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Capítulo 13

Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)

Se dispuso el funeral para el día siguiente, de manera que Lucy y su
madre pudieran ser enterradas juntas. Yo me encargué de todos los
desagradables trámites, y el cortés empresario de pompas fúnebres me probó
que sus empleados estaban afectados, o bendecidos, por algo de su propia
gratuita suavidad. Hasta la mujer que efectuaba los últimos oficios para los
muertos me comentó, de una manera confidencial, como entre compañeros de
profesión, cuando hubo salido de la cámara de la muerte:
—Señor, la joven es un magnífico cadáver. Es verdaderamente un
privilegio atenderla. ¡No exagero cuando digo que atender a semejantes clientes
acredita a nuestro establecimiento!
—Noté que van Helsing nunca se alejaba mucho. Esto era posible debido
al desordenado estado de la casa. No había parientes a mano, y como Arthur
tenía que estar de regreso al día siguiente para atender a los funerales de su
padre, fuimos incapaces de notificar a alguien que hubiera llevado la dirección
de los asuntos. Bajo esas circunstancias, van Helsing y yo iniciamos el examen
de los papeles, etc. Mi maestro insistió en hacerse cargo de los papeles de Lucy
personalmente. Yo le pregunté por qué, pues temía que él, siendo extranjero no
estuviera al tanto de los requerimientos legales ingleses, y pudiera de esta
manera, por ignorancia causar algunos contratiempos innecesarios. Él me contestó:
—Lo sé; lo sé. Usted olvida que yo también soy abogado, además de
médico. Pero esto no es de todas maneras para la ley. Usted previó claramente
eso cuando evitó al forense. Yo tengo que evitar a otros además de él. Puede haber otros papeles…
Al hablar sacó de su libreta de bolsillo el memorando que había estado en
el pecho de Lucy, y que ella había roto mientras dormía.
—Cuando usted descubra algo del abogado de la difunta señora
Westenra, selle todos sus papeles y escríbale hoy por la noche. Yo, por mi parte,
vigilaré aquí en el cuarto y en el viejo cuarto de la señorita Lucy toda la noche, y
yo mismo buscaré por lo que sea. No es bueno que sus pensamientos más
íntimos vayan a manos de gente extraña.
Yo me dediqué a mi parte del trabajo, y a la media hora había encontrado
el nombre y la dirección del abogado de la señora Westenra, y le había escrito.
Todos los papeles de la pobre dama estaban en orden; se daban en ellos órdenes
explícitas respecto al lugar del entierro. No había terminado de sellar la carta
cuando, para mi sorpresa, van Helsing entró en el cuarto, diciendo:
—¿Puedo ayudarle, amigo John? Estoy libre, y si me lo permite colaboraré con usted.
—¿Encontró lo que buscaba? —le pregunté, a lo cual él respondió:
—No busqué ninguna cosa específica. Sólo esperaba encontrar, y he
encontrado algunas cartas y unas cuantas notas, y un diario recientemente
comenzado. Pero los tengo aquí, y por el momento no diremos nada de ellos. Yo
veré al pobre muchacho mañana por la noche, y, con su anuencia, utilizaré estos documentos.
Cuando terminamos el trabajo que teníamos entre manos, me dijo:
—Y ahora, amigo John, creo que podemos ir a la cama. Queremos dormir,
tanto usted como yo, y descansar para recuperarnos. Mañana tendremos ambos
mucho que hacer, pero por la noche de hoy no hay necesidad de nosotros.
Antes de retirarnos fuimos a ver a la pobre Lucy. El empresario de
pompas fúnebres había hecho un trabajo indudablemente bueno, pues el cuarto
se había transformado en una pequeña chapelle ardente. Había una multitud de
bellas flores blancas, y la muerte había sido hecha lo menos repulsiva posible. El
extremo del sudario estaba colocado sobre su cara; cuando el profesor se inclinó
y lo retiró suavemente hacia atrás, ambos nos sorprendimos de la belleza que
estaba ante nosotros, dando los altos cirios de cera suficiente luz para que la
notáramos. Toda la hermosura de Lucy había regresado a ella en la muerte, y las
horas que habían transcurrido, en lugar de dejar trazos de los «aniquiladores de
la muerte» habían restaurado la belleza de la vida, de tal manera que
positivamente no daba crédito a mis ojos de estar mirando un cadáver.
El profesor miró con grave seriedad. No la había amado como yo, y por
ello no había necesidad de lágrimas en sus ojos. Me dijo: «Permanezca aquí
hasta que regrese», y salió del cuarto. Volvió con un puñado de ajo silvestre de la
caja que estaba en el corredor pero que aún no había sido abierta, y colocó las
flores entre las otras, encima y alrededor de la cama. Luego, tomó de su cuello,
debajo de su camisa, un pequeño crucifijo de oro, y lo colocó sobre la boca de la
muerta. Regresó la sábana a su lugar y salimos de la habitación.
Me estaba desvistiendo en mi propio cuarto cuando, con unos golpecitos
de advertencia, entró, y de inmediato comenzó a hablar:
—Mañana quiero que usted me traiga, antes del anochecer, un juego de bisturíes de disección.
—¿Debemos hacer una autopsia? —le pregunté.
—Sí, y no. Quiero operar, pero no como usted piensa. Déjeme que se lo
diga ahora, pero ni una palabra a otro. Quiero cortarle la cabeza y sacarle el
corazón. ¡Ah!, usted es un cirujano y se espanta. Usted, a quien he visto sin
temblor en la mano o en el corazón haciendo operaciones de vida y muerte que
hacen temblar a los otros. ¡Oh! Pero no debo olvidar, mi querido amigo John,
que usted la amaba; y no lo he olvidado, pues soy yo el que va a operar y usted
no debe ayudar. Me gustaría hacerlo hoy por la noche, pero por Arthur no lo
haré; él estará libre después de los funerales de su padre mañana y querrá verla
a ella, ver eso. Luego, cuando ella ya esté en el féretro al día siguiente, usted y yo
vendremos cuando todos duerman. Destornillaremos la tapa del féretro y
haremos nuestra operación; luego lo pondremos todo en su lugar, para que
nadie se entere, salvo nosotros.
—Pero, ¿por qué debemos hacer eso? La muchacha está muerta. ¿Por qué
mutilar innecesariamente su pobre cuerpo? Y si no hay necesidad de una
autopsia y nada se puede ganar con ella (no se beneficia a Lucy, no nos
beneficiamos nosotros, ni la ciencia, ni el conocimiento humano), ¿por qué
debemos hacerlo? Tal cosa es monstruosa.
Por toda respuesta, él puso la mano sobre mi hombro, y dijo después, con infinita ternura:
—Amigo John, me compadezco de su pobre corazón sangrante; y lo
quiero más porque sangra de esa manera. Si pudiera, yo mismo tomaría la carga
que usted lleva. Pero hay cosas que usted ignora, y que sin embargo conocerá, y
me bendecirá por saberlas, aunque no son cosas agradables. John, hijo mío,
usted ha sido amigo mío desde hace muchos años, pero, ¿supo usted que alguna
vez yo hiciera alguna cosa sin una buena razón? Puedo equivocarme, sólo soy un
hombre: pero creo en todo lo que hago. ¿No fue por esto por lo que usted envió
por mí cuando se presentó el gran problema? ¡Sí! ¿No estaba usted asombrado,
más bien horrorizado, cuando yo no permití que Arthur besara a su amada, a
pesar de que ella se estaba muriendo, y lo arrastré con todas mis fuerzas? ¡Sí!
Sin embargo, usted vio como ella me agradeció, con sus bellos ojos moribundos,
su voz también tan débil, y besó mi ruda y vieja mano y me bendijo. ¿Y no me
oyó usted hacer una promesa a ella para que así cerrara agradecida los ojos? ¡Sí!
«Bien, ahora tengo una buena razón para todo lo que quiero hacer.
Muchos años usted ha confiado en mí; en las semanas pasadas usted ha creído
en mí, cuando ha habido cosas tan extrañas que bien hubiera podido dudar.
Confíe en mí todavía un poco más, amigo John. Si no confía en mí, entonces
debo decir lo que pienso; y eso tal vez no esté bien. Y si yo trabajo, como
trabajaré, no importa la confianza ni la desconfianza, sin la confianza de mi
amigo en mí, trabajo con el corazón pesado, y siento, ¡oh!, que estoy solo cuando
deseo toda la ayuda y el valor que puede haber hizo una pausa un momento, y
continuó solemnemente—: Amigo John, ante nosotros hay días extraños y
terribles. Seamos no dos, sino uno, para poder trabajar con éxito. ¿Tendrá usted fe en mí?»
Tomé su mano y se lo prometí. Mientras él se alejaba, mantuve mi puerta
abierta y lo observé entrar en su cuarto y cerrar la puerta. Mientras estaba sin
moverme, vi a una de las sirvientas pasar silenciosamente a lo largo del corredor
(iba de espaldas a mí, por lo que no me vio) y entrar en el cuarto donde yacía
Lucy. Esto me impresionó. ¡La devoción es tan rara, y nos sentimos tan
agradecidos para con aquellos que la demuestran hacia nuestros seres queridos
sin que nosotros se lo pidamos…! Allí estaba una pobre muchacha
sobreponiéndose a los terrores que naturalmente sentía por la muerte, para ir a
hacer guardia solitaria junto al féretro de la patrona a quien amaba, para que la
pobre no estuviese solitaria hasta que fuese colocada para su eterno descanso…
Debo haber dormido larga y profundamente, pues ya era pleno día
cuando van Helsing me despertó al entrar en mi cuarto. Llegó hasta cerca de mi cama, y dijo:
—No necesita molestarse por los bisturíes. No lo haremos.
—¿Por qué no? —le pregunté, pues la solemnidad que había manifestado
la noche anterior me había impresionado profundamente.
Porque —dijo, solemnes demasiado tarde… o demasiado temprano. ¡Vea!
—añadió, sosteniendo en su mano el pequeño crucifijo dorado. Esto fue robado durante la noche.
—¿Cómo? ¿Robado? —le pregunté con asombro—. Si usted lo tiene ahora…
—Porque lo he recobrado de la inútil desventurada que lo robó; de la
mujer que robó a los muertos y a los vivos. Su castigo seguramente llegará, pero
no por mi medio: ella no sabía lo que hacía, y por ignorancia, sólo robó. Ahora, debemos esperar.
Se alejó al decir esto, dejándome con un nuevo misterio en que pensar,
un nuevo rompecabezas con el cual batirme.
La mañana pasó sin incidentes, pero al mediodía llegó el abogado: el
señor Marquand, de Wholeman, hijos, Marquand & Lidderdale. Se mostró muy
cordial y agradecido por lo que habíamos hecho, y nos quitó de las manos todos
los cuidados relativos a los detalles. Durante el almuerzo nos dijo que la señora
Westenra había estado esperando una muerte repentina por su corazón desde
algún tiempo, y había puesto todos sus asuntos en absoluto orden; nos informó
que, con la excepción de cierta propiedad con título del padre de Lucy, que
ahora, a falta de heredero directo, se iba a una rama distante de la familia, todo
el patrimonio quedaba absolutamente para Arthur Holmwood. Cuando nos
hubo dicho todo eso, continuó:
—Francamente, nosotros hicimos lo posible por impedir tal disposición
testamentaria, y señalamos ciertas contingencias que podían dejar a su hija ya
sea sin un centavo, o no tan libre como debiera ser para actuar teniendo en
cuenta una alianza matrimonial. De hecho, presionamos tanto sobre el asunto
que casi llegamos a un choque, pues ella nos preguntó si estábamos o no
estábamos preparados para cumplir sus deseos. Por supuesto, no tuvimos otra
alternativa que aceptar. En principio, nosotros teníamos razón, y noventa y
nueve veces de cada cien hubiéramos podido probar, por la lógica de los
acontecimientos, la cordura de nuestro juicio. Sin embargo, francamente, debo
admitir que en este caso cualquier otra forma de disposición hubiera resultado
en la imposibilidad de llevar a cabo sus deseos. Pues su hija hubiera entrado en
posesión de la propiedad y, aunque ella sólo le hubiera sobrevivido a su madre
cinco minutos, su propiedad, en caso de que no hubiera testamento, y un
testamento era prácticamente imposible en tal caso, hubiera sido tratada a su
defunción como ab intestato. En cuyo caso, lord Godalming, aunque era un
amigo íntimo de ellas, no podría tener ningún derecho. Y los herederos, siendo
parientes lejanos, no abandonarían tan fácilmente sus justos derechos, por
razones sentimentales referidas a una persona totalmente extraña. Les aseguro,
mis estimados señores, que estoy feliz por el resultado; muy feliz.
Era un buen tipo, pero su felicidad por aquella pequeña parte (en la cual
estaba oficialmente interesado) en medio de una tragedia tan grande, fue una
lección objetiva de las limitaciones de la conmiseración.
No permaneció mucho tiempo, pero dijo que regresaría más tarde
durante el día y vería a lord Godalming. Su llegada, sin embargo, había sido un
cierto alivio para nosotros, ya que aseguraba que no tendríamos la amenaza de
críticas hostiles por ninguno de nuestros actos. Se esperaba que Arthur llegara a
las cinco, por lo que poco antes de esa hora visitamos la cámara mortuoria. Y así
podía llamarse de verdad, pues ahora tanto madre como hija yacían en ella. El
empresario de pompas fúnebres, fiel a su habilidad, había hecho la mejor
exposición de sus bienes que poseía, y en todo el lugar había una atmósfera
tétrica que inmediatamente nos deprimió. Van Helsing ordenó que se pusiera
todo como estaba antes, explicando que, como pronto llegaría lord Godalming,
sería menos desgarrador para sus sentimientos ver todo lo que quedaba de su
fiancée a solas. El empresario pareció afligido por su propia estupidez y puso
todo empeño en volver a arreglarlo todo tal como había estado la noche
anterior, para que cuando llegara Arthur se evitaran tantas malas impresiones como fuera posible.
¡Pobre hombre! Estaba desesperadamente triste y abatido; hasta su
hombría de acero parecía haberse reducido algo bajo la tensión de sus múltiples
emociones. Había estado, lo sé, genuina y devotamente vinculado a su padre; y
perderlo, en una ocasión como aquella, era un amargo golpe para él. Conmigo
estuvo más afectuoso que nunca, y fue dulcemente cortés con van Helsing; pero
no pude evitar ver que había alguna reticencia en él. El profesor lo notó también
y me hizo señas para que lo llevara arriba.
Lo hice y lo dejé a la puerta del cuarto, ya que sentí que él desearía estar
completamente solo con ella, pero él me tomó del brazo y me condujo adentro,
diciendo secamente:
—Tú también la amabas, viejo amigo; ella me contó todo acerca de ello, y
no había amigo que tuviese un lugar más cercano en su corazón que tú. Yo no sé
como agradecerte todo lo que has hecho por ella. Todavía no puedo pensar…
Y aquí repentinamente mostró su abatimiento, y puso sus brazos
alrededor de mis hombros haciendo descansar su cabeza en mi pecho, llorando:
—¡Oh, Jack! ¡Jack! ¿Qué haré? Toda la vida parece habérseme ido de
golpe, y no hay nada en el ancho mundo por lo que desee vivir.
Lo consolé lo mejor que pude. En tales casos, los hombres no necesitan
mucha expresión. Un apretón de manos, o palmadas sobre los hombros, un
sollozo al unísono, son expresiones agradables para el corazón del hombre. Yo
permanecí quieto y en silencio hasta que dejó de sollozar, y luego le dije suavemente:
—Ven y mírala.
Juntos caminamos hacia la cama, y yo retiré el sudario de su cara. ¡Dios!
Qué bella estaba. Cada hora parecía ir acrecentando su hermosura. En alguna
forma aquello me asombró y me asustó; y en cuanto a Arthur, él cayó
temblando, y finalmente fue sacudido con la duda como si fuese un escalofrío.
Después de una larga pausa, me dijo, exhalando un suspiro muy débil:
—Jack, ¿está realmente muerta?
Yo le aseguré con tristeza que así era, y luego le sugerí (pues sentí que
una duda tan terrible no debía vivir ni un instante más del que yo pudiera
permitirlo) que sucedía frecuentemente que después de la muerte los rostros se
suavizaban y aun recobraban su belleza juvenil; esto era especialmente así
cuando a la muerte le había precedido cualquier sufrimiento agudo o
prolongado. Pareció que mis palabras desvanecían cualquier duda, y después de
arrodillarse un rato al lado de la cama y mirarla a ella larga y amorosamente, se
alejó. Le dije que ese tenía que ser el adiós, ya que el féretro tenía que ser
preparado, por lo que regresó y tomó su mano muerta en la de él, la besó, y se
inclinó y besó su frente. Luego se retiró, mirando amorosamente sobre su
hombro hacia ella a medida que se alejaba.
Lo dejé en la sala y le conté a van Helsing que Arthur ya se había
despedido de su amada; por lo que fue a la cocina a decir a los empleados del
empresario de pompas fúnebres que continuaran los preparativos y atornillaran
el féretro. Cuando salió otra vez del cuarto, le referí la pregunta de Arthur, y él replicó:
—No me sorprende. ¡Precisamente hace un momento yo dudaba de lo mismo!
Cenamos todos juntos, y pude ver como el pobre Art trataba de hacer las
cosas lo mejor posible. Van Helsing guardó silencio durante todo el tiempo de la
cena, pero cuando encendimos nuestros cigarrillos, dijo:
—Lord…
Mas Arthur lo interrumpió:
—No, no, eso no, ¡por amor de Dios! De todas maneras, todavía no.
Perdóneme, señor, no quise ofenderlo; es sólo porque mi pérdida es muy reciente.
El profesor respondió muy amablemente:
—Sólo usé ese título porque estaba en duda. No debo llamarlo a usted
«señor» y le he tomado mucho cariño; sí, mi querido muchacho, mucho cariño; le llamaré Arthur.
Arthur extendió la mano y estrechó calurosamente la del viejo.
—Llámeme como usted quiera —le dijo—. Y espero que siempre tenga el
título de amigo. Y déjeme decirle que no encuentro palabras para agradecerle
todas sus bondades para con mi pobre amada —hizo una pausa y luego
continuó—. Yo sé que ella comprendió sus bondades incluso mejor que yo; y si
fui rudo o de cualquier forma molesto cuando usted actuó extrañamente, ¿lo
recuerda? —el profesor asintió —, debe usted perdonarme.
Mi maestro contestó con solemne bondad:
—Sé que fue terrible para usted darme su confianza entonces, pues para
confiar en tales violencias se necesita comprender; y yo supongo que usted no
confía en mí ahora, no puede confiar, pues todavía no lo comprende. Y puede
haber otras ocasiones en que yo quiera que usted confíe cuando no pueda, o no
deba, y todavía no llegue a comprender. Pero llegará el tiempo en que su
confianza en mí será irrestricta, y usted comprenderá, como si la misma luz del
sol penetrara en su mente. Entonces, me bendecirá por su propio bien, por el
bien de los demás y por el bien de aquella a quien juró proteger.
—Y, de hecho, señor —dijo Arthur calurosamente—, confiaré en usted de
todas maneras. Yo sé y creo que usted tiene un corazón noble, y es amigo de
Jack, y fue amigo de ella. Haga usted lo que juzgue conveniente.
El profesor se aclaró la garganta un par de veces, como si estuviese a
punto de hablar, y finalmente dijo:
—¿Puedo preguntarle algo ahora?
—Por supuesto.
—¿Sabe usted que la señora Westenra le dejó todas sus propiedades?
—No. ¡Pobre señora! Nunca pensé en ello.
—Y como todo es de usted, tiene usted el derecho de hacer con ello lo que
le plazca. Deseo que usted me dé su autorización para leer todas los papeles y
cartas de la señorita Lucy. Créame, no es mera curiosidad. Yo tengo un motivo
que, puede usted estar seguro, ella habría aprobado. Aquí los tengo todos. Los
tomé antes de que supiéramos que todo era de usted, para que ninguna mano
extraña los tocara, para que ningún ojo extraño pudiera ver a través de las
palabras en su alma. Yo los guardaré, si me lo permite; ni usted mismo los
podrá ver todavía, pero los guardaré bien. No se perderá ni una palabra, y en
tiempo oportuno se los devolveré a usted. Es una cosa dura la que pido, pero
usted la hará, ¿no es así?, por amor a Lucy…
Arthur habló sinceramente, como solía hacerlo:
—Doctor van Helsing, puede usted hacer lo que desee. Siento que al decir
esto estoy haciendo lo que mi Lucy habría aprobado. No lo molestaré con
preguntas hasta que llegue la hora.
El anciano profesor se puso en pie al tiempo que decía solemnemente:
—Y tiene usted razón. Habrá mucho dolor para todos nosotros; pero no
todo será dolor, ni este dolor será el último. Nosotros y usted también, usted
más que nadie, mi querido amigo, tendremos que pasar a través del agua
amarga antes de llegar a la dulce. Pero debemos ser valientes y desinteresados, y
cumplir con nuestro deber; todo saldrá bien.
Yo dormí en un sofá en el cuarto de Arthur esa noche. Van Helsing no se acostó.
Caminó de un lado a otro, como si estuviera patrullando la casa, y nunca
se alejó mucho del cuarto donde Lucy yacía en su féretro, salpicada con las
flores de ajo silvestre, que despedían, a través del aroma de las lilas y las rosas,
un pesado y abrumador olor en el silencio de la noche.


Del diario de Mina Harker
22 de septiembre. En el tren hacia Exéter, Jonathan duerme. Parece que
sólo fue ayer cuando hice los íntimos apuntes, y sin embargo, ¡cuánto ha
transcurrido entre ellos, en Whitby y en todo el mundo ante mí! Jonathan
estaba lejos y yo sin noticias de él; y ahora, casada con Jonathan, Jonathan de
procurador, socio de una empresa, rico, dueño de su negocio, el señor Hawkins
muerto y enterrado, y Jonathan con otro ataque que puede perjudicarlo mucho.
Algún día me puede preguntar acerca de ello. Todo va para abajo. Estoy
enmohecida en mi taquigrafía; véase lo que la prosperidad inesperada hace por
nosotros, por lo que no está mal que la refresque otra vez ejercitándome un poco.
El servicio fue muy simple y solemne. Sólo asistimos nosotros mismos y
los sirvientes, uno o dos viejos amigos de él de Exéter, su agente en Londres y
un caballero representando a sir John Paxton, el presidente de la Sociedad
Jurídica. Jonathan y yo estuvimos tomados de la mano, y sentimos que nuestro
mejor y más querido amigo nos había abandonado.
Regresamos a la ciudad en silencio y tomamos un autobús hasta la
esquina de Hyde Park, Jonathan pensó que me interesaría ir un momento al
Row, por lo que nos sentamos; pero había tan poca gente ahí, que era triste y
desolado ver tantas sillas vacías. Nos hizo pensar en la silla vacía que teníamos
en casa; así es que nos levantamos y caminamos en dirección a Piccadilly.
Jonathan me llevaba de la mano, tal como solía hacerlo antiguamente antes de
que yo fuera a la escuela. A mí me parecía aquello muy osado, pues no se
pueden pasar años dando clases de etiqueta y decoro a las niñas sin que la
pedantería de ello lo impresione a uno un poquito. Pero era Jonathan, y era mi
marido, y nosotros no conocimos a nadie de los que vimos (y no nos importaba
si ellos nos conocían), por lo que seguimos caminando en la misma forma.
Yo estaba mirando a una muchacha muy bella, con un sombrero de rueda
de carruaje, que estaba sentada en una victoria afuera de Giuliano’s, cuando
sentí que Jonathan me apretó la mano tan fuerte que me hizo daño, y dijo como
en un susurro: «¡Dios mío!» Yo siempre estoy ansiosa por Jonathan, pues
siempre temo que algún ataque nervioso pueda enfermarlo otra vez; así es que
me volví hacia él rápidamente y le pregunté qué le había molestado.
Estaba muy pálido, y sus ojos parecían salirse de sus órbitas, mientras,
con una mezcla de terror y asombro, miraba fijamente a un hombre alto y
delgado, de nariz aguileña, bigote negro y barba en punta, que también estaba
observando a la muchacha bonita. La estaba mirando tan embebido que no se
percató de nuestra presencia, y por ello pude echarle un buen vistazo. Su cara no
era una buena cara; era dura y cruel, y sensual, y sus grandes dientes blancos,
que se miraban más blancos por el encendido rojo de sus labios, estaban
afilados como los de un animal. Jonathan estuvo mirándolo tan fijamente que
yo tuve hasta miedo de que el individuo lo notara. Y temí que lo tomara a mal,
ya que se veía tan fiero y detestable. Le pregunté a Jonathan por qué estaba
perturbado, y él me respondió, pensando evidentemente que yo sabía tanto como él cuando lo hizo:
—¿No ves quién está allí?
—No, querido —dije yo—; no lo conozco, ¿quién es?
Su respuesta me impresionó y me llenó de ansias, pues la dio como si no
supiera que era yo su Mina a quien hablaba:
—Es el hombre en persona.
Mi pobre amado estaba evidentemente aterrorizado por algo; muy aterrorizado.
Creo en verdad que si no me hubiese tenido a mí para apoyarse y para
que lo sujetara, se habría desplomado. Se mantuvo mirando fijamente con
asombro; un hombre salió de la tienda con un pequeño paquete y se lo dio a la
dama, quien entonces reanudó su caminata. El hombre misterioso mantuvo sus
ojos fijos en la bella dama, y cuando el carruaje se alejó por Piccadilly él siguió
en la misma dirección, y alquiló un cabriolé.
Jonathan lo siguió con la mirada, y dijo, como para sí mismo:
—Creo que es el conde, pero ha rejuvenecido mucho. ¡Dios mío! ¡Oh, Dios
mío! ¡Dios mío! ¡Si yo supiera, si yo supiera!
Estaba tan nervioso que yo temí hacerle daño al hacerle preguntas, por lo
que guardé silencio. Muy suavemente lo comencé a alejar del lugar, y él, asido a
mi brazo, me siguió con facilidad. Caminamos un poco más y luego nos
sentamos un rato en el Green Park. Era un día caluroso para ser otoño, y había
un asiento bastante cómodo en un lugar sombreado. Después de mirar unos
minutos fijamente al vacío, Jonathan cerró los ojos y rápidamente se sumió en
un sueño, con la cabeza apoyada en mi hombro.
Pensé que era lo mejor para él, y no lo desperté. Como a los veinte
minutos despertó, y me dijo bastante alegre:
—¡Pero, Mina, me he quedado dormido! ¡Oh, perdóname por ser tan
desatento! Ven; nos tomaremos una taza de té en cualquier parte.
Evidentemente había olvidado todo lo relacionado con el extraño
forastero, de la misma manera que durante su enfermedad había olvidado todo
aquello que este episodio le había recordado nuevamente. No me gustan estos
ataques de amnesia; puede causarle o prolongarle algún mal cerebral. Pero no
debo preguntárselo, por temor a causarle más daño que bien; sin embargo, debo
de alguna manera conocer los hechos de su viaje al extranjero. Temo que ha
llegado la hora en que debo abrir aquel paquete y saber lo que contiene. ¡Oh,
Jonathan, tú me perdonarás, lo sé, si hago mal, pero es por tu propio y sagrado bien!
Más tarde. Fue un regreso triste a casa en todos aspectos: la casa vacía
del querido difunto que fuera tan bondadoso con nosotros: Jonathan todavía
pálido y aturdido bajo una ligera recaída de su enfermedad, ahora un telegrama
de van Helsing, quienquiera que sea: «Tengo la pena de participarle que la
señora Westenra murió hace cinco días, y que Lucy murió anteayer. Ambas fueron enterradas hoy.»
¡Oh, qué cúmulo de dolores en tan pocas palabras! ¡Pobre señora
Westenra! ¡Pobre Lucy! ¡Se han ido; se han ido para no regresar nunca más a
nosotros! ¡Y pobre, pobre Arthur, que ha perdido una dulzura tal de su vida!
Dios nos ayude a sobrellevar todos nuestros pesares.


Del diario del doctor Seward
22 de septiembre. Todo ha culminado. Arthur ha regresado a Ring y se ha
llevado consigo a Quincey Morris. ¡Qué magnífico tipo es este Quincey! Creo en
lo más profundo de mi corazón que él sufrió tanto como cualquiera de nosotros
dos por la muerte de Lucy; pero supo sobreponerse a su dolor como un estoico.
Si América puede seguir produciendo hombres como este, no cabe la menor
duda de que llegará a ser una gran potencia en el mundo. Van Helsing está
acostado, tomándose un descanso preparatorio para su viaje. Se va a ir hoy por
la noche a Ámsterdam, pero dice que regresará mañana por la noche; que sólo
quiere hacer algunos arreglos que únicamente pueden efectuarse en persona.
Cuando regrese, si puede, se quedará en mi casa; dice que tiene trabajo que
hacer en Londres que le puede llevar cierto tiempo. ¡Pobre viejo amigo! Temo
que el esfuerzo de las últimas semanas ha roto hasta su fortaleza de hierro.
Durante todo el tiempo del funeral, pude ver que él estaba haciendo un
terrible esfuerzo por refrenarse. Cuando todo hubo pasado, estábamos parados
al lado de Arthur, quien, pobrecito, estaba hablando de su parte en la operación
cuando su sangre fue transferida a las venas de Lucy; pude ver que el rostro de
van Helsing se ponía blanco y morado alternadamente. Arthur estaba diciendo
que desde entonces sentía como si los dos hubiesen estado realmente casados y
que ella era su mujer a los ojos de Dios. Ninguno de nosotros dijo una palabra
de las otras operaciones, y ninguno de nosotros la dirá jamás. Arthur y Quincey
se fueron juntos a la estación, y van Helsing y yo nos vinimos para acá. En el
momento que estuvimos solos en el carruaje dio rienda suelta a un ataque
regular de histeria. Desde entonces se ha negado a admitir que fue histeria, e
insiste que sólo fue su sentido del humor manifestándose bajo condiciones muy
terribles. Rió hasta que se puso a llorar y yo tuve que bajar las celosías para que
nadie nos pudiera ver y malinterpretar la situación; y entonces lloró hasta que
rió otra vez; y río y lloró al mismo tiempo, tal como hace una mujer. Yo traté de
ser riguroso con él, de la misma manera que se es con una mujer en iguales
circunstancias; pero no dio efecto. ¡Los hombres y las mujeres son tan
diferentes en su fortaleza o debilidad nerviosa!
Luego, cuando su rostro se volvió nuevamente grave y serio, le pregunté
el motivo de su júbilo y por qué precisamente en aquellos momentos. Su réplica
fue en cierta manera característica de él, pues fue lógica, llena de fuerza y misterio. Dijo:
—Ah, usted no comprende, amigo John. No crea que no estoy triste,
aunque río. Fíjese, he llorado aun cuando la risa me ahogaba. Pero no piense
más que estoy todo triste cuando lloro, pues la risa hubiera llegado de la misma
manera. Recuerde siempre que la risa que toca a su puerta, y dice: «¿puedo
entrar?», no es la verdadera risa. ¡No! La risa es una reina, y llega cuando y
como quiere. No pregunta a persona alguna; no escoge tiempo o adecuación.
Dice: «aquí estoy». Recuerde, por ejemplo, yo me dolí en el corazón por esa
joven chica tan dulce; yo doy mi sangre por ella, aunque estoy viejo y gastado; di
mi tiempo, mi habilidad, mi sueño; dejo a mis otros que sufran necesidad para
que ella pueda tener todo. Y sin embargo, puedo reír en su propia tumba, reír
cuando la tierra de la pala del sepulturero caía sobre su féretro y decía ¡tud!,
¡tud!, sobre mi corazón, hasta que éste retiró de mis mejillas la sangre. Mi
corazón sangró por ese pobre muchacho, ese muchacho querido, tan de la edad
en que estuviera mi propio muchacho si bendecidamente viviera, y con su pelo y
sus ojos tan iguales. Vaya, ahora usted sabe por qué yo lo quiero tanto. Y sin
embargo, cuando él dice cosas que conmueven mi corazón de hombre tan
profundamente, y hacen mi corazón de padre nostálgico de él como de ningún
otro hombre, ni siquiera de usted, amigo John, porque nosotros estamos más
equilibrados en experiencias que un padre y un hijo, pues aun entonces, en esos
momentos, la reina risa viene a mí y grita y ruge en mi oído: «¡aquí estoy, aquí
estoy!», hasta que la risa viene bailando nuevamente y trae consigo algo de la luz
del sol que ella me lleva a las mejillas. Oh, amigo John, es un mundo extraño, un
mundo lleno de miserias, y amenazas, y problemas, y sin embargo, cuando la
reina risa viene hace que todos bailemos al son de la tonada que ella toca.
Corazones sangrantes, y secos huesos en los cementerios, y lágrimas que
queman al caer…, todos bailan juntos la misma música que ella ejecuta con esa
boca sin risa que posee. Y créame, amigo John, que ella es buena de venir, y
amable. Ah, nosotros hombres y mujeres somos como cuerdas en medio de
diferentes fuerzas que nos tiran de diferentes rumbos. Entonces vienen las
lágrimas; y como la lluvia sobre las cuerdas nos atirantan, hasta que quizá la
tirantez se vuelve demasiado grande y nos rompemos. Pero la reina risa, ella
viene como la luz del sol, y alivia nuevamente la tensión; y podemos soportar y
continuar con nuestra labor, cualquiera que sea.
No quise herirlo pretendiendo que no veía su idea; pero, como de todas
maneras no entendía las causas de su regocijo, le pregunté. Cuando me
respondió, su rostro se puso muy serio, y me dijo en un tono bastante diferente:
—Oh, fue la triste ironía de todo eso, esta encantadora dama engalanada
con flores, que se veía tan fresca como si estuviese viva, de modo que uno por
uno dudamos de si en realidad estaba muerta; ella yaciendo en esa fina casa de
mármol en el cementerio solitario, donde descansan tantas de su clase, yacía allí
con su madre que tanto la amaba, y a quien ella amaba a su vez; y aquella
sagrada campana haciendo: ¡dong!, ¡dong!, ¡dong!, tan triste y despacio; y
aquellos santos hombres, con los blancos vestidos del ángel, pretendiendo leer
libros, y sin embargo, todo el tiempo sus ojos nunca estaban en una página; y
todos nosotros con la cabeza inclinada. ¿Y todo para qué? Ella está muerta; así pues, ¿o no?
—Bien, pues por mi vida, profesor —le dije yo—, yo no veo en todo eso
nada que cause risa. La verdad es que su explicación lo hace más difícil de
entender todavía. Pero aunque el servicio fúnebre haya sido cómico, ¿qué hay
del pobre Art y de sus problemas? Pues yo creo que su corazón se estaba
sencillamente rompiendo.
—Justamente. ¿Dijo él que la transfusión de su sangre a las venas de ella
la había hecho su verdadera esposa?
—Sí, y fue una idea dulce y consoladora para él.
—Así es. Pero había una dificultad, amigo John. Si así era, ¿qué hay de los
otros? ¡Jo, jo! Pues esta pobre y dulce doncella es una poliándrica, y yo, con mi
pobre mujer muerta para mí pero viva para la ley de la iglesia, aunque sin
chistes, libre de todo, hasta yo, que soy fiel marido a esta actual no esposa, soy un bígamo.
—Pues tampoco veo aquí donde está el chiste —dije yo, y no me sentí muy
alegre con él porque estuviese diciendo esas cosas. Él puso su mano sobre mi brazo y dijo:
—Amigo John, perdóneme si causo dolor. No le mostré mis sentimientos
a otros cuando hubieran herido, sino sólo a usted, mi viejo amigo, en quien
puedo confiar. Si usted hubiera podido mirar dentro de mi propio corazón
entonces, cuando yo quería reír; si usted hubiera podido hacerlo cuando la risa
llegó, si usted lo pudiera hacer, cuando la reina risa ha empacado sus coronas, y
todo lo que es de ella, pues se va lejos, muy lejos de mí, y por un tiempo largo,
muy largo, tal vez usted quizá se compadecería de mí más que nadie.
Me conmovió la ternura de su tono y le pregunté por qué.
—¡Porque yo sé!
Y ahora estamos todos regados; y durante muchos largos días la soledad
se va a sentar sobre nuestros techos con las alas desplegadas. Lucy descansa en
la tumba de su familia, un señorial mausoleo en un solitario cementerio, lejos
del prolífico Londres, donde el aire es fresco y el sol se levanta sobre el
Hampstead Hill, y donde las flores salvajes crecen según su propio acuerdo.
Así es que puedo terminar este diario; y sólo Dios sabe si alguna vez
comenzaré otro. Si lo comienzo, o si tan sólo vuelvo a abrir éste otra vez, tratará
con gente diferente y con temas diferentes; pues aquí al final, donde se narra el
romance de mi vida, aquí vuelvo yo a tomar el hilo de mi trabajo cotidiano, y lo
digo triste y sin esperanza.


FINIS
“Gaceta de Westminster”, 25 de septiembre
UN MISTERIO DE HAMPSTEAD
La vecindad de Hampstead está de momento siendo acosada por una
serie de sucesos que parecen correr en líneas paralelas con aquellos que fueron
conocidos por los escritores de titulares como «El horror de Kensington», o «La
Asesina del Puñal», o «La Mujer de Negro». Durante los últimos dos o tres días
han acontecido varios casos de pequeños niños que vagabundean de su hogar o
se olvidan de regresar de su juego en el Brezal. En todos estos casos los niños
han sido demasiado pequeños como para poder dar adecuadamente una
explicación inteligible de lo sucedido, pero el consenso de sus culpas es que han
estado con la «dama fanfarrona». Siempre ha sido tarde por la noche cuando se
ha notado su ausencia, y en dos ocasiones los niños no han sido encontrados
sino hasta temprano a la mañana siguiente. En el vecindario se supone
generalmente que, como el primer niño perdido dio como su razón de haberse
ausentado que una «dama fanfarrona» le había pedido que se fuera con ella a dar
un paseo, los otros han recogido la frase y la han usado en su debida ocasión.
Esto es tanto más natural cuanto el juego favorito de los pequeñuelos es
actualmente atraerse unos a otros mediante engaños. Un corresponsal nos
escribe que ver a los chiquilines pretendiendo ser la «dama fanfarrona», es
verdaderamente divertido. Dice que algunos de nuestros caricaturistas debieran
tomar una lección en ironía de lo grotesco comparando la realidad y el teatro.
Sólo es de acuerdo con los principios generales de la naturaleza humana que la
«dama fanfarrona» deba ser el papel popular en estas representaciones al fresco.
Nuestro corresponsal dice ingenuamente que ni Ellen Terry podría ser tan
felizmente atractivo como pretenden ser algunos de estos pequeñuelos de cara
arrugada, e incluso se imaginan que son.
Sin embargo, posiblemente hay un lado serio de la cuestión, pues algunos
de los niños, de hecho todos los que han sido perdidos durante la noche, han
estado ligeramente rasgados o heridos en la garganta. Las heridas parecen tales
que pudieran haber sido hechas por una rata o un pequeño perro, y aunque
individualmente carecen de mucha importancia, tienden a mostrar que
cualquiera que sea el animal que las causa, tiene un sistema o método propio. La
policía del lugar ha sido instruida para que mantenga una aguda vigilancia sobre
niños vagabundos, especialmente si son muy jóvenes, en los alrededores y
dentro del Brezal de Hampstead, y también por cualquier perro vagabundo que
ande en los alrededores.


“Gaceta de Westminster”. 25 de septiembre
Extra Especial
EL HORROR DE HAMPSTEAD OTRO NIÑO HERIDO
La «Dama Fanfarrona»
Acabamos de recibir noticias de que otro niño perdido anoche, sólo pudo
ser encontrado tarde esta mañana bajo un arbusto de retama en el lado de
Shooter’s Hill del Brezal de Hampstead, que es, tal vez, menos frecuentado que
las otras partes. Tenía las mismas diminutas heridas en la garganta que han sido
notadas en otros casos. Estaba terriblemente débil y parecía bastante
extenuado. También él, cuando se hubo recuperado parcialmente, tuvo la
misma historia de haber sido engañado a irse por la «dama fanfarrona».

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