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Capítulo 10

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde – Robert Louis Stevenson
La confesión de Henry Jekyll

He nacido en 18… , heredero de una gran fortuna y dotado de excelentes
cualidades. Inclinado por naturaleza a la laboriosidad, ambicioso sobre todo
por conseguir la estima de los mejores, de los más sabios entre mis
semejantes, todo parecía prometerme un futuro brillante y honrado. El peor
de mis defectos era una cierta impaciente vivacidad, una inquieta alegría que
muchos hubieran sido felices de poseer, pero que yo encontraba difícil de
conciliar con mi prepotente deseo de ir siempre con la cabeza bien alta,
exhibiendo en público un aspecto de particular seriedad.
Así fue como empecé muy pronto a esconder mis gustos, y que cuando,
llegados los años de la reflexión, puesto a considerar mis progresos y mi
posición en el mundo; me encontré ya encaminado en una vida de profundo
doble. Muchos incluso se habrían vanagloriado de algunas ligerezas, de
algunos desarreglos que yo, por la altura y ambición de mis miras,
consideraba por el contrario una culpa y escondía con vergüenza casi
morbosa. Más que defectos graves, fueron por lo tanto mis aspiraciones
excesivas a hacer de mí lo que he sido, y a separar en mí, mas radicalmente
que en otros, esas dos zonas del bien y del mal que dividen y componen la
doble naturaleza del hombre. Mi caso me ha llevado a reflexionar durante
mucho tiempo y a fondo sobre esta dura ley de la vida, que está en el origen
de la religión y también, sin duda, entre las mayores fuentes de infelicidad.
Por doble que fuera, no he sido nunca lo que se dice un hipócrita. Los dos
lados de mi carácter estaban igualmente afirmados: cuando me abandonaba
sin freno a mis placeres vergonzosos, era exactamente el mismo que cuando,
a la luz del día, trabajaba por el progreso de la ciencia y el bien del prójimo.
Pero sucedió que mis investigaciones científicas, decididamente orientadas
hacia lo místico y lo transcendental, confluyeron en las reflexiones que he
dicho, derramando una viva luz sobre esta conciencia de guerra perenne de
mí conmigo mismo. Tanto en el plano científico como en el moral, fui por lo
tanto gradualmente acercándome a esa verdad, cuyo parcial descubrimiento
me ha conducido mas tarde a un naufragio tan tremendo: el hombre no es
verazmente uno, sino verazmente dos. Y digo dos, porque mis conocimientos
no han ido más allá. Otros seguirán, otros llevarán adelante estas
investigaciones, y no hay que excluir que el hombre, en último análisis,
pueda revelarse una mera asociación de sujetos distintos, incongruentes e
independientes. Yo, por mi parte, por la naturaleza de mi vida, he avanzado
infaliblemente en una única dirección.
Ha sido por el lado moral, y sobre mi propia persona, donde he aprendido a
reconocer la fundamental y originaria dualidad del hombre. Considerando las
dos naturalezas que se disputaban el campo de mi conciencia, entendí que se
podía decir, con igual verdad, ser una como ser otra, era porque se trataba de
dos naturalezas distintas; y muy pronto, mucho antes que mis investigaciones
científicas me hicieran lejanamente barruntar la posibilidad de un milagro así,
aprendí a cobijar con placer, como en un bonito sueño con los ojos abiertos,
el pensamiento de una separación de los dos elementos. Si éstos, me decía,
pudiesen encarnarse en dos identidades separadas, la vida se haría mucho
más soportable. El injusto se iría por su camino, libre de las aspiraciones y de
los remordimientos de su más austero gemelo; y el justo podría continuar
seguro y voluntarioso por el recto camino en el que se complace, sin tenerse
que cargar de vergüenzas y remordimientos por culpa de su malvado socio.
Es una maldición para la humanidad, pensaba, que estas dos incongruentes
mitades se encuentren ligadas así, que estos dos gemelos enemigos tengan
que seguir luchando en el fondo de una sola y angustiosa conciencia.
¿Pero cómo hacer para separarlos?
Estaba siempre en este punto cuando, como he dicho, mis investigaciones
de laboratorio empezaron a echar una luz inesperada sobre la cuestión.
Empecé a percibir, mucho más a fondo de lo que nunca se hubiese
reconocido, la trémula inmaterialidad, la vaporosa inconsistencia del cuerpo,
tan sólido en apariencia, del que estamos revestidos. Descubrí que algunos
agentes químicos tenían el poder de sacudir y soltar esa vestidura de carne,
como el viento hace volar las cortinas de una tienda.
Tengo dos buenas razones para no entrar demasiado en particulares en esta
parte científica de mi confesión. La primera es que nuestro destino y el fardel
de nuestra vida, como he aprendido a mi costa, están atados siempre a la
espalda: si intentamos liberarnos, nos los encontramos delante de una forma
nueva y todavía más insoportable. La segunda razón es que mi
descubrimiento, como por desgracia resultará evidente por este escrito, ha
quedado incompleto. Me limitaré a decir, por tanto, que no sólo reconocí en
mi cuerpo, en mi naturaleza física, la mera emanación o efluvio de algunas
facultades de mi espíritu, sino que elaboré una sustancia capaz de debilitar
esa facultad y suscitar una segunda forma corpórea, no menos connatural en
mí en cuanto expresión de otros poderes, aunque más viles, de mi misma alma.
Dudé bastante antes de pasar de la teoría a la práctica. Sabía bien que
arriesgaba la vida, porque estaba clara la peligrosidad de una sustancia tan
potente que penetrase y removiese desde los cimientos la misma fortaleza de
la identidad personal: habría bastado el mínimo error de dosificación, la
mínima contraindicación, para borrar completamente ese inmaterial
tabernáculo que intentaba cambiar. Pero la tentación de aplicar un
descubrimiento tan singular y profundo era tan grande, que al final vencí todo
miedo. Había preparado mi tintura desde hacía ya bastante; adquirí entonces
en una casa Farmacéutica una cantidad importante de una determinada sal,
que, según mostraban mis experimentos, era el último ingrediente necesario,
y aquella noche maldita preparé la poción. Miré el líquido que bullía y
humeaba en el vaso, esperé que terminara la efervescencia, luego me armé de valor y bebí.
Inmediatamente después me entraron espasmos atroces: un sentido de
quebrantamiento de huesos, una náusea mortal, y un horror, y una revulsión
del espíritu tal, que no se podría imaginar uno mayor ni en la hora del
nacimiento o de la muerte. Pero pronto cesaron estas torturas, y recobrando
los sentidos me encontré como salido de una enfermedad grave. Había algo
extraño en mis sensaciones, algo indescriptiblemente nuevo y por esto mismo
indescriptiblemente agradable. Me sentí mas joven, más ágil, más feliz
físicamente, mientras en el ánimo tenía conciencia de otras transformaciones:
una terca temeridad, una rápida y tumultuosa corriente de imágenes
sensuales, un quitar el freno de la obligación, una desconocida pero no
inocente libertad interior. E inmediatamente, desde el primer respiro de esa
nueva vida, me supe llevado al mal con ímpetu decuplicado y completamente
esclavo de mi pecado de origen. Pero este mismo conocimiento, en ese
momento, me exaltó y deleitó como un vino. Alargué los brazos, exultando
con la frescura de estas sensaciones, y me di cuenta de repente de ser diminuto de estatura.
No había entonces un espejo en aquella habitación (éste que está ahora
frente a mí mientras escribo lo puse ahí después para controlar mis
transformaciones). La noche estaba muy avanzada; por oscuro que estuviese,
la mañana estaba cerca de concebir el día, y el servicio estaba cerrado y
pertrechado en las horas más rigurosas del sueño. Decidí por tanto, exaltado
como estaba por la esperanza y por el triunfo, aventurarme con esta nueva
forma hasta mi dormitorio.
Atravesé el patio suscitando (quizás pensé así) la maravilla de las
constelaciones, a cuya insomne vigilancia se descubría el primer ser de mi
especie. Me escurrí por los pasillos, extraño en mi propia casa. Y al llegar a
mi dormitorio contemplé por primera vez la imagen de Edward Hyde.
Pero aquí, para intentar una explicación de los hechos puedo confiar sólo
en la teoría. El lado malo de mi naturaleza, al que había transferido el poder
de plasmarme, era menos robusto y desarrollado que mi lado bueno, que poco
antes había destronado. Mi vida, después de todo, se había desarrollado en
nueve de sus diez partes bajo la influencia del segundo, y el primero había
tenido raras ocasiones para ejercitarse y madurar. Así explico que Edward
Hyde fuese más pequeño, más ágil y más joven que Henry Jekyll. Así como
el bien transpiraba por los trazos de uno, el mal estaba escrito con letras muy
claras en la cara del otro.
El mal además (que constituye la parte letal del hombre, por lo que debo
creer aún) había impreso en ese cuerpo su marca de deformidad y corrupción.
Sin embargo, cuando vi esa imagen espeluznante en el espejo, experimenté
un sentido de alegría de alivio, no de repugnancia. También aquél era yo. Me
parecí natural y humano. A mis ojos, incluso, esa encarnación de mi espíritu
pareció más viva, más individual y desprendida, del imperfecto y ambiguo
semblante que hasta ese día había llamado mío. Y en esto no puedo decir que
me equivocara. He observado que cuando asumía el aspecto de Hyde nadie
podía acercárseme sin estremecerse visiblemente; y esto, sin duda, porque,
mientras que cada uno de nosotros es una mezcla de bien y de mal, Edward
Hyde, único en el género humano, estaba hecho sólo de mal.
No me detuve nada más que un momento ante el espejo. El segundo y
concluyente experimento todavía lo tenía que intentar. Que daba por ver si no
habría perdido mi identidad para siempre, sin posibilidad de recuperación; en
ese caso, antes de que se hiciera de día, tendría que huir de esa casa que ya no era mía.
Volviendo de prisa al laboratorio, preparé y bebí de nuevo la poción; de
nuevo pasé por la agonía de la metamorfosis; y volviendo en mí me encontré
con la cara, la estatura, la personalidad de Henry Jekyll.
Esa noche había llegado a una encrucijada fatal. Si me hubiera acercado a
mi descubrimiento con un espíritu más noble, si hubiera arriesgado el
experimento bajo el dominio de aspiraciones generosas o pías, todo habría
ido de forma muy distinta. De esas agonías de muerte y resurrección habría
podido renacer ángel, en lugar de demonio. La droga por sí misma no obraba
en un sentido más que en otro, no era por sí ni divina ni diabólica; abrió las
puertas que encarcelaban mis inclinaciones, y de allí, como los prisioneros de
Filipos, salió corriendo quien quiso. Mis buenas inclinaciones entonces
estaban adormecidas; pero las malas vigilaban, instigadas por la ambición, y
se desencadenaron: la cosa proyectada fue Hyde. Así, de las dos personas en
las que me dividí, una fue totalmente mala, mientras la otra se quedó en el
antiguo Henry Jekyll, esa incongruente mezcla que no había conseguido
reformar. El cambio, por tanto, fue completamente hacia peor.
Aunque ya no fuera joven, yo no había aún perdido mi aversión por una
vida de estudio y de trabajo. A veces tenía ganas de divertirme.
Pero, como mis diversiones eran, digamos así, poco honorables, y como
era muy conocido y estimado, además de tener una edad respetable, la
incongruencia de esa vida me pesaba cada día más. Principalmente por esto
me tentaron mis nuevos poderes, y de esta manera quedé esclavo. Sólo tenía
que beber la poción, abandonar el cuerpo del conocido profesor y vestirme,
como con un nuevo traje, con el de Edward Hyde.
La idea me sonreía y la encontré, entonces, ingeniosa. Hice mis
preparativos con el máximo cuidado. Alquilé y amueblé la casa de Soho,
donde luego fue la policía a buscar a Hyde; tomé como gobernanta a una
mujer que tenía pocos escrúpulos y le interesaba estar callada. Y por otra
parte advertí a mis criados que un tal señor Hyde, del que describí su aspecto,
habría tenido de ahora en adelante plena libertad y autoridad en mi casa; para
evitar equívocos, para que en casa se familiarizaran con él, me hizo visita en
mi nuevo aspecto. Luego escribí y te confié el testamento que tanto
desaprobaste, de tal forma que, si le hubiera ocurrido algo al doctor Jekyll,
habría podido sucederle como Hyde. Y así precavido (en cuanto suponía) en
todos los sentidos, empecé a aprovecharme de las extrañas inmunidades de mi posición.
Hace un tiempo, para cometer delitos sin riesgo de la propia persona y
reputación, se pagaban y se mandaban a matones. Yo fui el primero que
dispuse de un «matón» que mandaba por ahí para que me proporcionase
satisfacciones. Fui el primero en disponer de otro yo mismo que podía en
cualquier momento desembridarse para gozar de toda libertad, como un
chiquillo de escuela en sus escapadas, sin comprometer mínimamente la
dignidad y la seriedad de mi figura pública.
Pero también en el impenetrable traje de Hyde estaba perfectamente al
seguro. Si pensamos, ¡ni existía! Bastaba que, por la puerta de atrás, me
escurriese en el laboratorio y engullese la poción (siempre preparada para
esta eventualidad), porque Edward Hyde, hiciera lo que hiciera, desaparecía
como desaparece de un espejo la marca del aliento; y porque en su lugar,
inmerso tranquilamente en sus estudios al nocturno rayo de la vela, había uno
que se podía reír de cualquier sospecha: Henry Jekyll.
Los placeres que me apresuré a encontrar bajo mi disfraz eran, como he
dicho, poco decorosos (no creo que deba definirlos con mayor dureza); pero
en las manos de Edward Hyde empezaron pronto a inclinarse hacia lo
monstruoso. A menudo a la vuelta de estas excursiones, consideraba con
consternado estupor mi depravación vicaria. Esa especie de familiar mío, que
había sacado de mi alma y mandaba por ahí para su placer, era un ser
intrínsecamente malo y perverso; en el centro de cada pensamiento suyo, de
cada acto, estaba siempre y sólo él mismo. Bebía el propio placer, con avidez
bestial, de los atroces sufrimientos de los demás. Tenía la crueldad de un hombre de piedra.
Henry Jekyll a veces se quedaba congelado con las acciones de Edward
Hyde, pero la situación estaba tan fuera de toda norma, de toda ley ordinaria
que debilitaba insidiosamente su conciencia. Hyde y sólo Hyde, después de
todo, era culpable. Y Jekyll, cuando volvía en sí, no era peor que antes: se
encontraba con todas sus buenas cualidades inalteradas; incluso procuraba, si
era posible, remediar el mal causado por Hyde. Y así su conciencia podía dormir.
No me pararé a describir las infamias de las que de esta forma me hice
cómplice (ya que no sabría admitir, ni siquiera ahora, que las he cometido
yo); diré simplemente por qué caminos y tras qué advertencias llegó por fin
mi castigo. Sin embargo hay un incidente que debo recordar, aunque no
tuviera consecuencias. Un acto mío de crueldad con una niña provocó la
intervención de un paseante, que he reconocido el otro día en la persona de tu
primo Enfield; se unieron a él el médico y los familiares de la pequeña, y
hubo momentos en los que temí por mi vida; por fin, para aplacar su justa ira,
Hyde les llevó hasta la puerta del laboratorio y pagó con un cheque firmado por Jekyll.
Para evitar cualquier contratiempo, entonces abrí una cuenta a nombre de
Edward Hyde en otro banco; y cuando, cambiando la inclinación de mi
caligrafía, hube provisto a Hyde también de una firma, me creí a cubierto de
cualquier imprevisto del destino.
Dos meses antes del asesinato de Sir Danvers había estado fuera por una de
mis aventuras y había vuelto a casa muy tarde. Al día siguiente me desperté
en la cama con un sentido de curiosa extrañeza. Pero en vano miré alrededor,
en vano examiné el mobiliario elegante y las proporciones de mi habitación
con sus altas ventanas a la plaza; en vano reconocí las cortinas y la caoba de
mi cama de columnas; algo seguía haciéndome pensar que no fuese yo, que
no me hubiese despertado en el lugar donde parecía que me encontraba, sino
en la habitacioncilla de Soho en la que por regla general dormía cuando
estaba en el pellejo de Hyde. Esa especie de ilusión era tan extraña que,
aunque me sonriera, y recayese a ratos en el duermevela de la mañana, me
puse a estudiarla en mi habitual interés por todo fenómeno psicológico. Lo
estaba todavía analizando, cuando por casualidad, en un intervalo mas lúcido
en mi despertar, la mirada cayó en una de las manos. Ahora, las manos de
Henry Jekyll (recuerdo que tú hiciste esa observación una vez) eran típicas
manos de médico, grandes, blancas y bien hechas. Pero la mano que vi en el
embozo de la sábana, a la luz amarillenta de la mañana londinense, era
nudosa y descarnada, de una palidez grisácea, muy recubierta de pelos
oscuros: era la mano de Edward Hyde.
Me quedé mirándola al menos medio minuto, estupefacto por la sorpresa,
antes de que él terror me explotase en el pecho con el estruendo de un golpe
de platillos en una orquesta. Me levanté de la cama, corrí al espejo, la
evidencia me heló: sí, me había dormido Jekyll y me había despertado Hyde.
«¿Como había podido ser posible?», me pregunté. E inmediatamente después,
con un nuevo sobresalto de terror: «¿Como remediarlo?»
Ya se había hecho de día, los criados se habían levantado y lo que
necesitaba para la poción estaba en la habitación encima del laboratorio; esto
significaba un largo viaje por dos rampas de escaleras, los pasillos detrás de
la cocina, el patio abierto y la sala anatómica.
Podría haberme tapado la cara, ¿pero para qué serviría si no podía esconder
mi estatura? Luego me acordé con tremendo alivio que los criados se habían
acostumbrado a ese ir venir de mi otro yo. Me vestí, como mejor pude con
esa ropa muy ancha: atravesé la casa con el susto de Bradshaw, que se echó
para atrás al ver al señor Hyde a esas horas y tan extrañamente vestido, y diez
minutos más tarde el doctor Jekyll, reconquistada su propia apariencia, se
sentaba con la frente fruncida fingiendo desayunar.
No se puede decir efectivamente que tuviese apetito. Ese incidente
inexplicable, ese vuelco de mis anteriores experiencias me parecía una
profecía de desgracia, como las letras que trazó en la pared el dedo babilónico.
Empecé entonces a reflexionar, con más seriedad de la que había puesto
hasta ahora, sobre las dificultades y los peligros de mi doble existencia. Esa
otra parte de mí, que tenía el poder de proyectar, había tenido tiempo de
ejercitarse y afirmarse cada vez más; me había parecido, últimamente, que
Hyde hubiera crecido, y en mis mismas venas (cuando tenía esa forma) había
sentido que fluía la sangre más abundantemente. Percibí el peligro que me
amenazaba. Si seguían así las cosas, el equilibrio de mi naturaleza habría
terminado por trastocarse: no habría tenido ya el poder de cambiar y me
habría quedado prisionero para siempre en la piel de Hyde.
Mi preparado no se había demostrado siempre con la misma eficacia. Una
vez, todavía al principio, no había tenido casi efecto; otras veces había sido
obligado a doblar la dosis, y hasta en un caso a triplicarla, con un riesgo muy
grave de la vida. Pero después de ese incidente me di cuenta de que la
situación había cambiado: si al principio la dificultad consistía en
desembarazarme del cuerpo de Jekyll desde hace algún tiempo gradual pero
decididamente el problema era al revés. O sea, todo indicaba que yo iba
perdiendo poco a poco el control de la parte originaria y mejor de mí mismo,
y poco a poco identificándome con la secundaria y peor.
Entonces sentí que tenía que escoger entre mis dos naturalezas. Estas
tenían en común la memoria pero compartían en distinta medida el resto de
las facultades. Jekyll, de naturaleza compuesta, participaba a veces con las
más vivas aprensiones y a veces con ávido deseo en los placeres y aventuras
de Hyde; pero Hyde no se preocupaba lo más mínimo de Jekyll, al máximo lo
recordaba como el bandido de la sierra recuerda la cueva en la que encuentra
refugio cuando lo persiguen. Jekyll era más interesado que un padre, Hyde
más indiferente que un hijo. Elegir la suerte de Jekyll era sacrificar esos
apetitos con los que hace un tiempo era indulgente, y que ahora satisfacía
libremente; elegir la de Hyde significaba renunciar a miles de intereses y
aspiraciones, convertirse de repente y para siempre en un desecho,
despreciado y sin amigos.
Parecía que se iba a imponer la primera elección, pero hay que colocar algo
más en la balanza. Mientras Jekyll hubiese sufrido con agudeza los escozores
de la abstinencia, Hyde ni siquiera se habría dado cuenta de lo que había
perdido. Aunque las circunstancias fuesen singulares, los términos del dilema
eran, sin embargo, banales y tan antiguos como el hombre: todo pecador
tembloroso, en la hora de la tentación, se encuentra frente a las mismas
adulaciones y a los mismos miedos, y luego éstos tiran los dados por él. Por
otra parte, lo que me sucedió, como casi siempre sucede, fue que escogí el
mejor camino, pero sin tener luego la fuerza de quedarme en él.
Sí, preferí al maduro médico insatisfecho e inquieto, pero rodeado de
amigos y animado por honestas esperanzas; y di un decidido adiós a la
libertad, a la relativa juventud, al paso ligero, a los fuertes impulsos y
secretos placeres de los que gocé en la persona de Hyde. Hice esta elección,
quizá, con alguna desconocida reserva. No cancelé el arrendamiento de la
casa de Soho, no destruí las ropas de Hyde, que tenía en la habitación de
encima del laboratorio. Durante dos meses, sin embargo, me mantuve firme
en mi resolución; durante dos meses llevé la vida más austera que jamás
hubiera llevado, y tuve como recompensa las satisfacciones de una
conciencia tranquila. Pero mis miedos, con el tiempo, se debilitaron; las
alabanzas de la conciencia, con la costumbre, perdieron eficacia; empecé, por
el contrario, a ser atormentado por impulsos y deseos angustiosos, como si el
mismo Hyde estuviera luchando para liberarse y al final, en un momento de
flaqueza moral, de nuevo preparé y bebí la poción.
No creo que el borracho, cuando razona consigo de su vicio, se preocupe
alguna vez realmente de los peligros a los que se expone en su estado de
embrutecimiento. Tampoco yo nunca, aunque a veces hubiese reflexionado
sobre mi situación, había tenido suficientemente en cuenta la completa
insensibilidad moral y la enloquecida predisposición al mal, que eran los
rasgos dominantes de Hyde. Por esto me vino el castigo.
Mi demonio había estado encerrado mucho tiempo en la jaula y escapó
rugiendo. Inmediatamente fui consciente, incluso antes de haber terminado la
poción de una más desenfrenada y furiosa voluntad de mal. Y esto quizás
explica la tempestad de intolerancia, de irresistible aversión, que
desencadenaron en mí las maneras correctas y corteses de mi víctima. Pues al
menos puedo declarar ante Dios: que ningún hombre mentalmente sano
habría podido reaccionar con un delito semejante a una provocación tan
inconsistente; y que no había en mí más luz de razón, cuando golpeé, de la
que hay en un niño que rompe con impaciencia un juguete. Yo, por otra parte,
me había despojado voluntariamente de todos esos instintos que, haciendo
por así decir de contrapeso, permiten incluso a los peores entre nosotros
resistir en alguna medida a las tentaciones. Ser tentado, para mí, significaba caer.
Se desencadenó entonces un verdadero espíritu del infierno. Me enfurecí
mucho con el hombre ya en el suelo, saboreando con júbilo cada golpe que le
daba; y sólo cuando el cansancio sucedió al furor, todavía en pleno delirio, de
golpe me heló el terror. Una niebla se disipó. Entendí que ya hasta mi vida
estaba en peligro y huí temblando del lugar de mi crueldad.
Pero temblaba de miedo y de exaltación a la vez, igualmente enfurecido en
la voluntad de vivir y en la, apenas satisfecha y mucho más estimulada, de
hacer el mal. Fui corriendo a la casa de Soho y para mayor seguridad rompí
mis papeles; luego me encaminé por las calles alumbradas por las farolas,
siempre en ese contrastado éxtasis del espíritu. complaciéndome cruelmente
de mi delito, ya proyectando alegremente cometer otros, y sin embargo
dándome prisa y con oído atento por el temor de oír detrás de mí los pasos del vengador.
Hyde tenía una canción en los labios, mientras preparaba la mezcla, y
bebió brindando por el que había matado. Pero nada más cesar los dolores de
la metamorfosis, Henry Jekyll, de rodillas, invocaba a Dios con lágrimas de
gratitud y de remordimiento. El velo del amor de sí se había rasgado de arriba
abajo, y en ese momento tuve delante toda mi vida: podía seguirla desde los
días de la infancia, cuando paseaba agarrado de la mano de mi padre, hasta
las luchas y sacrificios de mi vida de médico; pero sólo para volver siempre
de nuevo con el mismo sentido de irrealidad, a los condenados horrores de aquella noche.
Habría querido gritar. Intenté esconderme implorando y llorando por el
tropel de sobrecogedoras imágenes y sonidos que la memoria me suscitaba en
contra mía, pero, entre las pausas de mis invocaciones, la cara de mi
iniquidad volvía a examinarme amenazadoramente.
Por fin el remordimiento se hizo menos agudo, y poco a poco le sucedió un
sentido de liberación. El problema de mi conducta estaba resuelto. Hyde, de
ahora en adelante, ya no habría sido posible y yo, quisiera o no, habría
quedado confinado en la parte mejor de mi existencia. ¡Qué alegría
experimenté con este pensamiento! ¡Con qué voluntariosa humildad acepté
de nuevo las restricciones de la vida ordinaria! ¡Con qué espíritu de sincera
renuncia cerré la puerta por la que tan a menudo había ido y vuelto, y pisoteé
la llave con el tacón!
Al día siguiente se supo que había testigos del asesinato, que no había
dudas sobre la culpabilidad de Hyde y que la víctima era una personalidad
muy conocida. No había sido sólo un delito, sino una trágica locura. Y creo
que me alegré de saberlo, que me alegré de que el terror del patíbulo me
confirmase y fortificase en mis mejores impulsos. Jekyll era ahora mi puerto
de asilo: si Hyde se arriesgaba a salir un instante, las manos de todos se le
habrían echado encima para agarrarlo y hacer justicia.
Decidí que mi conducta futura rescataría mi pasado, y puedo decir
honestamente que mi resolución trajo algún fruto. Sabes también con qué
celo, en los últimos meses del año pasado, yo me dediqué a aliviar los dolores
y sufrimientos; sabes que pude ser de ayuda para muchos; y sabes que pasé
unos días tranquilos y felices. No puedo decir, con honradez, que esa vida
inocente y benéfica acabase aburriéndome; creo que cada día gozaba más.
Pero no había conseguido liberarme de la maldita duplicidad de mi carácter.
Cuando la voluntad de expiación se atenuó, la peor parte de mí, secundada
durante mucho tiempo y ahora tan mortificada, empezó a rebullir y a reclamar.
No es que pensase resucitar a Hyde. Esa simple idea bastaba para que
cayese en el temor.
No, Fui yo en cuanto Jekyll, en mi misma persona, el que jugó de nuevo
con mi conciencia; y fue como cualquier pecador clandestino que cede por fin
a los asaltos de la tentación. Pero todo tiene un límite; la medida mayor se
colma; y bastó ese fugaz extravío para destruir el equilibrio de mi espíritu.
En ese mismo momento sin embargo no me alarmé: la caída me había
parecido natural, como una vuelta a los viejos tiempos antes de mi
descubrimiento. Era una bonita, clara mañana de enero, con la tierra húmeda
por la escarcha deshecha, pero ni una nube en el cielo; Regent’s Park estaba
lleno de invernales piares y olores casi primaverales. Yo estaba sentado al sol
en un banco, y mientras el animal en mí lamía un resto de memorias, mi
conciencia soñaba reprometiéndose penitencia, pero sin ninguna prisa por
empezar. Después de todo, reflexioné, no era distinto de mis semejantes; pero
luego sonreí comparando mi celo, mi laboriosa buena voluntad, con la
perezosa crueldad de la negligencia de ellos.
Estaba pavoneándome con este pensamiento cuando me asaltaron atroces
espasmos acompañados de náuseas y temblorosas convulsiones.
Fue una crisis tan fuerte, aunque no durara mucho, que me dejó casi
desvanecido. Cuando, más tarde, poco a poco me recuperé, me di cuenta de
un cambio en mi forma de pensar: mayor audacia, desprecio del peligro,
desligadura de toda obligación. Bajé los ojos: la ropa me colgaba informe en
mis miembros contraídos, la mano que apoyaba en una rodilla era huesuda y
peluda. ¡Era otra vez Edward Hyde!
Un momento antes gozaba de la estima de todos, era rico y querido, una
mesa preparada me esperaba en mi casa… y ahora no era más que un
proscrito, sin casa y sin refugio, un asesino al que todos perseguían, carne de horca.
Mi razón vaciló, pero no me faltó del todo.
Ya he dicho que mis facultades parecían agudizarse y mi espíritu se hacía
más tenso, más rápido, cuando estalla en mi segunda encarnación. Y así,
mientras Jekyll, en ese punto, habría quizás abandonado la partida, Hyde sin
embargo supo adecuarse a la peligrosidad del momento. Los ingredientes
para la poción estaban en un armario de la habitación encima del laboratorio:
¿cómo llegar allí? Este era el problema que debía hacer un esfuerzo por
resolver y sin perder un minuto de tiempo. Yo mismo había cerrado la puerta
de atrás. Si hubiera intentado entrar por la puerta principal, los mismos
criados me habrían llevado al verdugo. Vi que tenía que echar mano de otro,
y acudí a Lanyon. ¿Pero cómo podría llegar a Lanyon? ¿Y cómo persuadirlo?
Admitiendo que pudiese escapar de ser apresado por la calle, ¿cómo hacerme
admitir a su presencia? ¿Como habría podido yo, visitante desconocido y
desagradable, convencer al ilustre médico que saqueara el despacho de su
colega, el doctor Jekyll? Luego me acordé que conservaba algo de la persona
de Jekyll: la caligrafía; y vi entonces con claridad el camino que debía seguir.
Me arreglé la ropa que llevaba encima lo mejor que pude, y llamé un coche
para que me condujera a una posada de la que recordaba el nombre, en
Portland Street. Llevaba una ropa tan ridícula (aunque trágico fuese el destino
que cubría), que el cochero no pudo contener una sonrisa de desprecio; yo
rechiné los dientes en un arrebato de furia salvaje, y desapareció su sonrisa,
felizmente para él, aunque más feliz para mí, ya que un instante después sin
duda lo habría tirado del pescante. Luego en la posada, cuando entré, tenía un
aire tan tétrico, que sirvientes y camareros, temblando de miedo, no osaron
intercambiar una sola mirada en mi presencia, sino que, obedeciendo
exquisitamente mis órdenes, me condujeron a una sala privada, a la que me
trajeron todo lo que necesitaba para escribir.
Hyde en peligro de vida era una bestia que aún no había aprendido a
conocer. Sacudido por una rabia tremenda, preso de una furia homicida,
animado sólo por deseos de violencia, supo sin embargo dominarse y obrar
con astucia. Escribió dos cartas de calculada gravedad, una a Lanyon, otra a
Poole, y, para estar seguro de que las llevarían a correos, ordenó que se
mandaran certificadas. Luego se quedó todo el día junto al fuego,
mordiéndose las uñas, y cenó solo en la sala privada, servido por un camarero
visiblemente amedrentado. Bien entrada la noche se fue y tomó un coche
cerrado, que le llevó de arriba abajo por las calles de la ciudad.
Luego temiendo que el cochero empezase a sospechar de él -sigo diciendo
él, porque en realidad no puedo decir yo: ese hijo del infierno no tenía nada
de humano, ya estaba hecho sólo de odio y de miedo- despidió el coche y se
aventuró a pie, entre los paseantes nocturnos, objeto de la curiosidad por su
grotesco vestir y siempre empujado, como en una tempestad, por esas dos
únicas bajas pasiones. Caminaba de prisa, mascullando entre sí, buscando las
calles menos frecuentadas, contando los minutos que lo separaban de la
medianoche. A un cierto punto se le acercó una mujer, creo que para venderle
fósforos, y él la echó de un manotazo.
Cuando, en casa de Lanyon, volví en mí, el horror de mi viejo amigo debió
sin duda conmoverme, pero no sé hasta qué punto; ésa fue sólo una gota,
probablemente, que me sumergió en el mar del horror mientras consideraba la
situación. Lo que ahora me perturbaba no era ya el terror de la horca, sino él
de reconvertirme en Hyde. Escuché casi en sueños las palabras de condena de
Lanyon, y casi en sueños volví a casa y me metí en la cama. Me dormí en
seguida, por lo postrado que estaba, y dormí con sueño largo e
ininterrumpido, aunque poblado de pesadillas.
Por la mañana me desperté bastante descansado. Estaba todavía agitado y
débil y no había olvidado los tremendos peligros del día anterior; el
pensamiento del bruto que dormía en mí seguía llenándome de horror; pero
estaba en mi casa, disponía de los ingredientes para la poción, y mi gratitud
por el desaparecido peligro tenía casi los colores de la esperanza.
Estaba atravesando sin prisa el patio, después de desayunar, y respiraba
con placer el aire fresco cuando de nuevo se apoderaron de mí esas
indescriptibles sensaciones que anunciaban la metamorfosis. Tuve apenas
tiempo de refugiarme en mi habitación de encima del laboratorio, antes de
encontrarme una vez más en la piel de Hyde, inflamado por sus furores y
helado por sus miedos. Esta vez se necesitó una doble dosis para hacerme
volver en mí. Y por desgracia seis horas después, mientras me sentaba
tristemente a mirar el fuego, volvieron los espasmos y tuve que volver a tomar la poción.
En breve, a partir de ese día, fue sólo un esfuerzo atlético, y sólo bajo el
estímulo inmediato de la mezcla pude a intermitencias mantenerme en la
persona de Jekyll. Los escalofríos premonitores podían asaltarme en
cualquier hora del día y de la noche; pero sobre todo bastaba que me
durmiese o que echara una simple cabeceada en mi butaca para que al
despertar me encontrase Hyde.
Esta amenaza siempre inminente, y el insomnio al que yo mismo me
condenaba más allá de los límites humanamente soportables, me redujeron
pronto, en mi persona, a una especie de animal devorado y vaciado por la
fiebre, debilitado tanto en el cuerpo como en la mente, y ocupado con un solo
pensamiento: el horror de ese otro yo mismo. Pero cuando me dormía, o
cuándo cesaba el efecto de la poción, caía casi sin transición (ya que la
metamorfosis en este sentido era siempre menos laboriosa) en la esclavitud
de una fantasía rebosante de imágenes de terror, de un alma que hervía de
odios sin motivo y de un cuerpo tan lleno de energías vitales que parecía
incapaz de contenerlas.
Parecía que, al disminuir las fuerzas de Jekyll, las de Hyde aumentaran;
pero el odio que las separaba era ya de la misma intensidad.
Para Jekyll era una cuestión de instinto vital: ya conocía en toda su
deformidad al ser con el que compañía algunos de los fenómenos de la
conciencia, y con el que habría compartido la muerte, pero, aparte del horror
y de la tragedia de este lazo, Hyde, con toda su energía vital, ya le parecía
algo no sólo infernal, sino inorgánico. Esto era lo que más horror le producía:
que ese fango de pozo pareciese emitir gritos y voces; que ese polvo amorfo
gesticulase y pecase; que una cosa muerta, una cosa informe, pudiera usurpar
las funciones de la vida. Y más aún: que esa insurgente monstruosidad fuese
más cercana que una mujer, más íntima que un ojo, anidada como estaba en
él y enjaulada en su misma carne, donde la oía murmurar y luchar para nacer;
y que en algún momento de debilidad, o en la confianza del sueño, ella
pudiese prevalecer contra él y despojarlo de la vida.
Hyde odiaba a Jekyll por otras razones distintas. Su terror a la horca le
empujaba siempre de nuevo al suicidio temporal, a abandonar
provisionalmente la condición de persona para entrar en el estado
subordinado de parte. Pero aborrecía esta necesidad, aborrecía la inercia en la
que había caído Jekyll, y la cambiaba por la aversión con la que se sabía considerado.
Esto explica las burlas simiescas que Hyde empezó a tomarme, como
escribir blasfemias de mi puño y letra en las páginas de mis libros, quemar
mis papeles o destruir el retrato de mi padre. Incluso creo que, si no hubiera
sido por el miedo a morir, ya hace tiempo que se habría arruinado a sí mismo
para arrastrarme en su ruina. Pero su amor a la vida era extraordinario.
Diré más: yo que me quedo helado y aterrorizado sólo con pensarlo, yo, sin
embargo, cuando reflexiono sobre la abyección y pasión de ese apego a la
vida, y cuando lo veo temblar asustado, desencajado, por la idea de que yo
puedo eliminarlo con el suicidio, acabo por sentir hasta piedad.
Es inútil alargar esta descripción, sobre todo porque el tiempo ya aprieta
terriblemente. Bastaría decir que nadie jamás ha sufrido semejantes
tormentos, si no hubiese que añadir que también a éstos la costumbre ha dado
no digo alivio, sino disminución debida a un incierto encallecimiento del
alma, a una cierta aquiescencia de la desesperación. Y mi castigo habría
podido durar años si no hubiera tenido lugar una circunstancia imprevista,
que dentro de poco me separará para siempre de mi propio aspecto y de mi
naturaleza originaria. Mi provisión de sales, que no había nunca renovado
desde los tiempos del primer experimento, últimamente ha empezado a
escasear. Y cuando he mandado a buscar más y he preparado con ellas la
mezcla, he conseguido la ebullición y el primer cambio de color, pero no el
segundo. Y la poción no ha surtido ya efecto alguno. Poole te contará que le
he enviado a buscar estas sales por todo Londres, pero sin conseguirlas.
Ahora estoy convencido de que la primera cantidad debía ser impura, y
precisamente de esta desconocida impureza dependía su eficacia.
Ha pasado desde entonces una semana, y estoy terminando este escrito
gracias a la última dosis de las viejas sales. Esta, por lo tanto, a no ser un por
milagro, es la última vez que Henry Jekyll puede pensar sus propios
pensamientos y ver su cara (¡que tristemente ha cambiado!) en el espejo que
tiene delante. Ni puedo tardar mucho en concluir, porque sólo gracias a mi
cautela, y a la suerte, estas hojas han escapado hasta ahora de la destrucción.
Hyde, si la metamorfosis se produjese mientras estoy aún escribiendo, las
haría inmediatamente pedazos. Si, por el contrario tengo tiempo de ponerlas
aparte, su extraordinaria capacidad de pensar únicamente en sí mismo, la
limitación de su interés por sus circunstancias inmediatas las salvarán quizás
de su simiesco despecho.
Pero en realidad el destino que nos aplasta a ambos ha cambiado e incluso domado a él.
Quizás, dentro de media hora, cuando encarne de nuevo y para siempre a
ese ser odiado, sé que me pondré a llorar y a temblar en mi sillón, o que
volveré a pasear de arriba abajo por esta habitación (mi último refugio en esta
tierra) escuchando cada ruido en un paroxismo de miedo, pegando
desesperadamente el oído a cualquier sonido de amenaza. ¿Morirá Hyde en el
patíbulo? ¿encontrará, en el último instante, el valor de liberarse? Dios lo
sabe, a mí no me importa. Esta es la hora de mi verdadera muerte. Lo que
venga después pertenece a otro.
Y así, posando la pluma, cerrando esta confesión mía, pongo fin a la vida del infeliz Henry Jekyll.

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