El fantasma de la ópera – Gaston Leroux
EN EL BAILE DE MASCARAS
El sobre, lleno de manchas de barro, no llevaba sello. «Para entregar al
señor vizconde Raoul de Chagny», y la dirección a lápiz. Había sido
seguramente tirado con la esperanza de que alguien que pasara recogiera el
billete y lo llevara al domicilio indicado. Y era lo que había sucedido. El
billete sido encontrado en una acera de la plaza de la ópera. Raoul lo releyó febrilmente.
No necesitaba más para que su esperanza renaciera. La sombría imagen,
que por un momento se había hecho una Christine olvidada de sus
obligaciones con ella misma, dejó paso a la primera idea que había tenido de
una desgraciada niña inocente, víctima de una imprudencia, y de su
sensibilidad excesiva. ¿Hasta qué punto, ahora ya, seguía siendo víctima? ¿De
quién se encontraba prisionera? ¿A qué abismos la habían arrastrado? Se
preguntaba todo esto con angustia muy cruel. Pero este mismo dolor le parecía
soportable comparado con el delirio en el que le sumía la idea de una Christine
hipócrita y mentirosa. ¿Qué había sucedido? ¿Qué influencia había sufrido?
¿Qué monstruo la había hechizado, y con qué armas?…
… ¿Con qué armas podía ser a no ser las de la música?… ¡Sí, sí! Cuanto
más pensaba, más se persuadía de que sería por este lado donde descubriría la
verdad. ¿Había olvidado acaso el tono con el que ella le había dicho, en
Perros, que había recibido la visita del enviado celeste? ¿Y la misma historia
de Christine, en aquellos últimos tiempos, acaso no debía ayudarle a aclarar
las tinieblas en las que se debatía? ¿Había ignorado la esperanza que se había
apoderado de Christine después de la muerte de su padre y el desprecio que
había sentido por todas las cosas de la vida, incluso por su arte?
Había pasado por el conservatorio como una maquina cantante, carente de
alma. Y, de repente, había despertado como bajo el influjo de una intervención
divina. ¡El Ángel de la música había llegado! ¡Canta la Margarita del Fausto y
triunfa!… ¡El Ángel de la música!… ¿Quién, quién, pues, se hace pasar a sus
ojos como ese maravilloso genio?… ¿Quién, pues, conocedor de la leyenda
amada del viejo Daaé, la utiliza hasta el punto de que la joven no es entre sus
manos más que un instrumento sin defensa al que hace vibrar a capricho?
Raoul pensaba que una tal circunstancia no era excepcional.
Recordaba lo que le había sucedido a la princesa Belmonte, que acababa de
perder a su marido, y cuya angustia se había convertido en estupor… Hacía un
mes que la princesa no podía hablar ni llorar. Esta inercia física y moral iba
agravándose día a día y la debilidad de la razón acarreaba poco a poco la
aniquilación de la vida. Cada tarde llevaban a la enferma a los jardines, pero
ella no parecía comprender siquiera dónde se hallaba. Raff, el mayor cantante
de Alemania, que pasaba por Nápoles, quiso visitar estos jardines atraído el
renombre de su belleza. Una de las damas de la princesa rogó al gran artista
que cantara, sin dejarse ver, cerca del bosquecillo en el que ella se encontraba
tumbada. Raff consintió y cantó una sencilla melodía que la princesa había
oído en boca de su marido durante los primeros días de su himeneo. La tonada
era expresiva y sugerente. La melodía, las palabras, la admirable voz del
artista, todo se unió para remover profundamente el alma de la princesa. Las
lágrimas brotaron de sus ojos…, lloró, se encontró liberada y quedó
convencida de que su esposo, aquella tarde, había bajado del cielo, para cantarle la tonada de antaño.
¡Sí!… ¡aquella tarde!… Una tarde, pensaba ahora Raoul, una única tarde…
Pero aquel hermoso engaño no habría resistido a una experiencia repetida…
Aquella ideal princesa de Belmonte hubiera terminado por descubrir a Raff
detrás del bosquecillo, si hubiera venido todas las noches durante tres meses…
El Ángel de la música había dado clases a Christine durante tres meses… ¡Qué
profesor tan puntual!… ¡Y ahora, por si fuera poco, la paseaba por el Bois!…
Con los dedos crispados sobre el pecho, donde latía su corazón celoso,
Raoul se desgarraba la carne. Inexperto, se preguntaba ahora con terror a qué
juego lo invitaba la señorita para la próxima mascarada. ¿Hasta qué punto una
chica de la ópera puede burlarse de un joven que lo ignora todo del amor?
¡Qué mujer mezquina!
De este modo el pensamiento de Raoul iba de un extremo a otro. No sabía
ya si debía compadecerse de Christine o maldecirla, y la maldecía y
compadecía simultáneamente. Sin embargo, por si acaso, consiguió un traje de dominó blanco.
Por fin llegó la hora de la cita. Con el rostro oculto tras un antifaz provisto
de largo y espeso encaje, completamente de blanco, el vizconde se encontró
muy ridículo con aquel traje de mascaradas románticas. Un hombre de mundo
no se disfrazaba para ir al baile de la ópera. Hubiera hecho reír. Una idea
consolaba al vizconde: ¡nadie le reconocería! Además, aquel traje y aquel
antifaz tenían una ventaja: Raoul iba a poder pasearse por los salones «como
por su casa», solo con el malestar de su alma y a la tristeza de su corazón. No
le sería necesario fingir. Era superfluo componer una expresión acorde con el disfraz: ¡la tenía!
Este baile excepcional, antes del martes de carnaval, se organizaba en
memoria del aniversario del nacimiento de un ilustre dibujante de las alegrías
de antaño, un émulo de Gavarni, cuyo lápiz había inmortalizado a las
«mascaradas» y el descenso de la Courtile. Se suponía que debía ser más
alegre, más ruidoso, más bohemio que la mayoría los bailes de carnaval.
Muchos artistas se habían dado cita seguidos de todo un séquito de modelos y
pintores que, hacia media noche, comenzarían a armar un gran bullicio.
Raoul subió la gran escalinata a las doce menos cinco. No se detuvo a
observar cómo se distribuían a su alrededor los trajes multicolores por los
peldaños de mármol, en uno de los decorados más suntuosos del mundo; no se
dejó abordar por ninguna máscara alegre, no contestó a ninguna broma y
esquivó la familiaridad acaparadora de varias parejas que estaban ya
demasiado alegres. Tras atravesar el gran foyer y escapar de una farándula que
lo había aprisionado por un momento, penetró por fin en el salón indicado en
el billete de Christine. Allí, en tan poco espacio, había una multitud de gente,
ya que se trataba del punto de reunión en el que se encontraban todos los que
iban a cenar a la Rotonda o que volvían de tomar una copa de champán. El
tumulto era despreocupado y alegre. Raoul pensó que Christine había
preferido, para la misteriosa cita, aquella muchedumbre a un lugar aislado.
Aquí, bajo la máscara, se encontraban más escondidos.
Se aproximó a la puerta y esperó. No tuvo que esperar mucho. Pasó un
dominó negro que rápidamente le apretó la punta de los dedos. Comprendió que era ella.
La siguió.
—¿Es usted Christine? —preguntó entre dientes.
El dominó se volvió con presteza y se llevó el dedo a los labios para
recomendarle sin duda que no repitiera su nombre. Raoul la siguió en silencio.
Temía perderla después de haberla encontrado de nuevo en aquellas
extrañas circunstancias. Ya no sentía ningún tipo de odio contra ella. No
dudaba siquiera de que ella «no tenía nada que reprocharse», por muy extraña
e inexplicable que pareciera su conducta. Estaba dispuesto a todas las
renuncias, a todos los perdones, a todas las cobardías. La amaba. Y
seguramente conocería dentro de poco la razón de aquella ausencia tan singular…
De tanto en tanto, el dominó negro se volvía para asegurarse de que el dominó blanco lo seguía.
Mientras Raoul volvía a atravesar de esta manera el gran foyer, no pudo
por menos que fijarse, entre la muchedumbre, en un grupo, en medio de los
otros que se dedicaban a las más locas extravagancias, que rodeaba a un
personaje cuyo aspecto extraño y macabro causaba sensación…
Este personaje iba totalmente de escarlata con un inmenso sombrero de
plumas encima de una calavera. ¡Qué espléndida imitación de una calavera!
Los diletantes que se apiñaban a su alrededor lo admiraban, lo felicitaban… le
preguntaban qué maestro, en qué estudio, frecuentado por Plutón, le habían
hecho, dibujado, maquillado, una calavera tan hermosa. ¡La Camarde misma debió posar como modelo!
El hombre de la calavera, de sombrero de plumas y traje escarlata
arrastraba tras él un amplio manto de terciopelo rojo cuya cola se deslizaba
majestuosamente por el parqué. En el manto habían bordado con letras de oro
una frase que cada uno leía y releía en voz alta: «No me toquéis! ¡Yo soy la Muerte roja que pasa!».
Alguien intentó tocarlo…, pero una mano de esqueleto, que salía de una
manga púrpura, agarró brutalmente la muñeca del imprudente y éste, sintiendo
el crujido de los huesos, el apretón arrebatado de la Muerte que parecía no iba
a soltarlo jamás, lanzó un grito de dolor y de espanto. Por fin la Muerte roja lo
dejó en libertad y huyó como un loco entre una nube de comentarios. En aquel
mismo instante, Raoul se cruzó con el fúnebre personaje, que precisamente
acababa de volverse hacia él. Estuvo a punto de dejar escapar un grito: ¡La
calavera de Perros-Guirec! ¡La había reconocido!… Quiso precipitarse sobre
ella olvidando a Christine, pero el dominó negro, que parecía también presa de
una extraña conmoción, lo había cogido del brazo y lo arrastraba… lo
arrastraba lejos del salón, fuera de aquella masa demoníaca donde paseaba la Muerte roja…
A cada momento, el dominó negro se volvía, y al blanco le pareció por dos
veces advertir algo que la aterraba, ya que aceleró el paso, como si fueran perseguidos.
Así subieron dos pisos. Allí, las escaleras, los corredores, estaban
prácticamente desiertos. El dominó negro empujó la puerta de un camerino e
hizo señas al blanco de que entrara. Christine (ya que en realidad se trataba de
ella, pudo reconocerla por la voz), Christine cerró inmediatamente la puerta
mientras le recomendaba que permaneciera en la parte trasera del camerino y
que no se dejara ver. Raoul se quitó la máscara. Cuando el joven iba a rogar a
la cantante que se la quitara, quedó sorprendido de ver que de repente apoyaba
un oído en el tabique y escuchaba atentamente lo que ocurría al otro lado.
Después, entreabrió la puerta y miró en el corredor, diciendo en voz baja:
—Debe haber subido al «camerino de los Ciegos»… —de pronto exclamó
— ¡Vuelve a bajar!
Quiso cerrar la puerta, pero Raoul se opuso, porque había visto en el
peldaño más alto de la escalera un pie rojo que subía al piso superior… y
lenta, majestuosamente, la capa escarlata de la Muerte roja se deslizó por los
escalones. Y volvió a ver la calavera de Perros-Guirec.
—¡Es él! —exclamó—. ¡Esta vez no se me escapará!
Pero Christine había vuelto a cerrar la puerta en el momento en que Raoul
se precipitaba. Quiso apartarla de su camino.
—¿Quién? —preguntó ella con voz completamente cambiada—. ¿Quién es el que no se le escapará?
Brutalmente, Raoul intentó vencer la resistencia de la joven, pero ella lo
rechazaba con una fuerza inesperada… Él comprendió, o creyó comprender, y se enfureció.
—¿Quién? —dijo con rabia—. ¡Pues, él! ¡El hombre que se oculta tras esa
horrible máscara mortuoria…, el genio malo del cementerio de Perros!,… ¡la
muerte roja!… En fin, su amigo, señora… ¡Su Ángel de la música! Pero le
arrancaré la máscara, al igual que arrancaré la mía, y esta vez nos veremos
cara a cara, sin velos y sin mentiras, y sabré a quién ama usted y quién la ama.
Se echó a reír como un loco, mientras que Christine, detrás de su antifaz,
dejaba escapar un doloroso gemido.
Extendió con gesto trágico sus dos brazos, que interpusieron una barrera de carne blanca ante la puerta.
—¡En nombre de nuestro amor, Raoul, usted no pasará!…
Él se detuvo. ¿Qué es lo que había dicho? ¿En nombre de su amor?… Pero
ella jamás le había dicho, jamás, que lo amaba. Sin embargo, ¡no le habían
faltado ocasiones!… Lo había visto muy desdichado, llorando ante ella,
implorando una sola palabra de esperanza que no había llegado… ¿Acaso no
lo había visto enfermo, medio muerto de frío y de terror después de la noche
en el cementerio de Perros? ¿Acaso se había quedado a su lado en el momento
en que más necesitaba sus cuidados? No. ¡Había huido!… ¡Y ahora decía que
lo amaba! Hablaba «en nombre de su amor». ¡Vamos! No tenía —otra
intención que la de hacerle perder algunos segundos… Era necesario dar
tiempo a que la Muerte roja escapase… ¿Su amor? ¡Mentira!
Y se lo dijo, en tono de odio infantil.
—¡Miente, señora! ¡Porque no me quiere ni me ha querido nunca! Hay que
ser un desgraciado como yo para dejarse manejar, para dejarse burlar como yo
lo he hecho. ¿Por qué su actitud, la alegría de su mirada, su mismo silencio me
permitieron, a partir de nuestro primer encuentro en Perros, todo tipo de
esperanzas? Todo tipo de esperanzas honradas, señora, ya que soy un hombre
honesto y la creía a usted una mujer honesta, cuando no tenía más intención
que la de reírse de mí. ¡Se ha burlado de todo el mundo! Ha abusado incluso
del alma cándida de su bienhechora, que sigue creyendo en su sinceridad
mientras usted se pasea por el baile de la Opera con la Muerte roja… ¡La desprecio!…
Y se echó a llorar. Ella se dejaba insultar. No tenía más que un sólo
pensamiento: el de retenerlo.
—Un día me pedirá perdón por todas esas viles palabras, Raoul, ¡y yo lo perdonaré!…
Él movió la cabeza.
—¡No, no! ¡Me he vuelto loco!… ¡Cuando pienso que yo no tenía otro
objetivo en la vida que el dar mi nombre a una vulgar cantante de Ópera!…
—¡Raoul!… ¡No diga eso!
—¡Moriré de vergüenza!
—Viva, amigo mío… —pronunció la voz grave y alterada Christine—, ¡y adiós!
—¡Adiós, Christine!
—¡Adiós Raoul!
El joven se acercó con paso vacilante. Se atrevió a pronunciar otro sarcasmo:
—¡Oh!, supongo que permitirá, sin embargo, que venga a aplaudirle de tanto en tanto.
—¡Ya no volveré a cantar, Raoul!
—Realmente… —añadió él con más ironía aún—. ¡Le preparan otras
agradables distracciones! ¡La felicito!… Pero, volveremos a vernos en el Bois algún día de éstos.
—Ni en el Bois, ni en ninguna otra parte, Raoul. No volverá a verme.
—Al menos, ¿será posible saber a qué tinieblas desea volver?… ¿Hacia
qué infierno sale de viaje, misteriosa señora?… ¿O a qué paraíso?…
—Había venido para decírselo, Raoul, pero ya no puedo decirle nada…
¡No lo creería! Usted ha perdido la fe en mí, Raoul. ¡Todo ha terminado!…
Dijo aquel «Todo ha terminado» en un tono de tal desesperación, que el
joven se estremeció y el remordimiento de su crueldad comenzó a turbarle el alma…
—¡Pero bueno! —exclamó—. ¡Ya me explicará qué significa todo esto!…
Es usted libre, sin trabas… Pasea por la ciudad… se cubre con un dominó para
venir al baile… ¿Por qué no vuelve a su casa?… ¿Qué ha hecho durante estos
quince últimos días?… ¿Qué historia es esa del Ángel de la música que me ha
contado la señora Valérius? Alguien ha podido engañarla, abusar de su
credulidad… Yo mismo fui testigo de ello en Perros… pero ahora ya sabe a
qué atenerse… Me parece muy sensata, Christine… ¡Sabes usted lo que hace!
… Sin embargo, la señora Valérius continúa esperándola, invocando a su
«genio bienhechor»… ¡Explíquese, Christine, se lo ruego!… ¡Se han
engañado los otros!… ¿Qué comedia es ésta?…
Christine apartó simplemente su máscara y dijo:
—¡Es una tragedia, amigo mío!…
Raoul vio entonces su rostro y no pudo contener una exclamación de
sorpresa y de horror. Los frescos colores de antaño habían desaparecido. Una
palidez mortal invadía aquellos rasgos que había conocido tan encantadores y
tan suaves, fieles reflejos de la gracia apacible y de la conciencia sin
remordimientos. ¡Ahora estaba visiblemente atormentada por algo! El surco
del dolor la había marcado sin piedad y sus hermosos ojos claros, en otro
tiempo límpidos como lagos que servían a la pequeña Lotte, aparecían esta
noche de una profundidad oscura, misteriosa e insondable, cercados por una
sombra espantosamente triste.
—¡Amiga mía… amiga mía!… —gimió él, a la vez que le tendía los
brazos—. Ha prometido usted perdonarme…
—Quizá… tal vez un día… —dijo ella, mientras volvía a colocarse la
máscara, y se marchó impidiéndole seguirla con un gesto que lo rechazaba…
Quiso lanzarse tras ella, pero ella se volvió y repitió con tal soberana
autoridad su gesto de adiós que no se atrevió a dar un solo paso más.
La miró alejarse… Después, bajó a su vez hacia donde se hallaba la
muchedumbre, sin saber muy bien qué hacía, con las sienes palpitantes, el
corazón desgarrado; y preguntó en la sala que atravesaba si no habían visto
pasar a la Muerte roja. Le decían: «¿Quién es esa Muerte roja?». Él
contestaba: «Es un señor disfrazado con una calavera y una gran capa roja».
Por todas partes le decían que la Muerte roja acababa de pasar, arrastrando su
regia capa, pero no lo encontró por ningún lado y volvió, hacia los dos de la
mañana, al corredor que por detrás del escenario conducía al camerino de Christine Daaé.
Sus pasos le habían conducido al lugar en que había empezado su tortura.
Llamó a la puerta. No le contestaron. Entró como cuando lo hizo para buscar
por todas partes la voz de hombre. El camerino estaba vacío. Un mechero de
gas ardía agonizante. Encima de un pequeño escritorio había papeles y sobres.
Pensó en escribir a Christine, pero oyó de pronto unos pasos en el corredor…
No tuvo tiempo más que para esconderse en el tocador, que estaba separado
del camerino por una simple cortina. Una mano empujaba la puerta del camerino. ¡Era Christine!
Contuvo la respiración. ¡Quería ver, quería saber!… Algo le decía que iba
a asistir a una parte del misterio y que quizás iba a empezar a comprender…
Christine entró, se quitó la máscara con gesto cansado y la arrojó sobre la
mesa. Suspiró. Dejó caer su hermosa cabeza entre las manos… ¿En qué
pensaba?… ¿En Raoul?… ¡No! ya que Raoul la oyó murmurar:
—¡Pobre Erik!
En un principio creyó haber oído mal. Además estaba convencido de que,
si había alguien de quien compadecerse, ése era él, Raoul. Sería más lógico,
después de lo que acababa de pasar entre ellos que dijera en un suspiro:
«¡Pobre Raoul!». Pero ella repitió moviendo la cabeza: «¡Pobre Erik!».
¿Qué pintaba el tal Erik en los suspiros de Christine y por qué la pequeña
hada del Norte se apiadaba de Erik cuando Raoul era tan desgraciado?
Christine se puso a escribir despacio, con tranquilidad, tan pacíficamente
que Raoul, que aún temblaba por el drama que los separaba, se sintió
rabiosamente impresionado. «¡Qué sangre fría!», se dijo. Ella siguió
escribiendo, llenando dos, tres, cuatro hojas. De repente, alzó la cabeza y
ocultó los papeles en su pecho… Parecía escuchar… Raoul también
escuchó… ¿De dónde venía aquel ruido extraño, aquel ritmo lejano?… Un
canto sordo que parecía salir de las paredes… ¡Sí, se diría que los muros
cantaban!… El canto se hacía más claro…, las palabras eran inteligibles…, se
distinguió una voz… una voz muy bella, muy dulce y muy atractiva…, pero
tanta dulzura seguía siendo, sin embargo, masculina: era evidente que aquella
voz no pertenecía a una mujer… La voz seguía acercándose… atravesó la
pared… llegó…, y, de pronto, la voz estaba en la habitación delante de
Christine. Christine se levantó y habló a la voz como si hablara a alguien que se encontraba a su lado.
—Aquí estoy, Erik —dijo—, ya estoy lista. Es usted quien llega tarde, amigo mío.
Raoul, que miraba con cautela a través de la cortina, no daba crédito a sus ojos, que nada veían.
La fisonomía de Christine se aclaró. Una hermosa sonrisa vino a posarse
en sus labios exangües, una sonrisa como la que tienen los convalecientes
cuando empiezan a creer que el mal que les ha herido no se los llevará.
Una voz sin cuerpo reanudó su canto y lo cierto es que Raoul jamás había
oído nada en el mundo —una voz que une, al mismo tiempo y con el mismo
aliento, los extremos— tan amplio y hermosamente suave, tan victoriosamente
insidioso, tan delicado en la fuerza, tan fuerte en la delicadeza, en suma, tan
irresistiblemente triunfante. Contenía acentos definitivos dignos de un maestro
y que debían seguramente, por la sola virtud de su audición, crear acentos
sublimes en los mortales que sienten, aman y traducen la música. Contenía una
fuente tranquila y pura de armonía de la que los fieles podrían, con toda
seguridad, beber con devoción, convencidos de beber la gracia de la música. Y
su arte, de repente, al contacto con lo divino, se veía transfigurado. Raoul
escuchaba febrilmente aquella voz y empezaba a entender cómo Christine
Daaé pudo una noche, ante el público estupefacto, cantar con aquellos acentos
de una belleza desconocida, de una exaltación sobrehumana, sin duda bajo la
influencia del misterioso e invisible maestro. Y ahora entendía más aún este
fenómeno al comprobar que aquella voz excepcional no contaba precisamente
nada excepcional: con el amarillo había hecho azul. La trivialidad del verso y
la casi vulgaridad popular de la melodía parecían transformados en belleza por
un soplo que los elevaba y llevaba hasta el cielo en alas de la pasión, ya que
aquella voz angélica glorificaba un himno pagano.
Esta voz cantaba «la noche del himeneo» de Romeo y Julieta.
Raoul vio a Christine extender los brazos hacia la voz, como lo había
hecho en el cementerio de Perros hacia el violín invisible que tocaba la Resurrección de Lázaro…
Nada podría explicar la pasión con la que la voz dijo.
¡El destino te encadena a mí sin retorno!
Raoul sintió traspasado el corazón y, luchando contra el encanto que
parecía arrebatarle toda voluntad y toda energía, y casi toda lucidez en el
momento en que más la necesitaba, consiguió apartar la cortina que lo
ocultaba y avanzó hacia Christine. Ésta, que se acercaba hacia el fondo del
camerino cuyo panel estaba ocupado por un gran espejo que le devolvía su
imagen, no podía verlo puesto que estaba detrás de ella y enteramente tapado por ella.
¡El destino te encadena a mí sin retorno!
Christine seguía avanzando hacia su imagen y su imagen bajaba hacia ella.
Las dos Christine —el cuerpo y la imagen— terminaron por tocarse, por
confundirse, y Raoul extendió los brazos para retenerlas a las dos a un tiempo.
Pero, por una especie de deslumbrante milagro que le hizo tambalear,
Raoul fue repentinamente lanzado hacia atrás, mientras un viento helado le
azotaba el rostro. Y no vio a dos, sino a cuatro, ocho, veinte Christine, que
giraban a su alrededor con una ligereza tal que parecían burlarse de él y que
huían con tanta rapidez que su mano no podía tocar a ninguna. Finalmente
todo volvió a quedar inmóvil y se vio a sí mismo en el espejo. Pero Christine había desaparecido.
Se precipitó hacia el espejo. Choco contra las paredes. ¡Nadie! Sin
embargo, el camerino retumbaba aún con un ritmo lejano, apasionado:
¡El destino te encadena a mí sin retorno!
Sus manos enjugaron su frente sudorosa, pellizcaron su carne despierta,
tantearon la penumbra, devolvieron a la llama de la lamparilla de gas toda su
fuerza. Estaba seguro de que no soñaba. Se encontraba en el centro de un
juego formidable, físico y moral, cuya clave desconocía y que quizás acabaría
con él. Se sentía vagamente como un príncipe aventurero que ha franqueado la
línea prohibida de un cuento de hadas y que no debe extrañarse de ser presa de
los fenómenos mágicos que inconscientemente ha afrontado y desencadenado por amor.
¿Por dónde, por dónde había salido Christine? ¿Por dónde volvería?
¿Volvería?… ¡Ay! ¿No le había asegurado que todo había terminado?… ¿Y
la pared no le repetía acaso: el destino te encadena a mí sin retorno? ¿A mí? ¿A quién?
Entonces, extenuado, vencido, con el cerebro confuso, se sentó en el
mismo sitio que hacía un momento ocupaba Christine. Como ella, dejó caer la
cabeza entre las manos. Cuando la levantó, abundantes lágrimas corrían a lo
largo de su joven rostro, verdaderas y pesadas lágrimas, como las que tienen
los niños celosos, lágrimas que lloraban por un mal en absoluto fantástico,
pero común a todos los amantes de la tierra. En voz alta no pudo más que preguntarse:
—¿Quién es ese Erik?