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Capítulo 24

David Copperfield – Charles Dickens
MI PRIMER EXCESO

Era una cosa deliciosa el tener aquel distinguido castillo para mí solo y sentirme,
cuando cerraba la puerta, como Robinson Crusoe cuando, después de encerrarse en sus
fortificaciones, retiraba la escala tras de sí. Era una cosa deliciosa el pasear por la ciudad
con la llave de mi casa en el bolsillo y saber que podía invitar a quien me pareciese,
completamente seguro de que no molestaba a nadie, de no ser a mí mismo. Era una cosa
deliciosa el salir y entrar cuando me parecía, sin tener que dar cuentas a nadie, y el tocar
la campanilla para que mistress Crupp subiera, toda sofocada, de las profundidades de la
tierra cuando la necesitaba (y cuando le daba la gana subir). Todo esto, digo, me parecía
la cosa más encantadora; pero, debo decirlo también, había veces en que me parecía triste.
Por las mañanas era delicioso, y sobre todo en las mañanas hermosas. Con la luz del día
me parecía aquella una vida joven, libre y agradable, y todavía más libre y mas joven si
hacía sol; pero al declinar la tarde la vida parecía bajar también. Yo no sé en qué
consistiría; pero perdía mucho de su belleza a la luz de las velas. Entonces deseaba
alguien con quien hablar, echaba de menos a Agnes. Encontraba un enorme vacío en la
falta de la tranquila sonrisa de mi confidente. Mistress Crupp parecía que estaba muy
lejos. Pensaba en mi predecesor, que había muerto de beber y fumar, y deseaba que
hubiese sido lo bastante consecuente como para seguir viviendo en lugar de fastidiarme con su muerte.
Después de dos días con sus noches me parecía como si hubiese vivido allí un año, y
todavía no era ni una hora más viejo, y seguía tan atormentado como siempre por mi juventud.
Steerforth no aparecía, haciéndome temer que estaría enfermo, por lo que al tercer día
abandoné el Tribunal de Doctores más temprano para tomar el camino de Hyghgate.
Mistress Steerforth me recibió con mucha bondad y me dijo que su hijo había ido con un
amigo de Oxford a visitar a otro amigo de los dos que vivía cerca de Saint Albans, pero
que le esperaban al día siguiente. Le quería tanto, que me sentí celoso de sus amigos de Oxford.
Me instó para que me quedara a comer; acepté, y creo que no hablamos más que de él
en todo el día. Yo le contaba sus éxitos de Yarmouth, felicitándome de lo buen
compañero que había sido para mí. Miss Dartle no escatimó las insinuaciones ni las
preguntas misteriosas; pero se tomaba el mayor interés por todos nuestros hechos y
gestos, y repetía tan a menudo: «¿de verdad?»… «¿es posible?», que me hizo contar todo
lo que ella quería saber. No había cambiado nada desde el día en que la conocí; sin
embargo, la reunión con aquellas dos señoras me pareció tan agradable, encontré tanta
amabilidad en ellas, que vi el momento en que me iba a enamorar un poco de miss Dartle.
No pude por menos que pensar muchas veces durante la velada, y sobre todo al volver a
casa por la noche, que sería una compañera encantadora para llevarme a Buckinghan Street.
Al día siguiente por la mañana estaba a punto de tomar mi café antes de it al Tribunal
de Doctores (y puedo observar aquí que estaba pensando lo extraordinaria que era la
cantidad de café que mistress Crupp compraba y lo claro que me lo hacía), cuando
Steerforth en persona entró, causándome la mayor alegría.
-Mi querido Steerforth -exclamé-, empezaba a creer que no iba a volver a verte nunca.
-Me arrebataron a la fuerza al día siguiente de mi llegada a casa… Pero dime, Florecilla,
¡estás instalado aquí como un viejo solterón!
Le enseñé toda la casa, sin olvidar la despensa, con cierto orgullo, y no fue parco en alabanzas.
-¿Sabes lo que te digo, muchacho? -añadió- Que voy a hacer de la tuya mi casa de la
ciudad, a menos que me pongas de patitas en la calle.
¡Qué agradable de oír era aquello! Le dije que si esperaba eso podía esperar hasta el día del Juicio.
-Pero vas a tomar algo -añadí, alargando la mano hacia la campanilla-. Mistress Crupp
te hará café, y yo te asaré unas tajadas de magro en un hornito de Dutch que tengo aquí.
-No, no -dijo Steerforth- no llames; no puedo, tengo que almorzar con uno de esos
muchachos que está en el Hotel Piazza, en Covent Garden.
-Pero ¿vendrás a comer? – le dije.
-Por mi vida que no puedo. No hay nada que pudiera gustarme más; pero estoy
comprometido con esos dos muchachos, y mañana por la mañana partimos los tres juntos.
-Entonces tráelos también a ellos a comer aquí -repuse- ¿Crees que no querrán venir?
-¡Oh! Ya lo creo que querrán, en cuanto se lo diga -dijo Steerforth-; pero es mejor que
vengas tú a comer con nosotros a cualquier parte.
No quise consentir en ello de ninguna manera, pues se me había metido en la cabeza
que debía celebrar la inauguración de mi casa, y me parecía que no podía encontrar mejor
oportunidad. Estaba más orgulloso que nunca de mis habitaciones, después de la
aprobación de Steerforth, y ardía en deseos de demostrarle todos sus recursos. Por lo
tanto, le hice prometerme formalmente, en nombre de sus dos amigos, que vendrían, y
fijamos la hora de la comida para las seis.
Cuando se marchó llamé a mistress Crupp y le anuncié mi atrevido proyecto. Mistress
Crupp me dijo, en primer lugar, que, naturalmente, no esperaría que ella nos sirviera la
mesa, pero que conocía un joven muy hábil, que quizá consintiera en servir por cinco
chelines y una pequeña gratificación además. Le respondí que, en efecto, necesitábamos a
aquel hombre. Después mistress Crupp añadió que era evidente que ella no podía estar en
dos sitios a la vez (lo que me pareció razonable) y que una muchacha, instalada en la
despensa con una luz, era indispensable para lavar sin parar los platos. Le pregunté cuál
podía ser el coste de los servicios de aquella muchacha. Mistress Crupp suponía que
dieciocho peniques no me arruinarían. Yo también lo suponía así, y fue otro punto
decidido. Entonces mistress Crupp dijo:
-Bueno; ahora vamos a ocuparnos del menú.
El albañil que había construido la chimenea de la cocina de mistress Crupp había sido
muy poco precavido y la había hecho de tal modo que no se podían guisar en ella más que chuletas y patatas.
En cuanto a una cazuela para el pescado, mistress Crupp dijo que no tenía más que ir a
mirar su batería de cocina: no podía decirme más; ¡si quería, no tenía má s que ir a verla!
Como no me habría servido de nada el ir a verla, me negué diciendo:
-Nos podemos pasar sin pescado.
Pero mistress Crupp protestó:
-No diga usted eso; ahora hay ostras, y no hay mas remedio que ponerlas.
-¡Vaya por las ostras!
Mistress Crupp me dijo entonces que su opinión era hacer el menú del modo que sigue:
Un par de pollos asados …. que se traerían del mesón. Un plato de carne con legumbres
…. del mesón; dos cosas ligeras, como una empanada caliente y una fuente de riñones…,
del mesón, y una tarta (si yo quería) y un helado…, del mesón. Esto la dejaría en completa
libertad para concentrar su atención en las patatas y para servir a punto, como deseaba, el queso y el apio.
Acepté lo decidido por mistress Crupp, y yo mismo di el encargo en el mesón. Después,
bajando por el Strand, observé en el escaparate de una carnicería un bloque de una
sustancia dura que parecía mármol, pero que se llamaba « falsa tortuga»; entré y compré
un trozo de ella, que después he tenido razones para creer que era suficiente para quince
personas. Esto, mistress Crupp, al cabo de muchas dificultades, consintió en calentarlo;
pero disminuyó tanto al hacerse líquido, que nos pareció, como decía Steerforth, bastante
escasito para nosotros cuatro. Terminados estos preparativos felizmente compré un
postrecito en el mercado de Covent Garden a hice un encargo bastante considerable en
una tienda de vinos de la vecindad. Cuando volví a casa por la tarde y vi las botellas
alineadas en escuadra en el suelo de la despensa, me parecieron tantas (aunque se habían
perdido dos, con gran descontento de mistress Crupp) que me asusté.
Uno de los amigos de Steerforth se llamaba Grainger, y el otro, Markhan. Eran ambos
muy alegres y joviales; Grainger, algo mayor que Steerforth; Markhan parecía más joven,
no representaba más de veinte años. Observé que este último hablaba siempre de sí
mismo como de «un hombre», y no empleaba casi nunca la primera persona del singular.
-Uno podría vivir aquí muy bien, míster Copperfield -dijo Markhan refiriéndose a sí mismo.
-No está mal situada -contesté-, y las habitaciones son realmente cómodas.
-Espero que los dos traigáis apetito -dijo Steerforth.
-Por mi honor -replicó Markhan- debe de ser la ciudad te que abre de este modo el
apetito; se tiene hambre todo el día, aunque se esté comiendo continuamente.
Sintiéndome algo intimidado y demasiado joven para presidir, hice a Steerforth ponerse
a la cabecera de la mesa, cuando subieron la comida, y yo me senté frente a él. Todo
estaba muy bueno; no economizamos el vino, y Steerforth estuvo tan brillante para hacer
que la cosa resultara bien, que nuestras risas no tenían descanso, y fue una verdadera
fiesta. Yo, durante la comida, no estuve todo lo agradable que habría deseado; pero mi
silla estaba frente a la puerta y me distraía viendo que el joven «hábil» salía de la habitación
muy a menudo, y un momento después se proyectaba su sombra en la pared de la
antesala con una botella en la boca. También la muchacha me ocasionó alguna inquietud;
no tanto porque se descuidara en el fregado de los platos, sino porque los rompía. Se
conoce que era muy curiosa, y en lugar de encerrarse (como se le había indicado expresamente)
en la despensa, estaba asomándose constantemente a vernos, y creyéndose
siempre descubierta, salía corriendo por encima de los platos que iba dejando limpios en
el suelo, y aquellas retiradas eran desastrosas.
Esto, sin embargo, eran pequeñeces, que olvidé fácil mente cuando, después de limpiar
el mantel, trajeron el postre; en aquel momento de la fiesta nos dimos cuenta de que el
joven « hábil» había perdido el use de la palabra. Y dándole en secreto el consejo de que
fuera a buscar a mistress Crupp y de que se llevara consigo a la muchacha, me abandoné
por completo a la alegría.
Empecé por sentirme extrañamente alegre y de buen humor; toda clase de cosas medio
olvidadas me vinieron a la imaginación, y hablé de ellas con una verbosidad desacostumbrada.
Reí con toda mi alma de mis propios chistes y de los de los demás; llamé a
Steerforth al orden porque no hacía circular el vino, y me comprometí a ir a Oxford;
anuncié que pensaba dar una comida exactamente como aquella una vez por semana, y
tomé tanto tabaco de la tabaquera de Grainger, que me vi obligado a retirarme a la
antesala para estornudar a mi gusto durante diez minutos.
Continuaba haciendo circular el vino cada vez más deprisa, descorchando botellas
continuamente y antes de que fuera necesario. Propuse brindar a la salud de Steerforth.
Dije que era mi más querido amigo, el protector de mi infancia y el compañero de mi
juventud. Dije que estaba encantado de poder brindar por su salud; dije que tenía con él
más obligaciones de las que podría nunca cumplir, y que sentía una admiración que no
podría expresar, y terminé diciendo:
-A la salud de Steerforth, y que Dios le bendiga. ¡Viva!
Bebimos tres veces tres vasos, y después otra vez, y después otra para terminar. Al dar
la vuelta a la mesa para it a estrecharle la mano, rompí mi vaso y le dije (en dos pala bras):
-Steerforth, tú eres la estrella que guías mi existencia.
Seguimos bebiendo, y de pronto me di cuenta de que alguien estaba a la mitad de una
canción: era Markhan, que cantaba «cuando el corazón de un hombre está deprimido por
las preocupaciones » . Cuando terminó de cantar, les propuso brindar por « la mujer». No
me gustó y no quise consentirlo; le dije que no era respetuoso el brindis propuesto, y que
en mi casa yo no permitía que se brindara y bebiera si no era «por las señoras». Estuve
muy arrogante con él, principalmente porque me pareció que Steerforth y Grainger se
reían de mí (o de él, o de los dos). Él me contestó que un hombre no se dejaba dar
lecciones. Yo le dije que, en efecto, así debía ser. Él repuso que un hombre no se dejaba
insultar, y yo le contesté que tenía razón, y que nunca bajo mi techo podría temer
semejante cosa, pues allí los lares eran sagrados y las leyes de la hospitalidad
omnipotentes. Grainger contestó que no era claudicación para la dignidad de su ho nor el
reconocer que yo era un muchacho encantador. Al mo mento propuse beber a su salud.
Alguien fumaba, y todos nos pusimos a fumar; yo también, a pesar de lo que me
repugnaba. Steerforth había pronunciado un discurso en mi honor, durante el cual me
había conmovido casi hasta llorar. Le respondí expresando el deseo de que la presente
sociedad comiera conmigo al día siguiente, y al otro, y todos los demás, a las cinco, con
objeto de gozar de su compañía y de su conversación toda la ve lada. Me sentí obligado a
un brindis individual, y propuse beber a la salud de mi tía «miss Betsey Trotwood, el honor de su sexo».
Después, alguien se inclinaba por la ventana de mi alcoba y apoyaba su frente ardorosa
contra las piedras de la balaus trada, recibiendo el viento en el rostro: era yo. Me dirigía a
mí mismo, llamándome Copperfield y me decía: « ¿Por qué has fumado? Ya sabes que no
puedes hacerlo». Después alguien que no está muy seguro sobre sus piernas se mira al
espejo. También soy yo. Me encuentro muy pálido; con la mirada vaga y los cabellos
(sólo los cabellos) que parecen borrachos.
Alguien me dice: «Vamos al teatro, Copperfield». Ya no veo la alcoba, sólo veo la
mesa cubierta de vasos; la lámpara; Grainger a mi derecha, Markhan a mi izquierda, y
Steerforth enfrente, todos sentados como en una niebla lejana. « ¿Al teatro? ¡Sin duda!
¡Eso es! ¡Vamos! Dispensadme si salgo el último para apagar la luz; no sea que cause un incendio.»
Sin duda a causa de alguna confusión en la oscuridad, la puerta había desaparecido y yo
la buscaba en las cortinas de la ventana, cuando Steerforth, riendo, me agarró de un brazo
y me sacó fuera. Bajamos las escaleras uno tras otro. Cerca del final, alguien se cayó y
rodó hasta el portal. Alguien dijo que había sido Copperfield. Yo estaba indignado de
aquella falsa noticia, hasta el momento en que, encontrándome en el suelo, empecé a
creer que quizá tenía algún fundamento aquella suposición.
Era una noche de niebla espesa, con grandes aureolas alrededor de los faroles de la
calle. Oí decir vagamente que llovía; pero a mí me parecía que helaba. Steerforth me
sacudió un poco debajo de un farol, me puso el sombrero, que alguien había sacado de no
sé dónde ni cómo, pues antes no lo tenía, y me preguntó: « ¿Cómo lo encuentras,
Copperfield?», y yo le respondí: « Mejor que nunca».
Un hombre embutido en una taquilla apareció tras la nie bla y recibió dinero de alguien,
al mismo tiempo que preguntaba si habían pagado por mí; pareció dudar (a lo que puedo
recordar de aquel instante rápido como un relámpago) si dejarme entrar o no, y un
momento después estábamos sentados en lo alto de un teatro asfixiante. Nos asomamos al
patio de butacas, que parecía echar humo; la gente amontonada allí se confundía a mis
ojos. Había también un gran escenario, que parecía muy limpio y muy brillante cuando se
venía de la calle, y además había gente que se paseaba y hablaba en él de algo, pero de
una manera confusa. Había mucha luz, música, señoras en los palcos, y no sé qué más.
Me parecía que todo el edificio tomaba una lección de natación al ver las oscilaciones
extrañas con que todo se me escapaba cuando trataba de fijar la vista.
Ante la proposición de alguien, decidimos bajar a los primeros palcos, donde estaban
las señoras. Vi a un señor vestido de etiqueta echado en un diván co n los gemelos en la
mano, y me vi también a mí mismo de pie ante un espejo.
Me introdujeron en un palco, donde me di cuenta de que hablaba mientras me sentaba,
y que a mi alrededor gritaban: «¡Silencio!» a alguien; vi que las señoras me lanzaban
miradas de indignación y… ¿qué?… ¡Sí!… Agnes, sentada delante de mí en el mismo
palco, al lado de un señor y de una señora que yo no conocía. Ahora veo su rostro
seguramente mucho mejor que cuando lo vi entonces, volverse hacia mí con una
expresión inolvidab le de asombro y pena.
-¡Agnes! -dije temblando- ¡Dios mío, Agnes!
-¡Chsss!, te lo ruego -me respondió sin que yo pudiera comprender por qué- Molestas a
la gente; mira a la escena.
Traté, según me ordenaban, de ver y oír algo de lo que sucedía; pero fue inútil. La miré
de nuevo y la vi ocultarse en un rincón y apoyar la frente en su mano enguantada.
-Agnes – le dije-, me parece que no estás bien.
-Sí, sí; no te preocupes por mí, Trotwood -replicó ella-; escúchame: ¿te vas a marchar pronto?
-¿Si me marcho pronto? -repetí.
-Sí.
Tuve la estúpida intención de contestar que la esperaría para darle el brazo en las
escaleras, y supongo que debí decirle algo, pues después de mirarme atentamente un momento
pareció comprender y replicó en voz baja:
-Sé que harás lo que te pida, si te digo que me interesa mucho. Vete ahora mismo,
Trotwood, por cariño a mí; ruega a tus amigos que te acompañen a tu casa.
Su presencia había producido ya bastante efecto sobre mí para que me sintiera
avergonzado a pesar de mi cólera, y con un corto «buesches» (que quería decir buenas
noches) me levanté y salí. Steerforth me siguió, y me pareció que no ha bía dado más que
un paso desde la puerta del palco a la de mi habitación, donde me encontré solo con él.
Me ayudó a desnudarme, mientras yo le decía, alternativamente, que Agnes era mi
hermana y que le rogaba que me trajera el sa cacorchos para abrir otra botella.
Alguien pasó la noche en mi cama diciendo y haciendo sin cesar las mismas cosas, en
un sueño febril; la cama parecía un mar agitado, que no se calmaba nunca. Después,
cuando poco a poco fui encontrándome a mí mismo, empecé a sentirme la garganta seca,
la piel ardorosa, y me parecía que mi lengua era el fondo de un puchero vacío que se
estuviese calentando a fuego lento y que las palmas de mis manos eran dos planchas de
metal ardiendo que ni el hielo podrían refrescar.
¡Qué agonía de espanto, qué remordimiento, qué vergüenza sentí cuando recobré
conciencia al día siguiente! ¡Qué horror pensar las mil tonterías que habría cometido sin
darme cuenta y que ya no podría reparar nunca! ¡El recuerdo de aquella inolvidable
mirada de Agnes; la imposibilidad en que me encontraba de tener una explicación con
ella, puesto que ni siquiera sabía (era un animal) ni por qué había venido a Londres ni
dónde paraba; el asco que me causaba la vista de la habitación en que había tenido lugar
el festín; el olor del tabaco; los vasos todavía sucios; el dolor de cabeza que tenía, que me
impedía salir y casi levantarme! ¡Qué día!
Y ¡qué noche cuando, sentado al lado del fuego, saboreando lentamente una taza de
caldo de cordero cubierta de grasa, pensaba que tomaba el mismo camino que mi predecesor
y que le sucedería en su triste suerte igual que en su habitación! ¡Tenía muchas
ganas de irme corriendo a Dover con mi tía para hacer confesión general!
¡Qué noche cuando mistress Crupp vino a llevarse la taza de caldo y me trajo, en un
plato, un riñón, un solo riñón, como único resto (según decía) del festín de la víspera.
Estuve a punto de caer sobre su seno de nanquín y de exclamar en mi arrepentimiento
sincero: «¡Oh mistress Crupp, mistress Crupp; no me hable de los restos, que soy muy desgraciado!».
Lo que únicamente me detuvo en aquel impulso del corazón fue que no estaba muy
seguro de que mistress Crupp fuera precisamente la mujer en quien poder depositar la confianza.

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