El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde – Robert Louis Stevenson
El Dr. Jekyll estaba perfectamente tranquilo
No habían pasado quince días cuando por una casualidad que Utterson juzgó
providencial, el doctor Jekyll reunió en una de sus agradables comidas a
cinco o seis viejos compañeros, todos excelentes e inteligentes personas
además de expertos en buenos vinos; y el notario aprovechó para quedarse
una vez que los otros se fueron.
No resultó extraño porque sucedía muy a menudo, ya que la compañía de
Utterson era muy estimada, donde se le estimaba. Para quien le invitaba era
un placer retener al taciturno notario, cuando los demás huéspedes, más
locuaces e ingeniosos, ponían el pie en la puerta; era agradable quedarse
todavía un rato con ese hombre discreto y tranquilo, casi para hacer práctica
de soledad y fortalecer el espíritu de su rico silencio, después de la fatigosa tensión de la alegría.
Y el doctor Jekyll no era una excepción a esta regla; y si lo mirábamos
sentado con Utterson junto al fuego -un hombre alto y guapo, sobre los
cincuenta, de rasgos finos y proporcionados que reflejaban quizás una cierta
malicia, pero también una gran inteligencia y bondad de ánimo- se veía con
claridad que sentía un afecto cálido y sincero por el notario.
-¡Escucha, Jekyll, hace tiempo que quería hablar contigo! dijo Utterson—.
¿Recuerdas aquel testamento tuyo?
El médico, como habría podido notar un observador atento, tenía pocas
ganas de entrar en ese tema, pero supo salir con gran desenvoltura.
-¡Mi pobre Utterson -dijo-, eres desafortunado al tenerme como cliente!
¡No he visto a nadie tan afligido como tú por ese testamento mío, si quitamos
al insoportable pedante de Lanyon por ésas que él llama mis herejías
científicas! Sí, ya sé que es una buena persona, no me mires de esa forma.
Una buenísima persona. Pero es un insoportable pedante, un pedante
ignorante y presuntuoso. Nadie me ha desilusionado tanto como Lanyon.
-Ya sahes que siempre lo desaprobé -insistió tterson sin dejarle escapar del asunto.
-¿Mi testamento? Sí, ya lo sé -asintió el médico con una pizca de
impaciencia-. Me lo has dicho y repetido.
-Bien, te lo repito de nuevo -dijo el notario -. He sabido algunas cosas sobre tu joven Hyde.
El rostro cordial del doctor Jekyll palideció hasta los labios, y por sus ojos pasó como un rayo oscuro.
-No quiero oír más -dijo-. Habíamos decidido, creo, dejar a un lado este asunto.
-Las cosas que he oído son abominables – dijo Utterson.
-No puedo hacer nada ni cambiar nada. Tú no entiendes mi posición –
repuso nervioso el médico. Me encuentro en una situación penosa, Utterson,
y en una posición extraña… , muy extraña. Es una de esas Cosas que no se arreglan hablando.
-Jekyll, tú me conoces y sabes que puedes fiarte de mí -dijo el notario-.
Explícate, dime todo en confianza, y estoy seguro de poderte sacar de este
lío. -Mi querido Utterson -dijo el médico-,esto es verdaderamente amable,
extraordinariamente amable de tu parte. No tengo palabras para
agradecértelo. Y te aseguro que no hay persona en el mundo, ni siquiera yo
mismo, de la que me fiaría más que de ti, si tuviera que escoger. Pero, de
verdad, las cosas no están como crees, la situación no es tan grave. Para dejar
en paz a tu buen corazón te diré una cosa: podría liberarme del señor Hyde en
cualquier momento que quisiera. Te doy mi palabra. Te lo agradezco
infinitamente una vez más pero, sabiendo que no te lo tomarás a mal, también
añado esto: se trata de un asunto estrictamente privado, por lo que te ruego
que no volvamos sobre el mismo.
Utterson reflexionó unos instantes, mirando al fuego:
-De acuerdo, no dudo que tú tengas razón- dijo por fin levantándose.
-Pero, dado que hemos hablado y espero que por última vez -retomó el
médico-, hay un punto que quisiera que tú entendieses.
Siento un tremendo afecto por el pobre Hyde. Sé que os habéis visto, me lo
ha dicho, y tengo miedo que no haya sido muy cortés. Pero, repito, siento un
tremendo afecto por ese joven, y, si yo desapareciese, tú prométeme,
Utterson, que lo tolerarás y que tutelarás sus legítimos intereses. No dudo que
lo harías, si supieras todo, y tu promesa me quitaría un peso de encima.
-No puedo garantizarte -dijo el notario- que conseguiré alguna vez hacerlo a gusto.
Jekyll le puso la mano en el brazo.
-No te pido eso -dijo con calor-. Te pido sólo que tuteles sus derechos y te
pido que lo hagas por mí, cuando yo ya no esté.
Utterson no pudo contener un profundo suspiro.
-Bien -dijo-. Te lo prometo.