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Capítulo 19

David Copperfield – Charles Dickens
MIRO A MI ALREDEDOR Y HAGO UN DESCUBRIMIENTO

No sé si estaba alegre o triste cuando mis días de colegio terminaron y llegó el
momento de abandonar la casa del doctor Strong. ¡Había sido muy feliz allí! Tenía
verdadero cariño al doctor y, además, en aquel pequeño mundo se me consideraba como
una eminencia. Estas razones me hacían estar triste; pero otras bastantes más
insustanciales me alegraban. Vagas esperanzas de ser un hombre independiente; de la
importancia que se da a un hombre independiente; de las cosas maravillosas que podían
ser ejecutadas por aquel magnífico animal, y de los mágicos efectos que yo no podría por
menos de causar en sociedad; todo esto me seducía. Estas fantásticas consideraciones
tenían tanta fuerza en mi cerebro de chiquillo que me parece, según mi actual modo de
pensar, que dejé el colegio sin la pena debida, y aquella separación no causó en mí la
impresión que sí causaron otras. Trato en vano de recordar lo que sentí entonces y cuáles
fueron las circunstancias de mi partida; pero no ha dejado huella en mis recuerdos.
Supongo que el porvenir abierto ante mí me ofuscaba. Sé que mi experiencia juvenil
contaba entonces muy poco o nada, y que la vida me parecía un largo cuento de hadas
que iba a empezar a leer, y nada más.
Mi tía y yo sosteníamos frecuentes deliberaciones sobre la carrera que debía seguir.
Durante un año o más traté en vano de encontrar contestación satisfactoria a su insistente pregunta:
-¿Qué te gustaría ser?
Por más que pensaba, no descubría ninguna afición especial por nada. Si me hubiera
sido posible tener por inspiración conocimientos de náutica creo que me habría gustado
tomar el mando de una valiente expedición que en un buen velero diera la vuelta al
mundo en un viaje triunfante de exploración; así me habría sentido satisfecho. Pero, falto
de aquella inspiración milagrosa, mis deseos se limitaban a dedicarme a algo que no le
resultara muy costoso a mi tía y a cumplir mi deber en lo que fuera.
Míster Dick asistía con toda regularidad a nuestros conciliábulos, con su expresión más
grave y reflexiva. Sólo en una ocasión se le ocurrió proponer una cosa (no sé cómo se le
ocurrió aquello); el caso es que propuso que me dedicase a calderero. Mi tía recibió tan
mal la proposición que al po bre mister Dick se le quitaron las gams de volver a meterse
en la conversación. Se limitaba a mirar atentamente a mi tía, interesándose por lo que ella
proponía y haciendo sonar su dinero en el bolsillo.
-Trot, voy a decirte una cosa, querido -me dijo una mañana miss Betsey. Era por
Navidad, y después de salir yo del co legio-. Puesto que todavía no hemos decidido la
cuestión principal y teniendo en cuenta que debemos hacer lo posible para no
equivocamos, creo que lo mejor sería pensarlo más detenidamente. Así, tú podrías
considerarlo desde un punto de vista nuevo, y no como un colegial.
-Lo haré tía.
-Se me ha ocurrido -prosiguió miss Betsey- que un ligero cambio, una mirada a la vida,
podía ayudarte a fijar tus ideas y a formar un juicio más sereno. Supongamos que hicieras
un pequeño viaje; por ejemplo, que fueras a tu antigua aldea y visitaras a aquella… a
aquella mujer extraña que tenía un nombre tan salvaje -dijo mi tía frotándose la nariz,
pues no había perdonado todavía a Peggotty que se llamara así.
-De todo lo que hubieras podido proponerme, tía, es lo que más me gusta -dije.
-Bien -repuso ella- es una suerte, porque yo también lo deseo mucho. Además, es
natural y lógico que te guste, y estoy convencida de que todo lo que hagas, Trot, será
siempre natural y lógico.
-Así lo espero, tía.
-Tu hermana Betsey Trotwood -dijo mi tía- habría sido la muchacha más razonable del
mundo. Querrás ser digno de ella, ¿no es así?
-Espero ser digno de usted, tía, y eso me basta.
-Cada vez pienso más que es una suerte para tu pobre madre, tan niña, el haber dejado
el mundo -dijo mi tía mirándome con satisfacción- pues ahora el orgullo de tener un hijo
así le habría trastornado el juicio si le quedara algo. (Mi tía siempre se excusaba de su
debilidad por mí achacándosela a mi pobre madre.) ¡Dios lo bendiga, Trot, cómo me la recuerdas!
-¿Espero que sea de un modo agradable, tía? -dije.
-¡Se parece tanto a ella, Dick! -continuó miss Betsey con énfasis, Es enteramente igual
a ella en aquella tarde en que la conocí, antes de que nacieras, Trot. ¡Dios de mi corazón,
es exactamente igual, cuando me mira; sus mismos ojos!
-¿De verdad? -dijo mister Dick.
-Y también se parece a David -dijo mi tía con decisión.
-¿Se parece mucho a David? -dijo mister Dick.
-Pero lo que deseo sobre todo, Trot, es que llegues a ser (no me refiero al físico; de
físico estás muy bien) todo un hombre, un hombre enérgico, de voluntad propia, con
resolución -dijo mi tía sacudiendo su puño cerrado hacia mí-, con energía, con carácter,
Trot; con fuerza de voluntad, que no se deje influenciar (excepto por la buena razón) por
nada ni por nadie; ese es mi deseo; eso es lo que tu padre y tu madre necesitaban, y Dios
sabe que si hubieran sido así, mejor les habría ido.
Yo manifesté que esperaba llegar a ser lo que ella deseaba.
-Para que tengas ocasión de obrar un poco por tu cuenta, voy a enviarte solo a ese
pequeño viaje -dijo mi tía-. En el primer momento había pensado que mister Dick fuera
contigo; pero meditándolo bien, prefiero que se quede aquí cuidándome.
Mister Dick pareció por un momento algo desilusionado; pero el honor y la dignidad de
tenerse que quedar cuidando de la mujer más admirable del mundo hizo que volviera la alegría a su rostro.
-Además -dijo mi tía- tiene que dedicarse a la Memoria.
-¡Ah!, es cierto -dijo mister Dick con precipitación- Estoy decidido, Trotwood, a
terminarla inmediatamente; time que terminarse inmediatamente, para enviarla, ya sabes;
y entonces -dijo mister Dick después de una larga pausa-,y entonces, al freír será el reír ….
A consecuencia de los cariñosos proyectos de mi tía, pronto me vi provisto de dinero y
tiernamente despedido para mi expedición. Al partir, mi tía me dio algunos consejos y
muchos besos, y me dijo que como su objetivo era que tuviese ocasión de ver mundo y de
pensar un poco, me recomendaba que me detuviera algunos días en Londres, si quería, al
it a Sooffolk o al volver; en una palabra, era completamente libre de hacer lo que quisiera
durante tres semanas o un mes, sin otras condiciones que las de reflexionar, ver mundo y
escribirle tres veces por semana teniéndola al corriente de mi vida.
En primer lugar me dirigí a Canterbury para decir adiós a Agnes y a míster Wickfield
(mi antigua habitación en aquella casa todavía me pertenecía). También quería
despedirme del buen doctor Strong. Agnes se puso muy contenta al verme y me dijo que
la casa no le parecía la misma desde que yo no estaba.
-Yo tampoco me reconozco desde que me he marchado -le dije-; me parece que he
perdido mi mano derecha, aunque es decir muy poco, pues en la mano no tengo el corazón
ni la cabeza. Todo el que te conoce te consulta y se deja guiar por ti, Agnes.
-Es porque todos los que me conocen me miman demasiado -me contestó sonriendo.
-No, Agnes; es que tú eres diferente a todos; tan buena, tan dulce, tan acogedora;
además, siempre tienes razón.
-Me estás hablando – me dijo con alegre sonrisa, mientras continuaba su trabajo- como
si fuera la mayor de las Larkins.
-Vamos; no está bien que abuses de mis confidencias -le respondí enrojeciendo al
recuerdo de mi ídolo de cintas azules-. Pero es que no podía por menos de confesarme a
ti, Agnes, y no perderé nunca esa costumbre si tengo penas, y si me enamoro, te lo diré
enseguida, si es que quieres oírlo, aun cuando sea que me enamore en serio.
-Pero si siempre te has enamorado en serio -dijo Agnes echándose a reír.
-¡Ah!, entonces era un niño, un colegial -dije también riendo, pero algo confuso- Los
tiempos han cambiado, y temo que algún día tomaré ese asunto terriblemente en serio. Lo
que me extraña es que tú no hayas llegado a eso, Agnes.
Agnes, riendo, sacudió la cabeza.
-Ya sé que no, pues me lo habrías dicho, o por lo menos —dije viéndola enrojecer
ligeramente- me lo habrías dejado adivinar. Pero no conozco a nadie que sea digno de lo
cariño, Agnes; necesitaría conocer a un hombre de un carácter más elevado y dotado de
más mérito que todos los que lo han rodeado hasta ahora para dar mi consentimiento. De
aquí en adelante vigilaré a tus admiradores, y te prevengo que seré muy exigente con el elegido.
Habíamos charlado hasta aquel momento en un tono de broma lleno de confianza,
aunque mezclado con cierta seriedad, resultado de la amistad íntima que nos había unido
desde la infancia; pero de pronto Agnes levantó los ojos y, cambiando de tono, me dijo:
-Trotwood, quiero decirte una cosa, y quizá no vuelva a tener, en mucho tiempo,
ocasión de preguntártela; es algo que nunca me decidiría a preguntar a otro. ¿Has
observado en papá un cambio progresivo?
Lo había observado y me había preguntado a mí mismo muchas veces si ella no se daba
cuenta. Mi rostro traicionaba sin duda lo que pensaba, pues bajó los ojos al momento y vi que estaban llenos de lágrimas.
-Díme lo que ves -dijo en voz baja.
-Temo. ¿Puedo hablarte con toda franqueza, Agnes? Ya sabes el cariño que le tengo a tu padre.
-Sí -dijo ella.
-Temo que se perjudique con esa costumbre, que ha ido aumentando por días desde mi
llegada a esta casa. Se ha vuelto muy nervioso, o al menos a mí me lo parece.
-Y no te equivocas -dijo Agnes moviendo la cabeza.
-Le tiemblan las manos, no habla claro y a veces sus ojos no se fijan. He observado que
en esos momentos, cuando no está en su estado normal, es casi siempre cuando le buscan para algún asunto.
-Sí, Uriah -dijo Agnes.
-Y la idea de que no se encuentra en estado de ocuparse de ello, que no lo ha
comprendido bien o que no ha podido disimular su estado parece atormentarle de tal
modo, que al día siguiente todavía es peor, y peor al otro; y de eso proviene su
agotamiento y su aire asustado. Pero no te preocupes demasiado, Agnes, porque muy
pocas veces le he visto en ese estado. El otro día le encontré con la cabeza apoyada en su pupitre y llorando como un niño.
Agnes apoyó suavemente su mano sobre mis labios, y un instante después se había
unido a su padre en la puerta del salón y se apoyaba en su hombro. Me miraban los dos, y
me conmovió profundamente la expresión del rostro de Agnes. Había en su mirada una
ternura tan profunda por su padre, tanto reconocimiento; me pedía de tal modo que fuera
indulgente para juzgarle y que no pensara mal; parecía a la vez tan orgullosa de él, tan
abnegada, tan compasiva y tan triste; me expresaba con tanta claridad que estaba segura
de mi simpatía, que todas las palabras del mundo no me habrían podido decir más ni
conmoverme más profundamente. Debíamos tomar el té en casa del doctor. Llegamos a
la hora de costumbre y lo encontramos en el estudio, al lado del fuego, con su esposa y su
suegra. El doctor, que parecía creer que yo partía para la China, me recibió como a un
huésped a quien se quiere hacer honor y pidió que pusieran un leño en la chimenea, para
ver a la luz de la llama el rostro de su antiguo alumno.
-Ya no veré muchos rostros nuevos en el lugar de Trotwood, mi querido Wickfield
-dijo el doctor calentándose las manos me vuelvo perezoso y quiero descansar. Dentro
de seis meses lo dejaré todo en otras manos y me dedicaré a una vida tranquila.
-Ya hace diez años que dice usted lo mismo, doctor -dijo míster Wickfield.
-Sí; pero ahora estoy decidido -contestó el doctor- El primero de mis profesores me
sucederá. Esta vez es definitivo, y pronto tendrá usted que formalizar un contrato entre
nosotros con todas las cláusulas obligatorias que hacen parecer a dos hombres de honor
que se comprometen, dos pillos que desconfían el uno del otro.
-Y también tendré que tener cuidado para que no le engañen a usted –dijo míster
Wickfield-, lo que ocurriría infaliblemente si lo hiciera usted solo. Pues bien; estoy dispuesto,
y desearía que todos mis trabajos fuesen así.
-Y entonces, ya sólo me ocuparé del diccionario y de otro contrato… mi Annie.
Míster Wickfield la miró. Estaba sentada con Agnes al lado de la mesa de té y me
pareció que evitaba los ojos del anciano con una timidez desacostumbrada, que sólo
consiguió atraer más sobre ella su atención, como si se le hubiera ocurrido un pensamiento secreto.
-Parece ser que ha llegado un correo de la India -dijo después de un momento de silencio.
-Es verdad; lo olvidaba. Y hasta hemos recibido cartas de Jack Maldon.
-¡Ah! ¿De veras?
-Mi pobre Jack -dijo mistress Mackleham- ¡Cuando pienso que está en ese clima
terrible, donde hay que vivir, según me han dicho, sobre un montón de arena abrasadora y
bajo un sol que ciega! Y él parecía fuerte; pero no lo era. El muchacho contaba con su
valor más que con su naturaleza, mi querido doctor, cuando con tantos ánimos emprendió
aquel viaje. Annie querida, estoy segura de que recuerdas perfectamente que tu primo no
ha sido nunca fuerte, lo que se llama robusto -dijo mistress Mackleham con énfasis y
mirándonos a todos- Lo sé desde los tiempos en que mi hija y él eran pequeños y se paseaban del brazo todo el día.
Annie no contestó.
-Lo que usted dice me hace suponer que mister Maldon está enfermo -dijo míster Wickfield.
-¿Enfermo? -replicó el Veterano – Amigo mío, está… toda clase de cosas…
-¿Excepto bien? -dijo mister Wickfield.
-Excepto bien, naturalmente -repuso el Veterano- pues estoy segura de que ha cogido
insolaciones terribles, fiebres y todo lo que se pueda imaginar; en cuanto al hígado
-añadió con resignación-, se despidió de él desde el primer momento que se vio allí.
-¿Y es él quien les dice todo eso? -preguntó míster Wickfield.
-¿Decírnoslo él? Amigo mío -repuso mistress Mackleham sacudiendo su cabeza y su
abanico-, ¡qué poco le conoce usted cua ndo hace esa pregunta! ¿Decirlo él? No. Antes se
dejaría arrastrar de los talones por cuatro caballos salvajes que decirlo.
-¡Mamá! -dijo mistress Strong.
-Annie, querida mía -replicó su madre-. De una vez por todas te ruego que no me
interrumpas más, a no ser para darme la razón. Sabes tan bien como yo que te primo
antes se dejaría arrastrar por un número infinito de caballos salva jes (no sé por qué me
voy a limitar a cuatro, no debo limitarme a cuatro), ocho, dieciséis, treinta y dos, antes
que pronunciar una palabra que pueda desbaratar los planes del doctor.
-Los planes de Wickfield-dijo el doctor, restregándose la cara y mirando, arrepentido, a
su mujer-; es decir, el plan formado entre los dos. Yo sólo dije: «Cerca o lejos».
-Y yo dije: «Lejos» -añadió míster Wickfield grave mente- y como tuve ocasión de
enviarle lejos, mía es la responsabilidad.
-¿Quién habla de responsabilidades? -dijo el Veterano- Todo ha estado muy bien
hecho, mi querido Wickfield. Además, sabemos que todo ha sido con las mejores intenciones
del mundo; pero si ese pobre muchacho no puede vivir allí, ¡qué se le va a
hacer! Si no puede vivir, morirá antes que desbaratar los proyectos del doctor. Le
conozco muy bien -dijo mistress Mackleham moviendo el abanico con ademán de
tranquila y profética resignación-; estoy segura de que morirá antes que desbaratar los planes del doctor.
-Pero, señora -dijo alegremente el doctor Strong-, yo no soy tan fanático en mis
proyectos que no pueda destruirlos o modificarlos. Si mister Maldon vuelve a Inglaterra a
causa de su mala salud, no le dejaremos que se vuelva a marchar y trataremos de
proporcionarle algo más ventajoso aquí.
Mistress Mackleham quedó tan sorprendida de la generosidad de estas palabras (que no
había previsto ni provocado), que no pudo más que decir al doctor que no esperaba
menos y que se lo agradecía muhcísimo; y repitió muchas veces su gesto favorito
besando la punta del abanico antes de acariciar con él la mano de su sublime amigo.
Después de lo cual regañó a su hija porque no era más expansiva cuando el doctor
colmaba de bondades a un antiguo compañero de infancia, y esto únicamente por cariño a
ella. Más tarde estuvo hablando de los méritos de muchos miembros de su familia que
sólo necesitaban a alguien que les pusiera el pie en el estribo.
Todo aquel tiempo su hija Annie no había desplegado los labios ni levantado los ojos.
Míster Wickfield no había dejado de mirarla y parecía no darse cuenta de que tal atención
por ella, muy evidente, sin embargo, pudiese extrañar a los demás, pues le preocupaba
tanto mistress Strong y los pensamientos que le sugería, que estaba completamente
absorto. Por último, preguntó qué era, en realidad, lo que Jack Maldon escribía sobre su
situación y a quién había dirigido sus cartas.
-He aquí -dijo mistress Mackleham cogiendo por encima de la cabeza del doctor una
carta de la chimenea-, he aquí lo que ese pobre muchacho dice al mismo doctor. ¿Dónde
está? ¡Ah, aquí! «Siento mucho verme obligado a decirle que mi salud se ha resentido
bastante y que temo verme en la necesidad de volver a Inglaterra por algún tiempo; es mi
única esperanza de curación.» Me parece que está bastante claro. ¡Pobre muchacho! Su
única esperanza de curación. Pero la carta a Annie es más explícita todavía. Annie,
enséñame otra vez esa carta.
-Ahora no, mamá -contestó ella en voz baja.
-Hija mía, en algunas cosas eres verdaderamente ridícula -replicó su madre- y
descastada con tu familia. Ni siquiera hubiéramos oído hablar de esa carta si yo no te la
pido. ¿Te parece eso tener confianza en el doctor, Annie? Me sorprendes; debías conocerle mejor.
Mistress Strong sacó la carta de mala gana, y cuando la cogí para entregársela a su
madre vi que la mano de Annie temblaba.
-Ahora veamos –dijo mistress Mackleham poniéndose los lentes- ¿Dónde está el
párrafo?… « El recuerdo de los tiempos pasados, mi muy querida Annie…», etc… ; no es
aquí. «El amable y viejo censor …» ¿Quién será? Querida Annie, tu primo Maldon
escribe de un modo ilegible; pero ¡qué estúpida soy! es el doctor, ¡naturalmente! ¡Oh!
¡Ya lo creo que es amable!
Aquí se detuvo para besar el abanico y dar con él al doctor, quien nos miraba a todos
con una sonrisa plácida y satis fecha.
-Ahora lo he encontrado: « No te sorprenderá saber, Annie (claro que no, sabiendo que
nunca ha sido realmente fuerte. ¿Qué decía yo hace un momento?) que he sufrido tanto
en este lugar lejano, que he decidido abandonarlo, suceda lo que suceda, con un permiso
de enfermo, si puedo, o dimitiendo totalmente si no lo consigo. Todo lo que he sufrido y
sufro aquí no es imaginable». Y sin la prontitud para actuar de la mejor de las criaturas
-dijo mistress Mackleham, repitiendo sus gestos telegráficos al doctor, y doblando la
carta- me sería imposible pensar en su regreso.
Míster Wickfield no dijo una palabra, aunque la anciana le miró esperando su
comentario; permaneció sentado, seve ramente silencioso, con los ojos fijos en el suelo.
Mucho después de abandonar aquel asunto para ocupamos de otros, todavía continuaba
así; únicamente, levantado sus ojos de vez en cuando, clavaba su mirada pensativa en el doctor, en su mujer o en los dos.
El doctor era muy aficionado a la música y Agnes cantaba con mucha dulzura y
expresión. También Annie cantaba. Cantaron juntas, y después estuvieron tocando a
cuatro manos; fue un pequeño concierto. Pero observé dos cosas: en primer lugar, que,
aunque Annie se había repuesto por completo, era evidente que un abismo la separaba de
míster Wickfield, y en segundo lugar, que la intimidad de mistress Strong con Agnes
disgustaba a míster Wickfield, quien la vigilaba con inquietud. Debo confesar que el
recuerdo de cómo la había visto el día de la partida de Jack Maldon me volvió a la
imaginación con un significado que nunca le había atribuido y que me confundió. La
inocente belleza de su rostro no me pareció ya tan pura como entonces, y desconfiaba de
su gracia espontánea y del encanto de sus aptitudes. Y al contemplar a Agnes sentada a su
lado y al pensar en su candor a inocencia, me decía que quizás era aquella una amistad muy desigual.
Sin embargo ellas gozaban tan vivamente, que su alegría hizo pasar la velada en un
instante. En el momento de la partida ocurrió un pequeño incidente, que recuerdo muy
bien. Se despedían una de otra y Agnes iba a besar a Annie, cuando míster Wickfield
pasó entre ellas como por casualidad y se llevó bruscamente a Agnes. Entonces volví a
ver en el rostro de mistress Strong la expresión que había obser vado la noche de la
partida de su primo, y me pareció estar todavía de pie ante la puerta del estudio del
doctor. Sí, así era como le había mirado aquella noche.
No puedo decir la impresión que aquella mirada me produjo ni por qué me resultó
imposible olvidarla; pero no pude, y después, cuando pensaba en ella, hubiera preferido
recordarla adornada, como antes, de inocente belleza. Su recuerdo me perseguía al volver
a casa. Me parecía que dejaba una nube sombría suspendida sobre la casa del doctor, y al
respeto que sentía por sus cabellos grises se le unía una gran compasión por aquel
corazón tan confiado con los que le engañaban y un profundo desprecio contra sus
pérfidos amigos. La sombra inminente de una gran tristeza y de una gran vergüenza,
aunque imprecisa todavía, proyectaba una mancha sobre el lugar tranquilo testigo del
trabajo y de los juegos de mi infancia y le marchitaba a mis ojos. Ya no me gustaba
pensar en los grandes áloes de largas hojas que florecían cada cien años solamente, ni en
el césped verde y unido, ni en las urnas de piedra del paseo del doctor, ni en el sonido de
las campanas de la catedral, que lo dominaban todo con sus armonías. Me parecía que el
tranquilo santuario de mi infancia había sido profanado en mi presencia y que habían
arrojado su paz y su honor a los vientos.
Con la mañana llegó mi despedida de aquella vieja casa que Agnes había llenado para
mí con su influencia, y esta preocupación fue suficiente para absorber mi espíritu. No
dudaba de que volvería muy pronto y que quizá muy a menudo ocuparía mi habitación de
siempre; pero había dejado de habitarla; los buenos tiempos habían pasado, y se me
apretaba el corazón al empaquetar las cows que me queda ban para enviarlas a Dover, y
no me preocupaba de que Uriah pudiera verlo, que se apresuraba tanto a mi servicio, que
me acuso de haber faltado a la caridad suponiendo que estaba muy satisfecho con mi marcha.
Me separaba de Agnes y de su padre haciendo vanos esfuerzos para soportar aquella
pena como un hombre cuando subía a la diligencia de Londres. Estaba tan dispuesto a
olvidar y a perdonarlo todo mientras atravesaba la ciudad, que tuve ganas de saludar a mi
antiguo enemigo el carnicero y de echarle cuatro chelines para que bebiera a mi salud;
pero le encontré con un aspecto tan de carnicero recalcitrante y estaba tan feo con la
mella de un diente que yo le había roto en nuestro último combate, que me pareció más
oportuno no ocuparme de él.
Recuerdo que la principal preocupación de mi espíritu cuando nos pusimos en marcha
era parecerle lo más viejo posible al conductor, para lo cual trataba de sacar una voz
ronca. Mucho trabajo me costó conseguirlo; pero tenía gran interés en ello porque era un
medio seguro de no parecer niño.
-¿,Va usted a Londres? -me dijo el conductor.
-Sí, William -dije en tono condescendiente (le conocía algo)–, voy a Londres, y después a Sooflulk.
-¿Va usted a cazar?
Sabía William, tan bien como yo, que en aquella época del año igual podría ir a la pesca
de la ballena; pero yo lo tomé por un cumplido.
-No sé -dije con indecisión- si tiraré algún tiro que otro.
-He oído decir que los pájaros son muy difíciles de alcanzar allí -dijo William.
-Sí; eso he oído -respondí.
-¿Es usted del condado de Sooffolk? -me preguntó.
-Sí -contesté dándome importancia- de allí soy.
-Se dice que por esa parte los puddings de frutas son una cosa exquisita -dijo William.
Yo no sabía nada; pero comprendí que era necesario apoyar las instituciones de mi
región, y de ningún modo dejar ver que las desconocía. Así es que moví la cabeza con
malicia, como diciendo: «¡Ya lo creo!».
-¿Y los caballos? -dijo William-. ¡Ahí es nada! Una jaca de Sooffolk vale su peso en
oro. ¿No se ha dedicado us ted nunca a la cría de caballos en Sooffolk?
-No -dije.
-Pues detrás de mí va un caballero que se ha dedicado a la cría caballar a gran escala.
El caballero en cuestió n me miró de un modo terrible. Era bizco, tenía la barbilla
prominente; llevaba un sombrero claro de copa alta, un pantalón de terciopelo de
algodón, abrochado a los lados desde las caderas hasta las suelas de los zapatos, y
apoyaba la barbilla en el hombro del conductor, tan cerca de mí, que sentía su aliento en
mis cabellos. Cuando me volví para mirarle, lanzaba a los caballos una ojeada de entendimiento.
-¿No es verdad? -dijo William.
-¿Si no es verdad qué? -dijo el caballero de detrás.
-Que se ha dedicado usted a la cría caballar en Sooffolk a gran escala.
-Ya lo creo -dijo el otro- y no hay clase de perros ni caballos de los que no haya yo
sacado crías. Hay hombres que tenemos afición a los perros y a los caballos. Yo dejaría
de comer y de beber, les sacrificaría con gusto la casa, la mujer, los hijos, la instrucción, el fumar y el dormir.
-¿No le parece que no es lo más propio para un hombre así el it detrás del conductor?
-me dijo William al oído, mientras arreglaba las riendas.
Saqué en consecuencia que deseaba que cambiáramos de sitio, y se lo propuse enrojeciendo.
-Bien; si a usted le da lo mismo -dijo William- creo que será más correcto.
Siempre he considerado aquella concesión como mi primera falta en la vida. Después
de haber elegido mi asiento en las oficinas y de haber escrito al lado de mi nombre: «En
el pescante», y de haber dado media corona al tenedor de libros por que me lo reservara;
después de haberme puesto un gabán nuevo expresamente en honor de aquel eminente lugar;
después de presumir mucho de it en él y parecerme que hacía honor al coche;
después de todo eso, he aquí que a la primera insinuación me dejo suplantar por un
hombre desarrapado, que no tiene más mérito que el oler a cuadra y ser capaz de pasar
por encima de mí con la ligereza de una mosca mientras los caballos van casi al galope.
Tengo cierta inseguridad en mí mismo que me ha jugado muy malas pasadas en muchas
ocasiones, y aquel incidente, del cual fue teatro la imperial de la diligencia de
Canterbury, no era muy a propósito para disminuírmela. Fue en vano que tratase de
refugiarme en la voz cavernosa. Por mucho que hablaba desde el fondo del estómago,
sentía que estaba completamente vencido y que era deplorablemente joven.
Durante el viaje resultó muy interesante verme presumiendo sobre la diligencia, bien
vestido, bien educado y con la bolsa llena, reconociendo, al pasar, los lugares en los que
había dormido durante mi penoso viaje de niño. Mis pensamientos encontraban en
aquello amplio motivo de reflexión, y mirando pasar a los vagabundos y recono ciendo
aquellas miradas, que recordaba tan bien, me parecía sentir todavía la mano del latonero
estrujándome la camisa. Al bajar por la estrecha calle de Chatham vi la callejuela en que
estaba la tienda del viejo monstruo que me había comprado la chaqueta, y adelanté
vivamente la cabeza para mirar el sitio en que había estado esperando tanto tiempo mi
dinero, primero a la sombra y luego al sol. Y ya casi en Londres, cuando pasé cerca de
Salem House, donde míster Creakle nos había azotado tan cruelmente, habría dado
cuanto poseía por poder bajarme, darle una buena paliza y poner en libertad a los
alumnos, pobres pajarillos enjaulados.
Llegamos al hotel de «La Cruz de Oro», en Charing Cross, situado en una calle cerrada.
El mozo me introdujo en el comedor, y una criada me enseñó una habitación pequeña que
olía a establo y que estaba tan herméticamente cerrada como una tumba. Yo sentía mi
gran juventud sobre la conciencia y me daba cuenta de que eso era la causa de que nadie
me respetase. La criada no hacía caso de lo que le decía, y el mozo se permitía, con
insolente familiaridad, darme consejos para ayudarme en mi inexperiencia.
-Ahora veamos -dijo el camarero de modo confidencial- ; ¿qué es lo que quiere usted
comer? A los jovencitos como usted suelen gustarles las aves. ¿Quiere usted un pollo?
Le dije lo más majestuosamente que pude que me tenían sin cuidado los pollos.
-¿No lo quiere usted? -dijo el camarero-. Pues los jovencitos por lo general están hartos
de vaca y de cordero. ¿Qué le parecería una chuleta de carnero?
Asentí a aquello, porque tampoco se me ocurría otra cosa.
-¿Quiere usted patatas? – me preguntó el mozo con una sonrisa insinuante a inclinando
la cabeza hacia un lado-. En general, los jovencitos están hartos de patatas.
Le ordené con mi voz más profunda que me trajera una chuleta de carnero con patatas,
y que preguntara en las oficinas si no había alguna carta para Trotwood Copperfield. Sabía
muy bien que no podía haberla; pero pensé que aquello me haría parecer muy
hombre. Pronto volvió diciendo que no había nada (yo hice como que me sorprendía
mucho) y empezó a poner mi cubierto en una mesita al lado de la chime nea. Mientras se
dedicaba a aquella faena me preguntó qué quería beber y a mi respuesta de «media
botella de jerez», me temo, encontró una buena ocasión para componer la medida del
licor con los restos de varias botellas. Lo sospeché por que mientras leía el periódico le vi,
por encima de un tabiquillo muy bajo que formaba en la misma sala un departamento
para él, muy ocupado vertiendo el contenido de muchas botellas en una sola, como un
farmacéutico preparando una poción según la receta. Además, cuando probé el vino me
pareció que estaba algo insípido y que contenía más migas de pan inglés de lo que podía
esperarse en un vino extranjero. Sin embargo, tuve la debilidad de beberlo sin decir nada.
Después de cenar, encontrándome en un agradable estado de ánimo (de lo que saqué en
consecuencia que hay momentos en los que el envenenamiento no es tan desagradable
como dicen), decidí it al teatro. Escogí Coven Garden, y allí, en el fondo de un palco
central, asistí a la representación de Julio César y de una pantomima nueva. Cuando vi a
todos aquellos nobles romanos entrando y saliendo de escena para que yo me divirtiera,
en lugar de ser, como en el colegio, pretextos odiosos de una tarea ingrata, no puedo
expresar el placer maravilloso y nuevo que sentí. La realidad y la ficción que se
combinaban en el espectáculo, la influencia de la poesía, de las luces, de la música, de la
multitud, las mutaciones de escena, todo, en fin, dejó en mi espíritu una expresión tan
conmovedora y abrió ante mí tan ¡limitadas regiones de delicias, que al salir a la calle a
media noche, con una lluvia torrencial, me pareció que caía de las nubes después de
haber llevado durante más de un siglo la vida más romántica, para encontrarme con un
mundo miserable, lleno de fango, de faroles, de coches, de paraguas…
Había salido por una puerta diferente a la que había entrado, y por un momento
permanecí indeciso, sin moverme, como si fuera verdaderamente extraño a aquella tierra;
pero pronto me hicieron volver en mí los empujones, y tomé el camino del hotel dando
vueltas en mi espíritu a aquel hermoso sueño que todavía me parecía tener ante los ojos
mientras comía ostras y bebía cerveza.
Estaba tan lleno del recuerdo del espectáculo y del pasado, pues lo que había visto en el
teatro me hacía el efecto de una pantalla deslumbrante detrás de la cual veía reflejarse
toda mi vida anterior, que no se en qué momento me di cuenta de la presencia de un
guapo muchacho, vestido con cierta negligencia elegante, al que tenía muchos motivos
para recordar. Me percaté que estaba allí sin haberle visto entrar, y continué sentado en mi rincón meditando.
Por fin me levanté para irme a la cama, con gran satisfac ción del camarero, que tenía
ganas de dormir y debía de sentir calambres en las piernas, pues las estiraba, las encogía
y hacía todas las contorsiones que le permitía la estrechez de su cuchitril. Al ir hacia la
puerta pasé al lado del joven que acababa de entrar. Volví la cabeza, y después volví atrás
y le miré de nuevo. No me reconocía; pero yo le conocí al instante.
En otra ocasión quizá me habría faltado el valor para saludarle y lo hubiese dejado para
el día siguiente, desperdiciando así la ocasión de hablarle; pero en el estado de ánimo en
que me había puesto el teatro me pareció que la protección que siempre me había
prestado merecía toda mi gratitud, y el cariño tan espontáneo que siempre había sentido
por él resurgió al acercarme sintiéndome latir el corazón.
-¿Por qué no me hablas, Steerforth?
Me miró como miraba él siempre; pero vi que no me reconocía.
-Temo que no me recuerdas -dije.
-¡Dios mío! -exclamó de pronto- ¡Si es el pequeño Copperfield!
Le cogí las dos manos, y no podía decidirme a soltarlas. Sin la tonta vergüenza y el
temor de disgustarle habría saltado a su cuello deshecho en lágrimas.
-Nunca, nunca he tenido una alegría más grande, mi querido Steerforth.
-Yo también estoy encantado -dijo estrechándome las manos con fuerza- pero,
Copperfield, muchacho, no te emociones tanto.
Sin embargo, creo que le halagaba ver toda la emoción que aquel encuentro me producía.
Me enjugué precipitadamente las lágrimas, que no había podido retener a pesar de
todos mis esfuerzos, y traté de reír; después nos sentamos uno al lado de otro.
-¿Y qué haces por aquí? -me dijo Steerforth dándome en el hombro.
-He llegado hoy en la diligencia de Canterbury. Me ha adoptado una tía que vive allí, y
acabo de terminar mi educación. ¿Y tú, cómo estás por aquí, Steerforth?
-Verás; es que soy lo que llaman un hombre de Oxford; es decir, que voy allí a
aburrirme de muerte periódicamente; pero ahora estoy en camino a casa de mi madre.
Estás hecho un guapo muchacho, Copperfield, con tu carita amable. Y ahora que te miro,
estás igual que siempre, no has cambiado nada.
-¡Oh!, yo sí que te he reconocido enseguida. Pero es que a ti es difícil olvidarte.
Se echó a reír, pasándose la mano por sus bucles espesos, y dijo alegremente:
-Pues sí; me encuentras en un viaje de obligación. Mi madre vive un poco alejada de
Londres, y allí voy; pero los caminos están tan malos y se aburre uno tanto en aquella
casa, que he interrumpido mi viaje esta noche. Sólo hace unas horas que estoy en
Londres, y he pasado el tiempo con desagrado o durmiendo en el teatro.
-Yo también vengo del teatro; he estado en Coven Garden. ¡Qué magnífico teatro,
Steerforth, y qué deliciosa no che he pasado en él!
Steerforth se reía con toda su alma.
-Mi querido y pequeño Davy -dijo dándome otra vez en el hombro-, eres una
verdadera florecilla. La margarita de los campos al salir el sol no está más fresca ni mas
pura que tú. Yo también he estado en Coven Garden y no he visto en mi vida nada mas mezquino. ¡Mozo!
Llama, dirigiéndose al camarero, que había seguido con mucha atención, y a cierta
distancia, nuestro encuentro y que ahora se acercaba respetuoso.
-¿Dónde han puesto a mi amigo Copperfield? -le preguntó Steerforth.
-Perdón, señor.
-Digo que dónde va a dormir, cuál es su número. Ya me comprendes -añadió Steerforth.
-Sí, señor -dijo el mozo como disculpándose- Por el momento, míster Copperfield está
en el número cuarenta y cuatro.
-¿Y en qué diablos está usted pensando -replicó Steerforth- para poner a míster
Copperfield en una habitación tan pequeña y encima del establo?
-Creíamos, señor -contestó el camarero en tono de dis culpa-, que míster Copperfield no
le daba importancia, Pero podemos ponerle en el setenta y dos, si prefieren ustedes; es al lado de su habitación.
-Naturalmente que lo preferimos. ¡Haz el cambio al mo mento!
El camarero obedeció inmediatamente, y Steerforth, muy divertido porque me hubieran
dado el cuarenta y cuatro, se reía de nuevo y me daba en el hombro. Después me invitó a
desayunar con él a la mañana siguiente, a las diez. Estuve orgulloso de aceptar. Como era
ya muy tarde cogimos nuestros candelabros y subimos la escalera, despidiéndonos muy
cariñosamente. Me encontré con una habitación mucho mejor que la anterior y que no
olía a establo, con una inmensa cama de cuatro columnas situada en el centro, como un
pequeño castillo en medio de sus tierras, y allí, entre una cantidad de almohadas
suficientes para seis personas, caí pronto dormido beatíficamente y soñé con la antigua
Roma y con la amistad de Steerforth, hasta que a la mañana siguiente, muy temprano, el
rodar de las diligencias bajo el pórtico convir tió mi sueño en una tempestad.

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