Drácula – Bram Storker
EL DIARIO DEL DOCTOR SEWARD (continuación)
Por un momento me dominó una fuerte cólera; fue como si en vida
hubiese abofeteado a Lucy. Golpeé fuertemente la mesa y me puse en pie al mismo tiempo que le decía:
—Doctor van Helsing, ¿está usted loco?
Él levantó la cabeza y me miró: la ternura que reflejaba su rostro me calmó de inmediato.
—¡Me gustaría que así fuera! —dijo él—. La locura sería más fácil de
soportar comparada con verdades como esta. ¡Oh, mi amigo!, ¿por qué piensa
que yo di un rodeo tan grande? ¿Por qué tomé tanto tiempo para decirle una
cosa tan simple? ¿Es acaso porque lo odio y lo he odiado a usted toda mi vida?
¿Es porque deseaba causarle daño? ¿Era porque yo quería, ahora, después de
tanto tiempo, vengarme por aquella vez que usted salvó mi vida, y de una muerte terrible? ¡Ah! ¡No!.
—Perdóneme —le dije yo.
Mi maestro continuó:
—Mi amigo, fue porque yo deseaba ser cuidadoso en darle la noticia,
porque yo sé que usted amó a esa niña tan dulce. Pero aun ahora no espero que
usted me crea. Es tan difícil aceptar de golpe cualquier verdad muy abstracta, ya
que nosotros podemos dudar que sea posible si siempre hemos creído en su
imposibilidad…, y es todavía más difícil y duro aceptar una verdad concreta tan
triste, y de una persona como la señorita Lucy. Hoy por la noche iré a probarlo.
¿Se atreve a venir conmigo?
Esto me hizo tambalear. Un hombre no gusta que le prueben tales
verdades; Byron decía de los celos: «Y prueban la verdad pura de lo que más aborrecía.»
Él vio mi indecisión, y habló:
—La lógica es simple, aunque esta vez no es lógica de loco, saltando de un
montecillo a otro en un pantano con niebla. Si no es verdad, la prueba será un
alivio; en el peor de los casos, no hará ningún daño. ¡Si es verdad…! ¡Ah!, ahí
está la amenaza. Sin embargo, cada amenaza debe ayudar a mi causa, pues en
ella hay necesidad de creer. Venga; le digo lo que me propongo: primero,
salimos ahora mismo y vamos a ver al niño al hospital. El doctor Vincent, del
Hospital del Norte, donde el periódico dice que se encuentra el niño, es un
amigo mío, y creo que de usted también, ya que estudió con él en Ámsterdam.
Permitirá que dos científicos vean su caso, si no quiere que lo hagan dos amigos.
No le diremos nada, sino sólo que deseamos aprender. Y entonces…
—¿Y entonces?
Sacó una llave de su bolsillo y la sostuvo ante mí.
—Entonces, pasamos la noche, usted y yo, en el cementerio donde yace
Lucy. Esta es la llave que cierra su tumba. Me la dio el hombre que hizo el
féretro, para que se la diera a Arthur.
Mi corazón se encogió cuando sentí que una horrorosa aventura parecía
estar ante nosotros. Sin embargo, no podía hacer nada, así es que hice de tripas
corazón y dije que sería mejor darnos prisa, ya que la tarde estaba pasando…
Encontramos despierto al niño. Había dormido y había comido algo, y en
conjunto iba mejorando notablemente. El doctor Vincent retiró la venda de su
garganta y nos mostró los puntos. No había ninguna duda con su parecido de
aquellos que habían estado en la garganta de Lucy. Eran más pequeños, y los
bordes parecían más frescos; eso era todo. Le preguntamos a Vincent a qué los
atribuía, y él replicó que debían ser mordiscos de algún animal; tal vez de una
rata; pero se inclinaba a pensar que era uno de uno de esos murciélagos que
eran tan numerosos en las alturas del norte de Londres.
—Entre tantos inofensivos —dijo él—, puede haber alguna especie salvaje
del sur de algunos tipos más malignos. Algún marinero pudo haberlo llevado a
su casa, y puede habérsele escapado; o incluso algún polluelo puede haberse
salido de los jardines zoológicos, o alguno de los de ahí puede haber sido creado
por un vampiro. Estas cosas suceden; ¿saben ustedes?, hace sólo diez días se
escapó un lobo, y creo que lo siguieron en esta dirección. Durante una semana
después de eso, los niños no hicieron más que jugar a «Caperucita Roja» en el
Brezal y en cada callejuela del lugar hasta que el espanto de esta «dama
fanfarrona» apareció. Desde entonces se han divertido mucho. Hasta este pobre
pequeñuelo, cuando despertó hoy, le preguntó a una de las enfermeras si podía
irse. Cuando ella le preguntó por qué quería irse, él dijo que quería ir a jugar con la «dama fanfarrona»
—Espero —dijo van Helsing— que cuando usted envíe a este niño a casa
tomará sus precauciones para que sus padres mantengan una estricta vigilancia
sobre él. Dar libre curso a estas fantasías es lo más peligroso; y si el niño fuese a
permanecer otra noche afuera, probablemente sería fatal para él. Pero en todo
caso supongo que usted no lo dejará salir hasta dentro de algunos días, ¿no es así?
—Seguramente que no; permanecerá aquí por lo menos una semana; más
tiempo si la herida todavía no le ha sanado.
Nuestra visita al hospital se prolongó más tiempo del que habíamos
previsto, y antes de que saliéramos el sol ya se había ocultado. Cuando van
Helsing vio que estaba oscuro, dijo:
—No hay prisa. Es más tarde de lo que yo creía. Venga; busquemos algún
lugar donde podamos comer, y luego continuaremos nuestro camino.
Cenamos en el Castillo de Jack Straw, junto con un pequeño grupo de
ciclistas y otros que eran alegremente ruidosos. Como a las diez de la noche, salimos de la posada.
Ya estaba entonces bien oscuro, y las lámparas desperdigadas hacían la
oscuridad aún mayor una vez que uno salía de su radio individual. El profesor
había evidentemente estudiado el camino que debíamos seguir, pues continuó
con toda decisión; en cambio, yo estaba bastante confundido en cuanto a la
localidad. A medida que avanzamos fuimos encontrando menos gente, hasta
que finalmente nos sorprendimos cuando encontramos incluso a la patrulla de
la policía montada haciendo su ronda suburbana normal. Por último, llegamos a
la pared del cementerio, la cual escalamos. Con alguna pero no mucha dificultad
(pues estaba oscuro, y todo el lugar nos parecía extraño) encontramos la cripta
de los Westenra. El profesor sacó la llave, abrió la rechinante puerta y
apartándose cortésmente, pero sin darse cuenta, me hizo una seña para que
pasara adelante. Hubo una deliciosa ironía en este ademán; en la amabilidad de
ceder el paso en una ocasión tan lúgubre. Mi compañero me siguió
inmediatamente y cerró la puerta con cuidado, después de ver que el candado
estuviera abierto y no cerrado. En este último caso hubiésemos estado en un
buen lío. Luego, buscó a tientas en su maletín, y sacando una caja de fósforos y
un pedazo de vela, procedió a hacer luz. La tumba, durante el día y cuando
estaba adornada con flores frescas, era ya suficientemente lúgubre; pero ahora,
algunos días después, cuando las flores colgaban marchitas y muertas, con sus
pétalos mustios y sus cálices y tallos pardos; cuando la araña y el gusano habían
reanudado su acostumbrado trabajo; cuando la piedra descolorida por el
tiempo, el mortero cubierto de polvo, y el hierro mohoso y húmedo, y los
metales empañados, y las sucias filigranas de plata reflejaban el débil destello de
una vela, el efecto era más horripilante y sórdido de lo que puede ser imaginado.
Irresistiblemente pensé que la vida, la vida animal, no era la única cosa que pasaba y desaparecía.
Van Helsing comenzó a trabajar sistemáticamente. Sosteniendo su vela
de manera que pudiera leer las inscripciones de los féretros, y sosteniéndola de
manera que el esperma de ballena caía en blancas gotas que se congelaban al
tocar el metal, buscó y encontró el sarcófago de Lucy. Otra búsqueda en su
maletín, y sacó un destornillador.
—¿Qué va a hacer? —le pregunté.
—Voy a abrir el féretro. Entonces estará usted convencido.
Sin perder tiempo comenzó a quitar los tornillos y finalmente levantó la
tapa, dejando al descubierto la cubierta de plomo bajo ella. La vista de todo
aquello casi fue demasiado para mí. Me parecía que era tanto insulto para la
muerta como si se le hubiesen quitado sus vestidos mientras dormía estando
viva; de hecho le sujeté la mano y traté de detenerlo. Él sólo dijo: «Verá usted», y
buscando a tientas nuevamente en su maletín sacó una pequeña sierra de
calados. Atravesando un tornillo a través del plomo mediante un corto golpe
hacia abajo, cosa que me estremeció, hizo un pequeño orificio que, sin embargo,
era suficientemente grande para admitir la entrada de la punta de la sierra. Yo
esperé una corriente de gas del cadáver de una semana. Los médicos, que
tenemos que estudiar nuestros peligros, nos tenemos que acostumbrar a tales
cosas, y yo retrocedí hacia la puerta. Pero mi maestro no se detuvo ni un
momento; aserró unos sesenta centímetros a lo largo de uno de los costados del
féretro, y luego a través y luego por el otro lado hacia abajo. Tomando luego el
borde de la pestaña suelta, lo dobló hacia atrás en dirección a los pies del
féretro, y sosteniendo la vela en la abertura me indicó que echara una mirada.
Me acerqué y miré. El féretro estaba vacío.
Ciertamente me causó una gran sorpresa, y me dio una fuerte impresión;
pero van Helsing permaneció inmóvil. Ahora estaba más seguro que antes sobre
lo que hacía, y más decidido a proseguir su tarea.
—¿Está usted ahora satisfecho, amigo John? —me preguntó.
Yo sentí que toda la rebeldía agazapada de mi carácter se despertaba dentro de mí, y le respondí:
—Estoy satisfecho de que el cuerpo de Lucy no está en el féretro; pero eso sólo prueba una cosa…
—¿Y qué es lo que prueba, amigo John?.
—Que no está ahí.
—Eso es buena lógica —dijo él—, hasta cierto punto. Pero, ¿cómo puede
usted explicarse que no esté ahí?
—Tal vez un ladrón de cadáveres —sugerí yo—. Alguno de los empleados
del empresario de pompas fúnebres pudo habérselo robado.
Yo sentí que estaba diciendo tonterías, y sin embargo, aquella fue la única
causa real que pude sugerir. El profesor suspiró.
—¡Ah! Debemos tener más pruebas. Venga conmigo, John.
Cerró otra vez la tapa del féretro, recogió todas sus cosas y las metió en el
maletín, apagó la luz y colocó la vela en el mismo lugar de antes. Abrimos la
puerta y salimos. Detrás de nosotros cerró la puerta y le echó llave. Me entregó la llave, diciendo:
—¿Quiere guardarla usted? Sería mejor que estuviese bien guardada.
Yo reí, con una risa que me veo obligado a decir que no era muy alegre, y
le hice señas para que la guardara él.
—Una llave no es nada —le dije—, puede haber duplicados; y de todas
maneras, no es muy difícil abrir un candado de esa clase.
Mi maestro no dijo nada, sino que guardó la llave en su bolsillo. Luego
me dijo que vigilara un lado del cementerio mientras él vigilaba el otro. Ocupé
mi lugar detrás de un árbol de tejo, y vi su oscura figura moviéndose hasta que
las lápidas y los árboles lo ocultaron a mi vista.
Fue una guardia muy solitaria. Al poco rato de estar en mi lugar escuché
un reloj distante que daba las doce, y a su debido tiempo dio la una y las dos. Yo
estaba tiritando de frío, muy nervioso, y enojado con el profesor por llevarme a
semejante tarea y conmigo mismo por haber acudido. Estaba demasiado frío y
demasiado adormilado para mantener una aguda observación, pero no estaba lo
suficientemente adormilado como para traicionar la confianza del maestro; en
resumen, pasé un largo rato muy desagradable.
Repentinamente, al darme vuelta, pensé ver una franja blanca
moviéndose entre dos oscuros árboles de tejo, en el extremo más lejano de la
tumba al otro lado del cementerio; al mismo tiempo, una masa oscura se movió
del lado del profesor y se apresuró hacia ella. Luego yo también caminé: pero
tuve que dar un rodeo por unas lápidas y unas tumbas cercadas, y tropecé con
unas sepulturas. El cielo estaba nublado, y en algún lugar lejano un gallo
tempranero lanzó su canto. Un poco más allí, detrás de una línea de árboles de
enebros, que marcaban el sendero hacia la iglesia, una tenue y blanca figura se
apresuraba en dirección a la tumba. La propia tumba estaba escondida entre los
árboles, y no pude ver donde desapareció la figura. Escuché el crujido de unos
pasos sobre las hojas en el mismo lugar donde había visto anteriormente a la
figura blanca, y al llegar allí encontré al profesor sosteniendo en sus brazos a un niño tierno.
Cuando me vio lo puso ante mí, y me dijo:
—¿Está usted satisfecho ahora?
—No —dije yo en una manera que sentí que era agresiva.
—¿No ve usted al niño?
—Sí; es un niño, pero, ¿quién lo trajo aquí? ¿Está herido?
—Veremos —dijo el profesor, y movidos por el mismo impulso buscamos
la salida del cementerio, llevando con nosotros al niño dormido.
Cuando nos hubimos alejado un pequeño trecho, nos recogimos tras un
macizo de árboles, encendimos un fósforo y miramos la garganta del niño. No
tenía ni un arañazo ni cicatriz alguna.
—¿Tenía yo razón? —pregunté triunfalmente.
—Llegamos apenas a tiempo —dijo el profesor, como meditando.
Ahora teníamos que decidir qué íbamos a hacer con el niño, por lo que
consultamos acerca de él. Si lo llevábamos a una estación de policía tendríamos
que dar declaración de nuestro movimiento durante la noche; por lo menos,
tendríamos que declarar de alguna manera como habíamos encontrado al niño.
Así es que finalmente decidimos que lo llevaríamos al Brezal, y que si oíamos
acercarse a un policía lo dejaríamos en un lugar en donde él tuviera que
encontrarlo. Luego podríamos irnos a casa lo más pronto posible, A la orilla del
Brezal de Hampstead, oímos los pesados pasos de un policía y dejamos al niño a
la orilla del camino, y luego esperamos y observamos hasta que vimos que él lo
había iluminado con su linterna. Escuchamos sus exclamaciones de asombro y
luego nos alejamos en silencio. Por suerte encontramos un coche cerca de «Los
Españoles», y nos fuimos en él a la ciudad.
No puedo dormir, por lo que estoy haciendo estas anotaciones. Pero debo
tratar de dormir siquiera unas horas, ya que van Helsing vendrá por mí al
mediodía. Insiste en que lo acompañe en otra expedición semejante a la de hoy.
27 de septiembre. Dieron las dos de la tarde antes de que encontráramos
una oportunidad para realizar nuestro intento. Un funeral efectuado al
mediodía había terminado, y los últimos dolientes rezagados se alejaban
perezosamente en grupos, cuando, mirando cuidadosamente detrás de un
macizo de árboles de aliso, vimos cómo el sepulturero cerraba la verja detrás de
él. Sabíamos que estaríamos a salvo hasta la mañana en caso de que lo
deseáramos; pero mi maestro me dijo que no necesitaríamos más que una hora,
a lo sumo. Nuevamente sentí esa horrible sensación de la realidad de las cosas,
en la cual cualquier esfuerzo de la imaginación parece fuera de lugar; y me di
cuenta distintamente de las amenazas de la ley que pendían sobre nosotros
debido a nuestro impío trabajo. Además, sentí que todo era inútil. Delictuoso
como fuese el abrir un féretro de plomo, para ver si una mujer muerta cerca de
una semana antes estaba realmente muerta, ahora me parecía la mayor de las
locuras abrir otra vez esa tumba, cuando sabíamos, por haberlo visto con
nuestros propios ojos, que el féretro estaba vacío. Me encogí de hombros, sin
embargo, permanecí en silencio, pues van Helsing tenía una manera de seguir
su propio camino, sin importarle quién protestara. Sacó la llave, abrió la cripta y
nuevamente me hizo una cortés seña para que lo precediera. El lugar no estaba
tan espantoso como la noche anterior, pero, ¡oh!, cómo se sentía una
indescriptible tristeza cuando le daba la luz del sol. Van Helsing caminó hacia el
féretro de Lucy y yo lo seguí. Se inclinó sobre él y nuevamente torció hacia atrás
la pestaña de plomo. Un escalofrío de sorpresa y espanto me recorrió el cuerpo.
Allí yacía Lucy, aparentemente igual a como la habíamos visto la noche
anterior a su entierro. Estaba, si era posible, más bella y radiante que nunca; no
podía creer que estuviera muerta. Sus labios estaban rojos, más rojos que antes,
y sus mejillas resplandecían ligeramente.
—¿Qué clase de superchería es esta? —dije a van Helsing.
—¿Está usted convencido ahora? —dijo el profesor como respuesta, y
mientras hablaba alargó una mano de una manera que me hizo temblar, levantó
los labios muertos y mostró los dientes blancos. Vea —continuó—, están incluso
más agudos que antes. Con éste y éste —y tocó uno de los caninos y el diente
debajo de ellos pequeñuelos pueden ser mordidos. ¿Lo cree ahora, amigo John?
Una vez más la hostilidad se despertó en mí. No podía aceptar una idea
tan abrumadora como la que me sugería; así es que, con una intención de
discutir de la que yo mismo me avergonzaba en esos momentos, le dije:
—La pudieron haber colocado aquí anoche.
—Es verdad. Eso es posible. ¿Quién?
—No lo sé. Alguien lo ha hecho.
—Y sin embargo, hace una semana que está muerta. La mayor parte de la
gente no tendría ese aspecto después de tanto tiempo…
Para esto no tenía respuesta y guardé silencio. Van Helsing no pareció
notar mi silencio; por lo menos no mostró ni disgusto ni triunfo. Estaba
mirando atentamente el rostro de la muerta; levantó los párpados, la miró a los
ojos y, una vez más, le separó los labios y examinó sus dientes. Luego, se volvió hacia mí, y me dijo:
—Aquí hay algo diferente a todo lo conocido; hay alguna vida dual que no
es como las comunes. Fue mordida por el vampiro cuando estaba en un trance,
caminando dormida. ¡Oh!, se asombra usted. No sabe eso, amigo John, pero lo
sabrá más tarde; y en trance sería lo mejor para regresar a tomar más sangre.
Ella murió en trance, y también en trance es una «nomuerta». Por eso es distinta a todos los demás.
Generalmente, cuando los «nomuertos» duermen en casa —y al hablar
hizo un amplio ademán con los brazos para designar lo que para un vampiro era
«casa» su rostro muestra lo que son, pero éste es tan dulce, que cuando ella es
«nomuerta» regresa a la nada de los muertos comunes. Vea; no hay nada
aparentemente maligno aquí, y es muy desagradable que yo tenga que matarla mientras duerme.
Esto me heló la sangre, y comencé a darme cuenta de que estaba
aceptando las teorías de van Helsing; pero si ella estaba realmente muerta, ¿qué
había de terrorífico en la idea de matarla? Él levantó su mirada hacia mí, y
evidentemente vio el cambio en mi cara, pues dijo casi alegre:
—¡Ah! ¿Cree usted ahora?
Respondí:
—No me presione demasiado. Estoy dispuesto a aceptar. ¿Cómo va a
hacer usted este trabajo macabro?
—Le cortaré la cabeza y llenaré su boca con ajo, y atravesaré su corazón con una estaca.
Me hizo temblar pensar en la mutilación del cuerpo de la mujer que yo
había amado. Sin embargo, el sentimiento no fue tan fuerte como lo hubiera
esperado. De hecho, comenzaba a sentir repulsión ante la presencia de aquel
ser, de aquella «nomuerta», como lo había llamado van Helsing, y a detestarlo.
¿Es posible que el amor sea todo subjetivo, o todo objetivo?
Esperé un tiempo bastante considerable para que van Helsing
comenzara, pero él se quedó quieto, como si estuviese absorto en profundas
meditaciones. Finalmente, cerró de un golpe su maletín, y dijo:
—Lo he estado pensando, y me he decidido por lo que considero lo mejor.
Si yo actuara simplemente siguiendo mi inclinación, haría ahora, en este
momento, lo que debe hacerse; pero otras cosas seguirán, y cosas que son mil
veces más difíciles y que todavía no conocemos. Esto es simple. Ella todavía no
ha matado a nadie, aunque eso es cosa de tiempo; y el actuar ahora sería quitar
el peligro de ella para siempre. Pero luego podemos necesitar a Arthur, ¿y cómo
le diremos esto? Si usted, que vio las heridas en la garganta de Lucy, y vio las
heridas tan similares en el niño, en el hospital; si usted, que vio anoche el
féretro vacío y lo ha visto hoy lleno, con una mujer que no sólo no ha cambiado
sino que se ha vuelto más rosada y más bella en una semana después de muerta,
si usted sabe esto y sabe de la figura blanca que anoche trajo al niño al
cementerio, y sin embargo, no cree a sus propios sentidos, ¿cómo entonces
puedo esperar que Arthur, quien desconoce todas estas cosas, crea? Dudó de mí
cuando evité que besara a la moribunda. Yo sé, que él me ha perdonado, pero
creyendo que por ideas equivocadas yo he hecho algo que evitó que él se
despidiera como debía; y puede pensar que debido a otro error esta mujer ha
sido enterrada viva; y en la más grande de todas las equivocaciones, que la
hemos matado. Entonces argüirá que nosotros, los equivocados, somos quienes
la hemos matado debido a nuestras ideas; y entonces se quedará muy triste para
siempre. Sin embargo, nunca podrá estar seguro de nada, y eso es lo peor de
todo. Y algunas veces pensará que aquella a quien amaba fue enterrada viva, y
eso pintará sus sueños con los horrores que ella debe haber sufrido; y otra vez,
pensará que pueda ser que nosotros tengamos razón, y que después de todo, su
amada era una «nomuerta». ¡No! Ya se lo dije una vez, y desde entonces yo he
aprendido mucho. Ahora, desde que sé que todo es verdad, cien mil veces más
sé que debe pasar a través de las aguas amargas para llegar a las dulces. El pobre
muchacho, debe tener una hora que le hará parecer negra la faz del mismo cielo;
luego podremos actuar decisivamente y a fondo, y ponerlo en paz consigo
mismo. Me he decidido. Vámonos. Usted regrese a su casa, por la noche, a su
asilo, y vea que todo esté bien. En cuanto a mí, pasaré esta noche aquí en el
cementerio. Mañana por la noche vaya a recogerme al hotel Berkeley a las diez.
Avisaré a Arthur para que venga también, y también a ese fino joven de América
que dio su sangre. Más tarde, todas tendremos mucho que hacer. Yo iré con
usted hasta Piccadilly y cenaré ahí, pues debo estar de regreso aquí antes de la salida del sol.
Así pues, echamos llave a la tumba y nos fuimos, y escalamos el muro del
cementerio, lo cual no fue una tarea muy difícil, y condujimos de regreso a Piccadilly.
Nota dejada por van Helsing en su abrigo, en el hotel Berkeley, y dirigida a
John Seward, M. D. (sin entregar).
27 de septiembre
«Amigo John:
«Le escribo esto por si algo sucediera. Voy a ir solo a vigilar ese
cementerio de la iglesia. Me agradaría que la muerta viva, o «nomuerta», la
señorita Lucy, no saliera esta noche, con el fin de que mañana a la noche esté
más ansiosa. Por consiguiente, debo preparar ciertas cosas que no serán de su
agrado: ajos y un crucifijo, para sellar la entrada de la tumba. No hace mucho
tiempo que es muerta viva, y tendrá cuidado. Además, esas cosas tienen el
objeto de impedir que salga, puesto que no pueden vencerla si desea entrar;
porque, en ese caso, el muerto vivo está desesperado y debe encontrar la línea
de menor resistencia, sea cual sea. Permaneceré alerta durante toda la noche,
desde la puesta del sol hasta el amanecer, y si existe algo que pueda observarse,
lo haré. No tengo miedo de la señorita Lucy ni temo por ella; en cuanto a la
causa a la que debe el ser muerta viva, tenemos ahora el poder de registrar su
tumba y guarecernos. Es inteligente, como me lo ha dicho el señor Jonathan, y
por el modo en que nos ha engañado durante todo el tiempo que luchó con
nosotros por apoderarse de la señorita Lucy. La mejor prueba de ello es que
perdimos. En muchos aspectos, los muertos vivos son fuertes. Tienen la fuerza
de veinte hombres, e incluso la de nosotros cuatro, que le dimos nuestras
fuerzas a la señorita Lucy. Además, puede llamar a su lobo y no sé qué pueda
suceder. Por consiguiente, si va allá esta noche, me encontrará allá; pero no me
verá ninguna otra persona, hasta que sea ya demasiado tarde. Empero, es
posible que no le resulte muy atractivo ese lugar. No hay razón por la que
debiera presentarse, ya que su coto de caza contiene piezas más importantes que
el cementerio de la iglesia donde duerme la mujer muerta viva y vigila un anciano.
«Por consiguiente, escribo esto por si acaso… Recoja los papeles que se
encuentran junto a esta nota: los diarios de Harker y todo el resto, léalos, y,
después, busque a ese gran muerto vivo, córtele la cabeza y queme su corazón o
atraviéselo con una estaca, para que el mundo pueda estar en paz sin su presencia.
«Si sucede lo que temo, adiós.
VAN HELSING»
Del diario del doctor Seward
28 de septiembre. Es maravilloso lo que una buena noche de sueño
reparador puede hacer por uno. Ayer estaba casi dispuesto a aceptar las
monstruosas ideas de van Helsing, pero, en estos momentos, veo con claridad
que son verdaderos retos al sentido común. No me cabe la menor duda de que él
lo cree todo a pie juntillas. Me pregunto si no habrá perdido el juicio. Con toda
seguridad debe haber alguna explicación lógica de todas esas cosas extrañas y
misteriosas. ¿Es posible que el profesor lo haya hecho todo él mismo? Es tan
anormalmente inteligente que, si pierde el juicio, llevaría a cabo todo lo que se
propusiera, con relación a alguna idea fija, de una manera extraordinaria. Me
niego a creerlo, puesto que sería algo tan extraño como lo otro descubrir que
van Helsing está loco; pero, de todos modos, tengo que vigilarlo
cuidadosamente. Es posible que así descubra algo relacionado con el misterio.
29 de septiembre, por la mañana… Anoche, poco antes de las diez,
Arthur y Quincey entraron en la habitación de van Helsing; éste nos dijo todo lo
que deseaba que hiciéramos; pero, especialmente, se dirigió a Arthur, como si
todas nuestras voluntades estuvieran concentradas en la suya. Comenzó
diciendo que esperaba que todos nosotros lo acompañáramos.
—Puesto que es preciso hacer allí algo muy grave, ¿viene usted? ¿Le asombró mi carta?
Las preguntas fueron dirigidas a lord Godalming.
—Sí. Me sentí un poco molesto al principio. Ha habido tantos enredos en
torno a mi casa en los últimos tiempos que no me agradaba la idea de uno más.
Asimismo, tenía curiosidad por saber qué quería usted decir. Quincey y yo
discutimos acerca de ello; pero, cuanto más ahondábamos la cuestión tanto más
desconcertados nos sentíamos. En lo que a mí respecta, creo que he perdido por
completo la capacidad de comprender.
—Yo me encuentro en el mismo caso —dijo Quincey Morris, lacónicamente.
—¡Oh! —dijo el profesor—. En ese caso, se encuentran ustedes más cerca
del principio que nuestro amigo John, que tiene que desandar mucho camino para acercarse siquiera al principio.
A todas luces había comprendido que había vuelto a dudar de todo ello,
sin que yo pronunciara una sola palabra. Luego, se volvió hacia los otros dos y les dijo, con mucha gravedad:
—Deseo que me den su autorización para hacer esta noche lo que creo
conveniente. Aunque sé que eso es mucho pedir; y solamente cuando sepan qué
me propongo hacer comprenderán su importancia. Por consiguiente, me veo
obligado a pedirles que me prometan el permiso sin saber nada, para que más
tarde, aunque se enfaden conmigo y continúen enojados durante cierto tiempo,
una posibilidad que no he pasado por alto, no puedan culparse ustedes de nada.
—Me parece muy leal su proceder —interrumpió Quincey—. Respondo
por el profesor. No tengo ni la menor idea de cuáles sean sus intenciones; pero
les aseguro que es un caballero honrado, y eso basta para mí.
—Muchas gracias, señor —dijo van Helsing con orgullo—. Me he honrado
considerándolo a usted un amigo de confianza, y su apoyo me es muy grato.
Extendió una mano, que Quincey aceptó.
Entonces, Arthur tomó la palabra:
—Doctor van Helsing, no me agrada «comprar un cerdo en un saco sin
verlo antes», como dicen en Escocia, y si hay algo en lo que mi honor de
caballero o mi fe como cristiano puedan verse comprometidos, no puedo hacer
esa promesa. Si puede usted asegurarme que esos altos valores no están en
peligro de violación, le daré mi consentimiento sin vacilar un momento; aunque
le aseguro que no comprendo qué se propone.
—Acepto sus condiciones —dijo van Helsing—, y lo único que le pido es
que si considera necesario condenar alguno de mis actos, reflexione
cuidadosamente en ello, para asegurarse de que no se hayan violado sus principios morales.
—¡De acuerdo! —dijo Arthur—. Me parece muy justo. Y ahora que ya
hemos terminado las negociaciones, ¿puedo preguntar qué tenemos que hacer?
—Deseo que vengan ustedes conmigo en secreto, al cementerio de la iglesia de Kingstead.
El rostro de Arthur se ensombreció, al tiempo que decía, con tono que
denotaba claramente su desconcierto:
—¿En donde está enterrada la pobre Lucy?
El profesor asintió con la cabeza, y Arthur continuó:
—¿Y una vez allí…?
—¡Entraremos en la tumba!
Arthur se puso en pie.
—Profesor, ¿está usted hablando en serio, o se trata de alguna broma
monstruosa? Excúseme, ya veo que lo dice en serio.
Volvió a sentarse, pero vi que permanecía en una postura rígida y llena de
altivez, como alguien que desea mostrarse digno. Reinó el silencio, hasta que volvió a preguntar:
—¿Y una vez en la tumba?
—Abriremos el ataúd.
—¡Eso es demasiado! —exclamó, poniéndose en pie lleno de ira—. Estoy
dispuesto a ser paciente en todo cuanto sea razonable; pero, en este caso…, la
profanación de una tumba… de la que…
Perdió la voz, presa de indignación. El profesor lo miró tristemente.
—Si pudiera evitarle a usted un dolor semejante, amigo mío —dijo—, Dios
sabe que lo haría; pero esta noche nuestros pies hollarán las espinas; o de lo
contrario, más tarde y para siempre, ¡los pies que usted ama hollarán las llamas!
Arthur levantó la vista, con rostro extremadamente pálido y descompuesto, y dijo:
—¡Tenga cuidado, señor, tenga cuidado!
—¿No cree usted que será mejor que escuche lo que tengo que decirles? —
dijo van Helsing—. Así sabrá usted por lo menos cuáles son los límites de lo que me propongo. ¿Quieren que prosiga?
—Me parece justo —intervino Morris.
Al cabo de una pausa, van Helsing siguió hablando, haciendo un gran esfuerzo por ser claro:
—La señorita Lucy está muerta; ¿no es así? ¡Sí! Por consiguiente, no es
posible hacerle daño; pero, si no está muerta…
Arthur se puso en pie de un salto.
—¡Santo Dios! —gritó—. ¿Qué quiere usted decir? ¿Ha habido algún
error? ¿La hemos enterrado viva?
Gruñó con una cólera tal que ni siquiera la esperanza podía suavizarla.
—No he dicho que estuviera viva, amigo mío; no lo creo. Solamente digo
que es posible que sea una «muerta viva», o «no muerta».
—¡Muerta viva! ¡No muerta! ¿Qué quiere usted decir? ¿Es todo esto una pesadilla, o qué?
—Existen misterios que el hombre solamente puede adivinar, y que
desentraña en parte con el paso del tiempo. Créanme: nos encontramos
actualmente frente a uno de ellos. Pero no he terminado. ¿Puedo cortarle la
cabeza al cadáver de la señorita Lucy?
—¡Por todos los diablos, no! —gritó Arthur, con encendida pasión—. Por
nada del mundo consentiré que se mutile su cadáver. Doctor van Helsing, está
usted abusando de mi paciencia. ¿Qué le he hecho para que desee usted
torturarme de este modo? ¿Qué hizo esa pobre y dulce muchacha para que
desee usted causarle una deshonra tan grande en su tumba? ¿Está usted loco
para decir algo semejante, o soy yo el alienado al escucharlo? No se permita
siquiera volver a pensar en tal profanación. No le daré mi consentimiento en
absoluto. Tengo el deber de proteger su tumba de ese ultraje. ¡Y les prometo que voy a hacerlo!
Van Helsing se levantó del asiento en que había permanecido sentado
durante todo aquel tiempo, y dijo, con gravedad y firmeza:
—Lord Godalming, yo también tengo un deber; un deber para con los
demás, un deber para con usted y para con la muerta. ¡Y le prometo que voy a
cumplir con él! Lo único que le pido ahora es que me acompañe, que observe
todo atentamente y que escuche; y si cuando le haga la misma petición más
adelante no está usted más ansioso que yo mismo porque se lleve a cabo,
entonces… Entonces cumpliré con mi deber, pase lo que pase. Después, según
los deseos de usted, me pondré a su disposición para rendirle cuentas de mi
conducta, cuando y donde usted quiera —la voz del maestro se apagó un poco,
pero continuó, en tono lleno de conmiseración—: Pero le ruego que no siga
enfadado conmigo. En el transcurso de mi vida he tenido que llevar a cabo
muchas cosas que me han resultado profundamente desagradables, y que a
veces me han destrozado el corazón; sin embargo, nunca había tenido una tarea,
tan ingrata entre mis manos. Créame que si llegara un momento en que
cambiara usted su opinión sobre mí, una sola mirada suya borraría toda la
tristeza enorme de estos momentos, puesto que voy a hacer todo lo
humanamente posible por evitarle a usted la tristeza y el pesar. Piense
solamente, ¿por qué iba a tomarme tanto trabajo y tantas penas? He venido
desde mi país a hacer lo que creo que es justo; primeramente, para servir a mi
amigo John, y, además, para ayudar a una dama que yo también llegué a amar.
Para ella, y siento tener que decirlo, aun cuando lo hago para un propósito
constructivo, di lo mismo que usted: la sangre de mis venas. Se la di, a pesar de
que no era como usted, el hombre que amaba, sino su médico y su amigo. Le
consagré mis días y mis noches… antes de su muerte y después de ella, y si mi
muerte puede hacerle algún bien, incluso ahora, cuando es un «muerto vivo», la
pondré gustosamente a su disposición.
Dijo esto con una dignidad muy grave y firme, y Arthur quedó muy
impresionado por ello. Tomó la mano del anciano y dijo, con voz entrecortada:
—¡Oh! Es algo difícil de creer y no lo entiendo. Pero, al menos, debo ir
con usted y observar los acontecimientos.