El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde – Robert Louis Stevenson
El extraordinario incidente del doctor Lanyon
Pasó el tiempo. Una recompensa de miles de esterlinas pendía sobre la cabeza
del asesino (ya que la muerte de Sir Danvers se había sentido como una
afrenta a toda la comunidad, pero Hyde seguía escapando a la búsqueda como
si no hubiera existido nunca. Muchas cosas de su pasado, y todas
abominables, habían salido a la luz: se conocieron sus inhumanas crueldades
y vilezas, su vida ignominiosa, sus extrañas compañías, el odio que parecía
haber inspirado cada una de sus acciones. Pero no había ni el más mínimo
rastro sobre el lugar en que se escondía. Desde el momento en que había
dejado su casa de Soho, la mañana del delito, Hyde pura y simplemente había desaparecido.
Así, poco a poco, Utterson empezó a reponerse de las peores sospechas y a
recuperar algo la calma. La muerte de Sir Danvers, llegó a pensar, está más
que pagada con la desaparición del señor Hyde. Jekyll parecía renacido a
nueva vida ahora que ya no sufría esa influencia nefasta. Salido de su
aislamiento, volvió a frecuentar a los amigos y a recibirlos con la familiaridad
y cordialidad de una vez; y si siempre había sobresalido por sus obras de
caridad, ahora se distinguía también por su espíritu religioso. Llevaba una
vida activa, pasaba mucho tiempo al aire libre, en su mirada se reflejaba la
conciencia de quien no pierde ocasión para hacer el bien. Y así, en paz
consigo mismo, vivió más de dos meses.
El 8 de enero Utterson había cenado en casa de él con otros amigos, entre
ellos también Lanyon, y la mirada de Jekyll había corrido de uno a otro como
en los viejos tiempos, cuando los tres eran inseparables. Pero el 12, y de
nuevo el 14, el notario pidió inútilmente ser recibido.
El doctor se había cerrado en casa y no quería ver a nadie, dijo Poole.
El 15, tras un nuevo intento y un nuevo rechazo, Utterson empezó a
preocuparse. Se había acostumbrado a ver a su amigo casi todos los días, en
los últimos dos meses, y esa vuelta a la soledad le preocupaba y entristecía.
La noche después cenó con Guest, y la siguiente fue a casa del doctor Lanyon.
Allí, al menos, fue recibido sin ninguna dificultad; pero se aterrorizó al ver
cómo había cambiado Lanyon en pocos días: en la cara, escrita con letras
muy claras, se leía su sentencia de muerte. Ese hombre de color rosáceo se
había quedado térreo, enflaquecido, visiblemente más calvo, más viejo en
años; y sin embargo no fueron tanto estas señales de decadencia física las que
detuvieron la atención del notario sino una cualidad de su mirada, algunas
particularidades del comportamiento, que parecían testimoniar un profundo
terror. Era improbable, en un hombre como Lanyon, que ese terror fuese el
terror de la muerte; sin embargo Utterson tuvo la tentación de sospecharlo.
Sí -pensó-, es médico, sabe que tiene los días contados, y esta certeza lo trastorna».
Pero cuando, cautamente, el notario aludió a su mala cara, Lanyon con
valiente firmeza declaró que sabía que estaba condenado.
-He sufrido un golpe tremendo -dijo-, y sé que no me recuperaré; es
cuestión de semanas. Bien, ha sido una vida agradable. Sí, señor, agradable.
Vivir me causaba placer. Pero a veces pienso que, si lo supiéramos todo, nos iríamos más contentos.
-También Jekyll está enfermo -dijo Utterson-. ¿Lo has visto?
Lanyon cambió la cara y levantó una mano temblorosa.
-No quiero ver —dijo con voz alta enfermiza- ni oír hablar jamás del
doctor Jekyll. He terminado definitivamente con esa persona; y te ruego que
me ahorres todo tipo de alusiones a un hombre que para mí es como si hubiera muerto.
-¡Bueno! —dijo Utterson. Y luego, tras una larga pausa-: ¿No puedo hacer
nada? Somos tres viejos amigos, Lanyon. No viviremos bastante para hacer otros nuevos.
-Nadie puede hacer nada -respondió Lanyon-. Pregúntaselo a él.
-No quiere verme -dijo el notario.
-No me extraña -fue la respuesta-. Un día, Utterson, después de que yo
haya muerto, sabrás quizás lo que ha pasado. Yo no puedo contártelo. Pero
mientras tanto, si te sientes con fuerzas para hablar de otra cosa, quédate aquí
y hablemos; de lo contrario, si no consigues no volver sobre ese maldito
asunto, te ruego en nombre de Dios que te vayas, porque no podría soportarlo.
Utterson, nada más volver a casa, escribió a Jekyll quejándose de que ya
no le admitieran en su casa y preguntando la razón de la infeliz ruptura con
Lanyon. Al día siguiente le llegó una larga respuesta, de aire muy patético en
algunos puntos oscuros y ambiguo en otros. La desavenencia con Lanyon era
definitiva. «No reprocho a nuestro viejo amigo -escribía Jekyll-, pero
tampoco yo lo quiero ver nunca. De ahora en adelante, por otra parte, llevaré
una vida muy retirada. Tú, por tanto, no te extrañes y no dudes de mi amistad
si mi puerta permanece a menudo cerrada incluso para ti. Deja que me vaya
por mi oscuro camino. He atraído sobre mí un castigo y un peligro que no
puedo contarte. Si soy el peor de los pecadores pago también la peor de las
penas. Nunca habría pensado que en esta tierra se pudieran dar sufrimientos
tan inhumanos, terrores tan atroces. Y lo único que puedes hacer, Utterson,
para aliviar mi destino, es respetar mi silencio .
El notario se quedó consternado. Cesado el oscuro influjo de Hyde, el
médico había vuelto a sus antiguas ocupaciones y amistades; hace una
semana le sonreía el futuro, sus perspectivas eran las de una madurez serena
y honorable; y ahora había perdido sus amistades, se había destruido su paz y
se había perturbado todo el equilibrio de su vida. Un cambio tan radical e
imprevisto hacía pensar en la locura, pero, consideradas las palabras y la
postura de Lanyon, debía haber otra razón más oscura.
Una semana más tarde el doctor Lanyon tuvo que meterse en la cama, y
murió en menos de quince días. La noche del funeral, al que había asistido
con profunda tristeza, Utterson se cerró con llave en su despacho, se sentó a
la mesa, y a la luz de una melancólica vela sacó y puso delante de sí un sobre
lacrado. El sello era de su difunto amigo, lo mismo que el rótulo, que decía:
«PERSONAL: en mano a G. J. Utterson EXCLUSIVAMENTE, y destruirse
cerrado en caso de premorte suya».
Frente a una orden tan solemne, el notario renunció casi a seguir adelante.
«He enterrado hoy a un amigo -pensó- ¿y quién sabe si esta carta no puede
costarme otro?» Pero luego, leal a sus obligaciones y condenando su miedo,
rompió el lacre y abrió el sobre. Dentro había otro, también éste lacrado y con
el rótulo siguiente: «No abrirse nada más que después de la muerte o
desaparición del doctor Henry Jekyll».
Utterson no creía a sus ojos. Sin embargo, la palabra era de nuevo
«desaparición», como en el loco testamento que desde hacía ya un tiempo
había restituido a su autor. Una vez más, la idea de desaparición y el nombre
de Henry Jekyll aparecían unidos. Pero en el testamento la idea había nacido
de una siniestra sugerencia de Hyde, por un fin demasiado claro y horrible;
mientras aquí, escrita de puño de Lanyon, ¿qué podía significar? El notario
sintió tal curiosidad, que por un instante pensó saltarse la prohibición e ir
inmediatamente al fondo de esos misterios. Pero el honor profesional y la
lealtad hacia un amigo muerto eran obligaciones demasiado apremiantes; y el
sobre se quedó durmiendo en el rincón más alejado de su caja fuerte privada.
Sin embargo, una cosa es mortificar la propia curiosidad y otra es vencerla;
y se puede dudar de que Utterson, desde ese día en adelante, desease tanto la
compañía de su amigo superviviente. Pensaba en él con afecto, pero sus
pensamientos eran distraídos e inquietos.
Aunque iba a visitarlo, sentía quizás alivio cuando no lo recibía; en el
fondo, quizás, prefería charlar con Poole a la entrada, al aire libre y en medio
de los ruidos de la ciudad, más bien que ser recibido en aquella casa de
prisión voluntaria y sentarse a hablar con su inescrutable recluso. Poole, por
otra parte, no tenía noticias agradables que dar. El médico, por lo que parecía,
estaba cada vez más a menudo confinado en la habitación de encima del
laboratorio, donde incluso a veces dormía; estaba constantemente deprimido
y taciturno, ni siquiera leía, parecía presa de un pensamiento que no le dejaba
nunca. Utterson se acostumbró tanto a estas noticias, invariablemente
desalentadoras, que poco a poco espació sus visitas.