Cumbres borrascosas – Emily Brontë
Hindley entró, como me temía, muy exasperado y pronunciando tremendas imprecaciones, sorprendiéndome en el momento en que trataba de ocultar a su hijo en la alacena de la cocina. A Hareton le espantaban tanto las muestras de afecto como ser objeto de la ira de su padre, porque, o bien corría el riesgo de que le ahogara con sus brutales abrazos, o se exponía a que le estrellara contra un muro. Así es que el niño permanecía siempre quieto en los sitios donde yo le escondía.
-¡Al fin le encuentro! -vociferó Hindley, atenazándome por el cuello. ¡Todos os habéis conjurado para matar al niño! Ahora comprendo por qué le mantenéis siempre apartado de mí. Pero con la ayuda de Satanás, Elena, te voy a hacer tragar este cuchillo. No lo tomes a risa; acabo de echar a Kennett, cabeza abajo, en el pantano del Caballo Negro, y ya tanto se me dan dos como uno. Tengo ganas de mataros a uno de vosotros, y no pararé hasta que lo haga.
-Vaya, señor Hindley -repuse-, déjeme en paz. No me gusta el sabor a arenques del cuchillo. Mejor es que me pegue un tiro, si quiere.
-¡Quiero que te vayas al diablo! -contestó. Ninguna ley inglesa impide que un hombre tenga una casa decorosa, y la mía es detestable. ¡Abre la boca!
-¡Ah! -dijo, soltándome de pronto. Ahora me doy cuenta de que aquel granuja no es Hareton. Perdona, Elena. Si lo fuera, merecería que le desollaran vivo por no venir a saludarme y estarse ahí chillando como si yo fuera un espectro. Ven aquí, engendro desnaturalizado. Yo te enseñaré a engañar a un padre crédulo y bondadoso. Dime Elena: ¿no es cierto que este chico estaría mejor sin orejas? El cortárselas vuelve más feroces a los perros, a mí me gusta la ferocidad. Dame las tijeras. Apreciar tanto las orejas es un sentimiento diabólico. No por dejar de tenerlas cesaríamos de ser unos burros. Silencio, niño… ¡Anda, pero si es mi hijito! Sécate los ojos y bésame, pequeñín. ¡Cómo! ¿No quieres? ¡Bésame, Hareton; bésame, condenado! Señor, ¿cómo habré podido engendrar monstruo semejante? Le voy a partir la cabeza…
Hareton se debatía entre los brazos de su padre, llorando y pataleando, y redobló sus alaridos cuando Hindley se lo llevó a lo alto de la escalera y le suspendió en el vacío. Le grité que iba a asustar al niño y me apresuré a correr para salvarle.
Al llegar arriba, Hindley se había asomado a la barandilla escuchando un rumor que sentía abajo, y casi se había olvidado lo que tenía entre las manos.
-¿Quién es? -me preguntó, sintiendo que alguien se acercaba al pie de la escalera.
Reconocí el paso de Heathcliff y me asomé para hacerle señas de que se detuviese, pero en el momento en que dejé de mirar al niño, éste hizo un movimiento y cayó.
Casi antes de que yo pudiera estremecerme de horror, ya había reparado en que el pequeño estaba a salvo. Heathcliff llegaba en aquel momento preciso, y, por un impulso instintivo, cogió al niño, lo puso en el suelo y miró al causante de lo ocurrido. Cuando vio que se trataba del señor Earnshaw, el rostro de Heathcliff manifestó una impresión análoga a la que sentiría un avaro que vendiese un billete de lotería de cinco chelines y se encontrase al día siguiente con que había perdido así un premio de cinco mil libras. En la expresión del rostro de Heathcliff se leía claramente cuánto le pesaba haberse convertido en instrumento del fracaso de su venganza. Yo juraría que, de no haber habido luz, hubiera remediado su error, permitiendo que el niño se estrellase contra el pavimento… Pero, en fin, gracias a Dios, Hareton se salvó, y a los pocos instantes yo me hallaba abajo, apretando contra mi corazón su preciosa carga. Hindley, reponiéndose de su borrachera, bajó muy confuso.
-Tú has tenido la culpa -me dijo. No has debido ponerme al niño a mi alcance. ¿Se ha lastimado?
-¿Lastimado? -grité, indignada. Tonto será si no se muere. Me asombra que su madre no se alce del sepulcro para ver cómo le trata usted. Es usted peor que un enemigo de Dios. ¡Tratar así a su propia sangre!
Quiso tocar al niño, que al sentirse conmigo se había repuesto de su susto; pero Hareton entonces comenzó de nuevo a gritar y a agitarse.
-¡Déjele! -le increpé. Le odia, como le odian todos, por supuesto. ¡Qué familia tan feliz tiene usted y a qué bonita situación ha venido a parar!
-¡Peor será en adelante, Elena! -replicó aquel desgraciado, volviendo a recuperar su habitual aspecto de dureza.. Márchate y llévate al niño de aquí. Tú, Heathcliff, haz lo mismo. Por esta noche creo que no os mataré, a no ser que se me ocurra pegar fuego a la casa… Ya veremos.
Mientras hablaba, se sirvió una copa de brandy.
-No beba más -le rogué. Apiádese de este pobre niño, ya que no se apiada de sí mismo.
-Con cualquiera le irá mejor que conmigo -me contestó.
-¡Tenga compasión de su propia alma! -dije, intentando arrebatarle la copa de la mano.
-¡Quia! Me encantará enviarla al infierno para castigar a su Creador -repuso. ¡Brindo por su eterna condenación!
Bebió y nos hizo salir, no sin soltar una serie de juramentos que más vale no repetir.
-¡Qué lástima que no se mate bebiendo! -comentó Heathcliff, repitiendo a su vez otra sarta de imprecaciones cuando se cerró la puerta. Hace todo lo posible para ello, pero es de una naturaleza muy robusta, y no lo conseguirá. El señor Kennett asegura que va a vivir más que todos los de Gimmerton y que encanecerá bebiendo, a no ser que le ocurra algo anormal.
Me senté en la cocina, y empecé a arrullar a mi corderito para dormirlo. Heathcliff cruzó la estancia, y yo pensé que se encaminaba al granero. Pero luego resultó que había preferido tumbarse en un banco, junto a la pared, y allí permanecer silencioso.
Yo mecía a Hareton sobre mis rodillas y había comenzado a cantarle una canción que empieza:
Era de noche, y lloraban los niños, cuando en sus cuevas los gnomos lo oyeron…
De pronto, la señorita Catalina asomó la cabeza por la puerta de su
habitación y dijo:
-¿Estás sola, Elena?
-Sí, señorita -contesté. Entonces entró y se acercó a la lumbre. Comprendí que quería decirme algo. En su rostro leía la ansiedad. Abrió los labios como si fuera a hablar, pero se limitó a exhalar un suspiro. Continué cantando, sin hablarle, ya que no había olvidado su comportamiento de antes.
-¿En dónde está Heathcliff? -preguntó.
-Trabajando en la cuadra -le dije.
Él no me desmintió. Quizá se hubiera dormido. Hubo un silencio. Por las mejillas de Catalina se deslizaba una lágrima. Me pregunté si estaría disgustada de su conducta, lo cual hubiera constituido un hecho insólito en ella.
Pero no había tal cosa. No se preocupaba por nada, no siendo por lo que le concernía.
-¡Ay, querida! -dijo, finalmente. ¡Qué desgraciada soy!
-Es una pena -repuse- que sea usted tan difícil de contentar. Con tantos amigos y tan pocas preocupaciones, tiene motivos de sobra para estar satisfecha.
-¿Quieres guardarme un secreto, Elena? -me preguntó mirándome con aquella expresión suya que desarmaba al más enfadado, por muchos resentimientos que tuviese con ella.
-¿Merece la pena? -interrogué, menos acremente.
-Sí. Y no tengo más remedio que contártelo. Necesito saber lo que he de hacer. Eduardo Linton me ha pedido que me case con él, y ya le he contestado. Pero antes de decirte lo que le he respondido, dime tú qué hubiera debido contestarle.
-Verdaderamente, señorita, no sé qué responderle. Teniendo en cuenta la escena que le ha hecho usted presenciar esta tarde, lo mejor hubiera sido rechazarle, porque si después de ella todavía le pide relaciones, es que es un tonto completo o que está loco.
-Si sigues hablando así, no te contaré nada más -repuso, levantándose malhumorada. Le he aceptado. Dime si he hecho mal. ¡Pronto!
-Si le ha aceptado, no hay más que hablar. ¡No va usted a retirar su palabra!
-Pero ¡quiero que me digas si he obrado con acierto! -insistió con irritado tono, retorciéndose las manos y frunciendo las cejas.
-Antes de contestar, habría que tener muchas cosas en cuenta -dije sentenciosamente. Ante todo, ¿ama usted al señorito Eduardo?
-¿Cómo no? ¡Desde luego!
Entonces la sometí a una serie de preguntas. No era del todo indiscreto el hacerlo, ya que se trataba de una muchacha muy joven.
-¿Por qué le ama, señorita Catalina?
– ¡Qué pregunta! Le quiero, y basta. -No es suficiente. Dígame por qué.
-Bien; porque es guapo y me gusta mucho estar con él. -Malo… -comenté.
-Y porque es joven y de carácter alegre. -Peor aún.
-Y porque él me ama.
-Eso no tiene nada que ver.
-Y porque llegará a ser rico y me agradará ser la señora más acomodada de la comarca, y porque estaré orgullosa de tener un marido como él.
-¡Ese es el peor argumento de todos! Y dígame ¿cómo le ama usted? -Como todo el mundo, Elena. ¡Pareces tonta!
-No lo crea… Contésteme.
-Pues amo el suelo en que pone los pies, y el aire que le rodea, y todo lo que toca, y todas las palabras que pronuncia, y todo lo que mira, y todo lo que
hace… ¡Le amo plenamente! Eso es todo.
-Bueno… y ¿qué más?
-Está bien; lo tomas a juego. ¡Es demasiada maldad! Pero ¡para mí no se trata de una broma! -dijo la joven, disgustada y contemplando distraídamente la lumbre.
-No lo tomo a juego, señorita Catalina. Usted ama al señorito Eduardo porque es guapo, y joven, y alegre y rico, y porque él la ama a usted. Lo último no significaría nada. Usted le amaría igual aunque ello no fuera así, y sólo por ello no le querría si no reuniese las demás circunstancias.
-Claro que no; le compadecería, y puede que hasta le aborreciera si fuera feo o fuera un hombre ordinario.
-Pues en el mundo hay otros jóvenes guapos y ricos y más que el señorito Eduardo.
-Hay otros, o no; el único que he visto que sea así es Eduardo.
-Pero puede usted llegar a ver algún otro, y él, además, no será siempre joven y guapo. También podría dejar de ser rico.
-Yo no tengo por qué pensar en lo por venir. Debías hablar con más sentido común.
-Pues entonces, nada… Si no piensa usted más que en el presente, cásese con el señorito Eduardo.
-Para eso no necesito tu permiso. Claro que me casaré con él. Pero no me has dicho aún si hago bien o no.
-Está muy bien si usted se casa pensando sólo en el presente. Ahora, contésteme usted ¿qué es lo que la preocupa? Su hermano se alegrará; los ancianos Linton no creo que pongan reparo alguno; va usted a salir de una casa desordenada para ir a otra muy agradable; ama usted a Eduardo, y él le ama a usted. Todo está claro y sencillo. ¿Dónde ve usted el obstáculo?
-¡Aquí y aquí o dondequiera que esté el alma! -repuso Catalina, golpeándose la frente y el pecho. Tengo la impresión de que hago mal.
– ¡Qué cosa tan rara! No me la explico.
-Ese es mi secreto, y te lo explicaré lo mejor que pueda, si me prometes que no te vas a burlar de mí.
Se sentó a mi lado. Estaba triste, y noté que sus manos, que mantenía enlazadas, temblaban.
-Elena ¿no sueñas nunca cosas extrañas? -me dijo, después de reflexionar un instante.
-A veces -contesté.
-También yo. En ocasiones, he soñado cosas que no he olvidado nunca y que han cambiado mi modo de pensar. Han pasado por mi alma, modificando su tonalidad, como cuando al agua se le agrega vino. Y he tenido un sueño de esa clase. Te lo voy a contar; pero líbrate de sonreír.
-No lo cuente, señorita -le aconsejé. Ya tenemos aquí bastantes penas para invocar visiones que nos angustien más. ¡Ea!, alégrese. Mire al pequeño Hareton. ¡Ese sí que no sueña nada triste! ¿Ve cómo sonríe dulcemente?
-Sí, ¡y también con cuánta dulzura reniega su padre! Supongo que te acordarás de cuando era como este niño. De todos modos, tienes que escucharme, Elena. No es muy largo. Además, no me siento con ánimos para estar alegre esta noche.
-¡No quiero oírlo! -me apresuré a contestar.
Yo era, y soy aún, muy supersticiosa en cuestión de sueños, y el semblante de Catalina se había puesto tan sombrío, que temí escuchar el presagio de alguna horrorosa desgracia. Ella se enfadó, al parecer, y no continuó. Pasó a otro tema, y me dijo:
-Yo sería muy desgraciada si estuviera en el cielo, Elena.
-Porque no es usted digna de ir a él -respondí. Todos los pecadores serían muy desgraciados en el cielo.
-No es por esa razón. Una vez soñé que estaba en el cielo.
-Ya le he dicho, señorita, que no quiero enterarme de sus sueños. Me voy a acostar -interrumpí.
Se echó a reír, y me obligó a permanecer sentada.
-Pues soñé -dijo- que estaba en el cielo; notaba que aquello no era mi casa, y que, al fin, los ángeles se enfadaron tanto, que me echaron. Fui a caer en medio de la maleza, en lo más alto de Cumbres Borrascosas, y me desperté entre lágrimas de alegría. Ahora, con esa explicación, podrás comprender mi secreto. El mismo interés tengo en casarme con Eduardo Linton como de ir al cielo, y si mi malvado hermano no hubiera tratado tan mal al pobre Heathcliff, yo no habría pensado en ello nunca. Para mí sería una humillación casarme con Heathcliff, pero él nunca llegará a saber cuánto le quiero, y no porque sea guapo, sino porque hay más de mí en él que en mí misma. No sé de qué estarán hechas nuestras almas; pero, sean de lo que sea, la suya es igual a la mía, y, en cambio, la de Eduardo es tan diferente como el relámpago lo es de la luz o de la luna, o el hielo del fuego.
Antes de que ella hubiese terminado de hablar, noté la presencia de Heathcliff, que en aquel momento se incorporaba y salía. Sólo había escuchado hasta que oyó decir a Catalina que la humillaría casarse con él. Inmediatamente se levantó y se fue. Pero ella, que estaba de espaldas, no reparó en sus movimientos ni en su marcha. Yo me había estremecido y le hice una señal para que se callara.
-¿Por qué? -preguntó, mirando, inquieta, en torno suyo.
-Porque José llega ya -repuse, refiriéndome al ruido del carro, que con toda oportunidad oí avanzar por el camino. Y Heathcliff vendrá con él. ¡A lo mejor estaba ahora mismo detrás de la puerta!
-Desde la puerta no ha podido oírme -contestó. Dame a Hareton para que le tenga mientras haces la cena, y después déjame cenar contigo. ¿Verdad que Heathcliff no se da cuenta de estas cosas, y que no sabe lo que es el amor?
-No veo por qué no ha de conocer todos estos sentimientos -repuse-, y si es de usted de quien está enamorado, seguramente será muy desdichado, ya que en cuanto usted se case, él se quedará sin amor, sin amistad y sin todo… ¿Ha pensado en las consecuencias que tendrá para él la separación, cuando se dé cuenta de que queda enteramente solo en el mundo, señorita Catalina?
-¡Qué separación ni qué quedarse solo en el mundo! -replicó, indignada. ¿Quién había de separarnos? ¡Ay del que lo intentara! Antes que abandonar a Heathcliff prescindiría de todos los Linton del mundo. No me propongo tal cosa. No me casaría si hubiera de suceder así. Heathcliff será para mí, cuando me case, lo que ha sido siempre. Eduardo tendrá que aminorar su aversión, o, por lo menos, soportarle. Y lo hará cuando conozca mis verdaderos sentimientos. Ya lo veo, Elena, que me consideras una egoísta, pero debes comprender que si Heathcliff y yo nos casáramos tendríamos que vivir como unos mendigos. En cambio, si me caso con Linton, puedo ayudar a Heathcliff a que se libre de la opresión de mi hermano.
-¿Con el dinero de su esposo, señorita? No será eso tan fácil como usted cree. No tengo autoridad para opinar, pero me parece que ese motivo es el peor de cuantos ha dado para explicar su matrimonio con el señorito Eduardo.
-No -repuso ella. Es el mejor. Los otros se referían a satisfacer mis caprichos y a complacer a Eduardo… Yo no puedo hacerme comprender, pero creo que tú y todos tenéis la idea de que después de esta vida hay otra. ¿Para qué había yo de ser creada, si antes de serlo ya estaba enteramente contenida aquí? Todos mis dolores en este mundo han consistido en dolores que ha sufrido Heathcliff, y los he seguido paso a paso desde que empezaron. El pensar en él llena toda mi vida. Si el mundo desapareciera y él se salvara, yo seguiría viviendo; pero si desapareciera él y lo demás continuara igual, yo no podría vivir. Mi amor a Linton es como las hojas de los árboles, y bien sé que cambiará con el tiempo; pero mi cariño a Heathcliff es como son las rocas de debajo de la tierra, que permanecen eternamente iguales sin cambiar jamás. Es un afecto del que no puedo prescindir. ¡Elena, yo soy Heathcliff! Le tengo constantemente en mi pensamiento, aunque no siempre como una cosa agradable. Tampoco yo me agrado siempre a mí misma. No hables más de separarnos, porque es imposible…
Calló y escondió la cabeza en mi regazo. Pero yo la aparté de mí, porque me había hecho perder la paciencia con sus locuras.
-Lo único que saco en limpio de sus disparates, señorita -le dije- es que ignora usted los deberes de una mujer casada, o que es usted una mujer sin conciencia. Y no me importune con más confidencias, porque no me las callaré.
-Pero de ésta no hablará…
-No se lo prometo.
Ella iba a insistir, mas la llegada de José cortó la conversación. Catalina, con Hareton, se fue a un extremo de la cocina, y allí esperó mientras yo preparaba la cena. Una vez que estuvo a punto, José y yo empezamos a discutir acerca de quién debía llevársela al señor Hindley, y sólo nos pusimos de acuerdo cuando casi se había enfriado. El acuerdo consistió en esperar a que el amo la pidiese, ya que le temíamos cuando llevaba algún rato encerrado a solas.
-Y aquel idiota, ¿no ha vuelto del campo todavía? ¿Qué está haciendo? ¡Hay que ver qué holgazán! -dijo el viejo, al notar que Heathcliff no se hallaba allí.
-Voy a buscarle -contesté. Debe de estar en el granero. Le llamé, pero no obtuve contestación. Cuando volví, cuchicheé al oído de Catalina que seguramente el muchacho había escuchado parte de nuestro diálogo, y le expliqué que le había visto salir de la cocina en el momento en que ella se refería al comportamiento de su hermano con él.
Al oírme, dio un brinco, horrorizada, dejó a Hareton en un asiento y se lanzó en busca de su compañero sin reflexionar siquiera en la causa de la turbación que sentía. Tanto tiempo estuvo ausente, que José propuso que no los esperásemos más, suponiendo, con su habitual tendencia a pensar mal, que se quedaban fuera para no tener que asistir a sus largas oraciones de bendición de la mesa. Añadió, pues, en bien de las almas jóvenes, una oración más a las acostumbradas, y aún hubiera aumentado otra en acción de gracias de no haber reaparecido la señorita ordenándole que saliese enseguida para buscar a Heathcliff dondequiera que estuviese y hacerle venir.
-Necesito hablarle antes de subir -dijo. La puerta está abierta, y él debe de encontrarse lejos, porque le he llamado desde el corral, y no contesta.
José, aunque hizo algunas objeciones, acabó por ponerse el sombrero y salir refunfuñando al verla tan excitada que no admitía contradicción. Catalina empezó a pasearse de un extremo a otro de la habitación, exclamando:
-¿Dónde estará? ¿Adónde habrá ido? ¿Qué es lo que dije, Elena? Ya no me acuerdo. ¿Estará mortificado por lo de esta tarde? ¡Dios mío! ¿Qué habré dicho que le ofendiera? Necesito que venga. Quiero que esté aquí.
-¡Qué alboroto para nada! -repuse, aunque me sentía también bastante inquieta. Se apura usted por poco. No creo que sea motivo de alarma el que Heathcliff pasee por los pantanos a la luz de la luna, o que esté tendido en el granero sin ganas de hablar. A lo mejor está escuchándonos. Voy a ver si lo encuentro.
Y salí de nuevo en su busca, pero sin resultado. A José le ocurrió lo mismo. Volvió diciendo:
-¡Cuánta guerra da ese muchacho! Ha dejado abierta la verja y la jaca de la señorita se ha escapado a la pradera después de estropear dos haces de trigo. Ya le castigará el amo mañana por esos juegos endemoniados, y hará bien. Demasiada paciencia tiene por tolerar tantos descuidos. Pero no sucederá siempre igual. Lo hemos de ver. ¡Está haciendo todo lo posible para sacar al amo de sus casillas!
-Bueno; ¿has encontrado o no a Heathcliff, so bestia? -le interrumpió Catalina. ¿Le has buscado como te mandé?
-Con más gusto hubiera buscado al caballo, y hubiera sido más razonable -respondió. Pero no puedo encontrar ni a uno ni a otro en una noche tan negra como la de hoy. Y si silbo para llamarle, bien cierto es que no vendrá. Puede que no estuviera tan sordo si le silbara usted.
A pesar de que estábamos en verano, la noche, en efecto, era oscurísima. Amenazaba tormenta, y yo les aconsejé que nos sentáramos, porque seguramente la lluvia haría volver a Heathcliff sin necesidad de que nos ocupásemos de encontrarle. Pero Catalina no se tranquilizó. Iba y venía, en continua agitación, de un sitio a otro. Al fin, se apoyó en el muro junto al camino, y allí permaneció a pesar de mis observaciones: unas veces llamando a Heathcliff; otras, escuchando en espera de sentirle volver, y otras, llorando desconsoladamente. Lloraba como Hareton u otro niño cualquiera lo hubiese hecho.
A medianoche la tormenta descargó violentamente sobre Cumbres Borrascosas. Fuera efecto de un rayo o del vendaval, un árbol próximo a la casa se tronchó, y una de sus grandes ramas cayó sobre el tejado, derribando parte del tubo de la chimenea, lo que hizo que se desplomara sobre el fogón una avalancha de piedras y hollín. Creímos que había caído un rayo entre nosotros, y José se hincó de rodillas para pedir a Dios que se acordara de Noé y Lot y, al enviar su castigo sobre el malo, perdonara al justo. Yo intuí que entonces también nosotros íbamos a ser alcanzados por la ira divina. En mi mente, el señor Earnshaw se me aparecía como Jonás, y, temiendo que no viniera ya, llamé a su puerta. Respondió de tal modo y con tales frases, que José hubo de impetrar a Dios, con redoblada vehemencia, que en la hora de su ira hiciera la oportuna distinción entre justos como él y pecadores como su amo.
En fin: la tempestad cesó a los pocos minutos, sin habernos causado ni a
José ni a mí mal alguno, aunque sí a Catalina, que, por haberse obstinado en continuar bajo la lluvia sin siquiera ponerse el abrigo, ni nada a la cabeza, volvió empapada. Se sentó, apoyó la cabeza en el respaldo del banco y acercó las manos al fuego.
-Vaya, señorita -le dije, tocándole en un hombro-; usted se ha empeñado en matarse… ¿Sabe qué hora es? Las doce y media. Vamos a acostarnos. No es cosa de seguir esperando a ese imbécil. Se habrá ido a Gimmerton y pernoctará allí. Ya comprenderá que no esperaremos que vuelva a estas horas. Además, temerá que el señor esté despierto y que sea él quien le abra la puerta.
-No debe de estar en Gimmerton -repuso José- y no me maravillaría que yaciese en el fondo de una ciénaga. Esto ha sido un aviso divino, y tenga en cuenta, señorita, que la próxima vez le tocaría a usted. Demos gracias al Cielo por todo. Sus designios conducen siempre a lo mejor, aun las desgracias, como dicen las Sagradas Escrituras.
Y comenzó a citar pasajes de la Biblia, mencionando los capítulos y versículos correspondientes.
Harta de insistir a la terca joven para que se secara y se cambiara de ropa, los dejé: a ella, con su tiritona, y a José, con sus sermones, y me fui a acostar con el pequeño Hareton, que estaba profundamente dormido. Oí a José leer, luego le sentí subir la escalera, y en seguida me dormí.
A la mañana siguiente me levanté algo más tarde que de costumbre, y al bajar vi a la señorita Catalina, que seguía sentada junto al hogar. El señor Hindley, soñoliento y con profundas ojeras, estaba en la cocina también y le preguntaba:
-¿Qué te pasa, Catalina? ¡Estás más abatida que un cachorro chapuzado! ¿Por qué estás tan mojada y tan pálida?
-No me pasa otra casa -contestó, malhumorada, Catalina sino que he cogido una mojadura y siento frío.
Noté que el señor estaba ya sereno, y exclamé:
– ¡Es muy traviesa! Se caló hasta los huesos cuando la lluvia de ayer, y se ha obstinado en quedarse toda la noche al lado de la lumbre.
-¿Toda la noche?… –exclamó, sorprendido, el señor Earnshaw -. ¿Y por qué? No habrá sido por miedo a la tempestad…
Como ni ella ni yo deseábamos mencionar a Heathcliff mientras pudiéramos evitarlo, contesté que se le había antojado quedarse allí, y ella no dijo nada.
Hacía una mañana clara y fresca. Abrí las ventanas, y los perfumes del jardín penetraron en la estancia. Pero Catalina me dijo:
-Cierra, Elena. Estoy extenuada.
Y sus dientes rechinaban, mientras se acercaba a la lumbre, casi fría.
-No he visto a Heathcliff esta noche -contestó Catalina, sollozando. Si le echas de casa, me iré con él. Pero quizá no puedas hacerlo ya. Tal vez se haya ido…
Una angustia incontenible la dominó y empezó a proferir sonidos inarticulados. Hindley le dirigió un chaparrón de groserías y la hizo subir a su cuarto amenazándola con que de lo contrario tendría verdaderos motivos para llorar. Yo hice que le obedeciera, y jamás olvidaré la escena que me dio cuando estuvo en su alcoba. Me aterrorizó hasta el punto de que pensé que iba a volverse loca, y encargué a José que corriera a llamar al médico. El señor Kennett pronosticó un comienzo de delirio; dijo que estaba enferma de gravedad, le hizo una sangría para disminuir la fiebre, y me encargó que le diese solamente leche y agua de cebada, y que la vigilase mucho para impedir que se arrojase por la ventana o por la escalera. Enseguida se marchó, porque tenía excesivo trabajo, ya que entre las casas de sus pacientes solía haber una distancia de cuatro o cinco kilómetros.
Confieso que no me porté como una excelente enfermera, y José y el amo tampoco lo hicieron mejor que yo; pero, pese a ello y a sus propios caprichos, la enferma logró vencer la gravedad de su estado. Entretanto, la señora Linton nos hizo varias visitas, procuró ordenar las cosas de la casa; estaba siempre dándonos órdenes y reprendiéndonos, y, por fin, cuando Catalina estuvo mejor, se la llevó a convalecer a la granja, lo que por cierto le agradecimos mucho.
Pero la pobre señora tuvo motivo para arrepentirse de su gentileza, porque ella y su marido contrajeron la fiebre y fallecieron con un intervalo de pocos días.
La joven volvió a casa más violenta y más intratable que nunca. No habíamos vuelto a saber nada de Heathcliff. Un día en que ella me había hecho perder la paciencia, cometí la ligereza de achacarle la culpa de la desaparición del muchacho, lo que en realidad era la verdad pura, como a ella le constaba, y mi acusación hizo que rompiera conmigo todo trato, excepto el inevitable para las cosas de la casa. Ello duró varios meses. José cayó también en desgracia. No sabía callarse sus pensamientos y se obstinaba en seguir sermoneándola como si aún fuera una chiquilla, cuando en realidad era una mujer hecha y derecha, y, además, nuestra ama. Para colmo, el médico había recomendado que no se la contrariase, y ella consideraba que cometíamos un crimen cuando la contradecíamos en algo. No trataba tampoco a su hermano ni a los amigos de su hermano. Hindley, a quien Kennett había hablado sinceramente, procuraba dominar sus arrebatos y no excitar el mal carácter de Catalina. Incluso se portaba con demasiada indulgencia, aunque más que por afecto lo hacía porque deseaba que ella honrase a la familia casándose con Linton. Le importaba muy poco que Catalina nos tratara a nosotros como esclavos, siempre que no le importunase a él.
Eduardo Linton se sintió tan entontecido como tantos otros lo han estado antes que él y lo seguirán estando en lo sucesivo, el día en que llevó al altar a Catalina, tres años después de la muerte de sus padres.
Contra mi gusto, me obligaron a abandonar Cumbres Borrascosas para acompañar a la joven señora. El pequeño Hareton tenía entonces cinco años y yo había empezado a enseñarle a leer. La despedida fue muy triste. Pero las lágrimas de Catalina pesaban más que las nuestras. Al principio no quise marcharme con ella, y viendo que sus ruegos no me conmovían fue a quejarse a su novio y a su hermano. El primero me ofreció un magnífico sueldo y el segundo me ordenó que me largase, ya que no necesitaba mujeres en la casa, según dijo. De Hareton se haría cargo el cura. Así que no tuve más remedio que obedecer. Dije al amo que lo que se proponía era alejar de su lado todas las personas decentes para precipitarse más pronto en su propia ruina; besé a Hareton y me fui. Desde entonces, el niño ha sido para mí un extraño. Aunque parezca mentira, creo que ha olvidado por completo a Elena Dean, y que no se acuerda de aquellos tiempos en que él lo era todo en el mundo para ella y ella todo en el mundo para él.
Al llegar a esta altura de su relato mi ama de llaves miró el reloj y se asombró de ver que las manillas marcaban la una y media. Se negó a seguir sentada ni un segundo más, y, en verdad, yo me sentía también bastante propicio a que su relato se aplazase. Ahora que se ha ido, voy a decidirme a acostarme, a pesar del entorpecimiento que invade mis músculos y mi cabeza.