Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER
1 de octubre, por la noche. Encontré a Thomas Snelling en su casa, en
Bethnal Green; pero, desafortunadamente, no estaba en condiciones de recordar
nada. El aliciente mismo de la cerveza que mi esperada visita había abierto ante
él, resultó demasiado fuerte, y comenzó a beber demasiado pronto, antes de mi
llegada. Sin embargo, supe, gracias a su esposa, una persona decente y tímida,
que era solamente el asistente de Smollet, que de los dos era el responsable. De
modo que me dirigí hacia Walworth y encontré al señor Joseph Smollet en su
casa, en mangas de camisa, tomando una taza de té tardía, que levantaba de un
platillo. Es un tipo honrado e inteligente, un trabajador de confianza y con una
inteligencia y una personalidad que le son propias. Recordaba todo respecto al
incidente de las cajas, y, sacando de un lugar misterioso de la parte posterior de
su pantalón una libreta con las puntas de las hojas dobladas y las páginas
cubiertas de jeroglíficos trazados con un lápiz de punta gruesa y con una
escritura muy apoyada, me comunicó el punto de destino de las cajas. Había seis
que había tomado en Carfax y las había depositado en el número ciento noventa
y siete de Chicksand Street, en Mile End New Town, y otras seis que había
depositado en Jamaica Lane, Bermondsey. En el caso de que el conde deseara
distribuir sus fantasmales refugios por todo Londres, esos lugares habrían sido
escogidos como punto de partida, de tal modo que a continuación pudiera
distribuir completamente las cajas.
El modo sistemático en que todo aquello estaba siendo llevado a cabo me
hizo pensar que eso no podría significar que el monstruo deseaba confinarse en
dos lugares de Londres. Estaba situado ya en la parte este de la ribera norte, al
este de la costa sur y al sur de la ciudad. Era seguro que no pensaba dejar fuera
de sus planes diabólicos el norte y el oeste…, por no hablar de la City misma, y el
corazón mismo del Londres elegante, al sudoeste y al oeste. Volví a ver a Smollet
y le pregunté si podría decirnos si había sido sacada alguna otra caja de Carfax.
Entonces respondió:
—Bueno, señor, se ha portado usted muy bien conmigo —le había dado
medio soberano y voy a decirle todo lo que sé. Oí a un hombre llamado Bloxam
que decía hace cuatro noches en el «Are and Ounds» de Pincer’s Alley, que él y
su compañero habían tenido un trabajo sucio y raro en una vieja casa de
Purfleet. No son frecuentes aquí los trabajos de esa índole, y creo que Sam
Bloxam podrá decirle algo más al respecto.
Le pregunté si le era posible indicarme donde podría encontrarlo. Le dije
que si podía conseguirme la dirección, tendría mucho gusto en entregarle otro medio soberano.
De modo que tomó de un trago el resto de su té y se puso en pie, diciendo
que iba a iniciar sus averiguaciones. En la puerta se detuvo, y dijo:
—Escuche, señor, no tiene sentido que espere usted aquí. Es posible que
encuentre pronto a Sam, o que no lo haga, pero, de todos modos, no creo que se
encuentre en condiciones de decirle muchas cosas esta noche. Sam es un tipo
raro cuando saca los pies de sus casillas. Si puede usted darme un sobre con un
sello de correos y su dirección, veré donde es posible encontrar a Sam y le
enviaré los datos por correo esta misma noche. Pero será preciso que vaya a
verlo muy de mañana si quiere encontrarlo, puesto que Sam se levanta
temprano, por muy prolongada que haya sido la juerga de la noche anterior.
Eso resultó práctico, de modo que uno de los niños salió con un penique a
comprar un sobre y una hoja de papel, y le di el cambio. Cuando regresó, le puse
la dirección al sobre y le pegué el sello, y cuando Smollet me prometió otra vez
que me enviaría la dirección por correo en cuanto la descubriera, me dirigí a
casa. De todos modos, estamos sobre la pista. Esta noche me siento cansado y
deseo dormir. Mina está profundamente dormida y tiene un aspecto demasiado
pálido; sus ojos dan la impresión de que ha estado llorando. Pobre mujer, estoy
seguro de que le es muy duro permanecer en la ignorancia y que eso puede
hacer que se sienta doblemente ansiosa por mí y por todos los demás. Pero es
mejor así. Es mejor sentirse decepcionado y ansioso, que tener los nervios
destrozados. Los médicos tenían razón al insistir en que ella debía permanecer
fuera de todo este terrible asunto. Debo mantenerme firme, puesto que la carga
del silencio debe pesar sobre todo en mí. Ni siquiera puedo mencionar el tema
ante ella, por ninguna circunstancia. En realidad, no creo que resulte una tarea
difícil y dura, después de todo, ya que ella misma se ha hecho reticente en lo
relativo a ese tema y no ha vuelto a hablar del conde ni de sus actos desde que le
comunicamos nuestra decisión.
2 de octubre, por la noche. Fue un día largo, emocionante, y de los que
resultan una verdadera prueba. Por el primer correo he recibido la carta que me
era destinada y que contenía una hoja sucia de papel, sobre el que habían escrito
con un lápiz de carpintero y una mano demasiado pesada: «Sam Bloxam,
Korkrans, 4, Poters Cort, Bartel Street, Walworth. Pregunte por el algacil.»
Recibí la carta en la cama y me levanté, sin despertar a Mina. Estaba
pálida y parecía dormir pesada y profundamente. Pensé no despertarla, pero en
cuanto volviera de esa investigación, tomaría las disposiciones pertinentes para
que regresara a Exéter. Creo que estará más contenta en nuestra propia casa,
interesándose en sus tareas cotidianas, que estando aquí, entre nosotros, en la
ignorancia de todo lo que está sucediendo. Vi solamente al doctor Seward
durante un momento y le dije adónde me dirigía, prometiéndole regresar a
explicarle todo el resto en cuanto pudiera descubrir algo. Me dirigí a Walworth y
encontré con ciertas dificultades Potter’s Court. La ortografía del señor Smollet
me engañó, debido a que pregunté primeramente por Poter’s Court en lugar de
Potter’s Court. Sin embargo, cuando encontré la dirección, no tuve dificultades
en encontrar la casa de huéspedes Corcoran. Cuando le pregunté al hombre que
salió a la puerta por el «algacil», movió la cabeza y dijo:
—No lo conozco. No hay ningún tipo así aquí; no he oído hablar de él en
toda mi vida. No creo que haya nadie semejante que viva aquí o en las cercanías.
Saqué la carta de Smollet y al leerla me pareció que la lección sobre la
ortografía con que estaba escrito la dirección podría ayudarme.
—¿Quién es usted? —le pregunté.
—Soy el alguacil —respondió.
Comprendí inmediatamente que estaba en terreno seguro.
La ortografía con que estaba escrita la carta me volvió a engañar.
Una propina de media corona puso los conocimientos del alguacil a mi
disposición y supe que el señor Bloxam había dormido en la casa Corcaran,
para que se difuminaran los vapores de la cerveza que había tomado la noche
anterior, pero que se había ido a su trabajo en Poplar a las cinco de la mañana.
No pudo indicarme donde se encontraba el lugar exacto en que trabajaba, pero
tenía una vaga idea de que se trataba de algún almacén nuevo y con ese indicio
tan sumamente ligero me puse en camino hacia Poplar. Eran ya las doce antes
de que lograra indicaciones sobre un edificio similar y fue en un café donde me
dieron los datos. En el salón había varias mujeres comiendo. Una de ellas me
dijo que estaban construyendo en Cross Angel Street un edificio nuevo de
«almacenes refrigerados», y puesto que se apegaba a la descripción del alguacil,
me dirigí inmediatamente hacia allá. Una entrevista con un guardián bastante
hosco y con un capataz todavía más malhumorado que el guarda, cuyo humor
hice que mejorara un poco con la ayuda de unas monedas, me puso sobre la
pista de Bloxam; mandaron a buscarlo cuando sugerí que estaba dispuesto a
pagarle al capataz su sueldo del día íntegro por el privilegio de hacerle unas
cuantas preguntas sobre un asunto privado. Era un tipo bastante inteligente,
aunque de maneras y hablar un tanto bruscos.
Cuando le prometí pagarle por sus informes y le di un adelanto, me dijo
que había hecho dos viajes entre Carfax y una casa de Piccadilly y que había
llevado de la primera dirección a la última nueve grandes cajas, «muy pesadas»,
con una carreta y un caballo que había alquilado para el trabajo. Le pregunté si
podría indicarme el número de la casa de Piccadilly, a lo cual replicó:
—Bueno, señor, me he olvidado del número, pero estaba a unas cuantas
puertas de una gran iglesia blanca, o algo semejante, que no hace mucho que ha
sido construida. Era una vieja casona cubierta de polvo, aunque no tan llena de
polvo como la casa de la que saqué las cajas.
—¿Cómo logró usted entrar, si estaban desocupadas las dos casas?
—Me estaba esperando el viejo que me contrató en la casa de Purfleet. Me
ayudó a levantar las cajas y a colocarlas en la carreta. Me insultó, pero era el tipo
más fuerte que he visto. Era un anciano, con unos bigotes blancos, tan finos que casi no se le notaban.
¡Esa frase hizo que me sobresaltara!
—Tomó uno de los extremos de la caja como si se tratara de un juego de
té, mientras yo tomaba el otro, sudando y jadeando como un oso. Me costó un
gran trabajo levantar la parte que me correspondía, pero lo conseguí y… no soy tampoco un debilucho.
—¿Cómo logró usted entrar en la casa de Piccadilly?
—Me estaba esperando también allí. Debió salir inmediatamente y llegar
allí antes que yo, puesto que cuando llamé a la puerta, salió él mismo a abrirme
y me ayudó a descargar las cajas en el vestíbulo.
—¿Las nueve? —le pregunté.
—Sí; llevé cinco en el primer viaje y cuatro en el segundo. Era un trabajo
muy pesado, y no recuerdo muy bien cómo regresé a casa.
Lo interrumpí:
—¿Se quedaron las cajas en el vestíbulo?
—Sí; era una habitación muy amplia, y no había en ella nada más.
Hice otra tentativa para saber algo más al respecto.
—¿No le dio ninguna llave?
—No tuve necesidad de ninguna llave. El anciano me abrió la puerta y
volvió a cerrarla cuando me fui. No recuerdo nada de la segunda vez, pero eso se debe a la cerveza.
—¿Y no recuerda usted el número de la casa?
—No, señor. Pero no tendrá dificultades en encontrarla. Es un edificio
alto, con una fachada de piedra y un escudo de armas y unas escaleras bastante
altas que llegan hasta la puerta de entrada. Recuerdo esas escaleras debido a
que tuve que subir por ellas con las cajas, junto con tres muchachos que se
acercaron para ganarse unos peniques. El viejo les dio chelines y, como vieron
que les había dado mucho, quisieron más todavía, pero el anciano agarró a uno
de ellos por el hombro y poco faltó para que lo echara por las escaleras;
entonces, todos ellos se fueron, insultándolo.
Pensaba que con esos informes no tendría dificultades en encontrar la
casa, de modo que después de pagarle a mi informante, me dirigí hacia
Piccadilly. Había adquirido una nueva y dolorosa experiencia. El conde podía
por lo visto manejar las cajas solo. De ser así, el tiempo resultaba precioso,
puesto que ya que había llevado a cabo ciertas distribuciones, podría llevar a
cabo el resto de su trabajo, escogiendo el tiempo oportuno para ello, pasando
completamente inadvertido. En Piccadilly Circus me apeé y me dirigí
caminando hacia el oeste; después de pasar el junior Constitutional, llegué ante
la casa que me había sido descrita y me satisfizo la idea de que se trataba del
siguiente refugio que había escogido Drácula. La casa parecía haber estado
desocupada durante mucho tiempo. Las ventanas estaban llenas de polvo y las
persianas estaban levantadas. Toda la estructura estaba ennegrecida por el
tiempo, y de las partes metálicas la pintura había desaparecido. Era evidente
que en el balcón superior había habido un anuncio durante cierto tiempo, que
había sido retirado bruscamente, de tal modo que todavía quedaban los
soportes verticales. Detrás de la barandilla del balcón vi que sobresalían varias
tablas sueltas, cuyos bordes parecían blancos. Hubiera dado mucho por poder
ver intacto el anuncio, puesto que quizá me hubiera dado alguna indicación en
cuanto a la identidad de su propietario. Recordaba mi experiencia sobre la
investigación y la compra de la casa de Carfax y no podía dejar de pensar que si
podía encontrar al antiguo propietario era posible que descubriera algún medio para entrar en la casa.
Por el momento, no había nada que pudiera descubrir del lado de
Piccadilly y tampoco podía hacerse nada, de modo que me dirigí hacia la parte
posterior para ver si podía verse algo de ese lado. Las caballerizas estaban llenas
de actividad, debido a que la mayoría de las casas estaban ocupadas. Les
pregunté a un par de criados y de encargados de las cuadras, que pude
encontrar, si podían decirme algo sobre la casa desocupada. Uno de ellos me
dijo que había oído decir que alguien la había comprado en los últimos tiempos,
pero no sabía quién era el nuevo propietario. Uno de ellos, sin embargo, me dijo
que hasta hacía muy poco tiempo había habido un anuncio que decía «se vende»
y que era posible que podrían facilitarme más detalles Mitchell, Sons & Candy,
los agentes de mudanzas, puesto que me dijo que creía recordar que ese era el
nombre que figuraba en el anuncio para todos los informes. No deseaba
parecerle demasiado ansioso a mi informador, ni dejar que adivinara
demasiado, por lo cual, luego de darle las más cumplidas gracias, me alejé.
Estaba oscureciendo y la noche otoñal estaba errándose, de modo que no quise
perder el tiempo. Después de buscar la dirección de Mitchell, Sons & Candy en
un directorio telefónico de Berkeley, me dirigí inmediatamente a sus oficinas,
que se encontraban en Sackville Street.
El caballero que me recibió tenía unos modales particularmente suaves,
pero no era muy comunicativo. Después de decirme que la casa de Piccadilly,
que en nuestra conversación llamó «mansión», había sido vendida, consideró
que mi interés debía concluir allí. Cuando le pregunté quién la había comprado,
abrió los ojos demasiado y guardó silencio un momento antes de responder:
—Está vendida, señor.
—Excúseme —dije, con la misma cortesía—, pero tengo razones
especiales para desear saber quién adquirió ese edificio.
Volvió a hacer una pausa bastante prolongada y alzó las cejas todavía más.
—Está vendida, señor —volvió a decir, lacónicamente.
—Supongo que no le importará darme esa información —insistí.
—Pero, ¡por supuesto que me importa! —respondió—. Los asuntos de
nuestros clientes son absolutamente confidenciales en manos de Mitchell, Sons & Candy.
Estaba claro que se trataba de un pedante de la peor especie y que no
merecía la pena discutir con él. Pensé que sería mejor enfrentarme a él en su propio terreno y le dije:
—Sus clientes, señor, tienen suerte de tener un guardián tan resuelto de
sus confidencias. Yo mismo soy un profesional —al decir esto le tendí mi
tarjeta—. En este caso, no estoy interesado en este asunto por curiosidad: actúo
por parte de lord Godalming, que desea saber algo sobre la propiedad que creía
que, hasta últimas fechas, se encontraba en venta.
Esas palabras hicieron que las cosas tomaran otro cariz.
—Me gustaría darle a usted esos informes si los tuviera, señor Harker, y
especialmente me gustaría servir a su cliente. En cierta ocasión llevamos a cabo
unas transacciones para él sobre el alquiler de unas habitaciones cuando era el
Honorable Arthur Holmwood. Si puede usted darme la dirección de su señoría,
tendré mucho gusto en consultar a la casa sobre el sujeto y, en todo caso, me
comunicaría con su señoría por medio del correo de esta misma noche. Será un
placer el facilitarle esos informes a su señoría, si es que podemos apartarnos en
este caso de las reglas de conducta de esta casa.
Deseaba hacerme una amistad, no buscarme un enemigo, de modo que le
di las gracias, le entregué la dirección de la casa del doctor Seward y me fui. Era
ya de noche y me sentía cansado y hambriento. Tomé una taza de té en la
Aerated Bread Company y regresé a Purfleet en tren.
Encontré a todos los otros en la casa. Mina tenía aspecto pálido y
cansado, pero hizo un valeroso esfuerzo para parecer amable y animosa: me
dolía pensar que había tenido que ocultarle algo y que de ese modo la había
inquietado. Gracias a Dios, sería la última noche que tendría que estar cerca sin
asistir a nuestras conferencias, creyendo en cierto modo que no era merecedora
de nuestra confianza. Necesité todo mi valor para mantenerla realmente alejada
de todo lo relativo a nuestro horrible trabajo. Parece estar en cierto modo más
hecha a la idea, o el sujeto se le ha hecho repugnante, puesto que cada vez que se
hace alguna alusión accidental a ese tema, se estremece verdaderamente. Me
alegro de que hayamos tomado nuestra resolución a tiempo, puesto que con
sentimientos semejantes, nuestros conocimientos cada vez mayores serían una verdadera tortura para ella.
No podía hablarles a los demás de los descubrimientos que había
efectuado durante el día en tanto no estuviéramos solos. Así, después de la cena,
y de un pequeño intermedio musical que sirvió para guardar las apariencias,
incluso para nosotros mismos, conduje a Mina a su habitación y la dejé que se
acostara. Mi adorable esposa fue más cariñosa conmigo que nunca y me abrazó
como si deseara retenerme, pero había mucho de qué hablar y tuve que dejarla
sola. Gracias a Dios, el haber dejado de contarnos todas las cosas, no había
hecho que cambiaran las cosas entre nosotros.
Cuando bajé otra vez encontré a todos sentados en torno al fuego, en el estudio.
En el tren había escrito en mi diario todo lo relativo a mis
descubrimientos del día, y me limité a leerles lo que había escrito, como el mejor
medio posible en que pudieran enterarse de los informes que había obtenido.
Cuando terminé, van Helsing dijo:
—Ha tenido usted un magnífico día de trabajo, amigo Jonathan.
Indudablemente, estamos sobre la pista de las cajas que faltan. Si encontramos
todas en esa casa, entonces, nuestro trabajo se acerca a su final. Pero, si falta
todavía alguna de ellas, tendremos que buscarla hasta que la encontremos.
Entonces daremos el golpe final y haremos que el monstruo muera verdaderamente.
Permanecimos todos sentados en silencio y, de pronto, el señor Morris dijo:
—¡Digan! ¿Cómo vamos a poder entrar a esa casa?
—Lo mismo que como lo hicimos en la otra —dijo lord Godalming rápidamente.
—Pero, Art, entramos por efracción en Carfax; pero era de noche y
teníamos el parque que nos ocultaba a las miradas indiscretas. Sería algo muy
diferente el cometer ese delito en Piccadilly, tanto de noche como de día.
Confieso que no veo cómo vamos a poder entrar, a no ser que ese pedante de la
agencia inmobiliaria nos consiga alguna llave.
Lord Godalming frunció el ceño, se puso en pie y se paseó por la
habitación. De pronto se detuvo y dijo, volviéndose hacia nosotros y mirándonos uno por uno:
—Quincey tiene razón. Este asunto de las entradas por efracción se hace
muy serio; nos salió muy bien una vez, pero el trabajo que tenemos ahora entre
manos es muy diferente…, a menos que encontremos el llavero del conde.
Como no podíamos hacer nada antes de la mañana y como era
aconsejable que lord Godalming esperara hasta recibir la comunicación de
Mitchell’s, decidimos no dar ningún paso hasta la hora del desayuno. Durante
un buen rato, permanecimos sentados, fumando, discutiendo todas las facetas
del asunto, visto desde diferentes ángulos; aproveché la oportunidad de
completar este diario y ponerlo al corriente hasta este preciso instante. Tengo
mucho sueño y debo ir a acostarme…
Sólo una línea más. Mina duerme profundamente y su respiración es
regular. Tiene la frente surcada de pequeñas arrugas, como si incluso dormida
estuviera pensando. Está todavía muy pálida, pero no tan macilenta como esta
mañana. Mañana espero que podremos poner fin a todo esto; se irá a nuestra
casa de Exéter. ¡Oh! ¡Qué sueño tengo!
Del diario del doctor Seward
1 de octubre. Estoy absolutamente asombrado por lo de Renfield. Sus
saltos de humor son tan repentinos, que tengo dificultades para poder
registrarlos y adaptarme a ellos, y como siempre tienen un significado que va
más allá de su propio bienestar, forman un estudio más que interesante. Esta
mañana, cuando fui a verlo, después de que hubo rechazado a van Helsing, sus
modales eran los de un hombre que estaba dirigiendo al destino. En efecto,
estaba dándole órdenes al destino, subjetivamente. No se preocupaba en
absoluto por ninguna de las cosas terrenales; estaba en las nubes y miraba desde
su atalaya a todas las flaquezas y deseos de nosotros, los pobres mortales.
Decidí aprovecharme de la ocasión y aprender algo, de modo que le pregunté:
—¿Qué me dice usted de las moscas en estos últimos tiempos?
Me sonrió con aire muy superior…, con una sonrisa como la que hubiera
podido aparecer en el rostro de Malvolio, antes de responderme:
—La mosca, mi querido señor, tiene una característica sorprendente: sus
alas son típicas del carácter aéreo de las facultades psíquicas. ¡Los antiguos
tuvieron razón cuando representaron el alma en forma de mariposa!
Pensé agotar su analogía, y dije rápidamente:
—¡Oh! ¿Está usted buscando un alma ahora?
Su locura envolvió a la razón y una expresión de asombro se extendió
sobre su rostro al tiempo que, sacudiendo la cabeza con una energía que no le había visto nunca antes, dijo:
—¡Oh, no, no! No quiero almas. Todo lo que quiero es vida —su rostro se
iluminó en ese momento—. Siento una gran indiferencia sobre eso en la
actualidad. La vida está muy bien: tengo toda la que necesito. Tiene que
buscarse usted otro paciente, doctor, si es que desea estudiar la zoofagia.
Esa salida me sorprendió un poco, por lo cual le dije:
—Entonces, usted dirige la vida; debe ser usted un dios, ¿no es así?
Sonrió con una especie de superioridad benigna e inefable.
—¡Oh, no! No entra en mis cálculos, de ninguna manera, el arrogarme los
atributos de la divinidad. Ni siquiera me interesan sus actos especialmente
espirituales. ¡Si me es posible establecer cuál es mi posición intelectual, diría
que estoy, en lo referente a las cosas puramente terrenales, en cierto modo en la
posición que ocupaba Enoch espiritualmente!
Eso representaba para mí un problema difícil, no lograba recordar en ese
momento cuál había sido la posición de Enoch. Por consiguiente, tuve que
hacerle una pregunta simple, aunque comprendí que, al hacerlo, me estaba
rebajando ante los ojos del lunático…
—¿Y por qué se compara con Enoch?
—Porque andaba con Dios.
No comprendí la analogía, pero no me agradaba reconocerlo, de modo
que volví al tema que ya había negado:
—De modo que no le preocupa la vida y no quiere almas, ¿por qué?
Le hice la pregunta rápidamente y con bastante sequedad, con el fin de
ver si me era posible desconcertarlo.
El esfuerzo dio resultado y por espacio de un instante se tranquilizó y
volvió a sus antiguos modales serviles, se inclinó ante mí y me aduló
servilmente, al tiempo que respondía:
—No quiero almas. ¡Es cierto! ¡Es cierto! No quiero. No me servirían de
nada si las tuviera; no tendría modo de usarlas. No podría comérmelas o…
Guardó silencio repentinamente y la antigua expresión de astucia volvió a
extenderse sobre su rostro, como cuando un viento fuerte riza la superficie de las aguas.
—Escuche, doctor, en cuanto a la vida, ¿qué es después de todo? Cuando
ha obtenido todo lo necesario y sabe que nunca deseará otra cosa, eso es todo.
Tengo amigos, buenos amigos, como usted, doctor Seward —esto lo dijo con una
expresión de indecible astucia—. ¡Sé que nunca me faltarán los medios de vida!
Creo que entre las brumas de su locura vio en mí cierto antagonismo,
puesto que, finalmente, retrocedió al abrigo de sus iguales…, al más profundo y obstinado silencio.
Al cabo de poco tiempo, comprendí que por el momento era inútil tratar
de hablar con él. Estaba enfurruñado. De modo que lo dejé solo y me fui.
Más tarde, en el curso del día, me mandó llamar. Ordinariamente no
hubiera ido a visitarlo sin razones especiales, pero en este momento estoy tan
interesado en él que me veo contento de hacer ese pequeño esfuerzo. Además,
me alegró tener algo que me ayude a pasar el tiempo. Harker está fuera,
siguiendo pistas; y también Quincey y lord Godalming. Van Helsing está en mi
estudio, examinando cuidadosamente los registros preparados por los Harker;
parece creer que por medio de un conocimiento exacto de todos los detalles es
posible que llegue a encontrar algún indicio importante. No desea que lo
molesten mientras trabaja, a no ser por algún motivo especial. Pude hacer que
me acompañara a ver al paciente, pero pensé que después de haber sido
rechazado como lo había sido, no le agradaría ya ir a verlo. Además, había otra
razón: Renfield no hablaría con tanta libertad ante una tercera persona como lo haría estando solos él y yo.
Lo encontré sentado en la silla, en el centro de su habitación, en una
postura que indica generalmente cierta energía mental de su parte. Cuando
entré, dijo inmediatamente, como si la pregunta le hubiera estado quemando los labios:
—¿Qué me dice de las almas?
Era evidente que mi aplazamiento había sido correcto. Los pensamientos
inconscientes llevaban a cabo su trabajo, incluso en el caso de los lunáticos.
Decidí acabar con aquel asunto.
—¿Qué me dice de ellas usted mismo? —inquirí.
Renfield no respondió por el momento y miró en torno suyo, arriba y
abajo, como si esperara obtener alguna inspiración para responder.
—¡No quiero almas! —dijo en tono débil y como de excusa.
El asunto parecía ocupar su mente y decidí aprovecharme de ello… a ser
«cruel sólo para ser bueno». De modo que le dije:
—A usted le gusta la vida, ¿quiere la vida?
—¡Oh, sí! Pero, eso ya está bien. ¡No necesita usted preocuparse por eso!
—Pero —inquirí—, ¿cómo vamos a obtener la vida sin obtener el alma al mismo tiempo?
Eso pareció sorprenderlo, de modo que desarrollé la idea:
—Pasará usted un tiempo muy divertido cuando salga de aquí, con las
almas de todas las moscas, arañas, pájaros y gatos, zumbando, retorciéndose y
maullando en torno suyo. Les ha quitado usted las vidas y debe saber qué hacer con sus almas.
Algo pareció afectar su imaginación, ya que se cubrió los oídos con los
dedos y cerró los ojos, apretándolos con fuerza, como lo hace un niño cuando le
están lavando la cara con jabón. Había algo patético en él que me emocionó;
asimismo, recibí una lección, puesto que me parecía que había un niño frente a
mí…, solamente un niño, aunque sus rasgos faciales reflejaban el cansancio y la
barba que aparecía sobre sus mejillas era blanca. Era evidente que estaba
sufriendo algún proceso de desarreglo mental y, sabiendo cómo sus estados
anímicos anteriores parecían haber interpretado cosas que eran aparentemente
extrañas para él, creí conveniente introducirme en sus pensamientos tanto
como fuera posible, para acompañarlo. El primer paso era el de volver a
ganarme su confianza, de modo que le pregunté, hablando con mucha fuerza,
para que pudiera oírme, a pesar de que tenía los oídos cubiertos:
—¿Quiere usted un poco de azúcar para volver a atraer a sus moscas?
Pareció despertarse de pronto y movió la cabeza. Con una carcajada, dijo:
—¡No! ¡las moscas son de poca importancia, después de todo! —hizo una
ligera pausa, y añadió —: Pero, de todos modos, no quiero que sus almas me
anden zumbando en los oídos.
—¿O las arañas? —continué diciendo.
—¡No quiero arañas! ¿Para qué sirven las arañas? No tienen nada para
comer o… —guardó silencio repentinamente, como si se acordara de algún tópico prohibido.
«¡Vaya, vaya!», me dije para mis adentros. «Es la segunda vez que se
detiene repentinamente ante la palabra, ¿qué significa esto?»
Renfield se dio cuenta de que había cometido un error, ya que se
apresuró a continuar, como para distraer mi atención e impedir que me fijara en ello.
—No tengo ningún interés en absoluto en esos animales. «Ratas, ratones
y otros animales semejantes», como dice Shakespeare. Puede decirse que no
tienen importancia. Ya he sobrepasado todas esas tonterías. Sería lo mismo que
le pidiera usted a un hombre que comiera moléculas con palillos, que el tratar
de interesarme en los carnívoros, cuando sé lo que me espera.
—Ya comprendo —le dije—. Desea usted animales grandes en los que
poder clavar sus dientes, ¿no es así? ¿Qué le parecería un elefante para su desayuno?
—¡Está usted diciendo tonterías absolutamente ridículas!
Se estaba despertando mucho, de modo que me dispuse a ahondar un
poco más el asunto.
—Me pregunto —le dije, pensativamente— a qué se parece el alma de un elefante.
Obtuve el efecto que deseaba, ya que volvió a bajar de las alturas y a convertirse en un niño.
—¡No quiero el alma de un elefante, ni ningún alma en absoluto! —dijo.
Durante unos momentos, permaneció sentado, como abatido.
Repentinamente se puso en pie, con los ojos brillantes y todos los signos de una gran excitación cerebral.
—¡Váyase al infierno con sus almas! —gritó—. ¿Por qué me molesta con
sus almas? ¿Cree que no tengo ya bastante con qué preocuparme, sufrir y
distraerme, sin pensar en las almas?
Tenía un aspecto tan hostil que pensé que se disponía a llevar a cabo otro
ataque homicida, de modo que hice sonar mi silbato. Sin embargo, en el
momento en que lo hice se calmó y dijo, en tono de excusa:
—Perdóneme, doctor; perdí el control. No necesita usted ayuda de
ninguna especie. Estoy tan preocupado que me irrito con facilidad. Si conociera
usted el problema al que tengo que enfrentarme y al que tengo que buscar una
solución, me tendría lástima, me toleraría y me excusaría. Le ruego que no me
metan en una camisa de fuerza. Deseo reflexionar y no puedo hacerlo cuando
tengo el cuerpo atado. ¡Estoy seguro de que usted lo comprenderá!
Era evidente que tenía autodominio, de modo que cuando llegaron los
asistentes les dije que podían retirarse. Renfield los observó, mientras se
alejaban; cuando cerraron la puerta, dijo, con una considerable dignidad y dulzura:
—Doctor Seward, ha sido usted muy considerado conmigo. ¡Créame que le estoy muy agradecido!
Creí que sería conveniente dejarlo en ese momento y me fui. Hay desde
luego algo en que pensar respecto al estado de ese hombre. Varios puntos
parecen formar lo que los periodistas americanos llaman «una historia», tan sólo
es preciso ponerlos en orden. Vamos a intentarlo.
No desea mencionar la palabra «beber».
Teme el sentirse cargado con el «alma» de algo.
No tiene miedo de pensar en la «vida» en el futuro.
Desprecia todas las formas inferiores de vida, aunque teme ser atormentado por sus almas.
¡Lógicamente, todos esos puntos indican algo! Tiene la seguridad, en
cierto modo, de que llegará a adquirir cierta forma de vida superior. Teme la
consecuencia…, la carga de un alma. Por consiguiente, ¡es una vida humana la
que está buscando! ¿En cuanto a la seguridad…? ¡Gran Dios! ¡El conde ha
estado con él y se prepara algún otro tremendo horror!
Más tarde. He ido a ver a van Helsing después de terminar mi ronda y le
he comunicado mis sospechas. Se puso muy serio y, después de reflexionar en
ello por un momento, me pidió que lo llevara a ver a Renfield. Así lo hice.
Cuando llegamos junto a la puerta de la habitación del alienado, oímos
que estaba cantando al interior con mucha alegría, como acostumbraba hacerlo
en una época que parecía encontrarse ya muy atrás. Al entrar vimos que había
extendido el azúcar, como acostumbraba hacerlo antes, y que las moscas,
sumidas en el letargo del otoño, comenzaban ya a zumbar en la habitación.
Tratamos de hacerlo hablar sobre el sujeto de nuestra conversación anterior,
pero se negó a prestarnos atención. Continuó cantando, tal y como si no
estuviéramos con él en absoluto. Había conseguido un pedazo de papel y lo
estaba doblando, al interior de una libreta de notas. Tuvimos que irnos, sin
haber aprendido nada nuevo.
Es realmente un caso curioso. Tendremos que vigilarlo esta noche.
Carta de Mitchell, Sons & Candy a lord Godalming
1 de octubre
“Su señoría:
«Estamos siempre muy bien dispuestos a satisfacerlo en sus deseos.
Estamos en condiciones, con respecto a los deseos de Su Señoría, expresados
por el señor Harker de parte de usted, de darle los informes requeridos sobre el
número trescientos cuarenta y siete de Piccadilly. Los vendedores originales son
los herederos del difunto señor Archibald Winter Suffield. El comprador es un
noble extranjero, el conde de Ville, que efectuó personalmente la compra,
pagando al contado el precio estipulado, si Su Señoría nos excusa el empleo de
una expresión tan sumamente vulgar. Aparte de esto, no conocemos
absolutamente nada más respecto al mencionado conde.
«Somos, señor, los más humildes servidores de Su Señoría,
«MITCHEL, SONS & CANDY «
Del diario del doctor Seward
2 de octubre. Coloqué a un hombre en el pasillo durante la última noche,
para presentar un informe exacto de todos los ruidos que pudiera oír en la
habitación de Renfield y dándole instrucciones para que en el caso de que se
produjera algo insólito, me llamara inmediatamente. Después de la cena,
cuando estuvimos todos reunidos en torno al fuego del estudio, y después de
que la señora Harker se hubo retirado a sus habitaciones, discutimos de las
tentativas y los descubrimientos que habíamos hecho durante aquel día. Harker
era el único de nosotros que había obtenido resultados y tenemos grandes
esperanzas de que los indicios que ha obtenido puedan ser de mucha importancia.
Antes de ir a acostarme, di una vuelta por las habitaciones de los
pacientes y miré por el judas de la puerta. Renfield estaba durmiendo
profundamente y su pecho se elevaba y descendía con regularidad.
Esta mañana, el hombre que permaneció de servicio me comunicó que
después de medianoche estuvo inquieto y recitando sus oraciones con voz un
poco fuerte. Le pregunté si eso era todo y me respondió que eso era todo lo que
había oído. Había algo en sus modales que se hacía tan sospechoso que le
pregunté francamente si se había dormido. Lo negó, pero admitió haberse
quedado medio dormido durante un rato. Es una desgracia que no se pueda
confiar en los hombres, a menos que se les esté vigilando.
Hoy, Harker ha salido a seguir su pista y Art y Quincey han ido a buscar
caballos. Godalming piensa que sería conveniente tener siempre preparados a
los caballos, ya que cuando dispongamos de los informes que buscamos, es
posible que no haya tiempo que perder. Debemos esterilizar toda la tierra
importada entre el amanecer y la puesta del sol. Así podremos tomar al conde
por su punto más débil, y sin un lugar en el que pueda refugiarse. Van Helsing
ha ido al Museo Británico buscando a ciertas autoridades de medicina antigua.
Los antiguos médicos tomaron en cuenta ciertas cosas que sus seguidores no
aceptaron y el profesor está buscando curas contra los demonios y los hechizos,
que pueden sernos útiles más adelante.
A veces pienso que debemos estar todos completamente locos y que
vamos a recuperar la razón, viéndonos encerrados en camisas de fuerza.
Más tarde. Nos hemos reunido nuevamente. Parece que al fin estamos
sobre la pista y que el trabajo de mañana puede muy bien ser el principio del fin.
Me pregunto si la calma de Renfield tiene algo que ver con eso. Sus saltos de
humor se han ajustado tanto a los movimientos del conde, que la destrucción
inminente del monstruo puede haberle sido revelada de algún modo sutil. Si
pudiéramos tener alguna idea de lo que está ocurriendo en su mente, sobre todo
entre el momento en que estuve conversando con él y el instante en que volvió a
dedicarse a la caza de moscas, podría considerarlo como una pista valiosa.
Aparentemente iba a estar tranquilo durante una temporada… ¿Será cierto…?
Ese grito horrible parece proceder de su habitación… El asistente entró
precipitadamente en mi habitación y me dijo que de alguna forma, Renfield
había tenido un accidente. Había oído su grito y cuando acudió a su habitación
lo encontró desplomado en el suelo, boca abajo y todo cubierto de sangre.
Debo ir a verlo inmediatamente…