David Copperfield – Charles Dickens
EL RESULTADO DE MI RESOLUCIÓN
No sé nada; pero creo que pensaba seguir corriendo pasta Dover cuando renuncié a la
persecución del muchacho del carrito y tomé el camino de Greenwich. En todo caso, mis
ilusiones se desvanecieron pronto; me vi obligado a detenerme en la carretera de Kent,
cerca de una terraza que adornaba una fuente con una gran estatua en el centro. Allí me
senté en el umbral de una puerta, agotado por los esfuerzos que acababa de hacer, y tan
sofocado, que apenas si tenía fuerzas para llorar, pensando en mi maleta y en mi media
guinea. Se había hecho de noche, y mientras descansaba oí dar las diez en los relojes;
pero era verano y hacía calor. Cuando recobré alientos y me tranquilicé emprendí de
nuevo el camino de Greenwich. Ni por un momento se me ocurrió volverme atrás. No sé
si se me hubiera ocurrido en el caso de encontrarme un precipicio en medio del camino.
Pero la escasez de mis recursos (tenía tres medios peniques en el bolsillo y me pregunto
cómo estarían allí siendo sábado) no dejaba de preocuparme, a pesar de mi perseverancia.
Empezaba a figurarme un artículo en los periódicos anunciando que me habían
encontrado muerto bajo un árbol, y andaba tristemente, aunque todo lo más deprisa que
podían mis piernas, cuando pasé por delante de una puerta donde ponía que se compraban
trajes de hombre y de mujer y que pagaban bien los huesos y los trapos viejos. El dueño
de la tienda estaba sentado a la puerta en mangas de camisa, con la pipa en la boca; había
muchos trajes y pantalones suspendidos del techo, y todo aquello sólo estaba alumbrado
por dos candiles, de manera que parecía un hombre que hubiera colgado allí a sus
enemigos y se regocijara con su venganza.
La experiencia que había adquirido con mistress Micawber me sugirió, a la vista de
aquello, un medio de alejar algo el golpe fatal. Entré en una callejuela, me quité el
chaleco, lo doblé cuidadosamente y me presenté en la puerta de la tienda.
-¿Hace usted el favor? -le dije- Quiero vender esto en lo que valga.
El señor Dollby (al menos Dollby era el nombre que se leía encima de la puerta de la
tienda) cogió el chaleco, Puso la pipa en el montante de la puerta, por encima de su
cabeza, entró en la tienda seguido Por mí, avivó los candiles con sus dedos, extendió el
chaleco sobre el mostrador y lo miró. Después acercó la luz para verlo mejor, y por último dijo:
-¿Cuánto pide usted por este chalequito?
-Mejor sabrá usted ponerle precio que yo -contesté con modestia.
-No puedo comprar y vender al mismo tiempo -dijo míster Dollby- póngale usted precio.
-Dieciocho peniques -insinué, después de muchas cavilaciones.
Míster Dollby lo dobló de nuevo y me lo devolvió.
-Sería robar a mi familia – me dijo- el ofrecer nueve peniques por él.
Esto era mirar el asunto desde un punto de vista desagradable, pues suponía en mí, que
era un extraño, la antipática pretensión de querer que míster Dollby robara a su familia en
provecho mío. Sin embargo, como no podía esperar, le dije que si quería tomaría los
nueve peniques. Míster Dollby, no sin gruñir bastante, me los dio. Le di las buenas
noches y salí de la tienda con aquella suma de más y el chaleco de menos; pero
abrochándome la chaqueta, ¡qué más daba!
En realidad estaba convencido de que la chaqueta tendría que seguir al chaleco y me
consideraría muy dichoso si llegaba a Dover aunque sólo fuera con el pantalón y la
camisa. Aquella perspectiva no me preocupaba tanto como se podría suponer. Salvo una
impresión general de que el camino era largo y de que el dueño del burro se había
portado cruelmente conmigo, creo que tenía un sentimiento demasiado claro de la
dificultad de mi empresa cuando volví a ponerme en camino con mis nueve peniques en el bolsillo.
Se me había ocurrido una idea para pasar la noche. Mi plan era acostarme al lado de la
tapia de mi antigua escuela, en un rincón donde antes solía ha ber un almiar. Imaginaba
que me sería grato el tener a los chicos y la habitación donde acostumbraba a contar las
historias tan cerca de mí, aunque ellos no supieran nada y la habitación no me prestara su abrigo.
Había hecho una dura jornada y estaba muy cansado cuando llegué, por fin, a la altura
de Blackhead. Me costó algún trabajo encontrar Salem House; pero al fin la encontré, y
hallé el almiar en el rincón, y me acosté en él después de dar la vuelta a la escuela y mirar
hacia las ventanas. Todo estaba oscuro y silencioso. Nunca olvidaré la sensación de
soledad del primer momento al acostarme en el suelo sin un techo sobre mi cabeza.
El sueño descendió sobre mí como sobre tantas otras criaturas sin hogar a quienes
ladran los perros, y soñé que dor mía en mi antiguo lecho del colegio, hablando con mis
compañeros, y me desperté con el nombre de Steerforth en los labios y mirando
perdidamente las estrellas, que brillaban sobre mi cabeza. Cuando recordé dónde estaba a
aquellas horas tuve miedo, sin saber por qué. Me levanté y eché a andar; pero las estrellas
palidecían y una débil claridad en el cielo anunciaba el día; recobré el valor, y como
estaba muy cansado, me acosté y me dormí de nuevo, sintiendo durante mi sueño un frío
penetrante. Por fin, los rayos del sol y la campana matinal de la pensión, que llamaba a
los colegiales a sus estudios, me despertaron. Si hubiera creído que Steer forth podía estar
todavía allí habría vagado por los alrededores hasta conseguir verlo; pero sabía que hacía
mucho tiempo que se había marchado. Traddles quizá estuviera todavía, pero no estaba
muy seguro, y además no confiaba demasiado en su discreción ni en su habilidad para
contarle mi situación, a pesar de la buena opinión que tenía de sus sentimientos. Me alejé
mientras mis antiguos compañeros se levantaban y emprendí el camino por la larga
carretera polvorienta que me habían indicado, cuando formaba parte de los alumnos de
míster Creakle, como la de Dover en un tiempo en que no podía ni figurarme que nadie
pudiera verme un día viajando de ese modo por aquel camino.
¡Qué distinta esta mañana de domingo de las mañanas de domingo en Yarmouth!
Cuando llegó su hora oí sonar las campanas de las iglesias y me encontré con gentes que
se dirigían a ellas; también pasé por delante de una o dos iglesias mientras se celebraba el
culto: los cantos resonaban bajo la luz del sol, y un sacristán que estaba a la sombra del
pórtico enjugándose la frente me miro con enojo al verme pasar sin detenerme. La paz y
el reposo de los domingos reinaba en todas partes, excepto en mi corazón. Me parecía
que me acusaba y denunciaba a los fieles observadores de la ley del do mingo por el polvo
que me cubría y por mis revueltos cabellos. Sin el recuerdo, siempre presente a mis ojos,
de mi madre en todo el esplendor de su belleza y de su juventud, sentada delante del
fuego y llorando, y mi tía enterneciéndose un momento sobre ella, no sé si habría tenido
valor para continuar mi camino. Pero aquella fantasía de mi imagina ción andaba todo el
tiempo ante mis ojos y yo la seguía.
Aquel día anduve veintitrés millas por la carretera, aunque con dificultad, pues no
estaba acostumbrado a ello. To davía me veo, a la caída de la tarde, atravesando el puente
de Rochester y comiéndome el pan que había reservado para la cena. Una o dos casitas
con el rótulo de «Alojamiento para viajeros» eran para mí una tentación; pero no me
atrevía a gastar los pocos peniques que me quedaban, y además me asustaban los rostros
sospechosos de los vagabundos que encontraba en ellas y pasaba de largo. Por lo tanto,
como la noche anterior, sólo pedí su abrigo al cielo, y llegué penosamente a Chathans,
que en las tinieblas de la noche era como un sueño de cal, de puentes levadizos, de barcos
sin palos anclados en un río de fango. Me deslicé por un sitio cubierto de musgo que daba
a una callejuela, y me acosté al lado de un cañón. El centinela que estaba de guardia
andaba de arriba abajo, y tranquilizado por su presencia, aunque él ni siquiera suponía la
mía, como tampoco la suponían la víspera mis compañeros, me dormí profundamente hasta la mañana.
Muy cansado y con los pies doloridos me desperté aturdido por el sonar de los tambores
y por el ruido de los pasos de los soldados que parecían rodearme por todas partes. Sentí
que no podía it más lejos aquel día, si es que quería tener fuerzas para llegar al fin de mi
viaje. En consecuencia eché a andar por una calle estrecha, decidido a hacer de la venta
de mi chaqueta el asunto del día. Me la quité para irme acostumbrando a ir sin ella, y
poniéndomela debajo del brazo empecé mi ronda de inspección por todas las tiendas de reventa.
El sitio era bien elegido para ello, pues las casas de compraventa eran muy numerosas y
sus dueños estaban a la puerta en espera de los clientes; pero la mayoría de los
escaparates ostentaban uno o dos trajes de oficial, con sus charreteras y todo, a
intimidado por aquel esplendor dudé mucho antes de atreverme a ofrecerle a nadie mi chaqueta.
Aquella modestia atrajo mi atención hacia las tiendas donde se vendían los andrajos de
los marineros y hacia las del estilo de la de míster Dollby. Me habrían parecido demasiadas
pretensiones dirigirme a las de mayor categoría. Por fin descubrí una tiendecita
cuyo aspecto me pareció propicio; en el rincón de una callejuela que terminaba en un
campo de ortigas, rodeada de una valla cargada de trajes de marinero mezclados con
fusiles viejos, cunas de niños, sombreros de hule y cestos llenos de tal cantidad de llaves
mohosas, que la colección parecía lo bastante rica para abrir todas las puertas del mundo.
En aquella tienda, que era pequeña y baja y estaba casi a oscuras, pues sólo la
iluminaba una ventanita pequeña, casi tapada por los trapos colgados por delante, y
donde había que entrar bajando algunos escalones, pe netré con el corazón palpitante. Mi
temor aumentó cuando un horrible viejo de barba gris salió precipitadamente de su antro
y me cogió de los cabellos. Era un viejo horrible, que olía mucho a ron y llevaba un
chaleco de franela muy sucio. Su lecho, cubierto con un trozo de tela desgarrada, estaba
colocado en el agujero que acababa de abandonar y que iluminaba otra ventanita, por la
que también se veía un campo de ortigas donde pastaba un burro cojo.
-¿Qué quieres? -gritó el hombre en un tono feroz y monótono-. ¡Ay mis ojos! ¡Ay!
¿Qué quieres? ¡Ay mis piernas! ¿Qué quieres? ¡Ay, goruu goruu!
Me asustaron de tal modo sus palabras, y sobre todo la última exclamación, que parecía
una especie de mugido desconocido, que no pude contestar nada. El viejo, que todavía no
había soltado mis cabellos, repuso:
-¡Ay! ¿Qué quieres? ¡Ay mis ojos! ¡Ay mis pulmones! ¿Qué quieres? ¡Ay, goruu goruu!
Y lanzó aquel último grito con tal energía, que parecía que se le iban a saltar los ojos.
-Desearía saber -dije temblando- si querría usted comprarme una chaqueta.
-¡Veamos la chaqueta! -gritó el viejo- ¡Ay, tengo fuego en el corazón! ¡Veamos la
chaqueta! ¡Ay mis ojos y mis pulmones! ¡Veamos la chaqueta!
Por fin soltó mis cabellos, y con sus manos temblorosas, que parecían las garras de un
pájaro monstruoso, colocó en su nariz unos lentes que no favorecían mucho a sus inflamados ojos.
¿Cuánto pides por esta chaqueta? -gritó después de exa minarla-. ¡Ay, goruu goruu!
¿Cuánto pides por ella?
-Media corona -respondí, tranquilizándome un poco.
-¡Ay mis pulmones y mi estómago! No -gritó el viejo-. ¡Ay mis ojos! ¡No, no, no! ¡Dos chelines, goruu, goruu!
Cada vez que lanzaba aquella exclamación parecía que se le iban a saltar los ojos, y
pronunciaba todas las palabras con el mismo sonsonete y como el viento, que a veces es
suave, a veces escala montañas o a veces vuelve a hacerse suave. No hay otra comparación.
-Pues bien -dije, encantado de haber terminado la venta-, acepto los dos chelines.
-¡Ay mi estómago! -gritó el viejo arrojando la cha queta a un estante- ¡Vete! ¡Ay mis
pulmones! ¡Sal de la tienda! ¡Ay mis ojos, goruu, goruu! No me pidas dinero. Mejor será que hagamos un cambio.
En mi vida he pasado tanto miedo; pero le dije humildemente que necesitaba el dinero,
y que cualquier otra cosa me resultaba inútil. únicamente dije que esperaría fuera si así lo
deseaba, y que no tenía ninguna prisa. Salí de la tienda y me senté a la sombra, en un
rincón. El tiempo pasaba, el sol llegó hasta mí, luego se retiró, y yo seguía esperando mi dinero.
Por el honor de la luz del sol quiero suponer que nunca ha habido otro loco ni borracho
semejante en el negocio de la compraventa. Aquel viejo era muy conocido en los alrededores
y tenía fama de haber vendido su alma al diablo. Lo supe pronto por las visitas que
recibía de todos los chiquillos de la vecindad, que hacían a cada instante irrupción en su
tienda, gritándole en nombre de Satanás que les diera su dinero. «No eres pobre, por
mucho que digas, demasiado lo sabes, Charley. Enséñanos tu oro; enséñanos el oro que el
diablo te ha dado a cambio de tu alma. Anda, ve a buscarlo al jergón, Charley, no tienes
más que descoserle y dárnoslo.»
Estos gritos, acompañados del ofrecimiento de un cuchillo para abrir el jergón, le
exasperaban a tal punto, que se pasaba el día sobre los chicos, que luchaban con él un
momento y después escapaban de sus manos. A veces, en su rabia, me tomaba por uno de
ellos y se lanzaba contra mí, gesticulando como si fuera a destrozarme; pero me recono –
cía a tiempo y volvía a meterse en la tienda y a echarse en su lecho, lo que intuía por la
dirección de su voz. Allí rugía en su tono de costumbre la Muerte de Nelson, colocando
un ¡ay! delante de cada verso y sembrándolo de innumerables ¡goruu, goruu! Para colmo
de mis desgracias, los chicos de los alrededores, creyendo que pertenecía al
establecimiento, al ver la perseverancia con que permanecía a medio vestir sentado
delante de la puerta, me tiraban piedras insultándome.
Todavía hizo muchos esfuerzos aquel hombre para convencerme de que debíamos
hacer un cambio. Una vez apareció con una caña de pescar, otra con un violín; también
me ofreció sucesivamente un sombrero de tres picos y una flauta. Pero yo resistí a todas
aquellas tentaciones y continué delante de la puerta, desesperado, conjurándole con lágrimas
en los ojos para que me diera mi dinero o mi chaqueta. Por fin empezó a pagarme en
medios peniques y pasaron dos horas antes de que llegásemos a un chelín.
-¡Ay mis ojos! ¡Ay mis piernas! -empezó a gritar entonces, asomando su horrible rostro
fuera de la tienda, ¿Quieres conformarte con dos peniques más?
-No puedo -respondí- me moriría de hambre.
-¡Ay mis pulmones y mi estómago! ¿Tres peniques?
-Si pudiera no estaría regateando por unos peniques – le dije-; pero necesito ese dinero.
-¡Ay, goruu, goruu!
Es imposible transcribir la expresión que dio a su exclamación oculto tras de la puerta,
sin asomar más que su maligno rostro.
-¿Quieres marcharte con cuatro peniques?
Estaba tan agotado, tan rendido, que acepté, cansado de aquella lucha; y cogiendo el
dinero de sus garras, un poco tembloroso, me alejé un momento antes de que acabara de
ponerse el sol, con más hambre y más sed que nunca. Pero pronto me repuse por
completo gracias a un gasto de tres peniques y, reanudando valerosamente mi camino,
anduve siete millas aquella tarde.
Me refugié para pasar la noche al lado de otro almiar y dormí profundamente, después
de haber lavado mis pies doloridos en un arroyo cercano y de haberlos envuelto en hojas
frescas. Cuando volví a ponerme en camino, al día siguiente por la mañana, vi extenderse
por todas partes ante mis ojos campos en flor y huertos. La estación estaba ya lo bastante
adelantada y los árboles estaban cubiertos de manzanas maduras y la recolección
empezaba en algunos sitios. La belleza del campo me sedujo infinitamente y decidí que
aquella noche me acostaría en medio de los campos, imaginándome que sería grata
compañía la larga perspectiva de ramas con sus hojas graciosamente enroscadas a su alrededor.
Aquel día tuve varios encuentros que me inspiraron un terror cuyo recuerdo todavía
está vivo en mi imaginación. Entre las gentes que vagaban por la carretera vi muchos
desgraciados que me miraban ferozmente y que me llamaban cuando les había adelantado
diciéndome que me acercara a hablarles, y que cuando empezaba a correr huyendo me
tiraban piedras. Recuerdo sobre todo a un joven latonero ambulante lo recuerdo con su
mochila y su rejuela; le acompañaba una mujer, y me miró de un modo tan terrible y me
gritó de tal modo que me acercara, que me detuve y me volví a mirarle.
-Ven cuando se te llama -dijo el latonero- o te saco las tripas.
Pensé que era mejor acercarme. Cuando estuve cerca, mirándole para tratar de
apaciguarlo, observé que la mujer tenía un ojo amoratado.
-¿Dónde vas? -me dijo el latonero cogiéndome de la pechera de la camisa con su mano negra.
-A Dover -dije.
-¿De dónde vienes? – insistió agarrándome más fuerte para estar bien seguro de que no me escaparía.
-De Londres.
-¿Y qué piensas hacer? ¿No serás un raterillo?
-No.
-¡Ah! ¿No te quieres confesar? Vuelve a decir que no y te abro la cabeza.
Hizo con la mano que tenía libre ademán de pegarme y, después, me miró de pies a cabeza.
-¿Llevas encima el precio de un vaso de cerveza? -preguntó el latonero- Si es así
dámelo pronto, antes de que yo te lo quite.
Seguramente habría cedido si en aquel momento no me hubiera encontrado con la
mirada de la mujer, que me hizo una seña imperceptible con la cabeza y movió los labios
como diciéndome: «No».
-Soy muy pobre -dije tratando de sonreír- y no llevo dinero.
-Vamos, ¿qué significa eso? -dijo el latonero mirándome tan furioso que por un
momento creí que veía mi dinero a través del bolsillo.
-Señor… -balbucí.
-¿Qué quiere decir eso? -repuso él-. ¿Llevas la corbata de seda de mi hermano! Quítatela, pronto.
Y me quitó la corbata de un tirón y se la arrojó a la mujer.
Ella se echó a reír como si lo tomara a broma, y arrojándomela de nuevo me hizo otra
seña con la cabeza, mientras sus labios formaban la palabra «vete». Antes de que pudiera
obedecerla el latonero me arrancó la corbata de las manos con tal brutalidad que me dejó
temblando como una hoja. La anudó alrededor de su cuello y después, volviéndose hacia
la mujer y jurando la tiró al suelo.
No olvidaré nunca lo que sentí al verla caer sobre las piedras de la carretera, donde
quedó tendida. Su cofia se había desprendido con la violencia del choque y sus cabellos
se mancharon de barro. Cuando estuve un poco más lejos, me volví a mirarlos y vi que
estaba sentada a un lado del camino, enjugándose con una punta del mantón la sangre que
corría por su rostro. El latonero continuaba andando.
Esta aventura me asustó de tal modo que, desde aquel momento. en cuanto me parecía
ver a lo lejos a cualquier vagabundo, volvía sobre mis pasos para esconderme y permanecía
quieto hasta perderle de vista. Esto se repetía con tal frecuencia que mi viaje se
retrasó seriamente. Pero en aque lla dificultad, como en todas las demás de mi empresa,
me sentía sostenido y arrastrado por el cuadro que me había trazado de mi madre en su
juventud, antes de mi llegada a este mundo. Aquella idea me acompañaba en medio de
los campos cuando me acostaba para dormir y, al despertar, la encontraba delante de mí
caminando todo el día. Desde entonces su recuerdo está siempre asociado en mi
imaginación con el de la calle ancha de Canterbury, que parecía dormitar bajo los rayos
del sol, y con el espectáculo de las casas antiguas, de la catedral y de los cuervos que
volaban por sus torres. Cuando llegué, por fin, a los áridos arenales que rodean Dover,
esta imagen querida me devolvió la esperanza en medio de mi soledad y no me abandonó
hasta que conseguí el primer objetivo de mi viaje y pisé la ciudad, el sexto día después de
mi evasión. Pero entonces, cosa extraña, cuando me encontré con mis zapatos rotos, mis
ropas destrozadas, la cabeza desgreñada y polvorienta y la tez quemada por el sol, en el
lugar hacia el cual habían tendido todos mis deseos, la visión que me animaba se
desvaneció de pronto como un sueño y me encontré solo, desanimado y abatido.
En primer lugar pregunté a unos barqueros si alguno de ellos conocía a mi tía, pero
recibí muchas respuestas contradictorias. Uno me decía que vivía hacia el sur, cerca del
faro, y que se había chamuscado los bigotes; otro que vivía en la parte fangosa de más
allá del puerto y que sólo se la podía ver cuando estaba la marea baja; un tercero que
estaba encerrada en la cárcel de Maidstone por ladrona de niños; un cuarto, por último,
dijo que en la última galerna la había visto, montada en una escoba, camino de Calais.
Los cocheros, a quienes me dirigí después, no fueron menos complacientes ni más
respetuosos; en cuanto a los comerciantes, poco tranquilos por mi aspecto, me
respondían, sin escucharme, que no podían darme nada. Entonces me sentí mucho más
desgraciado y más abandonado que durante todo mi viaje. Ya no tenía nada de dinero ni
nada que vender; sentía hambre y sed, estaba agotado, y me veía más lejos de mi fin que
cuando estaba en Londres.
Se me fue la mañana en las pesquisas y estaba sentado en los escalones de una tienda
desalquilada, en el rincón de una calle, cerca de la plaza del Mercado, reflexionando en si
debería tomar el camino de los pueblos de los alrededores, de los cuales me había
hablado Peggotty, cuando de un coche de alquiler que pasaba se le cayó la manta al
caballo. La recogí y la buena cara del cochero me animó a preguntarle, al devolvérsela, si
sabría la dirección de miss Trotwood, aunque ya había hecho tantas veces sin éxito la
pregunta que casi expiró en mis labios.
-¿Trotwood? Yo conozco ese nombre. ¿Una señora vieja? -Sí, casi -respondí.
-¿Muy tiesa? -continuó, enderezándose- ¿Qué lleva un bolso donde podía caber toda
la casa… y algo brusca, algo dura con la gente?
El corazón me dejó de latir al reconocer la exactitud evidente de la descripción.
-Pues bien; si subes por allí -y me señalaba con el lá tigo las alturas- y sigues derecho
hasta llegar a las casas que dan al mar, creo que tendrás noticias suyas. Pero mi opinión
es que no te dará gran cosa. Toma para ti un penique.
Acepté el regalo con agradecimiento y compré pan, que me comí mientras tomaba el
camino indicado. Anduve bastante tiempo antes de llegar a las casas que me había señalado;
pero por fin las vi. Entré en una tiendecita donde vendían toda clase de cosas,
preguntando si tendrían la bondad de decirme dónde vivía miss Trotwood. Me dirigí a un
hombre que estaba detrás del mostrador pesando arroz para una muchacha; pero fue la
muchacha quien contestó a mi pregunta, volviéndose con viveza.
-¡Mi señora! -dijo- ¿Para qué la quieres?
-Necesito hablarle, si me hicieran el favor -dije. .
-¿Quieres decir pedirle limosna? -replicó ella.
-No, de verdad -dije.
Después, dándome cuenta de pronto que en realidad no tenía otro objeto, enrojecí hasta
las orejas y guardé silencio.
La criada de mi tía (por lo menos supuse que lo era por sus palabras) guardó el arroz en
su cesta y salió de la tienda diciéndome que podía seguirla si quería saber dónde vivía
miss Trotwood. No me lo hice repetir, aunque había llegado a tal grado de terror y de
consternación que no me sostenían las piernas. Seguí a la muchacha y pronto llegamos
ante una preciosa casita adornada con miradores y con un pequeño jardín lleno de flores
muy bien cuidadas que exhalaban un perfume delicioso.
-Esta es la casa –dijo la muchacha-. Ya lo sabes, y es todo lo que tengo que decirte.
Y se metió precipitadamente como para sacudirse toda la responsabilidad de mi visita.
Yo me quedé de pie al lado de la verja mirando tristemente hacia las ventanas. Por una de
ellas se veía una cortinilla de muselina entreabierta, un gran biombo verde, una mesita y
un butacón, que me sugirió la idea de que mi tía quizá en aquel momento estaba sentada
en él majestuosamente.
Mis zapatos habían llegado al estado más lamentable. La suela se había ido a pedazos, y
lo de encima estaba tan sumamente destrozado, que no parecían haber sido nunca
zapatos. El sombrero, que, entre paréntesis, me había servido de gorro de dormir, estaba
tan arrugado y abollado que hasta a una cazuela vieja y sin asas de un basurero la habría
avergonzado la comparación. Mi camisa y mi pantalón, sucios de sudor, de la hierba y la
tierra que me habían servido de lecho, eran unos pingajos y, mientras permanecía de pie
ante la puerta, pensaba que podía servir de espantapájaros. No me había vuelto a peinar
desde mi salida de Londres y mi rostro, mi cuello y mis manos, poco acostumbrados al
aire, estaban abrasados por el sol, y todo yo cubierto de polvo de arriba abajo, casi tan
blanco como si saliera de un horno de cal. En aquel estado y con plena conciencia de ello
estaba esperando para presentarme a mi temible tía y causarle la primera impresión.
Nada se movía en aquella ventana, por lo que supuse, al cabo de un momento, que no
estaría allí. Levanté la vista hacia las ventanas del piso de encima y vi asomado a un
caballero de rostro agradable y sonrosado, de cabellos grises, que me guiñaba un ojo de
un modo grotesco, haciéndome dos o tres veces gestos contradictorios con la cabeza. Tan
pronto me decía que sí como que no, y, por último, echándose a reír, desapareció.
Yo estaba muy desconcertado pero la conducta inesperada de aquel hombre terminó de
desconcertarme, y estaba a punto de escapar sin decir nada, para reflexionar en lo que
debía hacer, cuando de la casa salió una señora con un pa ñuelo atado por encima de su
cofia. Llevaba guantes de jardinera, un delantal con grandes bolsillos y un cuchillo
enorme. A1 momento reconocí en ella a mi tía, pues salía de la casa con el mismo paso
majestuoso que llevaba, y que mi pobre madre me había descrito, cuando la vio entrar en
nuestro jardín de Bloonderstone.
-¡Vete! -exclamó miss Betsey sacudiendo la cabeza y gesticulando de lejos con su
cuchillo- ¡Vete! ¡No quiero chicos aquí!
Yo la miré temblando, con el corazón en los labios, mientras se dirigía con paso
decidido a un rincón del jardín, donde se inclinó a sacar de raíz una plantita. Entonces,
sin la menor esperanza, pero con el valor de la desesperació n, me acerqué con suavidad a
ella y la toqué con la punta de un dedo.
-Señora, ¿si hiciera usted el favor? -empecé.
Ella se estremeció y levantó los ojos.
-Tía, ¿si hiciera usted el favor…?
-¿Eh? -dijo mi tía en un tono de sorpresa tal que en mi vida he oído nada semejante.
-Tía, ¿si hiciera usted el favor? Soy su sobrino.
-¡Oh Dios mío! -dijo mi tía, y se dejó caer sentada en el suelo del jardín.
-Soy David Copperfield, de Bloonderstone, en Sooffolk, donde estuvo usted la noche
de mi nacimiento y vio a mi querida madre. Soy muy desgraciado desde que ella ha
muerto. Me han abandonado; no se han ocupado de que estudie; me han abandonado a
mis propias fuerzas y me han dado un trabajo para el que no estoy hecho. Me he escapado
para venir a buscarla a usted y me han robado en el momento de mi evasión; he caminado
todo el tiempo sin acostarme en una cama desde mi partida.
Aquí el valor me abandonó de pronto y, levantando las manos para enseñarle mis
andrajo y todo lo que había sufrido, yo creo que vertí todas las lágrimas que tenía en el
corazón desde hacía ocho días.
Hasta aquel momento la fisonomía de mi tía sólo había expresado sorpresa. Sentada en
la arena me miraba a la cara; pero cuando me eché a llorar se levantó precipitadamente,
me agarró del cuello y me llevó a la casa. Lo primero que hizo fue abrir un gran armario,
coger varias botellas y verter parte de su contenido en mi boca. Supongo que las cogió al
azar y sin elegir, pues me dio anisete, salsa de anchoas y un preparado para la ensalada.
Después de administrarme estos remedios, como mi estado nervioso no me dejaba
contener los sollozos, me hizo echar en el sofá con un chal debajo de la cabeza y el
pañuelo que adomaba la suya bajo mis pies, para que no ensuciara la tela. Después se
sentó detrás del biombo verde del que ya he hablado, lo que me impedía ver su rostro. A
intervalos lanzaba exclamaciones de «¡Misericordia!», como cañonazos de desesperación.
Al cabo de un momento llamó:
-Janet -dijo mi tía cuando entró la criada- sube a saludar de mi parte a míster Dick y dile que querría hablarle.
Janet pareció un poco sorprendida de verme en el sofá como una estatua, pues no me
atrevía a moverme por temor a disgustar a mi tía; pero se fue a cumplir la orden. Entre
tanto mi tía se paseaba de arriba abajo por la habitación, con las manos en la espalda,
hasta que el señor que me había he cho gestos desde la ventana entró riéndose.
-Míster Dick – le dijo mi tía-, sobre todo nada de tonterías, pues nadie puede ser más
sensato que usted cuando le da la gana. Todos lo sabemos. Por lo tanto, nada de tonterías; se lo ruego.
El se puso serio inmediatamente y me miró con una cara que yo interpreté como un
ruego para que no hablara del incidente de la ventana.
-Míster Dick -continuó mi tía-, usted me ha oído hablar de David Copperfield. No vaya
a hacer como que no se acuerda, pues sé tan bien como usted que sí.
-¿David Copperfield? –dijo míster Dick, que me parecía no tener recuerdos muy claros
sobre el asunto-. ¿David Copperfield? ¡Ah, sí, sin duda; David, es verdad!
-Pues bien -dijo mi tía-. Este es su hijo, que se parecería exactamente a él si no fuera
también exactamente el retrato de su madre.
-¿Su hijo? ¿El hijo de David? ¿Es posible?
-Sí -dijo mi tía- Y acaba de dar un buen golpe; se ha escapado. ¡Ah! No habría sido su
hermana, Betsey Trotwood, quien se hubiera escapado.
Entre tanto sacudía la cabeza, convencida, llena de confianza en el carácter y la
conducta discreta de aquella niña que no había nacido.
-¡Ah! ¿Cree usted que ella no se hubiera escapado? –dijo míster Dick.
-¡Dios mío! ¿Es posible? –dijo mi tía-. ¿En qué está usted pensando? ¿Acaso no sé lo
que me digo? Habría vivido siempre con su madrina, y habríamos sido muy dicho sas las
dos. ¿Dónde quiere usted que su hermana se hubiera escapado y por qué?
-No sé -dijo míster Dick.
-Pues bien -repuso mi tía, dulcificada por la respuesta-, ¿por qué se hace usted el tonto,
cuando es agudo como la lanceta de un cirujano? Ahora usted ve al pequeño David
Copperfield, y la pregunta que quería hacerle es esta: ¿Qué debo hacer?
-¿Lo que usted debe hacer? -dijo míster Dick con voz apagada, rascándose la frente,
¿Qué debe hacer?
-Sí- dijo mi tía mirándole seriamente y levantando el dedo- ¡Atención, porque necesito un consejo trascendental!
-Pues bien; si yo estuviera en su lugar -dijo míster Dick reflexionando y lanzándome
una mirada vaga- yo…(aquella mirada pareció proporcionarle una repentina inspiración, y
añadió vivamente): yo le daría un baño.
-Janet -dijo mi tía volviéndose con una sonrisa de triunfo que yo no comprendía
todavía- Míster Dick siempre tiene razón; prepare el baño.
A pesar de lo que me interesaba la conversación no podía por menos, durante todo el
tiempo, observar a mi tía y a míster Dick y hasta a Janet, y acabar el examen de la habitación en que me encontraba.
Mi tía era alta; sus rasgos eran pronunciados, sin ser desagradables; su rostro, su voz, su
aspecto y su modo de andar, todo indicaba una inflexibilidad de carácter que era suficiente
para explicarse el efecto que había causado sobre una criatura tan dulce como mi
madre. Pero debía de haber sido bastante guapa en su juventud a pesar de su expresión de
altanería y austeridad. Pronto observé que sus ojos eran vivos y brillantes; sus cabellos
grises formaban dos trenzas contenidas por una especie de cofia muy sencilla, que se
llevaba más entonces que ahora, con dos cintas que se anudaban en la barbilla; su traje
era de algodón y muy limpio, pero su sencillez indicaba que a mi tía le gustaba estar libre
en sus movimientos. Recuerdo que aquel traje me hacía el efecto de una amazona a la que
hubieran cortado la falda; llevaba un reloj de hombre, a juzgar por la forma y el tamaño,
colgado al cuello por una cadena, y los puños se parecían mucho a los de las camisas de hombre.
Ya he dicho que míster Dick tenía los cabellos grises y el cutis fresco; llevaba la cabeza
muy inclinada, y no era por la edad; me recordaba la actitud de los alumnos de míster
Creackle cuando se acercaba a pegarles. Sus grandes ojos grises eran prominentes y
brillaban con una luz húmeda y extraña, lo que, unido a sus modales distraídos, su
sumisión hacia mi tía y su alegría de niño cuando ella le hacía algún cumplido, me hizo
pensar que debía de estar un poco chi flado, aunque me costaba trabajo explicarme cómo
vivía, en ese caso, con mi tía. Iba vestido como todo el mundo, con una chaqueta gris y
un pantalón blanco; llevaba un reloj en el bolsillo del chaleco, y dinero, que hasta hacía
sonar a veces como si estuviera orgulloso de ello.
Janet era una linda muchacha, de unos veinte años, per fectamente limpia y bien
arreglada. Aunque mis observaciones no se extendieron más allá entonces, ahora puedo
decir lo que sólo descubrí después, y es que formaba parte de una serie de protegidas que
mi tía había ido tomando a su servicio expresamente para educarlas en el horror al
matrimonio, lo que hacía que generalmente terminasen casándose con el repartidor del pan.
La habitación estaba tan bien arreglada como mi tía y Janet. Dejando la pluma un
momento para reflexionar, he sentido de nuevo el aire del mar mezclado con el perfume
de las flores; he vuelto a ver los viejos muebles tan primorosamente cuidados: la silla, la
mesa y el biombo verde, que pertenecía exclusivamente a mi tía-, la tela que cubría la
tapicería, el gato, los dos canarios, la vieja porcelana, la ponchera llena de hojas de rosa
secas, el armario lleno de botellas y, en fin, lo que no estaba nada de acuerdo con el resto,
mi sucia persona, tendida en el sofá y observándolo todo.
Janet se había marchado a preparar el baño cuando mi tía, con gran terror por mi parte,
cambió de pronto de cara y se puso a gritar indignadísima con voz ahogada:
-Janet, ¡los burros!
Al oír esto Janet subió de la cocina como si hubiera fuego en la casa y se precipitó a un
pequeño prado que había delante del jardín y arrojó de allí a dos burros que habían tenido
el atrevimiento de meterse en él montados por dos señoras, mientras que mi tía, saliendo
también apresuradamente y cogiendo por la brida a un tercer animal, montado por un
niño, lo alejó de aquel lugar respetable dando un par de bofetones al desgraciado chico,
que era el encargado de conducir los burros y se había atrevido a profanar el lugar consagrado.
Todavía ahora no sé si mi tía tenía derechos positivos sobre aquella praderita; pero en
su espíritu había resuelto que le pertenecía, y era suficiente. No se le podía hacer más
sensible ultraje que dejar que un burro pisase aquel césped inmaculado. Por absorta que
estuviera en cualquier ocupación; por interesante que fuera la conversación en que tomara
parte, un asno era suficiente para romper al instante el curso de sus ideas y se precipitaba sobre él al momento.
Cubos de agua y regaderas estaban siempre preparados en un rincón para lanzarlos
sobre los asaltantes; y había palos escondidos detrás de la puerta para dar batidas de vez
en cuando. Era un estado de guerra permanente. Hasta creo que era una distracción
agradable para los chicos que conducían los burros, y hasta quizá los más inteligentes de
ellos, sabiendo lo que ocurría, les gustaba más (por la terquedad que forma el fondo de
los caracteres) pasar por aquel camino. únicamente sé que hubo tres asaltos mientras se
me preparaba el baño, y que en el último, el más temible de todos, vi a mi tía emp render
la lucha con un chico muy duro de mollera, de unos quince años, a quien golpeó la
cabeza dos o tres ve ces contra la verja del jardín antes de que pudiera comprender de qué
se trataba. Estas interrupciones me parecían tanto más absurdas porque en aquellos
momentos estaba precisamente dándome caldo con una cucharilla, convencida de que me
moría de hambre y no podía recibir el alimento más que a pequeñas dosis y, de vez en
cuando, en el momento en que yo tenía la boca abierta, dejaba la cuchara en el plato, gritando:
« Janet, ¡burros!», y salía corriendo a resistir el asalto.
El baño me reconfortó mucho. Había empezado a sentir dolores agudos en todos los
miembros a consecuencia de las noches a cielo raso, y estaba tan cansado, tan abatido,
que me costaba trabajo permanecer despierto. Después del baño, mi tía y Janet me
vistieron con una camisa y un pantalón de míster Dick y me envolvieron en dos o tres
grandes chales. Debía de parecer un envoltorio grotesco; en todo caso, tenía mucho calor.
Me sentía muy débil y muy adormilado; me tendí de nuevo en el sofá y me quedé dormido.
Quizá sería mi sueño consecuencia natural de la imagen que había ocupado tanto
tiempo mi imaginación; pero me desperté con la sensación de que mi tía se había
inclinado hacia mí, me había apartado los cabellos de la frente y arreglado la almohada
que sostenía mi cabeza; después me estuvo contemplando largo rato. Las palabras
«¡pobre niño! » parecieron también resonar en mis oídos; pero no me atrevería a asegurar
que mi tía las había pronunciado, pues al despertarme estaba sentada al lado de la
ventana, mirando al mar, oculta tras su biombo mecánico, que podía volverse hacia donde ella quería.
Nada más despertarme sirvieron la comida, que se componía de un pudding y de un
pollo asado. Me senté a la mesa con las piernas encogidas como un pájaro y moviendo
los brazos con dificultad; pero como había sido mi tía quien me había empaquetado de
aquel modo con sus propias manos, no me atreví a quejarme. Estaba muy preocupado por
saber lo que sería de mí; pero como ella comía en el más profundo silencio, limitándose a
mirarme con fijeza de vez en cuando y a suspirar «¡Misericordia!», no contribuía
demasiado a calmar mis inquietudes.
Cuando quitaron el mantel trajeron jerez, y mi tía me dio un vasito, y después envió a
buscar a míster Dick, que llegó enseguida. Cuando ella le rogó que escuchara mi historia,
haciéndomela contar gradualmente en respuesta a una serie de preguntas, él la escuchó
con su expresión más grave. Durante mi relato tuvo los ojos fijos en míster Dick, que sin
ello se habría dormido, y cuando trataba de sonreír mi tía le llamaba al orden frunciendo las cejas.
-No puedo concebir cómo se le ocurrió a aquella pobre niña volverse a casar -dijo mi tía cuando terminé.
-Quizá se había enamorado de su segundo marido -sugirió míster Dick.
-¡Amor! -dijo mi tía-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué necesidad tenía de ello?
-Quizá -balbució míster Dick, después de pensar un poco-, quizá le gustaba.
-¡Vaya un gusto! -replicó mi tía- ¡Bonito gusto para la pobre niña el confiarse a una
mala persona, que no podría por menos de engañarla de un modo o de otro! ¿Qué es lo
que se proponía? ¡Me gustaría saberlo! Había tenido un ma rido, había encontrado en el
mundo a David Copperfield, a quien siempre, desde que nació, le habían entusiasmado
las muñecas de cera. Había tenido un niño. ¡Oh, era una buena pareja de chiquillos!
Cuando dio vida a este que está sentado aquí, aquel viernes por la noche, ¿qué más podría desear?
Míster Dick sacudió misteriosamente su cabeza hacia mí, como si pensara que no había
nada que contestar a aquello.
-Ni siquiera ha podido tener una niña como otra persona cualquiera. ¿Y dónde está la
hermana de este niño, Betsey Trotwood? ¡Mira que no nacer! ¡Calle usted, por Dios!
Míster Dick parecía asustado.
-Y aquel mediquillo, con su cabeza de medio lado -continuó mi tía-, Jellys o algo así
era su nombre, ¿qué hacía allí? Todo lo que sabía era decirme como un lila, que es lo que
era: «¡Es un niño, un niño!» ¡Oh, qué imbecilidad la de toda aquella gente!
La dureza de su expresión turbó mucho a míster Dick, y a mí también, para ser franco.
-Y además, como si eso no fuera bastante, como si no hubiera perjudicado ya bastante a
la hermana de este niño, Betsey Trotwood -añadió mi tía-, se vuelve a casar, se casa con
un Murderer, con un hombre que se llamaba algo así, para perjudicar a su hijo. Tenía que
ser todo lo niña que era para no prever lo que ha ocurrido y que su niño llegaría un día en
que se vería errante por el mundo, como Caín, antes de crecer.
Míster Dick me miró fijamente para identificarme bajo aquel aspecto.
-Y además aquella mujer con nombre de pagano -dijo mi tía-, aquella Peggotty, que
también se casa, como si no hubiera visto claros los inconvenientes del matrimonio.
Nada, también a casarse, según cuenta este niño. Al menos tengo la esperanza -dijo mi tía
moviendo la cabeza- de que su marido será de la especie que tan a menudo se lee en los
periódicos y le dará buenas palizas.
Yo no podía soportar el oír tratar así a mi querida Peggotty, ni que le desearan
semejantes cosas, y le dije a mi tía que se equivocaba, y que Peggotty era la mejor amiga
del mundo, la criada más fiel y más abnegada, la más constante que podía encontrarse;
que me había querido siempre con ternura, y a mi madre también; que era la que la había
sostenido en sus últimos momentos y que había recibido su úl timo beso. El recuerdo de
las dos personas que más me habían querido en el mundo me cortaba la voz, y me eché a
llorar, tratando de decir que la casa de Peggotty siempre estaba abierta para mí; que todo
lo suyo estaba a mi disposición, y que yo hubiera ido a refugiarme allí si no hubiera
temido causarle dificultades insuperables en su situación. No pude seguir, y oculté el rostro entre las manos.
-¡Bien, bien! -dijo mi tía- El niño tiene razón defendiendo a los que le han protegido. Janet, ¡burros!
Creo que sin aquellos malditos asnos habríamos llegado a entendernos entonces. Mi tía
había apoyado su mano en mi hombro y, sintiéndome animado por aquella marca de
aprobación, estaba a punto de abrazarle y de implorar su protección cuando la
interrumpieron, y la confusión que le producía la lucha subsiguiente puso fin por el
momento a todo pensamiento más dulce. Miss Betsey declaró con indignación,
dirigiéndose a míster Dick, que había tomado una gran resolución y estaba decidida a
apelar a los tribuna les y a llevar ante las autoridades a todos los dueños de burros de
Dover. Este acceso de asnofobia le duró hasta la hora del té.
Después del té nos quedamos cerca de la ventana con objeto (yo supongo, por la
expresión resuelta del rostro de mi tía) de ver de lejos a nuevos delincuentes. Cuando fue
de noche, Janet trajo las luces, echó las cortinas y puso encima de la mesa un juego de damas.
-Ahora, míster Dick -dijo mi tía seriamente y levantando el dedo como la otra vez-,
tengo todavía una pregunta que hacerle. Mire a este niño…
-¿El hijo de David? -dijo míster Dick, confuso, prestando atención.
-Precisamente -dijo mi tía- ¿Qué haría usted ahora?
-¿Lo que haría del hijo de David? -repitió míster Dick.
-Sí -replicó mi tía- del hijo de David.
-¡Oh! -dijo míster Dick-. Lo que yo haría… es me terle en la cama.
-¡Janet! -gritó mi tía, con la expresión de satisfacción triunfante que ya había visto
antes- Míster Dick siempre tiene razón. Si la cama está preparada, vamos a acostarle.
Janet dijo que la cama ya estaba, y me hicieron subir cariñosamente, pero como si fuera
un prisionero. Mi tía iba a la cabeza, y Janet a la retaguardia. La única circunstancia que
me dio algunas esperanzas fue que, a la pregunta de mi tía a propósito de un olor a
quemado que reinaba en la escalera, Janet contestó que acababa de quemar mi ropa vieja
en la cocina. Sin embargo en mi habitación no había más ropa que la que yo llevaba
puesta y, cuando mi tía me dejó en mi cuarto (no sin prevenirme que la luz debía estar
apagada antes de cinco minutos), le oí cerrar la puerta con llave por fuera. Reflexionando,
me dije que quizá, como no me conocía, temí a que tuviera la costumbre de escaparme y
tomaba sus precauciones en previsión.
Mi habitación era muy bonita. Estaba situada en lo alto de la casa y daba al mar, que la
luna iluminaba entonces. Después de haber rezado y de haber apagado la vela recuerdo
que me quedé asomado a la ventana contemplando la luna sobre el agua como si fuera un
libro mágico donde pudiera leer mi destino, o también como si fuera a ver descender del
cielo, a lo largo de sus rayos luminosos, a mi madre con su niño en los brazos para
mirarme como el último día en que había visto su dulce rostro. Recuerdo también que el
sentimiento solemne que llenaba mi corazón cuando quité por fin los ojos de aquel
espectáculo cedió enseguida ante la sensación de agradecimiento y de tranquilidad que
me inspiraba la vista de aquel le cho rodeado de cortinas blancas. Recuerdo todavía el
bienestar con que me estiré entre aquellas sábanas, más limpias que la nieve. Pensaba en
todos los lugares solitarios en que había dormido y le pedí a Dios que me hiciera la gracia
de no volver a encontrarme sin asilo y de no olvidar nunca a los que no tie nen un techo
donde cobijarse. Recuerdo que enseguida creí poco a poco descender al mundo de los
sueños por aquel haz de luz que reflejaba sobre el mar su brillo tan melancólico.