David Copperfield – Charles Dickens
MI PRIMER SEMESTRE EN SALEM HOUSE
Las clases empezaron en serio al día siguiente. Recuerdo cómo me impresionó el ruido
de las voces en la sala de estudio, trocada de pronto en un silencio de muerte cuando
míster Creakle entró, después del desayuno, y desde la puerta nos miró a todos como el
gigante de los cuentos de hadas contempla a sus cautivos.
Tungay entró con él, y a mí me pareció que no había mo tivo para gritar de aquel modo:
«¡Silencio!», pues estábamos todos petrificados, mudos é inmóviles.
-Se le vio a míster Creakle mover los labios y se oyó a Tungay.
-Muchachos: empezamos el curso; cuidado con lo que se hace, y tomad con afán
vuestros estudios, os lo aconsejo, porque yo también vengo decidido a tomar con afán los
castigos. Y no tendré piedad. Y os prometo que por mucho que os restreguéis después no
lograréis quitaros las huellas de mis golpes. Ahora ¡al trabajo todos!
Cuando terminó este terrible exordio y Tungay se marchó, mister Creakle se acercó a
mi pupitre y me dijo que si yo era célebre por morder, también él era una especialidad en
aquel arte. Y enseñándome su bastón, me preguntó qué me parecía aquel diente. ¿Era
bastante duro? ¿Era fuerte? ¿Tenía las puntas afiladas? ¿Mordía bien? ¿Mordía? Y a cada
pregunta me daba tal palo, que me hacía retorcerme. Aquella fue mi confirmación en
Salem House, según decía Steerforth; había sido confirmado pronto; igual de pronto estuve deshecho en lágrimas.
Y no vaya a creerse que aquellas demostraciones de atención las recibía yo solo. Al
contrario, casi todos los niños (sobre todo los que eran pequeños) se veían favorecidos
con igual suerte cada vez que míster Creakle recorría la clase. La mitad del colegio ya
estaba retorciéndose antes de que empezasen las tareas del día, y ¡cuántos se retorcían y
gritaban antes de que el trabajo del día terminase! Realmente lo recuerdo asustado; pero
si contara mas detalles, no querrían creerme.
Pienso que no he visto en mi vida un hombre a quien gustase más su oficio que mister
Creakle. Se veía que gozaba pegándonos, como si satisficiera un apetito imperioso. Estoy
convencido de que no podía resistir el deseo de azotarnos; sobre todo los que éramos
gorditos ejercíamos una especie de fascinación sobre él, que no le dejaba descansar hasta
que nos marcaba para todo el día. Yo era gordito entonces, y lo he experimentado. Estoy
seguro de que ahora, cuando pienso en aquel hombre, la sangre hierve en mis venas con
la misma desinteresada indignación que sentiría si hubiera visto sus cosas sin haberlas
sufrido, y me indigna porque estoy convencido de que era un malvado sin ningún derecho
a cuidar del tesoro que se le confiaba, menos derecho que a see gran mariscal o general
en jefe… Es más, quizá en cualquiera de esos otros dos casos habría hecho infinitamente menos daño.
Miserables, pequeñas víctimas de un ídolo sin piedad, ¡qué abyectos éramos! ¡Qué
comienzo en la vida (pienso ahora) el aprender a arrastrarse de aquel modo ante un hombre así!
Todavía me parece estar sentado en mi pupitre y espiando sus ojos, observándolos
humildemente, mientras él raya el cuaderno de otra de sus víctimas a quien acaba de
cruzar las manos con la regla y que trata de aliviar sus heridas envolviéndoselas en el
pañuelo. Tengo mucho que hacer, y si observo sus ojos no es por holgazanería: es una
especie de atracción morbosa, un deseo imperioso de saber qué va a ha cer, y si me tocará
el turno de sufrir o le tocará a otro. Delante de mí hay una fila de los más pequeños, que
también está pendiente de sus ojos con el mismo interés. Yo creo que él lo sabe; pero
finge no verlo, y gesticula de un modo terro rífico mientras raya el cuaderno; después nos
mira de soslayo, y todos nos inclinamos temblorosos sobre los libros; pero al momento
volvemos a fijar los ojos en él. Un desgraciado, culpable de haber hecho mal un ejercicio,
se acerca a su llamada, balbuciendo excusas y propósitos de hacerlo bien mañana. Míster
Creakle hace un chiste cuando le va a pegar. Todos se lo reírnos, ¡miserables perrillos!, se
lo reímos, con los rostros más blancos que la muerte y el corazón encogido de miedo.
Todavía me veo sentado en el pupitre en una calurosa tarde de verano. Un rumor sordo
me rodea, como si los chicos fueran moscones. Tengo una desagradable sensación de lo
que hemos comido (comimos hace una hora o dos) y me siento la cabeza pesada, como si
fuera de plomo. Daría el mundo entero por poderme dormir. Tengo los ojos fijos en
míster Creakle y abiertos como los de una lechuza. Cuando el sueño me vence
demasiado, sigo viéndole a través de una bruma, siempre rayando los cuadernos …. hasta
que suavemente llega detrás de mí y me hace tener una percepción más clara de su
existencia dándome un bastonazo en la espalda.
Estamos en el patio de recreo, y yo sigo con los ojos fascinados por él, aunque no
puedo verle. Allí está la ventana de la habitación donde debe de estar comiendo. Sé que
está allí y miro a la ventana. Si pasa por ella su sombra, al ins tante mi cara adopta una
expresión sumisa y resignada. ¡Y si nos mira a través del cristal, hasta los más traviesos
(exceptuando Steerforth), se interrumpen en medio de sus gritos para tomar una actitud
contemplativa! Un día, Traddles (el chico más desgraciado del colegio) rompió
accidentalmente el cristal con su pelota. Aún hoy me estremezco al recordar la tremenda
i mpresión del momento, cuando pensábamos que la pelota habría rebotado en la sagrada cabeza de míster Creakle.
¡Pobre Traddles! Con su traje azul celeste, que le estaba pequeño y hacía que sus brazos
y piernas parecieran salchichas alemanas, era el más alegre y el más desgraciado del
colegio. Ni un día dejaban de pegarle, creo que ni un solo día, exceptuando un lunes, que
fue fiesta, y nada más le dio con la regla en las manos. Siempre estaba diciend o que iba a
escribir a su tío quejándose de ello; pero nunca lo hacía. Cuando le habían pegado tenía la
costumbre de inclinar la cabeza encima del pupitre durante unos minutos; después se
enderezaba alegre y empezaba a reírse, cubriendo la pizarra de esque letos antes de que
sus ojos estuvieran secos. Al principio me extrañaba bastante el consuelo que encontraba
dibujando esqueletos, y durante cierto tiempo le consideré como una especie de asceta
que trataba de recordar por me dio de aquel símbolo de mortalidad lo limitado de todas las
cosas, consolándole el pensar que tampoco los palos podían durar siempre. Después supe
que si lo hacía así era por ser más fácil, pues no tenía que ponerlos cara.
Traddles era un chico muy bueno y de gran corazón. Consideraba como un deber
sagrado para todos los niños el sostenerse unos a otros, y sufrió en muchas ocasiones por
este motivo. Una vez Steerforth se echó a reír en la iglesia, y el bedel, creyendo que había
sido Traddles, lo arrojó a la calle. Le veo todavía sali endo custodiado bajo las indignadas
miradas de los fieles. Nunca dijo quién había sido el verdadero culpable, aunque le
castigaron duramente y lo tuvieron preso tantas horas, que al salir del encierro traía un
cementerio completo de esqueletos dibujados en su diccionario de latín. En verdad sea
dicho que tuvo su compensación. Steerforth dijo de él que era un chico valiente, y a
nuestros ojos aquel elogio valía más que nada. Por mi parte, habría sido capaz de
soportarlo todo (aunque no era tan bravo como Traddles y además más pequeño) por una recompensa semejante.
Una de las mayores felicidades de mi vida era ver a Steerforth dirigirse a la iglesia
delante de nosotros dando el brazo a miss Creakle.
Miss Creakle no me parecía tan bonita como Emily ni estaba enamorado de ella, no me
hubiera atrevido; pero la encontraba extraordinariamente atractiva, y en cuanto a gentileza,
me parecía que nadie podía comparársela. Cuando Steerforth, con sus pantalones
blancos, llevaba su sombrilla, me sentía orgulloso de ser amigo suyo y pensaba que miss
Creakle no podía por menos que adorarle. Míster Sharp y míster Mell eran dos personajes
muy importantes a mis ojos; pero Steerforth los eclipsaba como el sol eclipsa a las estrellas.
Steerforth continuaba protegiéndome y su amistad me ayudaba mucho, pues nadie se
atrevía a meterse con los que él protegía. No podía, ni lo intentó siquiera, defenderme de
míster Creakle, que era muy severo conmigo; pero cuando me había tratado con dureza,
Steerforth me decía que yo necesitaba algo de su valor; que él no hubiera consentido
nunca que le trataran mal, y aquello me animaba y me hacía quererle. Una ventaja saqué,
la única que yo sepa, de la severidad con que me trataba míster Creakle, pues pareciéndole
que mi letrero le estorbaba al pasar entre los bancos, cuando tenía ganas de pegarme, me lo mandó quitar, y no lo volví a ver.
Una circunstancia fortuita aumentó más aún la intimidad entre Steerforth y yo, de una
manera que me causó mucho orgullo y satisfacción, aunque no dejaba de tener sus inconvenientes.
En una ocasión en que me hacía el honor de charlar conmigo en el patio de
recreo me atreví a hacerle observar que algo o alguien se parecía a algo o a alguien de
Peregrine Pickle. Él no me dijo nada entonces; pero cuando nos fuimos a la cama me preguntó si tenía aquel libro.
Le contesté que no, y le expliqué cómo lo había leído, igual que los demás de que ya he hablado.
-¿Y los recuerdas bien? -me preguntó Steerforth.
-¡Oh, sí, perfectamente! -repliqué- Tengo buena memoria, y creo que los recuerdo muy bien todos.
-Entonces ¿quieres que hagamos una cosa, pequeño Copperfield? Me los vas a contar.
Yo no puedo dormirme tan temprano, y por lo general me despierto casi de madrugada.
Me irás contando uno después de otro y será lo mismo que Las mil y una noches.
La proposición me halagó de un modo extraordinario, y aquella misma noche la
pusimos en práctica. ¿Qué mutilaciones cometería yo con mis autores favoritos en el
curso de mi interpretación? No estoy en condiciones de decirlo, y además prefiero no
saberlo; pero tenía fe profunda en ellos, y, además, lo mejor que creo que tenía era el
modo sencillo y grave de contarlos. Con esas cualidades se va lejos.
El reverso de la medalla era que muchas noches tenía un sueño horrible o estaba triste y
sin ganas de reanudar la his toria. En esas ocasiones era un trabajo duro; pero hubiera sido
incapaz de defraudar a Steerforth. También había días en que por la mañana me sentía
cansado y me habría gus tado una hora más de sueño, y en aquellos momentos no era muy
agradable el ser despabilado igual que la sultana Sheerezade y forzado a contar durante
largo rato antes de que sonara la campana. Pero Steerforth estaba decidido, y como él me
explicaba mis problemas y todo aquello de mis deberes que yo no entendía, no perdía en
el cambio. Sin embargo, debo hacerme justicia: ni por un momento me movió el interés
ni el egoísmo, ni tampoco el temor. Admiraba a Steerforth y le amaba, y su aprobación lo
compensaba todo. Y el sentimiento aquel era tan precioso a mis ojos, que aun ahora, al
pensar en aquellas chiquilladas, me duele el corazón.
Steerforth era también muy considerado conmigo y me demostraba mucho interés;
sobre todo en una ocasión lo demostró de un modo inflexible. Sospecho que en aquella
ocasión debió de ser un poco de suplicio de Tántalo para el pobre Traddles y todos los
demás. La prometida carta de Peggotty (¡qué carta tan alegre y animadora era!) llegó en
las primeras semanas del semestre, y con ella un bizcocho perfectamente rodeado de
naranjas y con dos botellas de vellorita. Este tesoro, como es natural, me apresuré a
ponerlo a los pies de Steerforth, rogándole que lo distribuyese.
-Bueno; pero has de saber, pequeño Copperfield, que el vino lo guardaremos para
remojarte el gaznate cuando cuentes historias.
Enrojecí ante aquel interés, y, en mi modestia, le supliqué que no pensara semejante
cosa. Pero él insistió, diciendo que había observado que algunas veces me ponía ronco, y
que, por lo tanto, aquel vino se emplearía desde la primera hasta la última gota en lo que
había dicho. En consecuencia, lo guardó en su caja y echó un poco en un frasco, y me lo
administraba gota a gota por medio de un palito cuando le parecía que lo necesitaba. A
veces lo hacía exprimiendo en el vino jugo de naranja y echándole ginebra. No estoy muy
seguro de que el sabor mejorase con aquello ni de que resultara un licor muy estomacal
para tomar a las altas horas de la noche y de madrugada; pero yo lo bebía con
agradecimiento y era muy sensible a aquellas atenciones.
Me parece que tardé varios meses en contarle la historia de Peregrine Pickle, y más
tiempo todavía en las otras nove las. La institución nunca flaqueó por falta de una historia,
y el vino duró casi tanto como los relatos. ¡Pobre Traddles! No puedo pensar en él sin una
extraña predisposición a reír y a llorar. Por las noches coreaba las historias y afectaba
convulsiones de risa en los pasajes cómicos y un miedo mortal en los más peligrosos. A
veces casi me cortaba el hilo. Recuerdo que uno de sus grandes gestos era hacer como
que no podía por menos de castañetear los dientes cuando mencionaba a los alguaciles en
las aventuras de Gil Blas; y recuerdo que cuando Gil Blas se encuentra en Madrid con el
capitán de los ladrones, el desgraciado Traddles lanzó tales alaridos de terror, que lo oyó
mister Creakle y le dio una soberana paliza.
Yo tenía ya espontáneamente una imaginación romántica y soñadora, y se me
acentuaba cada día más con aquellas historias contadas en la oscuridad, por lo que dudo
de que aquella práctica me haya resultado beneficiosa; pero el verme mimado por todos,
como un juguete, en el dormitorio, y el darme cuenta de la importancia y el atractivo que
tenía entre los otros niños (a pesar de ser yo el más pequeño) me estimulaba mucho. En
una escuela regida con la crueldad de aquella, por grande que sea el mérito del que la preside
no hay cuidado de que se aprenda mucho. Nosotros, en general, éramos los
colegiales más ignorantes que pueden existir; estábamos demasiado atormentados y
preocupados para poder estudiar, pues nada se consigue hacer en una vida de perpetua
intranquilidad y tristeza. Sin embargo, a mí, mi pequeña vanidad, estimulada por
Steerforth, me hacía trabajar, y aunque no me salvaba de castigos, evitó, mientras estuve
allí, que me hundiera en la pereza general y me hizo asimilar de aquí y de allá algunas briznas de conocimientos.
En esto me ayudaba mucho míster Mell. Me tenía cariño, lo recuerdo con
agradecimiento. Observaba con pena cómo Steerforth le trataba con un desprecio
sistemático, y no perdía ninguna ocasión de herirle ni de inducir a los demás a hacerlo.
Esto me preocupó durante mucho tiempo, porque yo ya le había contado (no hubiera
podido dejarle sin participar de un secreto, como de ninguna otra posesión material) lo de
las dos ancianas del hospicio que mister Mell había visitado, y temía que Steerforth se
aprovechara de ello para hacerle sufrir.
¡Qué poco podíamos imaginar míster Mell y yo, cuando estuve desayunando y
durmiendo, escuchando su flauta, las consecuencias que traería la visita al hospicio de mi
insignificante personilla! Tuvo las más inesperadas y graves conse cuencias.
Sucedió que un día míster Creakle no salió de sus habitaciones por estar indispuesto;
esto, naturalmente, nos puso tan contentos, que armamos la mayor algarabía. La enorme
satisfacción que experimentábamos nos hacía muy difíciles de manejar, y aunque Tungay
apareció dos o tres veces con su pierna de palo y tomó nota con su voz estentórea de los
más revoltosos, no causó la menor impresión en los niños. Estaban tan seguros de que
hicieran lo que hicieran al día siguiente los castigaban, que preferían divertirse y aprovechar el día.
Era sábado y, por consiguiente, medio día de fiesta; pero el tiempo no estaba para ir de
paseo, y para que el ruido en el patio no molestara a míster Creakle, se nos ordenó
continuar en clase por la tarde haciendo unos deberes más ligeros, que había preparados
para estas ocasiones. Era el día de la semana en que míster Sharp salía siempre a rizar su
peluca. Por lo tanto, fue míster Mell, a quien siempre tocaban las cosas más difíciles,
quien tuvo que quedarse a pelear con todos aquel día.
Si pudiera asociarse la imagen de un toro, de un oso o de algo semejante a la de míster
Mell, yo la compararía con alguno de aquellos animales acosados por un millar de perros,
aquella tarde, cuando el ruido era más fuerte. Lo recuerdo apoyando la cabeza en sus
delgadas manos, sentado en su pupitre, inclinado sobre un libro y esforzándose en proseguir
su cansada labor a través de aquel ruido que habría vuelto loco hasta al presidente de
la Cámara de los Comunes. Había chicos que se habían levantado de sus sitios y jugaban
a la gallina ciega en un rincón; los había que se reían, que cantaban, que hablaban, que
bailaban, que rugían; los había que patinaban; otros saltaban formando corro alrededor
del maestro y gesticulaban, le hacían burla por detrás y hasta delante de sus ojos,
parodiando su pobreza, sus botas, su traje, hasta a su madre; se burlaban de todo, hasta de lo que más hubieran debido respetar.
-¡Silencio! -gritó de pronto míster Mell, levantándose y dando un golpe en el pupitre
con el libro- ¿Qué significa esto? No es posible tolerarlo. ¡Es para volverse loco! ¿Por qué se portan así conmigo, señores?
El libro con que había dado en el pupitre era el mío, y como yo estaba de pie a su lado,
siguiendo su mirada vi a los chicos pararse sorprendidos de pronto, quizá algo asustados y también un poco arrepentidos.
El pupitre de Steerforth era el mejor de la clase y estaba al final de la habitación, en el
lado opuesto al del maestro. En aquel momento estaba Steerforth recostado en la pared,
con las manos en los bolsillos, y cada vez que míster Mell le mi raba adelantaba los labios como para silbar.
-¡Silencio, míster Steerforth! -dijo míster Mell.
-Cállese usted primero! -replicó Steerforth, poniéndose muy rojo- ¿Con quién cree usted que está hablando?
-¡Siéntese usted! -replicó míster Mell.
-¡Siéntese usted si quiere! –dijo Steerforth-, y métase donde le llamen.
Hubo cuchicheos y hasta algunos aplausos; pero míster Mell estaba tan pálido, que el
silencio se restableció inmediatamente, y un chico que se había puesto detrás de él a
imitar a su madre cambió de parecer a hizo como que había ido a preguntarle algo.
-Si piensa usted, Steerforth -continuó míster Mell que no sé la influencia que tiene aquí
sobre algunos espíritus (sin darse cuenta, supongo, puso la mano sobre mi cabeza) o que
no le he observado hace pocos minutos provocando a los pequeños para que me
insultasen de todas las maneras imaginables, se equivoca.
-No me tomo la molestia de pensar en usted -dijo Steerforth fríamente-; por lo tanto, no puedo equivocarme.
-Y cuando abusa usted de su situación de favorito aquí para insultar a un caballero…
-¿A quién? ¿Dónde está? -dijo Steerforth.
En esto alguien gritó:
-¡Qué vergüenza, Steerforth; eso está muy mal!
Era Traddles, a quien míster Mell ordeno inmediatamente silencio.
-Cuando insulta usted así a alguien que es desgraciado y que nunca le ha hecho el
menor daño; a quien tendría usted muchas razones para respetar ya que tiene usted edad
sufi ciente, tanto como inteligencia, para comprender -dijo mister Mell con los labios cada
vez más temblorosos-; cuando hace usted eso, mister Steerforth, comete usted una
cobardía y una bajeza. Puede usted sentarse o continuar de pie, como guste. Copperfield, continúe.
-Pequeño Copperfield –dijo Steerforth, avanzando ha cia el centro de la habitación-,
espérate un momento. Tengo que decirle, míster Mell, de una vez para siempre, que
cuando se torna usted la libertad de llamarme cobarde o miserable o algo semejante, es
usted un mendigo desvergonzado. Usted sabe que siempre es un mendigo; pero cuando
hace eso es un mendigo desvergonzado.
No sé si Steerforth iba a pegar a míster Mell, o si mister Mell iba a pegar a Steerforth,
ni cuáles eran sus respectivas intenciones; pero de pronto vi que una rigidez mortal caía
sobre la clase entera, como si se hubieran vuelto todos de piedra, y encontré a míster
Creakle en medio de nosotros, con Tungay a su lado. Miss y mistress Creakle se
asomaban a la puerta con caras asustadas.
Míster Mell, con los codos encima del pupitre y el rostro entre las manos, continuaba en silencio.
-Mister Mell -dijo míster Creakle, sacudiéndole un brazo, y su cuchicheo era ahora tan
claro que Tungay no juzgó necesario repetir sus palabras-. ¿Espero que no se habrá usted olvidado?
-No, señor, no -contestó míster Mell levantando su rostro, sacudiendo la cabeza y
restregándose las manos con mucha agitación-; no, señor, no; me he acordado…, no,
mister Creakle; no me he olvidado… Yo… he recordado…. yo… de searía que usted me
recordase a mí un poco más, mister Creakle… Sería más generoso, más justo, y me evitaría ciertas alusiones.
Mister Creakle, mirando duramente a mister Mell, apoyó su mano en el hombro de
Tungay, subió al estrado y se sentó en su mesa. Después de mirar mucho tiempo a mister
Mell desde su trono, mientras él seguía sacudiendo la cabeza y restregándose las manos,
en el mismo estado de agitación, mister Creakle se volvió hacia Steerforth y dijo:
-Steerforth, puesto que mister Mell no se digna explicarse, ¿quiere usted decirme qué sucede?
Steerforth eludió durante unos minutos la pregunta, mi rando con desprecio y cólera a su
contrario. Recuerdo que en aquel intervalo no pude por menos de pensar en lo noble y lo
hermoso del aspecto de Steerforth comparado con mister Mell.
-¡Bien! Veamos qué ha querido decir al hablar de favoritos -dijo por fin Steerforth.
-¿Favoritos? -repitió mister Creakle con las venas de la frente a punto de estallar-
¿Quién se ha atrevido a ha blar de favoritos?
-Él -dijo Steerforth.
-¿Y qué entiende usted por eso, caballero? Haga el favor -pregunto mister Creakle
volviéndose furioso hacia el profesor.
-Me refería, mister Creakle -respondió en voz muy baja-, quería decir que ninguno de
los alumnos tenía derecho a abusar de su situación de favorito degradándome.
-¿Degradándole? -repitió mister Creakle-. ¡Dios mío! Pero bueno, mister no sé cuántos
(y aquí mister Crea kle cruzó los brazos, con bastón y todo, sobre el pecho, y frunció tanto
las cejas, que sus ojillos eran casi invisibles), ¿quiere usted decirme si al hablar de
favoritos me demuestra el respeto que me debe? Que me debe -repitió mister Creakle
adelantando la cabeza y retirándola enseguida-, a mí, que soy el director de este
establecimiento, del que usted no es más que un empleado.
-En efecto, hice mal en decirlo; estoy dispuesto a reconocerlo –contestó míster Mell-; y
no lo habría hecho si no me hubieran empujado a ello.
Aquí Steerforth intervino.
-Me ha llamado cobarde y miserable, y entonces yo le he dicho que él era un mendigo.
Si no hubiera estado encolerizado no le habría llamado mendigo; pero lo he hecho, y
estoy dispuesto a soportar las consecuencias de ello.
Quizá sin darme cuenta de si aquello podría tener o no consecuencias para Steerforth,
me sentí orgulloso de aque llas nobles palabras, y en todos los niños produjo la misma
impresión, pues hubo un murmullo; pero nadie pronunció una palabra.
-Me sorprende, Steerforth, aunque su ingenuidad le hace honor, ¡le hace honor, es
evidente! Repito que me sorprende, Steerforth, que usted haya podido calificar así a un
profesor empleado y pagado en Salem House.
Steerforth soltó una carcajada.
-Eso no es contestar a mi observación, caballero -dijo míster Creakle-; espero más de usted, Steerforth.
Si míster Mell me había parecido vulgar al lado de Steerforth, sería imposible decir lo
que me parecía míster Creakle.
-Que lo niegue -dijo Steerforth.
-¿Que niegue que es un mendigo, Steerforth? -exclamó míster Creakle-. ¿Acaso va pidiendo por las calles?
-Si él no es un mendigo, lo es su pariente más cercana –dijo Steerforth-. Por lo tanto, es lo mismo.
Me lanzó una mirada, y la mano de míster Mell me acarició cariñosamente el hombro.
Le miré con rubor en mi rostro y remordimiento en el corazón; pero los ojos de míster
Mell estaban fijos en Steerforth. Continuaba acariciándome con dulzura en el hombro;
pero le miraba a él.
-Puesto que espera usted de mí, míster Creakle, que me justifique -dijo Steerforth- y
que diga a lo que me refiero, lo que tengo que decir es que su madre vive de caridad en un asilo.
Míster Mell seguía mirándole y seguía acariciándome con dulzura en el hombro. Me
pareció que se decía a sí mismo en un murmullo: «Sí; es lo que me temía».
Míster Creakle se volvió hacia el profesor con cara severa y una amabilidad forzada:
-Ahora, míster Mell, ya ha oído usted lo que dice este caballero. ¿Quiere tener la
bondad, haga el favor, de rectificar ante la escuela entera?
-Tiene razón, señor; no hay que rectificar -contestó míster Mell en medio de un
profundo silencio-; lo que ha dicho es verdad.
-Entonces tenga la bondad de declarar públicamente, se lo ruego -contestó míster
Creakle, poniendo la cabeza de lado y paseando la mirada sobre todos nosotros-, si he sabido
yo nunca semejante cosa antes de este momento.
-Directamente, creo que no -contestó míster Mell.
-¡Cómo! ¿No lo sabe usted? ¿Qué quiere decir eso?
-Supongo que nunca se ha figurado usted que mi posición era ni siquiera un poquito
desahogada -dijo el profesor-, puesto que sabe usted cuál ha sido siempre mi situación aquí.
-Al oírle hablar de ese modo, temo -contestó míster Creakle con las venas más
hinchadas que nunca- que ha estado usted aquí en una situación falsa y ha tomado esto
por una escuela de caridad o algo semejante. Míster Mell, debemos separarnos cuanto antes.
-No habrá mejor momento que ahora mismo -dijo míster Mell levantándose.
-¡Caballero! -exclamó míster Creakle.
-Me despido de usted, míster Creakle, y de todos ustedes -pronunció míster Mell
mirándonos a todos y acariciándome de nuevo el hombro-. James Steerforth, lo mejor que
puedo desearle es que algún día se avergüence de lo que ha hecho hoy. Por el momento,
prefiero que no sea mi amigo ni de nadie por quien yo me interese.
Una vez más apoyó su mano en mi hombro con dulzura y, después, cogiendo la flauta y
algunos libros de su pupitre y dejando la llave en él para su sucesor, salió de la escuela.
Míster Creakle hizo entonces una alocución por medio de Tungay, en que daba las
gracias a Steerforth por haber defendido (aunque quizá con demasiado calor) la
independencia y respetabilidad de Salem House; después le estrecho la mano, mientras
nosotros lanzábamos tres vivas. Yo no supe por qué; pero suponiendo que eran para
Steerforth, me uní a ellos con entusiasmo, aunque en el fondo me sentía triste. Al salir,
míster Creakle le pegó un bastonazo a Tommy Traddles porque estaba llorando en lugar
de adherirse a nuestros vivas, y después se volvió a su diván o a su cama; en fin, adonde fuera.
Cuando nos quedamos solos estábamos todos muy desconcertados y no sabíamos qué
decir. Por mi parte, sentía mucho y me reprochaba, arrepentido, la parte que había tenido
en lo sucedido; pero no hubiera sido capaz de dejar ver mis lágrimas, por temor a que
Steerforth, que me estaba mirando, se pudiera enfadar o le pareciese poco respetuoso, teniendo
en cuenta nuestras respectivas edades y el sentimiento de admiración con que yo
le miraba. Steerforth estaba muy enfadado con Traddles, y decía que habían hecho muy bien en pegarle.
El pobre Traddles, pasado ya su primer momento de desesperación, con la cabeza
encima del pupitre, se conso laba, como de costumbre, pintando un regimiento de esqueletos,
y dijo que le tenía sin cuidado lo que a él le pareciera, y que se habían portado muy mal con míster Mell.
-¿Y quién se ha portado mal con él, señorita? -dijo Steerforth.
-Tú -dijo Traddles.
-¿Pues qué le he hecho? – insistió Steerforth.
-¿Cómo que qué le has hecho? -replicó Traddles-. Herir todos sus sentimientos y
hacerle perder la colocación que tenía.
-¡Sus sentimientos! -repitió Steerforth desdeñosamente-. Sus sentimientos se repondrán
pronto. ¿O es que crees que son como los tuyos, señorita Traddles? En cuanto a su
colocación, ¡era tan estupenda! ¿Pensáis que no voy a escribir a mi madre diciéndole que le mande dinero?
Todos admiramos las nobles intenciones de Steerforth, cuya madre era una viuda rica y
dispuesta según decía él, a hacer todo lo que su hijo quisiera. Estábamos encantados de
ver cómo había puesto a Traddles en su puesto, y le exaltamos hasta las estrellas,
especialmente cuando nos dijo que se había decidido a hacerlo y lo había hecho
exclusivamente por nosotros y por nuestra causa, y que no había tenido en ello ni el menor pensamiento de egoísmo.
Pero debo decir que aquella noche, mientras estaba contando mi novela en la oscuridad
del dormitorio, me parecía oír en mi oído tristemente la flauta de míster Mell; y cuando,
por último, Steerforth se durmió y yo me dejé caer en la cama, al pensar que quizá en
aquel momento aquella flauta estaría sonando dolorosamente, me sentí desgraciado por completo.
Pronto lo olvidé todo, en mi constante admiración por Steerforth, que como interesado
y sin abrir un libro (a mí me parecía que los sabía todos de memoria) repasaba sus clases
mientras venía un nuevo profesor. El que vino salía de una escuela elemental, y antes de
entrar en funciones fue invitado a comer por míster Creakle un día, para serle presentado
a Steerforth. Steerforth lo aprobó y nos dijo que era un Brick, y aunque yo no entendía
exactamente lo que quería decir aquello, le respeté al momento, y no se me ocurrió dudar
de su saber, aunque nunca se tomó por mí el interés que se había tomado míster Mell.
Sólo hubo otro acontecimiento en aquel semestre de la vida escolar que me
impresionara de un modo persistente. Fue por varias razones.
Una tarde en que estábamos en la mayor confusión, y míster Creakle pegándonos sin
descansar, se asomó Tungay gritando con su terrible voz de trueno:
-Visita para Copperfield.
Cambió unas breves palabras con míster Creakle sobre la habitación a que los pasaría y
diciéndole quiénes eran. Entre tanto, yo estaba de pie y a punto de ponerme malo por la
sorpresa. Me dijeron que subiera a ponerme un cuello limpio antes de aparecer en el
salón. Obedecí estas órdenes en un estado de emoción distinta a todo lo que había sentido
hasta entonces, y al llegar a la puerta, pensando que quizá fuese mi madre (hasta aquel
momento sólo había pensado en miss o míster Murdstone), me detuve un momento sollozando.
Al entrar no vi a nadie, pero sentí que estaban detrás de la puerta. Miré y con gran
sorpresa me encontré con míster Peggotty y con Ham, que se quitaban ante mí el
sombrero y se inclinaban para saludarme. No pude por menos de echarme a reír; pero era
más por la alegría de verlos que por sus reve rencias.
Nos estrechamos las manos con gran cordialidad, y yo me reía, me reía, hasta que tuve
que sacar el pañuelo para secar mis lágrimas.
Míster Peggotty (recuerdo que no cerró la boca durante todo el tiempo que duró la
visita) pareció conmoverse cuando me vio llorar, y le hizo señas a Ham de que dijera algo.
-Vamos, más alegría, señorito Davy -dijo Ham en su tono cariñoso-. Pero ¡cómo ha crecido!
-¿He crecido? -dije enjugándome los ojos.
No sé por qué lloraba. Debía de ser la alegría de verlos.
-¿Que si ha crecido el señorito Davy? ¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo Ham.
-¡Ya lo creo que ha crecido! -dijo míster Peggotty.
Empezaron a reírse de nuevo uno y otro, y los tres terminamos riendo hasta que estuve a punto de volver a llorar.
-¿Y sabe usted cómo está mamá, míster Peggotty? -dije- ¿Y cómo mi querida Peggotty?
-Están divinamente -dijo míster Peggotty.
-¿Y la pequeña Emily y mistress Gudmige?
-Divinamente están -dijo míster Peggotty.
Hubo un silencio. Para romperlo, míster Peggotty sacó dos prodigiosas langostas y un
enorme cangrejo; además, una bolsa repleta de gambas, y lo fue amontonando en los brazos de Ham.
-¿Sabe usted, señorito? Nos hemos tomado la libertad de traerle estas pequeñeces
acordándonos de lo que le gustaban cuando estuvo usted en Yarmouth. La vieja comadre
es quien las ha cocido. Sí, las ha cocido ella, mistress Gudmige -dijo míster Peggotty muy
despacio; parecía que se agarraba a aquel asunto, no encontrando otro a mano- Se lo aseguro; las ha cocido ella.
Les dije cómo lo agradecía, y míster Peggotty, después de mirar a Ham, que no sabía
qué hacer con los crustáceos, y sin tener la menor intención de ayudarle, añadió:
-Hemos venido, con el viento y la marea a nuestro fa vor, en uno de los barcos desde
Yarmouth a Gravesen. Mi hermana me había escrito el nombre de este sitio, diciéndome
que si la casualidad me traía hacia Gravesen no dejara de ver al señorito Davy para darle
recuerdos y decirle que toda la familia está divinamente. Ve usted. Cuando volvamos,
Emily escribirá a mi hermana contándole que le hemos visto a usted y que le hemos
encontrado también divinamente. Resultará un gracioso tiovivo.
Tuve que reflexionar un rato antes de comprender lo que míster Peggotty quería decir
con su metáfora expresiva res pecto a la vuelta que darían así las noticias. Le di las gracias
de todo corazón, y dije, consciente de que me ruborizaba, que suponía que la pequeña
Emily también habría crecido desde la época en que corríamos juntos por la playa.
-Está haciéndose una mujer; eso es lo que está haciéndose -dijo míster Peggotty-. Pregúnteselo a él.
Me señalaba a Ham, que me hizo un alegre signo de afirmación por encima de la bolsa de gambas.
-¡Y qué cara tan bonita tiene! -dijo míster Peggotty con la suya resplandeciente de felicidad.
-¡Y es tan estudiosa! -dijo Ham.
-Pues ¿y la escritura? Negra como la tinta, y tan grande que podrá leerse desde cualquier distancia.
Era un espectáculo encantador el entusiasmo de míster Peggotty por su pequeña favorita.
Le veo todavía ante mí con su rostro radiante de cariño y de orgullo, para el que no
encuentro descripción. Sus honrados ojos se encienden y se animan, lanzando chispas. Su
ancho pecho respira con placer. Sus manos se juntan y estrechan en la emoción, y el
enorme brazo con que acciona ante mi vista de pigmeo me parece el martillo de una fragua.
Ham estaba tan emocionado como él. Y creo que habrían seguido hablando mucho de
Emily si no se hubieran cortado con la inesperada aparición de Steerforth, quien al verme
en un rincón hablando con extraños detuvo la canción que tarareaba y dijo.
-No sabía que estuvieras aquí, pequeño Copperfield (no estaba en la sala de visitas), y cruzó ante nosotros.
No estoy muy seguro de si era que estaba orgulloso de tener un amigo como Steerforth,
o si sólo deseaba explicarle cómo era que estaba con un amigo como míster Peggotty, el
caso es que le llamé y le dije con modestia (¡Dios mío qué presente tengo todo esto después de tanto tiempo!)
-No te vayas, Steerforth, hazme el favor. Son dos pescadores de Yarmouth, muy buenas
gentes, parientes de mi niñera, que han venido de Gravesen a verme.
-¡Ah, ah! -dijo Steerforth acercándose- Encantado de verles. ¿Cómo están ustedes?
Tenía una soltura en los modales, una gracia espontánea y clara, que atraía. Todavía
recuerdo su manera de andar, su alegría, su dulce voz, su rostro y su figura, y sé que tenía
un poder de atracción que muy pocos posee n, que le hacía doblegar a todo lo que era más
débil, y que había muy pocos que se le resistieran. También a ellos les conquistó al momento,
y estuvieron dispuestos a abrir su corazón desde el primer instante.
-Haga usted el favor de decir en mi casa, mí ster Peggotty, cuando escriba, que míster
Steerforth es muy bueno conmigo y que no sé lo que habría sido de mí aquí sin él.
-¡Qué tontería! -dijo Steerforth-. ¡Haga el favor de no decir nada de eso!
-Y si míster Steerforth viniera alguna vez a Norfolk o Sooffolk mientras esté yo allí,
puede usted estar seguro, míster Peggotty, de que lo llevaré a Yarmouth a enseñarle su
casa. Nunca habrás visto nada semejante, Steerforth. Está hecha en un barco.
-¿Está hecha en un barco? -dijo Steerforth-. Entonces es la casa más a propósito para un marino de pura raza.
-Eso es, señorito, eso es -exclamó Ham riendo-. Este caballero tiene mucha razón,
señorito Davy. De un marino de pura raza; eso es, eso es. ¡Ah! ¡Ah!
Míster Peggotty no estaba menos halagado que su sobrino; pero su modestia no le
permitía aceptar un cumplido personal de un modo tan ruidoso,
-Bien, señorito -dijo inclinándose y metiéndose las puntas de la corbata en el chaleco-;
se lo agradezco mucho. Yo nada más trato de cumplir mi deber en mi oficio, señorito.
-¿Qué más puede pedirse, míster Peggotty? -le contestó Steerforth. (Ya sabía su nombre.)
-Estoy seguro de que usted hará lo mismo –dijo míster Peggotty moviendo la cabeza-
Y hará usted bien, muy bien. Estoy muy agradecido de su acogida; soy rudo, señorito,
pero soy franco; al menos me creo que lo soy, ¿comprende usted? Mi casa no tiene nada
que merezca la pena, señorito; pero está a su disposición si alguna vez se le ocurre ir a
verla con el señorito Davy. ¡Bueno! Estoy aquí como un caracol -dijo míster Peggotty,
refiriéndose a que tardaba en irse, pues lo había intentado después de cada frase sin conseguirlo-.
¡Vamos, les deseo que sigan con tan buena salud y que sean felices!
Ham se unió a sus votos y nos separamos con mucho cariño. Aquella noche estuve casi
a punto de hablarle a Steerforth de la pequeña Emily; pero era tan tímido, que no me
atrevía ni a nombrarla; además tuve miedo de que fuera a reírse. Recuerdo que me
preocupaba mucho y de un modo molesto lo que me habían dicho de que se estaba
haciendo una mujer; pero al fin decidí que era una tontería.
Transportamos aquellas «porquerías», como las había llamado modestamente míster
Peggotty, al dormitorio, sin que nadie lo viera, y tuvimos banquete aquella noche. Pero
Traddles no podía salir felizmente de nada. Tenía la desgracia de no poder soportar ni una
comida extraordinaria como otro cualquiera y se puso muy malo, tan malo, a consecuencia
de la langosta, que le hicieron beber cosas negras y tragar unas píldoras azules, lo que,
según Demple, cuyo padre era médico, habría sido suficiente para matar a un caballo.
Además, recibió una paliza y seis capítulos del Testamento griego por negarse en rotundo a confesar la causa.
El resto del semestre confunde en mi memoria la monotonía diaria y triste de nuestras
vidas: la huida del verano; el frío de la mañana al saltar de la cama y el frío más frío todavía
de la noche cuando volvíamos a ella. Por la tarde la clase estaba mal alumbrada y
peor calentada, y por la mañana, igual que una nevera; la alternativa entre la carne de
vaca cocida y asada y del cordero cocido y del cordero asado; el pan con mantequilla; el
jaleo de libros y de pizarras rotas, de cuadernos manchados de lágrimas, de bastonazos,
de golpes dados con la regla, del corte de cabellos, de domingos lluviosos y de los
puddings agrios; el todo rodeado de una atmósfera sucia, impregnada de tinta.
Recuerdo cómo la lejanía de las vacaciones, después de parecer que había estado
detenida durante tanto tiempo, empezaba a acercarse a nosotros poco a poco. Y cómo de
contar por meses el tiempo que faltaba llegamos a contarlo por semanas y después ya por
días. El miedo que pasé pensando que quizá no fueran a buscarme, y después, cuando
supe por Steerforth que me habían llamado, el temor de romperme alguna pierna o que
ocurriera algo. Y ¡cómo iba cambiando de sitio el bendito día señalado! Después de ser
dentro de quince días, era a la otra semana; después, ya en esta misma; luego, pasado mañana;
luego, mañana, y, por fin, hoy, esta noche, subo a la diligencia de Yarmouth y ya estoy camino de mi casa.
Dormí, con varias interrupciones, en el coche de Yarmouth, y tuve muchos sueños
incoherentes sobre aquellos recuerdos. Me despertaba a intervalos, y el musgo que veía al
asomarme no era ya el del patio de recreo de Salem House, y los golpes que oían mis
oídos no eran los de míster Creakle castigando al buen Traddles, sino los latigazos que el cochero arreaba a los caballos.