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Capítulo 6

Drácula – Bram Storker
DEL DIARIO DE JONATHAN HARKER

Whitby, 24 de julio. Encontré en la estación a Lucy, que parecía más
dulce y bonita que nunca, y de allí nos dirigimos a la casa de Crescent, en la que tienen cuartos.
Es un lugar muy bonito. El pequeño río, el Esk, corre a través de un
profundo valle, que se amplía a medida que se acerca al puerto. Lo atraviesa un
gran viaducto, de altos machones, a través del cual el paisaje parece estar algo
más lejos de lo que en realidad está. El valle es de un verde bellísimo, y es tan
empinado que cuando uno se encuentra en la parte alta de cualquier lado se ve a
través de él, a menos que uno esté lo suficientemente cerca como para ver hacia
abajo. Las casas del antiguo pueblo (el lado más alejado de nosotros) tienen
todas tejados rojos, y parecen estar amontonadas unas sobre otras de cualquier
manera, como se ve en las estampas de Nüremberg.
Exactamente encima del pueblo están las ruinas de la abadía de Whitby,
que fue saqueada por los daneses, lo cual es la escena de parte de «Marmion»,
cuando la muchacha es emparedada en el muro. Es una ruina de lo más noble,
de inmenso tamaño, y llena de rasgos bellos y románticos; según la leyenda, una
dama de blanco se ve en una de las ventanas. Entre la abadía y el pueblo hay
otra iglesia, la de la parroquia, alrededor de la cual hay un gran cementerio,
todo lleno de tumbas de piedra. Según mi manera de ver, este es el lugar más
bonito de Whitby, pues se extiende justamente sobre el pueblo y se tiene desde
allí una vista completa del puerto y de toda la bahía donde el cabo Kettleness se
introduce en el mar. Desciende tan empinada sobre el puerto, que parte de la
ribera se ha caído, y algunas de las tumbas han sido destruidas. En un lugar,
parte de las piedras de las tumbas se desparraman sobre el sendero arenoso
situado mucho más abajo. Hay andenes, con bancas a los lados, a través del
cementerio de la iglesia. La gente se sienta allí durante todo el día mirando el
magnífico paisaje y gozando de la brisa. Vendré y me sentaré aquí muy
frecuentemente a trabajar. De hecho, ya estoy ahora escribiendo sobre mis
rodillas, y escuchando la conversación de tres viejos que están sentados a mi
lado. Parece que no hacen en todo el día otra cosa que sentarse aquí y hablar.
El puerto yace debajo de mí, con una larga pared de granito que se
introduce en el mar en el lado más alejado, con una curva hacia afuera, al final
de ella, en medio de la cual hay un faro. Un macizo malecón corre por la parte
exterior de ese faro. En el lado más cercano, el malecón forma un recodo
doblado a la inversa, y su terminación tiene también un faro. Entre los dos
muelles hay una pequeña abertura hacia el puerto, que de ahí en adelante se
amplía repentinamente.
Cuando hay marea alta es muy bonito; pero cuando baja la marea
disminuye de profundidad hasta casi quedar seco, y entonces sólo se ve la
corriente del Esk deslizándose entre los bancos de arena, con algunas rocas aquí
y allá. Afuera del puerto, de este lado, se levanta por cerca de media milla un
gran arrecife, cuya parte aguda corre directamente desde la parte sur del faro. Al
final de ella hay una boya con una campana, que suena cuando hay mal tiempo y
lanza sus lúgubres notas al viento. Cuentan aquí una leyenda: cuando un barco
está perdido se escuchan campanas que suenan en el mar abierto. Debo
interrogar acerca de esto al anciano; camina en esta dirección…
Es un viejo muy divertido. Debe ser terriblemente viejo, pues su rostro
está todo rugoso y torcido como la corteza de un árbol. Me dice que tiene casi
cien años, y que era marinero de la flota pesquera de Groenlandia cuando la
batalla de Waterloo. Es, temo, una persona muy escéptica, pues cuando le
pregunté acerca de las campanas en el mar y acerca de la Dama de Blanco en la
abadía, me dijo muy bruscamente:
—Señorita, si yo fuera usted, no me preocuparía por eso. Esas cosas están
todas gastadas. Es decir, yo no digo que nunca sucedieron, pero sí digo que no
sucedieron en mi tiempo. Todo eso está bien para forasteros y viajeros, pero no
para una joven tan bonita como usted. Esos caminantes de York y Leeds, que
siempre están comiendo arenques curtidos y tomando té, y viendo cómo pueden
comprar cualquier cosa barata, creen en esas cosas. Yo me pregunto quién se
preocupa de contarles esas mentiras, hasta en los periódicos, que están llenos de habladurías tontas.
Creí que sería una buena persona de quien podía aprender cosas
interesantes, así es que le pregunté si no le molestaría decirme algo acerca de la
pesca de ballenas en tiempos remotos. Estaba justamente sentándose para
comenzar cuando el reloj dio las seis, y entonces se levantó trabajosamente, y dijo:
—Señorita, ahora debo irme otra vez a casa. A mi nieta no le gusta
esperar cuando el té ya está servido, pues tarda algún tiempo.
Se alejó cojeando, y pude ver que se apresuraba, tanto como podía, gradas abajo.
Los graderíos son un rasgo distintivo de este lugar. Conducen del pueblo
a la iglesia; hay cientos de ellos (no sé cuantos) y se enroscan en delicadas
curvas; el declive es tan leve que un caballo puede fácilmente subirlos o bajarlos.
Creo que originalmente deben haber tenido algo que ver con la abadía. Me iré
hacia mi casa también. Lucy salió a hacer algunas visitas con su madre, y como
sólo eran visitas de cortesía, yo no fui. Pero ya es hora de que estén de regreso.
1 de agosto. Hace una hora que llegué aquí arriba con Lucy, y tuvimos la
más interesante conversación con mi viejo amigo y los otros dos que siempre
vienen y le hacen compañía. Él es evidentemente el oráculo del grupo, y me
atrevo a pensar que en su tiempo debe haber sido una persona por demás
dictatorial. Nunca admite equivocarse, y siempre contradice a todo el mundo. Si
no puede ganar discutiendo, entonces los amedrenta, y luego toma el silencio de
los demás por aceptación de sus propios puntos de vista. Lucy estaba
dulcemente bella en su vestido de linón blanco; desde que llegamos tiene un
bellísimo color. Noté que el anciano no perdió ningún tiempo en llegar hasta ella
y sentarse a su lado cuando nosotros nos sentamos. Lucy es tan dulce con los
ancianos que creo que todos se enamoran de ella al instante. Hasta mi viejo
sucumbió y no la contradijo, sino que apoyó todo lo que ella decía. Logré
llevarlo al tema de las leyendas, y de inmediato comenzó a hablar echándonos
una especie de sermón. Debo tratar de recordarlo y escribirlo:
—Todas esas son tonterías, de cabo a rabo; eso es lo que son, y nada más.
Esos dichos y señales y fantasmotes y convidados de piedra y patochados y todo
eso, sólo sirven para asustar niños y mujeres. No son más que palabras, eso y
todos esos espantos, señales y advertencias que fueron inventados por curas y
personas malintencionadas y por los reclutadores de los ferrocarriles, para
asustar a un pobre tipo y para hacer que la gente haga algo que de otra manera
no haría. Me enfurece pensar en ello. ¿Por qué son ellos quienes, no contentos
con imprimir mentiras sobre el papel y predicarlas desde los púlpitos, quieren
grabarlas hasta en las tumbas? Miren a su alrededor como deseen y verán que
todas esas lápidas que levantan sus cabezas tanto como su orgullo se lo permite,
están inclinadas…, sencillamente cayendo bajo el peso de las mentiras escritas
en ellas. Los «Aquí yacen los restos» o «A la memoria sagrada» están escritos
sobre ellas y, no obstante, ni siquiera en la mitad de ellas hay cuerpo alguno; a
nadie le ha importado un comino sus memorias y mucho menos las han
santificado. ¡Todo es mentira, sólo mentiras de un tipo o de otro! ¡Santo Dios!
Pero el gran repudio vendrá en el Día del Juicio Final, cuando todos salgan con
sus mortajas, todos unidos tratando de arrastrar con ellos sus lápidas para
probar lo buenos que fueron; algunos de ellos temblando, cayendo con sus
manos adormecidas y resbalosas por haber yacido en el mar, a tal punto que ni
siquiera podrán mantenerse unidos.
Por el aire satisfecho del anciano y por la forma en que miraba a su
alrededor en busca de apoyo a sus palabras, pude observar que estaba
alardeando, de manera que dije algo que le hiciera continuar.
—¡Oh, señor Swales, no puede hablar en serio! Ciertamente todas las
lápidas no pueden estar mal.
—¡Pamplinas! Puede que escasamente haya algunas que no estén mal,
excepto en las que se pone demasiado bien a la gente; porque existen personas
que piensan que un recipiente de bálsamo podría ser como el mar, si tan sólo
fuera suyo. Todo eso no son sino mentiras. Escuche, usted vino aquí como una
extraña y vio este atrio de iglesia.
Yo asentí porque creí que lo mejor sería hacer eso. Sabía que algo tenía
que ver con el templo. El hombre continuó:
—Y a usted le consta que todas esas lápidas pertenecen a personas que
han sido sepultadas aquí, ¿no es verdad?
Volví a asentir.
—Entonces, es ahí justamente en donde aparece la mentira. Escuche, hay
veintenas de tales sitios de reposo que son tumbas tan antiguas como el cajón
del viejo Dun del viernes por la noche —le dio un codazo a uno de sus amigos y
todos rieron—. ¡Santo Dios! ¿Y cómo podrían ser otra cosa? Mire esa, la que está
en la última parte del cementerio, ¡léala!
Fui hasta ella, y leí:
—Edward Spencelagh, contramaestre, asesinado por los piratas en las
afueras de la costa de Andres, abril de 1845, a la edad de 30 años.
Cuando regresé, el señor Swales continuó:
—Me pregunto, ¿quién lo trajo a sepultar aquí? ¡Asesinado en las afueras
de la costa de Andres! ¡Y a ustedes les consta que su cuerpo reposa ahí!. Yo
podría enumerarles una docena cuyos huesos yacen en los mares de
Groenlandia, al norte —y señaló en esa dirección—, o a donde hayan sido
arrastrados por las corrientes. Sus lápidas están alrededor de ustedes, y con sus
ojos jóvenes pueden leer desde aquí las mentiras que hay entre líneas. Respecto
a este Braithwaite Lowrey…, yo conocí a su padre, éste se perdió en el Lively en
las afueras de Groenlandia el año veinte; y a Andrew Woodhouse, ahogado en el
mismo mar en 1777; y a John Paxton, que se ahogó cerca del cabo Farewell un
año más tarde, y al viejo John Rawlings, cuyo abuelo navegó conmigo y que se
ahogó en el golfo de Finlandia en el año cincuenta. ¿Creen ustedes que todos
estos hombres tienen que apresurarse a ir a Whitby cuando la trompeta suene?
¡Mucho lo dudo! Les aseguro que para cuando llegaran aquí estarían chocando y
sacudiéndose unos con otros en una forma que parecería una pelea sobre el
hielo, como en los viejos tiempos en que nos enfrentábamos unos a otros desde
el amanecer hasta el anochecer y tratando de curar nuestras heridas a la luz de la aurora boreal.
Evidentemente, esto era una broma del lugar, porque el anciano rió al
hablar y sus amigos le festejaron de muy buena gana.
—Pero —dije—, seguramente no es esto del todo correcto porque usted
parte del supuesto de que toda la pobre gente, o sus espíritus, tendrán que llevar
consigo sus lápidas en el Día del Juicio. ¿Cree usted que eso será realmente necesario?
—Bueno, ¿para qué otra cosa pueden ser esas lápidas? ¡Contésteme eso, querida!
—Supongo que para agradar a sus familiares.
—¡Supone que para agradar a sus familiares! —sus palabras estaban
impregnadas de un intenso sarcasmo—. ¿Cómo puede agradarle a sus familiares
el saber que todo lo que hay escrito ahí es una mentira, y que todo el mundo, en
este lugar, sabe que lo es? Señaló hacia una piedra que estaba a nuestros pies y
que había sido colocada a guisa de lápida, sobre la cual descansaba la silla, cerca
de la orilla del peñasco.
—Lean las mentiras que están sobre esa lápida —dijo.
Las letras quedaban de cabeza desde donde yo estaba; pero Lucy quedaba
frente a ellas, de manera que se inclinó y leyó:
—A la sagrada memoria de George Canon, quien murió en la esperanza
de una gloriosa resurrección, el 29 de julio de 1873, al caer de las rocas en
Kettleness. Esta tumba fue erigida por su doliente madre para su muy amado
hijo. «Era el hijo único de su madre que era viuda.» A decir verdad, señor
Swales, yo no veo nada de gracioso en eso —sus palabras fueron pronunciadas
con suma gravedad y con cierta severidad.
—¡No lo encuentra gracioso! ¡Ja! ¡Ja! Pero eso es porque no sabe que la
doliente madre era una bruja que lo odiaba porque era un pillo…, un verdadero
pillo…; y él la odiaba de tal manera que se suicidó para que no cobrara un
seguro que ella había comprado sobre su vida. Casi se voló la tapa de los sesos
con una vieja escopeta que usaban para espantar los cuervos; no la apuntó hacia
los cuervos esa vez, pero hizo que cayeran sobre él otros objetos. Fue así como
cayó de las rocas. Y en lo que se refiere a las esperanzas de una gloriosa
resurrección, con frecuencia le oí decir, señorita, que esperaba irse al infierno
porque su madre era tan piadosa que seguramente iría al cielo y él no deseaba
encontrarse en el mismo lugar en que estuviera ella. Ahora, en todo caso, ¿no es
eso una sarta de mentiras? —y subrayó las palabras con su bastón—. Y vaya si
hará reír a Gabriel cuando Geordie suba jadeante por las rocas con su lápida
equilibrada sobre la joroba, ¡y pida que sea tomada como evidencia!
No supe qué decir; pero Lucy cambió la conversación al decir, mientras se ponía de pie:
—¿Por qué nos habló sobre esto? Es mi asiento favorito y no puedo
dejarlo, y ahora descubro que debo seguir sentándome sobre la tumba de un suicida.
—Eso no le hará ningún mal, preciosa, y puede que Geordie se alegre de
tener a una chica tan esbelta sobre su regazo. No le hará daño, yo mismo me he
sentado innumerables ocasiones en los últimos veinte años y nada me ha
pasado. No se preocupe por los tipos como el que yace ahí o que tampoco están
ahí. El tiempo para correr llegará cuando vea que todos cargan con las lápidas y
que el lugar quede tan desnudo como un campo segado. Ya suena la hora y debo irme, ¡a sus pies, señoras!
Y se alejó cojeando.
Lucy y yo permanecimos sentadas unos momentos, y todo lo que
teníamos delante era tan hermoso que nos tomamos de la mano. Ella volvió a
decirme lo de Arthur y su próximo matrimonio; eso hizo que me sintiera un
poco triste, porque nada he sabido de Jonathan durante todo un mes.
El mismo día. Vine aquí sola porque me siento muy triste. No hubo carta
para mí: espero que nada le haya sucedido a Jonathan. El reloj acaba de dar las
nueve, puedo ver las luces diseminadas por todo el pueblo, formando hileras en
los sitios en donde están las calles y en otras partes solas; suben hasta el Esk
para luego desaparecer en la curva del valle. A mi izquierda, la vista es cortada
por la línea negra del techo de la antigua casa que está al lado de la abadía. Las
ovejas y corderos balan en los campos lejanos que están a mis espaldas, y del
camino empedrado de abajo sube el sonido de pezuñas de burros. La banda que
está en el muelle está tocando un vals austero en buen tiempo, y más allá sobre
el muelle, hay una sesión del Ejército de Salvación en algún callejón. Ninguna de
las bandas escucha a la otra; pero desde aquí puedo ver y oír a ambas. ¡Me
pregunto en dónde está Jonathan y si estará pensando en mí! Cómo deseo que estuviera aquí.
Del Diario del doctor Seward
5 de junio. El caso de Renfield se hace más interesante cuanto más logro
entender al hombre. Tiene ciertamente algunas características muy
ampliamente desarrolladas: egoísmo, sigilo e intencionalidad. Desearía poder
averiguar cuál es el objeto de esto último. Parece tener un esquema acabado
propio de él, pero no sé cuál es.
Su virtud redentora es el amor para los animales, aunque, de hecho, tiene
tan curiosos cambios que algunas veces me imagino que sólo es anormalmente
cruel. Juega con toda clase de animales. Justamente ahora su pasatiempo es
cazar moscas. En la actualidad tiene ya tal cantidad que he tenido un altercado
con él. Para mi asombro, no tuvo ningún estallido de furia, como lo había
esperado, sino que tomó el asunto con una seriedad muy digna. Reflexionó un
momento, y luego dijo:
—¿Me puede dar tres días? Al cabo de ellos las dejaré libres.
Le dije que, por supuesto, le daba ese tiempo. Debo vigilarlo.
18 de junio. Ahora ha puesto su atención en las arañas, y tiene unos
cuantos ejemplares muy grandes metidos en una caja. Se pasa todo el día
alimentándolas con sus moscas, y el número de las últimas ha disminuido
sensiblemente, aunque ha usado la mitad de su comida para atraer más moscas de afuera.
1 de julio. Sus arañas se están convirtiendo ahora en una molestia tan
grande como sus moscas, y hoy le dije que debe deshacerse de ellas. Se puso
muy triste al escuchar esto, por lo que le dije que por lo menos debía deshacerse
de algunas. Aceptó alegremente esta propuesta, y le di otra vez el mismo tiempo
para que efectuara la reducción. Mientras estaba con él me causó muchos
disgustos, pues cuando un horrible moscardón, hinchado con desperdicios de
comida, zumbó dentro del cuarto, él lo capturó y lo sostuvo un momento entre
su índice y su pulgar, y antes de que yo pudiera advertir lo que iba a hacer, se lo
echo a la boca y se lo comió. Lo reñí por lo que había hecho, pero él me arguyó
que tenía muy buen sabor y era muy sano; que era vida, vida fuerte, y que le
daba vida a él. Esto me dio una, o el rudimento de una idea. Debo vigilar cómo
se deshace de sus arañas. Evidentemente tiene un arduo problema en la mente,
pues siempre anda llevando una pequeña libreta en la cual a cada momento
apunta algo.
Páginas enteras de esa libreta están llenas de montones de números,
generalmente números simples sumados en tandas, y luego las sumas sumadas
otra vez en tandas, como si estuviese «enfocando» alguna cuenta, tal como dicen los auditores.
8 de julio. Hay un método en su locura, y los rudimentos de la idea en mi
mente están creciendo; pronto será una idea completa, y entonces, ¡oh,
cerebración inconsciente!, tendrás que ceder el lugar a tu hermana consciente.
Me mantuve alejado de mi amigo durante algunos días, de manera que pudiera
notar si se producían cambios. Las cosas permanecen como antes, excepto que
ha abandonado algunos de sus animalitos y se ha agenciado uno nuevo. Se
consiguió un gorrión, y lo ha domesticado parcialmente. Su manera de
domesticar es muy simple, pues ya han disminuido considerablemente las
arañas. Sin embargo, las que todavía quedan, son bien alimentadas, pues
todavía atrae a las moscas poniéndoles de tentación su comida.
19 de julio. Estamos progresando. Mi amigo tiene ahora casi una
completa colonia de gorriones, y sus moscas y arañas casi han desaparecido.
Cuando entré corrió hacia mí y me dijo que quería pedirme un gran favor; un
favor muy, muy grande; y mientras me hablaba me hizo zalamerías como un
perro. Le pregunté qué quería, y él me dijo, con una voz emocionada que casi se
le quebraba en sollozos:
—Un gatito; un pequeño gatito, sedoso y juguetón, para que yo pueda
jugar con él, y lo pueda domesticar, ¡y lo pueda alimentar, y alimentar, y alimentar!
Yo no estaba desprevenido para tal petición, pues había notado cómo sus
animalitos iban creciendo en tamaño y vivacidad. Pero no me pareció agradable
que su bonita familia de gorriones amansados fueran barridos de la misma
manera en que habían sido barridos las moscas y las arañas; así es que le dije
que lo pensaría, y le pregunté si no preferiría tener un gato grande en lugar de
un gatito. La ansiedad lo traicionó al contestar:
—¡Oh, sí!, ¡claro que me gustaría un gato grande! Yo solo pedí un gatito
temiendo que usted se negara a darme un gato grande. Nadie puede negarme un
pequeño gatito, ¿verdad?
Yo moví la cabeza y le dije que de momento temía que no sería posible,
pero que vería lo que podía hacer. Su rostro se ensombreció y yo pude ver una
advertencia de peligro en él, pues me echo una mirada torva, que significaba
deseos de matar. El hombre es un homicida maniático en potencia. Lo probaré
con sus actuales deseos y veré qué resulta de todo eso: entonces sabré más.
10 p. m. Lo he visitado otra vez y lo encontré sentado en un rincón, cabizbajo.
Cuando entré, cayó de rodillas ante mí y me imploró que por favor lo
dejara tener un gato; que su salvación dependía de él. Sin embargo, yo fui firme
y le dije que no podía decírselo, por lo que se levantó sin decir palabra, se sentó
otra vez en el rincón donde lo había encontrado y comenzó a mordisquearse los
dedos. Vendré a verlo temprano por la mañana.
20 de julio. Visité muy temprano a Renfield, antes de que mi ayudante
hiciera la ronda. Lo encontré ya levantado, tarareando una tonada. Estaba
esparciendo el azúcar que ha guardado en la ventana, y estaba comenzando otra
vez a cazar moscas; y estaba comenzando otra vez con alegría. Miré en torno
buscando sus pájaros, y al no verlos le pregunté donde estaban. Me contestó, sin
volverse a verme, que todos se habían escapado. Había unas cuantas plumas en
el cuarto y en su almohada había unas gotas de sangre. No dije nada, pero fui y
ordené al guardián que me reportara si le había sucedido alguna cosa rara a
Renfield durante el día.
11 a. m. Mi asistente acaba de venir a verme para decirme que Renfield
está muy enfermo y que ha vomitado muchas plumas. «Mi creencia es, doctor —
me dijo—, que se ha comido todos sus pájaros, ¡y que se los ha comido así crudos, sin más!».
11 p. m. Esta noche le di a Renfield un sedante fuerte, suficiente para
hacerlo dormir incluso a él, y tomé su libreta para echarle una mirada. El
pensamiento que ha estado rondando por mi cerebro últimamente está
completo, y la teoría probada. Mi maniático homicida es de una clase peculiar.
Tendré que inventar una nueva clasificación para él y llamarlo maniático
zoófago (que se alimenta de cosas vivientes); lo que él desea es absorber tantas
vidas como pueda, y se ha impuesto la tarea de lograr esto de una manera
acumulativa. Le dio muchas moscas a cada araña, y muchas arañas a cada
pájaro, y luego quería un gato para que se comiera muchos pájaros. ¿Cuál
hubiera sido su siguiente paso? Casi hubiera valido la pena completar el
experimento. Podría hacerse si hubiera una causa suficiente. Los hombres se
escandalizaron de la vivisección, y, sin embargo, ¡véanse los resultados actuales!
¿Por qué no he de impulsar la ciencia en su aspecto más difícil y vital, el
conocimiento del cerebro humano? Si por lo menos tuviese yo el secreto de una
mente tal, si tuviese la llave para la fantasía de siquiera un lunático, podría
impulsar mi propia rama de la ciencia a un lugar tal que, comparada con ella, la
fisiología de Burdon Sanderson o el conocimiento del cerebro de Ferrier, serían
poco menos que nada. ¡Si hubiese una causa suficiente! No debo pensar mucho
en esto, so pena de caer en la tentación; una buena causa puede trasmutar la
escala conmigo, ¿pues no es cierto que yo también puedo ser un cerebro
excepcional, congénitamente?
Qué bien razonó el hombre; los lunáticos siempre razonan bien dentro de
su propio ámbito. Me pregunto en cuántas vidas valorará a un hombre, o
siquiera a uno. Ha cerrado la cuenta con toda exactitud, y hoy comenzará un
nuevo expediente. ¿Cuántos de nosotros comenzamos un nuevo expediente con
cada día de nuestra vida? Me parece que sólo fue ayer cuando toda mi vida
terminó con mi nueva esperanza, y que verdaderamente comenzó un nuevo
expediente. Así será hasta que el Gran Recordador me sume y cierre mi libreta
de cuentas con un balance de ganancias o pérdidas. ¡Oh, Lucy, Lucy!, no puedo
estar enojado contigo, ni tampoco puedo estar enojado con mi amigo cuya
felicidad es la tuya; pero sólo debo esperar en el infortunio y el trabajo. ¡Trabajo, trabajo!.
Si yo pudiese tener una causa tan fuerte como la que tiene mi pobre
amigo loco, una buena causa, desinteresada, que me hiciera trabajar, eso sería
indudablemente la felicidad.
Del diario de Mina Murray
26 de julio. Estoy ansiosa y me calma expresarme por escrito; es como
susurrarse a si mismo y escuchar al mismo tiempo. Y hay algo también acerca
de los símbolos taquigráficos que lo hace diferente a la simple escritura. Estoy
triste por Lucy y por Jonathan. No había tenido noticias de Jonathan durante
algún tiempo, y estaba muy preocupada; pero ayer el querido señor Hawkins,
que siempre es tan amable, me envió una carta de él. Yo le había escrito
preguntándole si había tenido noticias de Jonathan y él me respondió que la
carta que me enviaba la acababa de recibir. Es sólo una línea fechada en el
castillo de Drácula, en la que dice que en esos momentos está iniciando el viaje
de regreso a casa. No es propio de Jonathan; no acabo de comprender, y me
siento muy inquieta. Y luego, también Lucy, aunque está tan bien, últimamente
ha vuelto a caer en su antigua costumbre de caminar dormida. Su madre me ha
hablado acerca de ello, y hemos decidido que yo debo cerrar con llave la puerta
de nuestro cuarto todas las noches. La señora Westenra tiene la idea de que los
sonámbulos siempre salen a caminar por los techos de las casas y a lo largo de
las orillas de los precipicios, y luego se despiertan repentinamente y se caen
lanzando un grito desesperado que hace eco por todo el lugar. Pobrecita,
naturalmente ella está ansiosa por Lucy, y me ha dicho que su marido, el padre
de Lucy, tenía el mismo hábito; que se levantaba en las noches y se vestía y salía
a pasear, si no era detenido. Lucy se va a casar en otoño, y ya está planeando sus
vestidos y cómo va a ser arreglada su casa. La entiendo bien, pues yo haré lo
mismo, con la diferencia de que Jonathan y yo comenzaremos la vida de una
manera simple, y tendremos que tratar de hacer que encajen las dos puntas. El
señor Holmwood (él es el honorable Arthur Holmwood, único hijo de lord
Godalming) va a venir aquí por una breve visita, tan pronto como pueda dejar el
pueblo, pues su padre no está tan bien, y yo creo que la querida Lucy esta
contando los minutos hasta que llegue. Ella quiere llevarlo a la banca en el
cementerio de la iglesia sobre el acantilado y mostrarle la belleza de Whitby. Me
atrevo a decir que es la espera lo que la pone impaciente: se sentirá bien cuando él llegue.
27 de julio. Ninguna noticia de Jonathan. Me estoy poniendo intranquila
por él, aunque no sé exactamente por qué; pero sí me gustaría mucho que
escribiera, aunque sólo fuese una línea, Lucy camina más que nunca, y cada
noche me despierto debido a que anda de arriba abajo por el cuarto.
Afortunadamente el tiempo está tan caluroso que no puede resfriarse; pero de
todas maneras la ansiedad y el estar perpetuamente despierta están
comenzando a afectarme, y yo misma me estoy poniendo nerviosa y padezco un
poco de insomnio. A Dios gracias, la salud de Lucy se sostiene. El señor
Holmwood ha sido llamado repentinamente a Ring para ver a su padre, quien se
ha puesto seriamente enfermo. Lucy se impacienta por la pospuesta de verlo,
pero no le afecta en su semblante, está un poquitín más gorda y sus mejillas
tienen un color rosado encantador. Ha perdido el semblante anémico que tenía.
Rezo para que todo siga bien.
3 de agosto. Ha pasado otra semana y no he tenido noticias de Jonathan.
Ni siquiera las ha tenido el señor Hawkins, de quien he recibido comunicación.
Oh, verdaderamente deseo que no esté enfermo. Es casi seguro que hubiera
escrito. He leído su última carta y hay algo en ella que no me satisface. No
parece ser de él, y sin embargo, está escrita con su letra. Sobre esto último no
hay error posible. La última semana Lucy ya no ha caminado tanto en sueños,
pero hay una extraña concentración acerca de ella que no comprendo; hasta
cuando duerme parece estarme observando. Hace girar la puerta, y al
encontrarla cerrada con llave, va a uno y otro lado del cuarto buscando la llave.
6 de agosto. Otros tres días, y nada de noticias. Esta espera se está
volviendo un martirio. Si por lo menos supiera adónde escribir, o adónde ir, me
sentiría mucho mejor: pero nadie ha oído palabra de Jonathan desde aquella
última carta. Sólo debo elevar mis oraciones a Dios pidiéndole paciencia. Lucy
está más excitable que nunca, pero por lo demás sigue bien. Anoche hubo mal
tiempo y los pescadores dicen que pronto habrá una tormenta. Debo tratar de
observarla y aprender a pronosticar el clima. Hoy es un día gris, y mientras
escribo el sol está escondido detrás de unas gruesas nubes, muy alto sobre
Kettleness. Todo es gris, excepto la verde hierba, que parece una esmeralda en
medio de todo; grises piedras de tierra, nubes grises, matizadas por la luz del sol
en la orilla más lejana, colgadas sobre el mar gris, dentro del cual se introducen
los bancos de arena como figuras grises. El mar está golpeando con un rugido
sobre las poco profundas y arenosas ensenadas, embozado en la neblina marina que llega hasta tierra.
Todo es vasto; las nubes están amontonadas como piedras gigantescas, y
sobre el mar hay ráfagas de viento que suenan como el presagio de un cruel
destino. En la playa hay aquí y allá oscuras figuras, algunas veces envueltas por
la niebla, y parecen «Árboles con formas humanas que caminaran». Todos los
lanchones de pesca se dirigen rápidamente a puerto, y se elevan y se sumergen
en las grandes olas al navegar hacia el puerto, escorando. Aquí viene el viejo
señor Swales. Se dirige directamente hacia mí, y puedo ver, por la manera como
levanta su sombrero, que desea hablar conmigo.
Me he sentido bastante conmovida por el cambio del pobre anciano.
Cuando se sentó a mi lado, dijo de manera muy tímida:
—Quiero decirle algo a usted, señorita.
Pude ver que no estaba tranquilo, por lo que tomé su pobre mano vieja y
arrugada en la mía y le pedí que hablara con plena confianza; entonces, dejando
su mano entre las mías, dijo:
—Tengo miedo, mi queridita, que debo haberle impresionado mucho por
todas las cosas malévolas que he estado diciendo acerca de los muertos y cosas
parecidas estas últimas semanas; pero no las he dicho en serio, y quiero que
usted recuerde eso cuando yo me haya ido. Nosotros, la gente vieja y un poco
chiflada, y con un pie ya sobre el agujero maldito, no nos gusta para nada pensar
en ello, y no queremos sentirnos asustados; y ése es el motivo por el cual he
tomado tan a la ligera esas cosas, para poder alegrar un poquitín mi propio
corazón. Pero, Dios la proteja, señorita, no tengo miedo de la muerte, no le
tengo ni el menor miedo; sólo es que si pudiera no morirme, sería mejor. Mi
tiempo ya se está acabando, pues yo ya soy viejo, y cien años es demasiado para
cualquier hombre que espere; y estoy tan cerca de ella que ya el Anciano está
afilando su guadaña. Ya ve usted, no puedo dejar la costumbre de reírme acerca
de estas cosas de una sola vez: las burlas van a ser siempre mi tema favorito.
Algún día el Ángel de la Muerte sonará su trompeta para mí. Pero no se aflija ni
se arrepienta de mi muerte —dijo, viendo que yo estaba llorando—, pues si
llegara esta misma noche yo no me negaré a contestar su llamado. Pues la vida,
después de todo, es sólo una espera por alguna otra cosa además de la que
estamos haciendo; y la muerte es todo sobre lo que verdaderamente podemos
depender. Pero yo estoy contento, pues ya se acerca a mí, querida, y se acerca
rápidamente. Puede llegar en cualquier momento mientras estemos mirando y
haciéndonos preguntas. Tal vez está en el viento allá afuera en el mar que trae
consigo pérdidas y destrucción, y penosas ruinas, y corazones tristes. ¡Mirad,
mirad! —gritó repentinamente—. Hay algo en ese viento y en el eco más allá de
él que suena, parece, gusta y huele como muerte. Está en el aire; siento que
llega. ¡Señor, haced que responda gozoso cuando llegue mi llamada!
Levantó los brazos devotamente y se quitó el sombrero. Su boca se movió
como si estuviese rezando. Después de unos minutos de silencio, se puso de pie,
me estrechó las manos y me bendijo, y dijo adiós. Se alejó cojeando. Todo esto
me impresionó mucho, y me puso nerviosa.
Me alegré cuando el guardacostas se acercó, anteojo de larga vista bajo el brazo.
Se detuvo a hablar conmigo, como siempre hace, pero todo el tiempo se
mantuvo mirando hacia un extraño barco.
—No me puedo imaginar qué es —me dijo—. Por lo que se puede ver, es
ruso. Pero se está balanceando de una manera muy rara. Realmente no sabe qué
hacer; parece que se da cuenta de que viene la tormenta, pero no se puede
decidir a navegar hacia el norte al mar abierto, o a guarecerse aquí. ¡Mírelo, otra
vez! Está maniobrando de una manera extremadamente rara. Tal parece que no
obedece a las manos sobre el timón; cambia con cualquier golpe de viento. Ya
sabremos más de él antes de mañana a esta misma hora.

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