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Capítulo 5

El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde – Robert Louis Stevenson
El incidente de la carta

Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del doctor Jekyll, donde Poole,
por pasillos contiguos a la cocina y luego a través de un patio que un tiempo
había sido jardín, lo acompañó hasta la baja construcción llamada el
laboratorio o también, indistintamente, la sala anatómica. El médico había
comprado la casa, efectivamente, a los herederos de un famoso cirujano, e,
interesado por la química más que por la anatomía, había cambiado destino al
rudo edificio del fondo del jardín.
El notario, que era la primera vez que venía recibido en esta parte de la
casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin ventanas, y miró
alrededor con una desagradable sensación de extrañeza atravesando el teatro
anatómico, un día abarrotado de enfervorizados estudiantes y ahora
silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos químicos, el
suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se filtraba a duras
penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la sala, una pequeña
rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por esta puerta entró
finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.
Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y cristaleras, con un
escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía luz de tres
polvorientas ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio común.
Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en la
repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y allí,
junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento. No se
levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le tendió una mano
helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.
-¿Y ahora? -dijo Utterson apenas se fue Poole-. ¿Has oído la noticia?
Jekyll se estremeció visiblemente.
-Estaba en el comedor -murmuró-, cuando he oído gritar a los vendedores de periódicos en la plaza.
-Sólo una cosa -dijo el notario-. Carew era cliente mío, pero también tú lo
eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan loco que quieras ocultar a ese individuo!
-Utterson, lo juro por Dios -gritó el médico-, juro por Dios que ya no lo volveré a ver.
Te prometo por mi honor que ya no tendré nada que ver con él en este
mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene necesidad de mi
ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a salvo; puedes
creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.
Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le gustaba nada el aire febril de Jekyll.
-Espero por ti que así sea -dijo-. Saldría tu nombre, si se llega a procesarlo.
-Estoy convencido de ello -dijo el médico, aunque no pueda contarte las razones.
Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar. He… , he recibido una
carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera dártela y dejarte a ti la
decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de nadie.
-¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la policía tras su pista?
-No, he acabado con Hyde y ya no me importa él -dijo con fuerza Jekyll-.
Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto abominable.
Utterson se quedó un momento rumiando.
Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.
-Bien -dijo al final-, veamos la carta.
La carta, firmada «Edward Hyde» y escrita en una extraña caligrafía
vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll benefactor del
firmante, pero cuya generosidad tan indignamente había sido pagada, no tenía
que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste disponía de
medios de fuga en los que podía confiar plenamente.
El notario encontró bastante satisfactorio el tenor de esta carta, que ponía
la relación entre los dos bajo una luz más favorable de lo que hubiese
imaginado; y se reprochó haber nutrido algunas sospechas.
-¿Tienes el sobre? -preguntó.
-No -dijo Jekyll-. Lo quemé sin pensar en lo que hacía. Pero no traía
matasellos. Fue entregada en mano.
-¿Quieres que me lo piense y la tenga mientras tanto?
-Haz libremente lo que creas mejor -Fue la respuesta-. Yo ya he perdido toda confianza en mí.
-Bien, lo pensaré -replicó el notario-.
Pero dime una cosa: ¿Esa cláusula del testamento, sobre una posible
desaparición tuya, te la dictó Hyde?
El médico pareció encontrarse a punto de desfallecer, pero apretó los dientes y admitió.
-Lo sabía – dijo Utterson- ¡tenía intención de asesinarte. ¡Te has escapado de buena!
-¡Ya me he escapado, Utterson! He recibido una lección… ¡Ah, qué
lección! dijo Jekyll con voz rota, tapándose la cara con las manos.
Al salir, el notario se paró a intercambiar unas palabras con Poole.
-Por cierto -dijo-, sé que han traído hoy, en mano, una carta. ¿Quién la trajo?
Pero ese día no había llegado otra correspondencia que la de correos,
afirmó resueltamente Poole.
-Y sólo circulares -añadió.
Con esta noticia el visitante sintió que reaparecían todos sus temores. Han
entregado la carta, pensó mientras se iba, en la puerta del laboratorio; más
aún, se había escrito en el mismo laboratorio; y si las cosas eran así, había
que juzgarlo de otra forma y tratarlo con mayor cautela.
«¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de un miembro del
Parlamento!», gritaban mientras tanto los vendedores de periódicos en la calle.
Es la oración fúnebre por un amigo y cliente, pensó el notario. Y no pudo
no temer que el buen nombre de otro terminase metido en el escándalo. La
decisión que debía tomar le pareció muy delicada; y, a pesar de que
normalmente fuese muy seguro de sí, empezó a sentir la viva necesidad de un
consejo. Es verdad, pensó, que no era un consejo que se pudiera pedir
directamente, pero quizás lo habría conseguido de una forma indirecta.
Poco más tarde estaba sentado en su despacho, al lado de la chimenea, y
delante de él, en el otro lado, estaba sentado el señor Guest, su oficial. En un
punto intermedio entre los dos, y a una distancia bien calculada del fuego,
estaba una botella de un buen vino añejo, que había pasado mucho tiempo en
los cimientos de la casa, lejos del sol. Flujos de niebla seguían oprimiendo la
ciudad sumergida, en la que las farolas resplandecían como rubíes y la vida
ciudadana, filtrada, amortiguada por esas nubes caídas, rodaba por esas
grandes arterias con un ruido sordo, como el viento impetuoso. Pero la
habitación se alegraba con el fuego de la chimenea, y en la botella se habían
disuelto hacía mucho tiempo los ácidos: el color de vivo púrpura, como el
matiz de algunas vidrieras, se había hecho más profundo con los años, y un
resplandor de cálido otoño, de dorados atardeceres en los viñedos de la
colina, iba a descorcharse para dispersar las nieblas de Londres.
Insensiblemente se relajaron los nervios del notario. No había nadie con
quien mantuviera menos secretos que con el señor Guest, y no siempre estaba
seguro, bueno, de haber mantenido cuantos creía. Guest había ido a menudo
donde Jekyll por motivos de trabajo, conocía a Poole, y era difícil que no
hubiera oído hablar de Hyde como íntimo de la casa. Ahora habría podido
sacar conclusiones. ¿No valía la pena que viese esa carta clarificadora del
misterio? Además, siendo un apasionado y un buen experto en grafología, la
confianza le habría parecido totalmente natural. El oficial, por otra parte, era
persona de sabio consejo; difícilmente habría podido leer ese documento tan
extraño sin dejar de hacer una observación: y quizás así, vete a saber,
Utterson habría encontrado la sugerencia que buscaba.
-Un triste lío -dijo- lo de Sir Danvers.
-Triste, señor. Y ha levantado una gran indignación dijo el señor Guest-.
Ese hombre, naturalmente, era un loco.
-Querría precisamente vuestra opinión; tengo aquí un documento, una carta
de su puño y letra -dijo Utterson-. Se entiende que este escrito queda entre
nosotros, porque todavía no sé qué voy a hacer con él; un lío feo es lo menos
que se puede decir. Pero he aquí un documento que parece hecho aposta para
vos: el autógrafo de un asesino.
Le brillaron los ojos al señor Guest, y un instante después ya estaba
inmerso en el examen de la carta, que estudió con un apasionado interés.
-No, señor -dijo al final-. No está loco.
Pero tiene una caligrafía muy extraña.
-Es extraña desde todos los puntos de vista -dijo Utterson.
Justo en ese momento entró un criado con una nota.
-¿Es del doctor Jekyll, señor? Me ha parecido reconocer la caligrafía en el
sobre -se interesó el oficial mientras el notario desdoblaba el papel-. ¿Algo
privado, señor Utterson?
-Sólo una invitación a comer. ¿Por qué? ¿Queréis verla?
-Sólo un momento, gracias -dijo el señor Guest.
Cogió el papel, lo puso junto al otro y procedió a una minuciosa comparación.
-Gracias -repitió al final devolviendo ambos-. Un autógrafo muy interesante.
Durante la pausa que siguió, Utterson pareció luchar consigo mismo.
-¿Por qué los habéis comparado, Guest? – preguntó luego, de repente.
-Bien, señor -dijo el otro, hay un parecido muy singular; las dos caligrafías
tienen una inclinación distinta, pero por lo demás son casi idénticas.
-Muy curioso -dijo Utterson.
-Es un hecho, como decís, muy curioso – dijo el señor Guest.
-Por lo que yo no hablaría de esta carta.
-No -dijo el señor Guest-. Ni yo tampoco, señor.
Aquella noche, apenas se quedó solo, Utterson metió la carta en la caja
fuerte y decidió dejarla allí. «¡Misericordia! -pensó-. ¡Henry Jekyll falsario, a
favor de un asesino!» Y la sangre se le heló en las venas.

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