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Capítulo 12

El fantasma de la ópera – Gaston Leroux

ARRIBA DE LAS TRAMPILLAS

Al día siguiente, volvió a verla en la ópera. Seguía llevando en el dedo el
anillo de oro. Ella fue dulce y buena. Le informó acerca de los proyectos que tenía, de su futuro, de su carrera.
Él le comunicó que la salida de la expedición polar se había adelantado y
que, dentro de tres semanas, de un mes a lo sumo, abandonaría Francia.
Ella le animó, casi con alegría, a pensar en el viaje con entusiasmo, como
en una etapa más de su gloria futura. Y, al contestar le él que la gloria sin amor
no ofrecía a sus ojos el menor encanto, ella lo trató como a un niño cuyas
tristezas deben ser pasajeras. Él le dijo:
—¿Cómo puede hablar con tanta ligereza de cosas tan graves, Christine?
¡Puede que no volvamos a vernos jamás!… ¡Puedo morir durante esa expedición!
—Y yo también —se limitó a decir ella…
Ya no sonreía, ya no bromeaba. Parecía pensar en algo nuevo que le venía por primera vez a la mente. Su mirada brillaba.
—¿En qué piensa, Christine?
—Pienso en que ya no volveremos a vernos…
—¿Y eso es lo que la pone tan radiante?
—¡Y que dentro de un mes tendremos que decirnos adiós… para siempre!
—A menos que, Christine, nos casáramos y nos esperáramos para siempre.
Ella le tapó la boca con la mano:
—¡Calle, Raoul!… ¡No se trata de eso, ya lo sabe de sobra!… ¡Y jamás
nos casaremos! ¿De acuerdo?
Parecía no poder resistir una dicha desbordante que la había asaltado de
repente. Empezó a dar palmadas con alegría infantil… Raoul la miraba inquieto, sin comprender.
—Pero, pero… —dijo ella de nuevo, tendiendo las manos al joven, o mejor
dicho, dándoselas, como si súbitamente hubiera decidido hacerle un regalo—.
Pero, aunque no podamos casarnos, sí podemos…, podemos prometernos…
¡No lo sabrá nadie más que nosotros, Raoul!… ¡Ha habido casamientos
secretos!… ¡Raoul, podemos prometernos por un mes!… ¡Dentro de un mes,
usted se irá y yo podré ser feliz con el recuerdo de este mes durante toda la vida!
Estaba entusiasmada con su idea… Y volvió a ponerse seria.
—Esta —dijo— es una felicidad que no hará daño a nadie.
Raoul había comprendido. Se aferró a aquella inspiración. Quiso que
inmediatamente se hiciera realidad. Se inclinó ante Christine con humildad sin par y dijo:
—¡Señorita, tengo el honor de pedir su mano!
—¡Pero si ya tiene las dos, mi querido prometido…! ¡Oh, Raoul, qué
felices vamos a ser!… ¡Vamos a jugar al futuro maridito y a la futura mujercita…!
Raoul se decía: ¡Imprudente! De aquí a un mes habré tenido tiempo de
hacérselo olvidar o de penetrar y destruir «el misterio de la voz de hombre», y
dentro de un mes Christine consentirá en ser mi mujer. ¡Mientras tanto, juguemos!
Fue el juego más bonito del mundo y al que se entregaron como los dos
niños que eran. ¡Ah, qué cosas maravillosas se dijeron! ¡Y qué juramentos
eternos intercambiaron! La idea de que, al cumplir un mes, no habría nadie
para poder mantener estas promesas les sumía en una turbación que
saboreaban con contradictorias emociones, entre risas y lágrimas. Jugaban «al
corazón» igual que otros juegan «a la pelota». La diferencia radicaba en el
hecho de que al ser sus propios corazones los que lanzaban, éstos debían ser
muy hábiles para recibir sin hacerse daño. Un día —era el octavo de juego—,
el corazón de Raoul se hizo mucho daño y el joven detuvo la partida con estas
extravagantes palabras: «Ya no me marcharé al polo norte».
Christine, que en su inocencia no había pensado en esta posibilidad,
descubrió de repente el peligro del juego y se lo reprochó amargamente. No
contestó a Raoul ni una sola palabra y se marchó a su casa.
Esto ocurría por la tarde, en el camerino de la cantante, donde
acostumbraban a citarse y donde se divertían con meriendascenas de tres
galletas y dos vasos de Oporto ante un ramo de violetas.
Por la noche, ella no cantaba. Y él no recibió la carta acostumbrada, pese a
que se hubieran dado permiso para escribirse todos los días durante ese mes.
Al día siguiente, corrió a casa de la señora Valérius, que le informó de que
Christine se había ausentado por dos días. Se había ido la víspera por la tarde,
a las cinco, diciendo que no estaría de vuelta hasta pasado mañana. Raoul
estaba destrozado. Detestaba a la señora Valérius por haberle comunicado
aquella noticia con una tranquilidad que lo dejaba perplejo. Intentó sonsacarle
algo, pero era evidente que la buena mujer no sabía nada. Se limitó a contestar
a las preguntas desordenadas del joven:
—¡Es el secreto de Christine!
Y, al decirlo, levantó el dedo con una unción especial que recomendaba
discreción y que, al mismo tiempo, pretendía tranquilizar.
—¡Bien, muy bien! —exclamaba Raoul con enfado mientras bajaba las
escaleras corriendo como un loco—. ¡Estupendo, veo que las jóvenes están
perfectamente protegidas por señoras como la Valérius!
¿Dónde podía encontrarse Christine?… Dos días… ¡Dos días menos para
su felicidad tan breve! ¡Y, para colmo, por culpa suya!… ¿Acaso no habían
acordado que él debía partir?… Y si su firme intención era la de quedarse,
¿por qué había hablado tan pronto? Se reprochaba su torpeza y fue el más
desgraciado de los hombres durante cuarenta y ocho horas, al cabo de las cuales Christine reapareció.
Reapareció triunfalmente. Volvió por fin, a obtener el mismo éxito que en
la velada de gala. A partir de la aventura del «gallo», la Carlotta no había
podido salir a escena. El terror de un nuevo «cuac» la poseía y le quitaba todos
sus recursos; y los lugares que habían sido testigos de su incomprensible
derrota se le habían hecho odiosos. Encontró la manera de romper su contrato.
Se le rogó a la Daaé que temporalmente ocupara el puesto vacante. Un
verdadero delirio la acogió en La judía.
El vizconde, presente durante aquella velada, fue el único en sufrir
escuchando los mil ecos de este nuevo triunfo, ya que vio que Christine seguía
conservando su anillo de oro. Una voz lejana murmuraba al oído del joven:
«Está noche sigue llevando el anillo de oro, y tú no has sido quien se lo ha
dado. Está noche ha seguido entregando su alma, y no ha sido a ti».
Y la voz continuaba aún: «¡Si ella no quiere decirte lo que ha hecho desde
hace dos días…, si te esconde su paradero, es preciso que vayas a preguntárselo a Erik!».
Corrió hacia el escenario. Le interrumpió el paso. Ella lo vio, ya que sus ojos lo buscaban. Le dijo:
—¡Deprisa, deprisa! ¡Venga!
Y lo arrastró hasta su camerino sin preocuparse de todos los que
celebraban su reciente gloria y que murmuraban ante la puerta cerrada:
—¡Esto es un escándalo!
Inmediatamente Raoul se arrodilló ante ella. Le juró que se marcharía a la
expedición y le suplicó que nunca más le privara de una sola hora de la dicha
que le había prometido. Christine dejó correr sus lágrimas. Se besaban como
un hermano y una hermana desesperados que acaban de verse amenazados por
un dolor común y que vuelven a encontrarse para llorar a un muerto.
Súbitamente, se deshizo del dulce y tímido abrazo del joven, pareció
escuchar algo que no sabía qué era… y, con un gesto seco, señaló la puerta a
Raoul. Cuando estuvieron en el umbral, le dijo tan bajo que el vizconde apenas adivinó sus palabras:
—¡Mañana, mi querido prometido! ¡Y alégrese, Raoul…, esta noche he cantado para usted!
Él no contestó.
Pero, ¡ay! aquellos dos días de ausencia habían roto el encanto de su dulce
mentirá. Se miraron en el camerino sin decirse nada, con los ojos tristes. Raoul
debía dominarse para no gritar: «¡Tengo celos! ¡Tengo celos!». Pero ella lo oía de todos modos.
Entonces, le dijo:
—Vamos a pasear, Raoul. El aire nos hará muy bien.
Raoul creyó que iba a proponerle una excursión por el campo, lejos de
aquel monumento al que detestaba como si se tratara de una cárcel y a cuyo
carcelero sentía pasearse a través de las paredes…, el carcelero Erik… Pero
ella lo condujo al escenario y lo hizo sentar sobre el brocal de madera de una
fuente, en la paz y el frescor dudosos de un primer decorado montado para el
próximo espectáculo. Otro día paseó con él, cogiéndolo de la mano, por los
caminos abandonados de un jardín cuyas plantas trepadoras habían sido
cortadas por las manos hábiles de un decorador, como si los verdaderos cielos,
las verdaderas flores, la verdadera tierra le estuvieran prohibidos para siempre
y estuviera condenada a no respirar otra atmósfera que la del teatro. El joven
vacilaba en formularle la menor pregunta porque, al saber que ella no podía
contestarle, temía hacerla sufrir inútilmente. De tanto en tanto pasaba un
bombero, que vigilaba desde lejos su idilio melancólico. A veces, ella
intentaba engañarse y engañarlo acerca de la belleza ficticia de aquel cuadro
inventado por la fantasía de los hombres. Su imaginación siempre viva le
señalaba colores siempre más deslumbrantes, hasta el punto de que la
naturaleza, decía, no podía compararlos. Se exaltaba, mientras Raoul apretaba su mano febril. Ella decía:
—¡Mire, Raoul, esas murallas, esos bosques, esas glorietas, esas imágenes
de tela pintada, todo esto ha visto los amores más sublimes, ya que aquí han
sido creados por los poetas, que superan en cien codos a los hombres vulgares!
¡Dígame, pues, que nuestro amor está bien aquí, Raoul, porque también él ha
sido creado, y no es más, él también, que una ilusión!
Él, desconsolado, no contestaba.
—¡Nuestro amor es demasiado triste en la tierra, vayamos por el cielo!…
¡Ya ve qué fácil es aquí!
Y lo arrastraba más alto que las nubes, a través del magnífico desorden del
telar, y se divertía dándole vértigo al correr delante suyo sobre los frágiles
puentes metálicos, entre los miles de cuerdas que se unían a las poleas, a los
tornos, a los cilindros, en medio de una verdadera selva aérea de vergas y de
mástiles. Cuando él vacilaba, ella le decía con un mohín adorable:
—¿Tú, un marino?
Después, volvían a bajar a tierra firme, es decir a un corredor real que les
conducía hasta risas, bailes y voces jóvenes amonestadas por otra voz severa:
«Despacio, señoritas… ¡Vigilen las puntas!»… Era la clase de baile de las
niñas de seis a nueve o diez años… con su corsé escotado, el tutú ligero, el
pantaloncito blanco y las medias de color rosa, y trabajan, trabajan
aplicadamente con todos sus piececillos doloridos con la esperanza de
convertirse en alumnas de las cuadrillas, corifeos, meritorias, primeras
bailarinas envueltas en relucientes diamantes… Mientras, Christine reparte caramelos entre ellas.
Otro día le hacía entrar a una amplia sala de su palacio, abarrotada de
oropeles, despojos de caballeros, de lanzas, de escudos y penachos, y pasaba
revista a los fantasmas de los guerreros inmóviles y cubiertos de polvo. Les
arengaba con palabras de consuelo y les prometía que volverían a ver las
tardes resplandecientes de luz y los desfiles con música ante las tribunas que los aclamarían.
Así lo paseó por todo su imperio, que era ficticio pero inmenso, ya que se
extendía a lo largo y ancho de diecisiete pisos, desde la planta baja hasta el
tejado, y estaba habitado por un ejército de extraños personajes. Pasaba entre
ellos como una reina popular, animando a los trabajos; sentándose en los
talleres, dando sus consejos a las modistas cuyas manos vacilaban al cortar las
ricas telas que vestirían a los héroes. Los habitantes de este país realizaban
todos los oficios. Había zapateros y orfebres. Todos habían aprendido a
quererla, porque Christine se interesaba por las preocupaciones y las pequeñas
manías de cada uno. Sabía de rincones desconocidos en los que habitaban en secreto viejos matrimonios.
Llamaba a su puerta y les presentaba a Raoul como a un príncipe
encantador que había pedido su mano y, sentados los dos en algún baúl
carcomido, escuchaban las viejas leyendas de la ópera como antaño, en la
infancia, habían escuchado los viejos cuentos bretones. Aquellos viejos no se
acordaban más que de la Opera. Vivían allí desde hacía muchos años. Las
administraciones desaparecidas los habían olvidado; las revoluciones de
palacio los habían ignorado. Allí afuera había pasado la historia de Francia sin
que ellos se enteraran, y nadie se acordaba de ellos.
Así transcurrían aquellos preciosos días, y Raoul y Christine, con el
excesivo interés que simulaban por las cosas exteriores, se esforzaban
torpemente en ocultarse el único pensamiento de su corazón. Lo cierto era que
Christine, que hasta entonces se había mostrado la más fuerte, repentinamente
pasó a un estado de extremo nerviosismo, que no podía expresar. En sus
expediciones, se ponía a correr sin razón, o bien se detenía bruscamente, y su
mano, convertida en un trozo de hielo, apretaba la del joven. A veces sus ojos
parecían perseguir sombras imaginarias. Gritaba: «¡Por aquí!» y después:
«¡Por allí!», riendo con una risa temblorosa que terminaba en lágrimas.
Entonces Raoul quería hablar, hacerle preguntas a pesar de sus promesas y sus
pactos. Pero, antes de que pudiera formular una pregunta, ella contestaba febrilmente:
—¡Nada!… Le aseguro que no me pasa nada.
Una vez que pasaban ante una trampilla entreabierta en el escenario, Raoul
se inclinó sobre el oscuro hueco y dijo:
—Christine, me ha enseñado la parte alta de su imperio…, pero he oído
extrañas historias acerca de los sótanos… ¿Quiere que bajemos?
Al oír esto, lo tomó en sus brazos como si temiera verlo desaparecer por el
agujero negro, y le dijo temblando en voz muy baja:
—¡Jamás, jamás! Le prohíbo bajar ahí… Además esa parte del reino no me
pertenece… ¡Todo lo que está bajo tierra le pertenece!
Raoul clavó sus ojos en los de ella y le dijo en tono duro:
—¿Entonces, él vive ahí abajo?
—¡No he dicho eso!… ¿Quién le ha dicho eso? ¡Vamos, venga! A veces,
Raoul, me pregunto si usted no está loco… ¡Usted siempre oye cosas imposibles!… ¡Venga, venga!
Y lo arrastraba literalmente, ya que él se obstinaba en quedarse cerca de la
trampilla y de aquel agujero que le atraía.
La trampilla se cerró de golpe, tan de repente que ni siquiera vieron la
mano que la movía, dejándolos allí, completamente aturdidos.
—¿Quizás era él quien estaba allí? —terminó por decir Raoul.
Ella se encogió de hombros pero no parecía nada tranquila.
—¡No, no! Son los «cerradores de trampillas». Algo tienen que hacer los
«cerradores de trampillas»… Abren y cierran las trampillas sin razón alguna…
Es como «los cerradores de puertas». De alguna manera tienen que «pasar el tiempo».
—¿Y si fuera él, Christine?
—¡Imposible! No, él se ha encerrado para trabajar.
—¡Vaya! ¿Conque él trabaja?
—Sí. Él no puede abrir y cerrar las trampillas y trabajar al mismo tiempo.
Podemos estar tranquilos.
Al decir esto, se estremeció.
—¿En qué trabaja?
—¡Oh, en algo terrible!… Por eso podernos estar tranquilos. Cuando él
trabaja en lo suyo, no ve nada, no come ni bebe, ni respira…, durante días y
noches. ¡Es un muerto viviente! ¡No tiene tiempo para entretenerse con las trampillas!
Volvió a estremecerse, se inclinó hacía la trampilla… Raoul la dejaba hacer
y decir. Se calló. Temía que el sonido de su voz la hiciera reflexionar y detener
el curso, tan frágil aún, de sus confidencias.
Ella no lo había soltado… seguía encogida entre sus brazos… y suspiró:
—¡Si fuera él!
Tímidamente, Raoul preguntó:
—¿Le tiene miedo?
Ella suspiró:
—¡No, claro que no!
El joven adoptó involuntariamente una actitud de compasión, como se
suele adoptar con un ser impresionable que aún es presa de un sueño reciente.
Parecía querer decir: «No se preocupes, aquí estoy». Y su gesto fue, casi sin
querer, amenazador. Entonces, Christine lo miró con extrañeza, como se mira
a un fenómeno de valor y virtud, y parecía valorar en su justa medida tanta
audacia a inútil. Abrazó al pobre Raoul como para recompensarlo, con un
arrebato de ternura, por mostrar su deseo de defenderla contra los peligros
siempre posibles que encierra la vida.
Raoul comprendió y se puso rojo de vergüenza. Se sentía tan débil como
ella. Se decía: «Pretende que no tiene miedo, pero nos aleja de la trampilla
temblando». Estaba en lo cierto. El día siguiente, y los demás días fueron
dedicados a recorrerlo todo, casi hasta los tejados, lo más lejos posible de las
trampillas. La agitación de Christine no hacía más que aumentar conforme
iban pasando las horas. Por fin, una tarde llegó como mucho retraso, con el
rostro pálido y los ojos enrojecidos y desesperados. Raoul se decidió a recurrir
a los grandes medios; por ejemplo, le aseguró de buenas a primeras «que sólo
partiría al polo norte si ella le revelaba el secreto de la Voz de hombre».
—¡Calle! ¡En nombre del Cielo, calle! ¡Si él le oyese, pobre de usted, Raoul!
Y los ojos perdidos de la joven miraban inquietamente a su alrededor.
—¡Christine, yo la arrancaré de su poder, lo juro! Ya no pensará jamás en él. Es absolutamente necesario.
—¿Cree que es posible?
Ella se permitió esta duda que significaba para él un estímulo, al tiempo
que lo arrastraba hasta el último piso del teatro, a lo más «alto», allí donde se
está lejos, muy lejos de las trampillas.
—La esconderé en algún rincón desconocido del mundo adonde él no
vendrá a buscarla. Estará a salvo. Entonces, me marcharé, ya que ha jurado no casarse jamás.
Christine se arrojó sobre las manos de Raoul y las estrechó con un arrebato
poco frecuente en ella. Pero, de nuevo inquieta, volvía la cabeza a todas partes.
—¡Más arriba! —dijo tan sólo—. ¡Aún más arriba! —y le arrastró hasta la cumbre.
Le costaba seguirla. Pronto se encontraron debajo del tejado, en un
laberinto de vigas. Se deslizaban a través de los arbotantes, los cabrios, las
jambas de fuerza, los tabiques, los entrantes y las rampas; corrían de viga en
viga como en un bosque hubieran corrido de árbol en árbol, árboles de troncos colosales…
A pesar del cuidado que ella ponía en mirar cada rincón, no vio una sombra
que se detenía a la vez que ella, que volvía a avanzar cuando ella avanzaba y
que no hacía más ruido que el que debe hacer una sombra. Raoul no se dio
cuenta de nada puesto que, al tener a Christine delante, no le interesaba nada
de lo que pudiera ocurrir detrás.

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