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Capítulo 2

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde – Robert Louis Stevenson
En busca de Hyde

Cuando por la noche volvió a su casa de soltero, Utterson estaba deprimido y
se sentó a la mesa sin apetito. Los domingos, después de cenar, tenía la
costumbre de sentarse junto al fuego con algún libro de árida devoción en el
atril, hasta que el reloj de la cercana iglesia daba las campanadas de
medianoche. Después ya se iba sobriamente y con reconocimiento a la cama.
Aquella noche, sin embargo, después de quitar la mesa, cogió una vela y se
fue a su despacho. Abrió la caja fuerte, sacó del fondo de un rincón un sobre
con el rótulo «Testamento del Dr. Jekyll», y se sentó con el ceño fruncido a estudiar el documento.
El testamento era ológrafo, ya que Utterson, aunque aceptó la custodia a
cosa hecha, había rechazado prestar la más mínima asistencia a su redacción.
En él se establecía no sólo que, en caso de muerte de Henry Jekyll, doctor en
Medicina, doctor en Derecho, miembro de la Sociedad Real, etc., todos sus
bienes pasarían a su «amigo y benefactor Edward Hyde», sino que, en caso de
que el doctor Jekyll «desapareciese o estuviera inexplicablemente ausente
durante un periodo superior a tres meses de calendario»; el susodicho Edward
Hyde habría entrado en posesión de todos los bienes del susodicho Henry
Jekyll, sin más dilación y con la única obligación de liquidar unas modestas
sumas dejadas al personal de servicio.
Este documento era desde hace mucho tiempo una pesadilla para Utterson.
En él ofendía no sólo al notario, sino al hombre de costumbres tranquilas,
amante de los aspectos más familiares y razonables de la vida, y para el que
toda extravagancia era una inconveniencia. Si, por otra parte, hasta entonces,
el hecho de no saber nada de Hyde era lo que más le indignaba, ahora, por
una casualidad, el hecho más grave era saberlo. La situación ya tan
desagradable hasta que ese nombre había sido un puro nombre sobre el que
no había conseguido ninguna información, aparecía ahora empeorada cuando
el nombre empezaba a revestirse de atributos odiosos, y que de los vagos,
nebulosos perfiles en los que sus ojos se habían perdido saltaba imprevisto y
preciso el presentimiento de un demonio.
-Pensaba que fuese locura -dijo reponiendo en la caja fuerte el deplorable
documento—, pero empiezo a temer que sea deshonor.
Apagó la vela, se puso un gabán y salió. Iba derecho a Cavendish Square,
esa fortaleza de la medicina en que, entre otras celebridades, vivía y recibía a
sus innumerables pacientes el famoso doctor Lanyon, su amigo. «Si alguien
sabe algo es Lanyon», había pensado.
El solemne mayordomo lo conocía y lo recibió con deferente premura,
conduciéndolo inmediatamente al comedor, en el que el médico estaba
sentado solo saboreando su vino.
Lanyon era un caballero de aspecto juvenil y con una cara rosácea llena de
salud, bajo y gordo, con un mechón de pelo prematuramente blanco y
modales ruidosamente vivaces. Al ver a Utterson se levantó de la silla para
salir al encuentro y le apretó calurosamente la mano, con efusión quizás algo
teatral, pero completamente sincera. Los dos, en efecto, eran viejos amigos,
antiguos compañeros de colegio y de universidad, totalmente respetuosos
tanto de sí mismos como el uno del otro, y, algo que no necesariamente se
consigue, siempre contentos de encontrarse en mutua compañía.
Después de hablar durante unos momentos del más y del menos, el notario
entró en el asunto que tanto le preocupaba.
-Lanyon -dijo-, tú y yo somos los amigos más viejos de Henry Jekyll, ¿no?
-Preferiría que los amigos fuésemos más jóvenes -bromeó Lanyon-, pero me
parece que efectivamente es así. ¿Por qué? Tengo que decir que hace mucho tiempo que no lo veo.
-¿Ah, sí? Creía que teníais muchos intereses comunes -dijo Utterson.
-Los teníamos -fue la respuesta-, pero luego Henry Jekyll se ha convertido
en demasiado extravagante para mí. De unos diez años acá ha empezado a
razonar, o más bien a desrazonar, de una forma extraña; y yo, aunque siga
más o menos sus trabajos, por amor de los viejos tiempos, como se dice, hace
ya mucho que prácticamente no lo veo… ¡No hay amistad que aguante –
añadió poniéndose de repente rojo- ante ciertos absurdos pseudocientíficos!
Utterson se turbó algo con este desahogo.
«Habrán discutido por alguna cuestión médica», pensó; y siendo, como era,
ajeno a las pasiones científicas (salvo en materia de traspasos de propiedad),
añadió: «¡Y si no es esto!» Luego le dejó al amigo tiempo para recuperar la
calma, antes de soltarle la pregunta por la que había venido:
-¿Nunca has encontrado u oído hablar de un tal… protegido de Jekyll, llamado Hyde?
-¿Hyde? -repitió Lanyon-. No. Nunca lo he oído nombrar. Lo habrá conocido más tarde.
Estas fueran las informaciones que el notario se llevó a casa y al amplio,
oscuro lecho en el que siguió dando vueltas ya de una parte, ya de otra, hasta
que las horas pequeñas de la mañana se hicieron grandes. Fue una noche en la
que no descansó su mente, que, asediada por preguntas sin respuesta, siguió
cansándose en la mera oscuridad.
Cuando se oyeron las campanadas de las seis en la iglesia tan
oportunamente cercana, Utterson seguía inmerso en el problema. Más aún, si
hasta entonces se había empeñado con la inteligencia, ahora se encontraba
también llevado por la imaginación. En la oscuridad de su habitación de
pesadas cortinas repasaba la historia de Enfield ante los ojos como una serie
de imágenes proyectadas por una linterna mágica. He aquí la gran hilera de
farolas de una ciudad de noche; he aquí la figura de un hombre que avanza
rápido; he aquí la de una niña que va a llamar a un doctor; y he aquí las dos
Figuras que chocan, he ahí ese Juggernaut humano que arrolla a la niña y
pasa por encima sin preocuparse de sus gritos.
Otras veces, Utterson veía el dormitorio de una casa rica y a su amigo que
dormía tranquilo y sereno como si sonriera en sueños; luego se abría la
puerta, se descorrían violentamente las cortinas de la cama, y he aquí, allí de
pie, la figura a la que se le había dado todo poder; incluso el de despertar al
que dormía en esa hora muerta para llamarlo a sus obligaciones.
Tanto en una como en la otra serie de imágenes, aquella figura siguió
obsesionando al notario durante toda la noche. Si a ratos se adormecía, volvía
a verla deslizarse más furtiva en el interior de las casas dormidas, o avanzar
rápida, siempre muy rápida, vertiginosa, por laberintos cada vez mayores de
calles alumbradas por farolas, arrollando en cada cruce a una niña y
dejándola llorando en la calle.
Y sin embargo la figura no tenía un rostro, tampoco los sueños tenían
rostro, o tenían uno que se desvanecía, se deshacía, antes de que Utterson
consiguiera fijarlo. Así creció en el notario una curiosidad muy fuerte, diría
irresistible, por conocer las facciones del verdadero Hyde. Si hubiese podido
verlo al menos una vez, creía, se habría aclarado o quizás disuelto el misterio,
como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca. Quizás
habría conseguido explicar de alguna forma la extraña inclinación (o la
siniestra dependencia) de su amigo, y quizás también esa incomprensible
cláusula de su testamento. De todas las formas era un rostro que valía la pena
conocer: el rostro de un hombre sin entrañas de piedad, un rostro al que había
bastado con mostrarse para suscitar, en el frío Enfield, un persistente sentimiento de odio.
Desde ese mismo día Utterson empezó a vigilar esa puerta, en esa calle de
comercios. Muy de mañana, antes de la hora de oficina; a mediodía, cuando
el trabajo era abundante y el tiempo escaso por la noche bajo la velada cara
de la luna ciudadana; con todas las luces y a todas horas solitarias o con
gentío se podía encontrar allí al notario, en su puesto de guardia.
«Si él es el señor Esconde -había pensado-, yo seré el señor Busca». Y, por
fin, fue recompensada su paciencia.
Era una noche serena, seca, con una pizca de hielo en el aire; las calles
estaban tan limpias como la pista de un salón de baile; y las farolas con sus
llamas inmóviles, por la ausencia total de viento, proyectaban una precisa
trama de luces y sombras. Después de las diez, cuando cerraban los
comercios, el lugar se hacía muy solitario y, a pesar del ruido sordo de
Londres, muy silencioso. Los más pequeños sonidos llegaban en la distancia,
los ruidos domésticos de las casas se oían claramente en la calle, y si un
peatón se acercaba el ruido de sus pasos lo anunciaba antes de que apareciera a la vista.
Utterson estaba allí desde hacía unos minutos, cuando, de repente, se dio
cuenta de unos pasos extrañamente rápidos que se acercaban.
En el curso de mis reconocimientos nocturnos ya se había acostumbrado a
ese extraño efecto por el que los pasos de una persona, aún bastante lejos,
resonaban de repente muy claros en el vasto, confuso fondo de los ruidos de
la ciudad. Pero su atención nunca había sido atraída de un modo tan preciso y
decidido como ahora, y un fuerte, supersticioso presentimiento de éxito llevó
al notario a esconderse en la entrada del patio.
Los pasos siguieron acercándose con rapidez, y su sonido creció de repente
cuando, desde un lejano cruce, entraron en la calle. Utterson pudo ver en
seguida, desde su puesto de observación en la entrada, con qué tipo de
persona tenía que enfrentarse. Era un hombre de baja estatura y de vestir más
bien ordinario, pero su aspecto general, incluso desde esa distancia, era de
alguna forma tal, que suscitaba una inclinación para nada benévola respecto a
él. Se fue derecho a la puerta, atravesando diagonalmente para ganar tiempo
y, al acercarse, sacó del bolso una llave, con el gesto de quien llega a su casa.
El notario se adelantó y le tocó en el hombro.
-¿El señor Hyde?
El otro se echó para atrás, aspirando con una especie de silbido. Pero se
recompuso inmediatamente y, aunque no levantase la cara para mirar a
Utterson, respondió con bastante calma:
-Sí, me llamo Hyde. ¿Qué queréis?
-Veo que vais a entrar -contestó el notario-. Soy un viejo amigo del doctor
Jekyll: Utterson, de Gaunt Street. Conoceréis mi nombre, supongo, y pienso
que podríamos entrar dentro, ya que nos encontramos aquí.
-Si buscáis a Jekyll no está no está en casa -contestó Hyde metiendo la
llave. Luego preguntó de repente, sin levantar la cabeza-: ¿ Cómo me habéis reconocido?
¿Me haríais un favor? -dijo Utterson
-¿Cómo no? -contestó el otro. ¿Qué favor?
-Dejadme miraros a la cara.
Hyde pareció dudar, pero luego, como en una decisión imprevista, levantó
la cabeza con aire de desafío, y los dos se quedaron mirándose durante unos momentos.
-Así os habré visto -dijo Utterson-. Podrá valerme en otra ocasión.
-Ya, importa Mucho que nos hayamos encontrado contestó Hyde-. A
propósito, convendría que tuvieseis mi dirección -añadió dando el nombre y el número de una calle de Soho.
«Buen Dios! -se dijo el notario-, ¿es posible que también él haya pensado
en el testamento?» Se guardó esta sospecha y se limitó, con un murmullo, a tomar la dirección.
-Y ahora decidme -dijo el otro-. ¿Cómo me habéis reconocido?
-Alguien os describió -fue la respuesta.
-¿Quién?
-Tenemos amigos comunes -dijo Utterson.
-¿Amigos comunes? -hizo eco Hyde con una voz un poco ronca-. ¿Y quiénes serían?
-Jekyll, por ejemplo -dijo el notario.
-¡El no me ha descrito nunca a nadie! – gritó Hyde con imprevista ira-. ¿No pensaba que me mintieseis!
-Vamos, vamos, no se debe hablar así – dijo Utterson.
El otro enseñó los dientes con una carcajada salvaje, y un instante después,
con extraordinaria rapidez, ya había abierto la puerta y había desaparecido dentro.
El notario se quedó un momento como Hyde lo había dejado. Parecía el
retrato del desconcierto. Luego empezó a subir lentamente a la calle, pero
parándose cada pocos pasos y llevándose una mano a la frente, como el que
se encuentra en el mayor desconcierto. Y de hecho su problema parecía
irresoluble. Hyde era pálido y muy pequeño, daba una impresión de
deformidad aunque sin malformaciones concretas, tenía una sonrisa
repugnante, se comportaba con una mezcla viscosa de pusilanimidad y
arrogancia, hablaba con una especie de ronco y roto susurro: todas cosas, sin
duda, negativas, pero que aunque las sumáramos, no explicaban la inaudita
aversión, repugnancia y miedo que habían sobrecogido a Utterson.
«Debe haber alguna otra cosa, más aún, estoy seguro de que la hay -se
repetía perplejo el notario-. Sólo que no consigo darle un nombre. ¡Ese
hombre, Dios me ayude apenas parece humano! ¿Algo de troglodítico? ¿O
será la vieja historia del Dr. Fell? ¿O la simple irradiación de un alma infame
que transpira por su cáscara de arcilla y la transforma? ¡Creo que es esto, mi
pobre Jekyll! Si alguna vez una cara ha llevado la firma de Satanás, es la cara de tu nuevo amigo.»
Al fondo de la calle, al dar la vuelta a la esquina, había una plaza de casas
elegantes y antiguas, ahora ya decadentes, en cuyos pisos o habitaciones de
alquiler vivía gente de todas las condiciones y oficios: pequeños impresores,
arquitectos abogados más o menos dudosos, agentes de oscuros negocios. Sin
embargo, una de estas casas, la segunda de la esquina, no estaba todavía
dividida y mostraba todas las señales de confort y lujo, aunque en ese
momento estuviese completamente a oscuras, a excepción de la media luna
de cristal por encima de la puerta de entrada. Utterson se paró ante esta puerta
y llamó. Un mayordomo anciano y bien vestido vino a abrirle.
-¿Está en casa el doctor Jekyll, Poole? – preguntó el notario.
-Voy a ver, señor Utterson -dijo Poole, haciendo entrar al visitante a un
amplio atrio con el techo bajo y con el pavimento de piedra, calentado (como
en las casas de campo) por una chimenea que sobresalía, y decorado con
viejos muebles de roble—. ¿Queréis esperar aquí, junto al fuego, señor? ¿O
os enciendo una luz en el comedor?
-Aquí, gracias -dijo el notario acercándose a la chimenea y apoyándose en la alta repisa.
De ese atrio, orgullo de su amigo Jekyll, Utterson solía hablar como del
salón más acogedor de todo Londres. Pero esta noche un escalofrío le duraba
en los huesos. La cara de Hyde no se le iba de la memoria. Sentía (algo
extraño en él) náusea y disgusto por la vida. Y con esta oscura disposición de
ánimo le parecía leer una amenaza en los reflejos del fuego en la lisa
superficie de los muebles o en la vibración insegura de las sombras en el
techo. Se avergonzó de su alivio cuando Poole, al poco tiempo, volvió para
anunciar que el doctor Jekyll había salido.
-He visto al señor Hyde entrar por la puerta de la vieja sala anatómica –
dijo-. ¿Es normal, cuando el doctor Jekyll no está en casa?
-Completamente normal, señor Utterson. El señor Hyde tiene la llave.
-Me parece que vuestro amo da mucha confianza a ese joven, Poole –
comentó el notario con una mueca.
-Sí, señor. Efectivamente, señor —dijo Poole-. Todos nosotros tenemos orden de obedecerle.
-Yo no lo he visto aquí nunca, ¿verdad? – preguntó Utterson.
-Pues, claro que no, señor —dijo el otro- El no viene nunca a comer, y no
se hace ver mucho en esta parte de la casa. Al máximo viene y sale por el laboratorio.
-Bien, buenas noches, Poole.
-Buenas noches, señor Utterson.
El notario se dirigió a su casa con el corazón en un puño.
¡Pobre Harry Jekyll -pensó-, tengo miedo de que esté realmente metido en
un buen lío! De joven, tenía un temperamento fuerte, y, aunque haya pasado
tanto tiempo, ¡vete a saber! La ley de Dios no conoce prescripción…
Por desgracia, debe ser así: el fantasma de una vieja culpa, el cáncer de un
deshonor escondido y el castigo que llega, después de años que la memoria
ha olvidado y que el amor de sí ha condonado el error.»
Impresionado por esta idea, el notario se puso a analizar su propio pasado,
buscando en todos los recovecos de la memoria y casi esperándose que de
allí, como de una caja de sorpresas, saltase de repente alguna vieja iniquidad.
En su pasado no había nada de reprochable, pocos podrían haber deshojado
con menor aprensión los registros de su vida. Sin embargo ¿Utterson se
reconoció muchas culpas y sintió una profunda humillación, apoyándose
sólo, con sobrio y timorato reconocimiento, en el recuerdo de muchas otras
en las que había estado a punto de caer, pero que, por el contrario había evitado.
Volviendo a los pensamientos de antes, concibió un rayo de esperanza.
«A este señorito Hyde -se dijo-, si se le estudia de cerca, se le deberían
sacar sus secretos: secretos negros, a juzgar por su apariencia, al lado de los
cuales también los más oscuros de Jekyll resplandecerían como la luz del sol.
Las cosas no pueden seguir así. Me da escalofríos pensar en ese ser bestial
que se desliza como un ladrón hasta el lecho de Harry… ¡Pobre Harry, qué
despertar! Y un peligro más: porque, si ese Hyde sabe o sospecha lo del
testamento, podrá impacientarse por heredar…
¡Ah, si Jekyll al menos me permitiese ayudarle!»
¡Sí! ;Si al menos me lo permitiese!», se repitió. Porque una vez más habían
aparecido ante sus ojos, nítidas y como en transparencia, las extrañas cláusulas del testamento.

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