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Capítulo 3

David Copperfield – Charles Dickens
UN CAMBIO

Quiero suponer que el caballo del carretero era el más perezoso del mundo, pues
caminaba muy despacio y con la cabeza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente
a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareció que, de vez en cuando, se reía para sí al
pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque había cogido un constipado.
También él tenía la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras
conducía iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo «conducía»
aunque a mí me pareció que el carro hubiera podido ir a Yarmouth exactamente igual sin
él; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversación, no tenía ni idea; sólo silbaba.
Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera
podido durarnos hasta Londres aunque hubiéramos continuado el viaje con el mismo
medio de transporte. Co míamos y dormíamos. Peggotty siempre se dormía con la barbilla
apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo
nunca hubiera podido creer, de no haberlo oído con mis propios oídos, que una mujer tan débil roncase de aquel modo.
Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la
armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya
cansadísimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth.
Al pasear mi vista por aquella gran extensión a lo largo del río me pareció que estaba
todo muy esponjoso y empapado, y no acertaba a comprender cómo si el mundo es realmente
redondo (según mi libro de geografía) una parte de él puede ser tan sumamente
plana. Imaginando que Yarmouth podía estar situada en uno de los polos, ya era más
explicable. Conforme nos acercábamos veíamos extenderse cada vez más el horizonte
como una línea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa
semejante, de vez en cuando, mejoraría mucho el paisaje, y que si la tierra estuviera un
poco más separada del mar y la ciudad menos sumergida en él, como un trozo de pan en
el caldo, sería mucho más bonito. Pero Peggotty me contestó, con más énfasis que de
costumbre, que había que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa
de poder decir que era un «arenque» de Yarmouth.
Cuando salimos a la calle (que era completamente extraña y nueva para mí); cuando
sentí el olor del pescado, de la pez, de la estopa y de la brea, y vi a los pescadores
paseando y las carretas de un lado para otro, comprendí que había sido injusto con un
pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuchó mis expresiones de
entusiasmo con gran complacencia y me contestó que era cosa reconocida (supongo que
por todos aquellos que habían tenido la suerte de nacer « arenques») que Yarmouth era,
por encima de todo, el sitio más hermoso del universo.
-Allí veo a mi Ham. ¡Pero si está desconocido de lo que ha crecido -gritó Peggotty.
En efecto, Ham estaba esperándonos a la puerta de la posada, y me preguntó por mi
salud como a un antiguo conocido. Al principio me daba cuenta de que no le conocía
tanto como él a mí, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como
es natural, gran ventaja. Sin embargo, empezamos a intimar desde el momento en que me
cogió a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho
grandón y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas redondas;
pero con una cara de expresión infantil y unos cabellos rubios y rizados que le
daban todo el aspecto de un cordero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos
pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin piernas dentro.
Sombrero, en realidad, no se podía decir que lle vaba, pues iba cubierto con una especie
de tejadillo algo embreado como un barco viejo.
Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas
debajo del brazo; Peggotty llevab a la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con
montones de viruta y de montañitas de arena; después cerca de una fábrica de gas, por
delante de cordelerías, arsenales de construcción y de demolición, arsenales de calafateo,
de herrerías en movimiento y de muchos sitios análogos. Y por fin llegamos ante la vaga
extensión que ya había visto a lo lejos. Entonces Ham dijo:
-Esta es nuestra casa, señorito Davy.
Miré en todas direcciones cuanto podía abarcar en aquel desierto, por encima del mar y
por la orilla; pero no conseguí descubrir ninguna casa; allí había una barcaza negra o algo
parecido a una barca viejísima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando
como una chimenea, del que salía un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pudiera parecer una casa.
-¿No será eso? -dije- ¿Eso que parece una barca?
-Precisamente eso, señorito Davy -replicó Ham.
Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravi llas, creo que no me hubiera
seducido más la romántica idea de vivir en él. Tenía una puerta bellísima, abierta en un
lado, y tenía techo y ventanas pequeñas; pero su mayor encanto consis tía en que era un
barco de verdad, que no cabía duda que había estado sobre las olas cientos de veces y que
no había sido hecho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que más me
cautivaba. Hecha para vivir en ella, quizá me hubiera parecido pequeña o incómoda o
demasiado aislada; pero no habiendo sido destinada a ese uso, resultaba una morada perfecta.
Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo más ordenada posible. Había una
mesa y un reloj de Dutch y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja de té, en la que
había pintada una señora con una sombrilla paseándose con un niño de aspecto marcial
que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese
escurrido habría arrastrado en su caída gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que
estaban agrupados su alrededor. En las paredes había algunas láminas con marcos y
cristal: eran imágenes de la Sagrada Escritura. Después no he podido verlas en manos de
los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la
casa del hermano de Peggotty. Abrahán, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de
azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los más notables.
Sobre la repisita de la chimenea había un cuadro de la lúgubre Shara Jane, comprado en
Sunderland, que tenía una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composición y de
carpintería que yo consideraba como una de las cosas más deseables que podía ofrecer el
mundo. En las vigas del techo había varios ganchos, cuyo uso no adiviné entonces;
algunos baúles y cajones servían de asiento, aumentando así el número de sillas.
Todo esto lo vi, nada más franquear la puerta, de un primer vistazo, de acuerdo con mi
teoría de observación infantil. Después, Peggotty, abriendo una puertecita, me enseñó mi
habitación. Era la habitación más completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en
la popa del barco y tenía una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el timón;
un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de
conchas; también había un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la
mesilla, y una cainita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas
como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores.
Una cosa que observé con interés en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan
penetrante, que cuando sacaba el pañuelo para sonarme olía como si hubiera servido para
envolver una langosta. Cuando confié este descubri miento a Peggotty, me dijo que su
hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, después encontré
gran cantidad de ellos en un montón inmenso. No sabían estar un momento sin pinchar
todo lo que encontraban en un pequeño pilón de madera que había fuera de la casa, y en
el que también se metían los pucheros y cacerolas.
Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tenía un delantal blanco y a
quien yo había visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la
puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la niña más encantadora del
mundo (así me lo pareció), con un collar de perlas azules alrededor del cuello, pero que
no me dejó besarla, cuando se lo propuse se alejó corriendo. Después que hubimos
comido de una manera opípara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta
para mí, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entró en la casa. Como
llamó a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de
que era su hermano. En efecto, así me le presentaron: míster Peggotty, se ñor de la casa.
-Muy contento de verte -dijo míster Peggotty-; nos encontrará usted muy rudos,
señorito, pero siempre dispuestos a servirle.
Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que sería feliz en un sitio tan delicioso.
-¿Y cómo está su mamá? –dijo míster Peggotty-. ¿La ha dejado usted en buena salud?
Le contesté que, en efecto, estaba todo lo bien que podía desearse, y añadí que me había
dado muchos recuerdos para él, lo que era una mentira amable por mi parte.
-Le aseguro que se lo agradezco mucho -dijo míster Peggotty-. Muy bien, señorito; si
puede usted estarse quince días contento entre nosotros –dijo mirando a su hermana, a
Ham y a la pequeña Emily-, nosotros, muy orgullosos de su compañía.
Después de hacerme los honores de su casa de la manera más hospitalaria, míster
Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que «el agua fría no era
suficiente para limpiarle». Pronto volvió con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que
no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las lango stas y cangrejos que
vendía, que entraban en el agua caliente muy negros y salían rojos.
Después del té, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitación confortable (las
noches eran frías y brumosas entonces), me pareció que aquel era el retiro más delicioso
que la imaginación del hombre podía concebir. Oír el viento sobre el mar, saber que la
niebla invadía poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y
pensar que en los alrededores no había más casa que aquella y que, además, era un barco, me parecía cosa de encantamiento.
La pequeña Emily ya había vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el más
bajo de los cajones, que era precisamente del ancho suficiente para nosotros dos y parecía
estar a propósito esperándono s en un rincón al lado del fuego.
Mistress Peggotty, con su delantal blanco, hacía media al otro lado del hogar. Peggotty
y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus
anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham ha bía estado dándome una
primera lección a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar
cómo se decía la buenaventura, a iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una
de ellas. Míster Peggotty fumaba su pipa. Yo sentí que era un momento propicio para la conversación y las confidencias:
-Mister Peggotty -dije.
-Señorito -dijo él.
-¿Ha puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de arca?
Míster Peggotty pareció considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me contestó:
-Yo nunca le he puesto ningún nombre.
-¿Quién se lo ha puesto entonces? -dije haciendo a míster Peggotty la pregunta número dos del catecismo.
-Su padre fue quien se lo puso – me contestó.
-¡Yo creía que era usted su padre!
-Mi hermano Joe era su padre -dijo.
-¿Y ha muerto, míster Peggotty? – insinué, después de una pausa respetuosa.
-Ahogado -dijo míster Peggotty.
Yo estaba muy sorprendido de que mister Peggotty no fuese el padre de Ham, y empecé
a temer si no estaría también equivocado sobre el parentesco de todos los demás. Tenía
tanta curiosidad por saberlo, que me decidí a seguir preguntando:
-Pero la pequeña Emily -dije mirándola-, ¿esa sí es su hija? ¿No es así, míster Peggotty?
-No, señorito; mi cuñado Tom era su padre.
No pude resistirlo a insinué, después de otro silencio respetuoso:
-¿Ha muerto, míster Peggotty?
-Ahogado -dijo mister Peggotty.
Sentí la dificultad de continuar sobre el mismo asunto; pero me interesaba llegar al fondo del asunto y dije:
-Entonces ¿no tiene usted ningún hijo, míster Peggotty?
-No, señorito – me contestó con una risa corta—, soy soltero.
-¡Soltero! -exclamé atónito- Entonces ¿quién es esa, míster Peggotty? -dije apuntando a
la mujer del delantal blanco, que estaba haciendo med ia.
-Esa es mistress Gudmige -dijo míster Peggotty.
-¿Gudmige, míster Peggotty?
Pero en aquel momento Peggotty (me refiero a mi Peggotty particular) empezó a
hacerme gestos tan expresivos para que no siguiera preguntando, que no tuve más
remedio que sentarme y mirar a toda la silenciosa compañía, hasta que llegó la hora de
acostamos. Entonces, en la intimidad de mi cuartito, Peggotty me explicó que Ham y
Emily eran un sobrino y una sobrina huérfanos a quienes mi huésped había adoptado en
diferentes épocas, cuando quedaron sin recursos, y que mistress Gudmige era la viuda de
un socio suyo que había muerto muy pobre.
-Él tampoco es más que un pobre hombre -dijo Peggotty-, pero tan bueno como el oro y fuerte como el acero.
Estos eran sus símiles.
Y el único asunto, según me dijo, que le encolerizaba y sacaba de sus casillas era que se
hablase de su generosidad; y si cualquiera aludía a ello en la conversación daba con su
mano derecha un violento puñetazo en la mesa (tanto que en una ocasión la rompió) y
juraba con una horrible blasfemia que tomaría el portante y se lanzaría a nada bueno si
volvían a hablar de ello. Por muchas preguntas que hice nadie pudo darme la menor
explicación gramatical sobre aquella terrible frase «tomar el portante», que todos ellos
consideraban como si constituyese la más solemne imprecación.
Pensaba con cariño en la bondad de mi huésped mientras oía a las mujeres, que se
acostaban en otra cama como la mía en el extremo opuesto del barco, y a él y a Ham colgando
dos hamacas, donde dormían, en los ganchos que había visto en el techo; y en el
más eufórico estado de ánimo me iba quedando dormido. Conforme el sueño se
apoderaba de mí, oía al viento arrastrándose por el mar y por la llanura con tal fiereza,
que sentí un cobarde temor de la gran oscuridad creciente de la noche. Pero me convencí
a mí mismo de que después de todo estábamos en un barco, y que un hombre como
míster Peggotty no era grano de anís a bordo, en caso de que ocurriera algo.
Sin embargo, nada sucedió hasta que me desperté por la mañana. En cuanto el sol se
reflejó en el marco de conchas de mi espejo, salté de la cama y corrí con la pequeña
Emily a coger caracoles en la playa.
-¿Tú serás ya casi un marinero, supongo? -dije a Emily.
No es que supusiera nada; pero sentía que era un deber de galantería decirle algo; y
viendo en aquel momento reflejarse la blancura deslumbrante de una vela en sus ojos claros, se me ocurrió aquello.
-No –dijo Emily, sacudiendo su cabecita—, me da mucho miedo el mar.
-¡Miedo! -dije con aire suficiente y mirando muy fijo al océano inmenso- A mí no me da miedo.
-¡Ah!, pero es tan malo a veces -dijo Emily-. Yo le he visto ser muy cruel con algunos
de nuestros hombres. Yo he visto cómo hacía pedazos un barco tan grande como nuestra casa.
-Espero que no fuera el barco en que…
-¿En el que mi padre murió ahogado? –dijo Emily. No, no era aquel. Yo no he visto nunca aquel barco.
-¿Ni tampoco a él? – le pregunté.
Emily sacudió la cabecita.
-Que yo recuerde, no.
¡Qué coincidencia! Inmediatamente me puse a explicar cómo yo tampoco había visto
nunca a mi padre, y cómo mamá y yo habíamos vivido siempre solos en el estado de
mayor felicidad imaginable, y así vivíamos todavía, y así viviríamos siempre. También le
conté que la tumba de mi padre estaba en el cementerio, cerca de nuestra casa, a la
sombra de un árbol, y que yo iba allí a pasearme muchas mañanas para oír cantar a los
pájaros. Sin embargo, parece ser que había algunas diferencias entre la orfandad de Emily
y la mía. Ella había perdido a su madre antes que a su padre, y nadie sabía dónde estaba
la tumba de este último, aunque era de suponer que estaba en cualquier sitio de las profundidades del mar.
-Y además -dijo Emily mientras buscaba conchas y piedras- tu padre era un caballero y
tu madre una señora; y mi padre era pescador y mi madre hija de un pescador, y mi tío
Dan también es pescador.
-¿Dan es míster Peggotty? –dije yo.
-El tío Dan -contestó Emily, señalando el barco-casa.
-Sí, a él me refiero. ¿,Debe de ser muy bueno, verdad?
-¿Bueno? -dijo Emily-. Si yo fuera señora, le daría una chaqueta azul cielo con botones
de diamantes, un pantalón con su espada, un chaleco de terciopelo rojo, un sombrero de
tres picos, un gran reloj de oro, una pipa de plata y una caja llena de dinero.
Yo no dudaba de que míster Peggotty fuera digno de todos aquellos tesoros; pero debo
confesar que me costaba trabajo imaginármelo cómodo en la indumentaria propuesta por
su agradecida sobrina y, principalmente, de lo que más dudaba era de la utilidad del
sombrero de tres picos. Sin embargo, guardé aquellos pensamientos para mí.
La pequeña Emily, mientras enumeraba aquellas maravillas, se había parado y miraba
al cielo como si le pareciera una visión gloriosa. De nuevo nos pusimos a buscar guijarros y conchas.
-¿Te gustaría ser una dama? -le dije.
Emily me miró y se echó a reír, diciéndome que sí.
-Me gustaría mucho, porque entonces todos seríamos damas y caballeros: yo, mi tío,
Ham y mistress Gudmige. Y entonces no nos preocuparíamos cuando hubiese tormenta.
Quiero decir por nosotros mismos, pues estoy segura de que nos preocuparíamos mucho
por los pobres pescadores y los ayudaríamos con dinero cuando les sucediera algún percance.
Este cuadro me pareció tan hermoso, que lo encontré bastante probable, y expresé la
alegría que me causaba pensar en ello. La pequeña Emily tuvo entonces el valor de decirme, tímidamente:
-Y ahora ¿no crees que te da miedo el mar?
En aquel momento el mar estaba lo bastante en calma como para no asustarme; pero no
dudo de que si hubiera visto una ola moderadamente grande avanzar hacia mí hubiese
huido ante el pavoroso recuerdo de todos aquellos parientes ahogados. Sin embargo, le
contesté: «No», y añadí: «Y tú tampoco me parece que le temas como dices», pues en
aquel momento andaba por el borde de una especie de antiguo rompeolas de madera, por
el que nos habíamos aventurado, y me daba miedo no se fuera a caer.
-No es esto lo que me asusta -dijo Emily-. Le temo cuando ruge, y tiemblo pensando en
el tío Dan y en Ham, y me parece oír sus gritos de socorro. Por eso es por lo que me
gustaría ser una dama. Pero de esto no me da ni pizca de miedo. ¡Mira!
Y de repente se escapó de mi lado y echó a correr por un madero que, saliendo del sitio
en que estábamos, dominaba el agua profunda desde bastante altura y sin la menor protección.
El incidente está tan grabado en mi memoria, que si fuera pintor podría dibujarlo ahora
tan claramente como si fuese aquel día: la pequeña Emily corriendo hacia su muerte
(como entonces me pareció), con una mirada, que no olvidaré nunca, dirigida a lo lejos,
hacia el mar. Su figurita, ligera, valiente y ágil, volvió pronto sana y salva hacia mí, y yo
me reí de mis temores y del grito inútil que había dado, pues además no había nadie
cerca. Pero ha habido veces, muchas veces, cuando ya era un hombre, que he pensado
que era posible (entre las posibilidades de las cosas ocultas) que hubiera en la súbita
temeridad de la niña y en su mirada de desafío a la lejanía cierto instintivo placer por el
peligro, como una atracción hacia su padre, muerto allí, y a la idea de que su vida podía
terminar ese mismo día. Hubo un tiempo en que siempre, cuando lo recordaba, pensaba
que si la vida que esperaba a la niña me hubiera sido revelada en un momento, y de tal
modo que mi inteligencia infantil hubiera podido comprendería por completo, y si su
conserva ción hubiese dependido de un movimiento de mi mano, ¿debería haberío hecho?
Y durante cierto tiempo (no digo que haya durado mucho, pero sí que ha ocurrido) he
llegado a preguntarme si no habría sido mejor para ella que las aguas se hubiesen cerrado
sobre su cabeza ante mi vista, y siempre me he contestado: «Sí; más habría valido». Pero
esto es quizá prematuro. Lo he dicho demasiado pronto. Sin embargo, no importa: dicho está.
Vagamos mucho tiempo cargándonos de cosas que nos parecían muy curiosas, y
volvimos a poner cuidadosamente en el agua algunas estrellas de mar (yo en aquel tiempo
no conocía lo bastante la especie para saber si nos lo agradeeerían o no), y por fin
emprendimos el camino a la morada de míster Peggotty. Nos detuvimos un momento
debajo del pilón de las langostas para cambiar un inocente beso y entramos a desayunar
resplandecientes de salud y de alegría.
-Como dos tortolitos -dijo míster Peggotty.
No hay que decir que estaba enamorado de la pequeña Emily. Estoy seguro de que la
amaba con mucha más sinceridad y ternura, con mucha mayor pureza y desinterés del
que pueda haber en el mejor amor durante el transcurso de la vida. Mi fantasía creaba
alrededor de aquella niña de ojos azules algo tan etéreo que hacía de ella un verdadero
ángel; tanto es así, que si en una mañana radiante la hubiera visto desplegar sus alas y
desaparecer volando ante mis ojos, no me habría parecido extraño ni imposible.
Acostumbrábamos a pasear cariñosamente horas y horas por la monótona llanura de
Yarmouth. Y los días discurrían por nosotros como si el tiempo tampoco pasara y,
convertido en niño, estuviera siempre dispuesto a jugar con nosotros. Yo le decía a Emily
que la adoraba, y que si ella no confesaba adorarme también me vería obligado a
atravesarme con una espada. Y ella me respondía que sí con cariño, y estoy seguro de que era así.
En cuanto a pensar en la desigualdad de nuestras condiciones, o en nuestra juventud, o
en cualquier otra dificultad, no se nos ocurría nunca. No nos preocupábamos, porque no
se nos ocurría pensar en el futuro; no nos interesaba lo que pudiéramos hacer más
adelante, como tampoco lo que ha bíamos hecho anteriormente.
Mistress Gudmige y Peggotty no cesaban de admirarnos, y cuchicheaban por la noche,
cuando estábamos tiernamente sentados uno al lado del otro en nuestro cajoncito: «Dios
mío, ¿pero no es un encanto?». Míster Peggotty nos sonreía fumando su pipa, y Ham se
pasaba la noche haciendo gestos de satisfacción, sin decir nada. Yo supongo que
encontraban en nosotros la misma satisfacción que encontrarían en un juguete bonito o en
un modelo de bolsillo del Coliseo.
Pronto me pareció que mistress Gudmige no era siempre todo lo agradable que podía
esperarse, dadas las circunstancias de su residencia en aquella casa. Mistress Gudmige estaba
casi siempre de mal humor y se quejaba más de lo debido, para no incomodar a los
demás en un sitio tan chico. Lo sentí mucho por ella; pero había momentos en que habría
sido más agradable (yo creo) si mistress Gudmige hubiera tenido una habitación para ella
sola, donde retirarse a esperar a que renaciera su buen humor.
Míster Peggotty iba en algunas ocasiones a una taberna llamada «La Afición». Lo
descubrí porque la segunda o tercera noche después de nuestra llegada, antes de que él
volviera, mistress Gudmige miraba el reloj entre las ocho y las nueve, diciendo que
míster Peggotty estaba en la taberna y, lo que es más, que desde por la mañana sabía que iría.
Había estado todo el día muy abatida, y por la tarde se había deshecho en llanto porque salía humo de la lumbre.
-Soy una criatura sola y sin recursos – fueron las palabras de mistress Gudmige cuando
ocurrió aquella desgracia-, todo va contra mí.
-Eso pasa pronto -dijo Peggotty (me refiero de nuevo a nuestra Peggotty)-, y además,
como usted puede comprender, no es menos desagradable para nosotros que para usted.
-¡Yo lo siento más! –exclamó mistress Gudmige.
Era un día muy crudo y el viento cortaba de frío. Mistress Gudmige estaba en su rincón
de costumbre al lado del fuego, que a mí me parecía el más calentito y confortable, y su
silla era sin duda la más cómoda de todas. Pero aquel día nada le parecía bien. Se quejaba
constantemente del frío, diciendo que le producía un dolor en la espalda, que llamaba «
hormiguillo». Por último, empezó de nuevo a llorar, repitiendo que « era una criatura sola
y sin recursos, y que todo iba contra ella».
-Es verdad que hace mucho frío –dijo Peggotty-; pero todos lo sentimos igual.
-¡Yo lo siento más que nadie! -dijo mistress Gudmige.
Y lo mismo sucedió en la comida, aunque a ella se la servía inmediatamente después
que a mí, que se me daba prefe rencia como si fuera un invitado de distinción. El pescado
le pareció pequeño y las patatas se habían quemado un poco. Todos reconocimos que
aquello nos decepcionaba; pero ella dijo que lo sentía más que nadie; y se puso a llorar de
nuevo, haciendo aquella formal declaración con gran amargura.
Así, cuando míster Peggotty volvió a casa, a eso de las nueve, la desgraciada mistress
Gudmige hacía media en su rincón con el aspecto más miserable del mundo. Peggotty
trabajaba alegremente; Ham estaba arreglando un gran par de botas de agua, y yo y
Emily, sentados uno al lado del otro, leíamos en voz alta. Mistress Gudmige, desde que
tomamos el té, no había hecho más observación que lanzar un suspiro desolado, y después no volvió a levantar los ojos.
-Bien, compañeros -dijo míster Peggotty sentándose-: ¿cómo vamos?
Todos le dijimos algo y le miramos, dándole la bienvenida, excepto mistress Gudmige,
que únicamente inclinó más su cabeza sobre la labor.
-¿Qué ha sucedido? -dijo míster Peggotty con una palmada-. ¡Vamos, valor, vieja comadre!
Mistress Gudmige no parecía muy dispuesta a tener valor. Sacó un viejo pañuelo negro
de seda para enjugarse los ojos, no lo guardó, volvió a enjugárselos y de nuevo volvió a
dejarlo fuera preparado para otra ocasión.
-¿Qué pasa, mujer? -repitió míster Peggotty.
-Nada -respondió mistress Gudmige-. ¿Viene usted de «La Afición», Dan?
-Sí; esta noche le he hecho una visita –dijo míster Peggotty.
-Me apena mucho el obligarle a ir allí -dijo mistress Gudmige.
-¡Obligarme! Si no necesito que me obliguen -respondió míster Peggotty con una risa
franca-. Estoy siempre dispuesto a ir.
-Muy dispuesto –dijo mistress Gudmige, sacudiendo la cabeza y enjugándose los ojos
de nuevo, Sí, sí, muy dispuesto; es precisamente lo que me entristece, que sea por mi
culpa por lo que está usted tan dispuesto.
-¡Por su culpa! No es por su culpa -dijo míster Peggotty-, no lo crea.
-Sí, sí lo es –exclamó ella-. Yo sé lo que me digo. Yo sé que soy una criatura sola y sin
recursos, y que no solamente todo va contra mí, sino que yo contrarío a todo el mundo.
Sí, sí, yo siento más que los demás y lo demuestro más, ¡esa es mi desgracia!
Yo no podía por menos de pensar, mientras le oía todo aquello, que la desgracia se
extendía a algunos otros miembros de la familia además de a ella. Pero a míster Peggotty
no se le ocurrió hacer semejante observación, limitándose a contestarla con otro ruego para que tuviera valor.
-Yo misma no sé lo que desearía ser; pero sé lo que soy. Mis desgracias me han
agriado. Las siento, y veo que me vuelven agria. Desearía no sentir, pero siento. Quisiera
poder ser dura de corazón; pero no puedo. Hago la casa insoportable, y no me sorprende.
Hoy mismo he estado todo el día molestando a su hermana y al señorito Davy.
Al oír esto me sentí conmovido y grité con gran turbación:
-¡No, no nos ha hecho usted nada, mistress Gudmige!
-Comprendo que no debía decirlo; pero preferiría ir al asilo y morir allí. Soy una
criatura sola y sin recursos, y es mucho mejor que no siga aquí fastidiando. Sí, las cosas
van contra mí, y yo también voy contra todo. Déjenme que vaya a llevar la contraria en el
asilo. Dan, lo mejor es que me vaya allí y le libre de esta pejiguera.
Mistress Gudmige se retiró con estas palabras y se metió en la cama. Cuando se hubo
marchado, míster Peggotty, que sólo había demostrado un sentimiento de profunda
simpatía, nos miró a todos, y moviendo la cabeza todavía con una marcada expresión del
mismo sentimiento, dijo en un murmullo:
-Es que ha estado pensando en el «viejo» .
Yo no comprendía bien quién era el viejo en quien suponían que tenía puesto el
pensamiento mistress Gudmige, hasta que Peggotty, al acostarme, me explicó que se
trataba del difunto míster Gudmige, y que su hermano siempre la compadecía muy
sinceramente en aquellas ocasiones y hasta se conmovía. Un rato después, cuando ya se
había acostado en su hamaca, le oí repetirle a Ham: «Pobrecilla, ha estado pensando en el
viejo». Y siempre que mistress Gudmige estuvo de aquel humor, durante nuestra estancia
allí (lo que sucedía muy a menudo), él repetía la misma disculpa, siempre con igual conmiseración.
Así pasaron los quince días, sin más variación que las de las mareas, que alteraban las
horas de ir y venir de míster Peggotty, y también las ocupaciones de Ham. Este último,
cuando no tenía trabajo, se venía de paseo con nosotros y nos enseñaba los barcos y los
buques, y una o dos veces nos embarcó con él. No sé por qué a veces una ligera
impresión se asocia más particularmente con un sitio que otras, aunque creo que esto le
sucede a la mayoría de la gente; sobre todo me refiero a las asociaciones de la infancia.
Nunca he oído o leído el nombre de Yarmouth sin recordar al momento cierto domingo
por la mañana en la playa: las campanas sonaban en la iglesia; la pequeña Emily se
apoyaba en mi hombro; Ham lanzaba perezosamente piedras al agua; y el sol, a lo lejos,
en el mar, salía de la niebla como su propio espectro.
Por último llegó el día de volver a casa. Tenía valor para separarme de míster Peggotty
y de mistress Gudmige; pero la angustia de mi espíritu al dejar a la pequeña Emily era
agudísima. Fuimos del brazo hasta la posada donde paraba el carretero. Yo, en el camino,
le prometí escribirle (más adelante cumplí mi promesa con letras más grandes que las de
los anuncios que se ponen en los pisos para alquilar). A1 partir, nuestra emoción fue
enorme, y si alguna vez en mi vida he sentido hacerse el vacío en mi corazón, fue aquel día.
Durante el tiempo de mi visita me había despreocupado de mi casa, y había pensado
poco o nada en ella. Pero tan pronto como estuve en camino, mi infantil conciencia
parecía reprochármelo, señalándome la ruta con el dedo, y cuanto más abatido estaba mi
espíritu, más sentía que aquél era mi refugio y mi madre la amiga que mas me consolaba.
Este sentimiento se apoderaba de mí cada vez con mayor fuerza a medida que
avanzábamos y que las cosas familiares salían a nuestro encuentro, y me sentía cada vez
más excitado por el deseo de encontrarme en sus brazos.
Peggotty, en lugar de unirse a mi alegría, trataba de calmarla (aunque muy tiernamente)
y parecía confusa y descontenta.
A pesar suyo, Blooderstone Rookery saldría a nuestro encuentro en cuanto quisiera el
caballo del carretero. Y ¡qué bien recuerdo cómo lo vi en aquella tarde fría y gris, con el
cielo nublado amenazando lluvia!
La puerta se abrió y yo miré, mitad riendo, mitad llorando, con la agitación de mi
alegría. Pero ¡no era mamá!; era una criada extraña.
-¡Cómo, Peggotty! -dije tristemente-. ¿Será que mamá no ha vuelto todavía a casa?
-Sí, sí, Davy -dijo Peggotty-; ha vuelto. Espera un momento y te… diré una cosa.
Entre su nerviosismo y su natural torpeza al bajarse del carro, Peggotty estaba haciendo
las contorsiones más extravagantes; pero yo estaba demasiado desconcertado para de cirle
nada. Cuando bajó me cogió de la mano y, con gran sorpresa para mí, me metió en la cocina y cerró la puerta.
-¡Peggotty! -dije completamente asustado- ¿Qué sucede?
-No ocurre nada. ¡Dios lo bendiga, mi querido Davy! -contestó fingiendo alegría.
-Ha ocurrido algo, estoy seguro. ¿Dónde está mamá?
-¿Dónde está mamá, señorito Davy? -me imitó Peggotty.
-Sí. ¿Por qué no estaba en la puerta? ¿Por qué hemos entrado aquí? ¡Oh Peggotty!
Se me llenaban los ojos de lágrimas, y sentí como si fuera a caerme.
-¡Dios te bendiga, niño querido! –exclamó Peggotty sosteniéndome-. Pero ¿qué te pasa? ¡Habla, pequeño!
-¿Se ha muerto también? ¡Oh! ¿Se ha muerto, Peggotty?
-No -gritó Peggotty con una energía de voz atrona dora.
Y se sentó y empezó a jadear, diciendo que aquello había sido un golpe tremendo.
Le di un abrazo para disminuir el golpe, o para darle otro más directo, y después
permanecí en pie ante ella, mirándola ansiosamente.
-¿Sabes, querido? Debía habértelo dicho antes -dijo Peggotty-; pero no he encontrado
oportunidad. Debía ha berlo hecho; pero no podía decidirme.
Estas fueron, exactamente, las palabras de Peggotty.
-Sigue, Peggotty -dije, todavía más asustado que antes.
-Señorito Davy -dijo Peggotty desanudando su cofia de un manotazo y hablando de una
manera entrecortada-. Pero ¿qué te pasa? Es sencillamente que tienes de nuevo un papá.
Temblé y me puse pálido. Algo (no sé qué ni cómo) unido con la tumba del cementerio
y la resurrección de los muertos pareció rozarme como un viento mortal.
-Otro nuevo -añadió Peggotty.
-¿Otro nuevo? -repetí yo.
Peggotty tosió un poco, como si se hubiera tragado algo demasiado duro, y agarrándome de la manga dijo:
-Ven a verle.
-No lo quiero ver.
-Y a tu mamá -dijo Peggotty.
Ya no retrocedí, y fuimos directamente al salón, donde ella me dejó.
A un lado de la chimenea estaba sentada mi madre; al otro, míster Murdstone. Mi
madre dejó caer su labor y se levantó precipitadamente; pero me pareció que con timidez.
-Ahora, mi querida Clara -dijo míster Murdstone-, ¡acuérdate! ¡Hay que dominarse
siempre! ¡Dominarse! ¡Hola, muchacho! ¿Cómo estás?
Le di la mano. Después de un momento de duda fui y besé a mi madre; ella me besó y
me acarició dulcemente en el hombro. Después se volvió a sentar con su labor. Yo no
podía mirarla; tampoco podía mirarle a él. Estaba convencido de que nos observaba, y me
volví hacia la ventana y miré los arbustos, mojados en el frío. Tan pronto como pude
escapar me subí al piso de arriba. Mi antigua y querida alcoba no existía; tenía que
habitar mucho más lejos. Volví a bajar las escaleras, con la esperanza de encontrar algo
que no hubiera cambiado. Todo estaba distinto. Entré en el patio; pero al momento tuve
que salir huyendo, pues de la caseta de perro, antes abandonada, salió un perrazo (de
profundas fauces y pelo negro como él) que se lanzó con furia hacia mí, como para morderme.

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