes habíamos estado, proponiéndome romper todos los cristales de la ventana si Catalina quería irse y no se lo permitían. Pero ella estaba sentada tranquilamente en el sofá, y la señora Linton, que le había quitado el mantón de la criada, que habíamos cogido para hacer nuestra excursión, le hablaba, supongo que reprendiéndola. Como era una señorita la trataban de otra forma que a mí. La criada trajo una palangana de agua caliente y le lavaron el pie. Luego el señor Linton le ofreció un vasito de vino dulce, mientras Isabel le ponía en el regazo un plato de bollos y Eduardo permanecía silencioso a poca distancia. Después le secaron los pies, la peinaron, le pusieron unas zapatillas que le venían muy grandes y la sentaron junto al fuego. Así la dejé, lo más alegre que te puedes imaginar, repartiendo los dulces con Espía y con el perro pequeño, y a veces haciéndole cosquillas en el hocico. Todos estaban admirados de ella. Y no es extraño, porque vale mil veces más que ellos y que cualquier otra persona. ¿Verdad que sí, Elena?

-Esto traerá consecuencias, Heathcliff -le contesté, abrigándole y apagando la luz. Eres incorregible. El señor Hindley tendrá que apelar a medidas rigurosas, ya lo verás.

Mis palabras fueron más ciertas de lo que yo deseara. Aquella aventura enfureció a Earnshaw. Para colmo, al día siguiente el señor Linton vino a hablar con el amo y le soltó tal sermón sobre su modo de educar a los niños, que Hindley se consideró obligado a tener a raya a Heathcliff. No ordenó que se le pegara, pero le comunicó que a la primera palabra que dirigiera a Catalina le echarían a la calle. La señora Earnshaw se encargó de corregir a su cuñada cuando volviese a casa por medio de la persuasión, ya que por la fuerza no lo hubiera conseguido.

Scroll al inicio