El fantasma de la ópera – Gaston Leroux
UN GOLPE GENIAL DEL MAESTRO EN TRAMPILLAS
Raoul y Christine corrieron, corrieron. Ahora huían del tejado donde se
encontraban los ojos de brasa, que sólo se ven en lo más profundo de la noche;
y no se detuvieron hasta llegar al octavo piso.
Aquella noche no había función y los pasillos de la ópera estaban desiertos.
De pronto, una extraña silueta surgió ante los jóvenes, cortándoles el paso.
—¡No! ¡Por aquí no!
Y la silueta les indicó otro pasillo por el cual podían llegar entre los bastidores.
Raoul quería detenerse, pedir explicaciones.
—¡Vamos, vamos, aprisa! —ordenó aquella sombra vaga oculta en una
especie de capa y cubierta con un bonete puntiagudo.
Pero ya Christine arrastraba a Raoul y le obligaba a seguir corriendo:
—¿Pero quién es? ¿Quién es ése? —preguntaba el joven.
—¡Es el Persa!… —contestaba Christine.
—¿Qué hace aquí?
—Nadie sabe nada de él… ¡Está siempre en la ópera!
—Lo que usted me obliga a hacer, Christine, es una cobardía —dijo Raoul,
que estaba muy alterado—. Me hace huir. Es la primera vez en mi vida.
—¡Bah! —contestó Christine que empezaba a calmarse—. Creo que
hemos huido de la sombra de nuestra imaginación.
—Si de verdad hemos visto a Erik, debería haberlo clavado a la lira de
Apolo, como se clava a la lechuza en las tapias de nuestras granjas bretonas, y
ya no hubiéramos tenido que ocupamos de él.
—Mi buen Raoul, primero habría tenido que subir a la lira de Apolo, y no es cosa fácil.
—Sin embargo, los ojos de brasa estaban allí.
—¡Bueno! Ya está usted como yo, dispuesto a verlo en todas partes, pero si
se reflexiona, uno se dice: lo que he tomado por ojos de brasa no eran más que
los clavos de oro de dos estrellas que contemplaban la ciudad a través de las cuerdas de la lira.
Y Christine bajó un piso más, seguida por Raoul.
—Ya que está decidida del todo a partir, Christine —dijo el joven—,
vuelvo a insistir que valdría más huir ahora mismo. ¿Por qué esperar a
mañana? ¡Quizá nos haya oído esta noche!…
—¡Imposible, imposible! Trabaja, repito, en su Don Juan Triunfante, y no se ocupa de nosotros.
—Está usted tan poco convencida que no deja de mirar hacia atrás.
—Vamos a mi camerino.
—Vámonos mejor fuera de la ópera.
—¡Jamás hasta el momento de huir! Nos expondríamos a alguna desgracia
si no cumplo mi palabra. Le prometí no vernos más que aquí.
—Es un consuelo para mí que le permita esto. ¿Sabe —dijo Raoul con
amargura— que has sido usted pero que muy audaz permitiéndome el juego del noviazgo?
—Pero, querido, él está al corriente. Me dijo: «Confío en ti, Christine. El
señor de Chagny está enamorado de ti y debe irse. Antes de que se vaya, ¡que
sea tan desventurado como yo!…».
—¿Y qué significa eso, por favor?
—Soy yo la que debería preguntárselo, Raoul. ¿Se es desgraciado cuando se ama?
—Sí, Christine. Cuando se ama y no se sabe si se es amado. —¿Dices eso por Erik?
—Por mí y por Erik —dijo el joven meneando al cabeza con aire pensativo y desolado.
Llegaron al camerino de Christine.
—¿Por qué se cree más segura en este camerino que en el teatro? —
preguntó Raoul—. Si le oye usted a través de los muros, también él puede oírnos.
—¡No! Me ha dado su palabra de no ponerse tras las paredes de mi
camerino, y yo creo en la palabra de Erik. Mi camerino y mi habitación, en la
mansión del lago, son míos, exclusivamente míos, y sagrados para él.
—¿Cómo pudo abandonar usted este camerino para ir a parar a un corredor
oscuro, Christine? ¿Quiere que intentemos repetir sus pasos?
—Es peligroso, amigo mío, porque el espejo podría llevarme otra vez y, en
lugar de huir, me vería obligada a ir hasta el final del pasadizo secreto que
conduce a las orillas del lago y desde allí llamar a Erik.
—¿La oiría?
—Por donde quiera que llame a Erik, Erik me oirá… Él fue quien me lo
dijo. Es un genio muy especial. No hay que creer, Raoul, que se trata
simplemente de un hombre que le divierte vivir bajo tierra. Hace cosas que
ningún otro hombre podría hacer. Sabe cosas que el mundo viviente ignora.
—Tenga cuidado, Christine, está construyendo usted a un fantasma.
—No, no es un fantasma. Es un hombre del cielo y de la tierra. Eso es todo.
—¡Un hombre del cielo y de la tierra… eso es todo!… ¡Qué forma de hablar!… ¿Sigue decidida a huir de él?
—Sí, mañana.
—¿Quiere que le diga por qué querría que huyamos esta noche?
—Dígame, Raoul. ¡Porque mañana ya no estará decidida a nada!
—En ese caso, Raoul, me llevará usted a pesar mío… ¿Queda claro?
—Aquí, pues, mañana por la noche. A las doce estaré en su camerino. Pase
lo que pase, yo cumpliré mi promesa —dijo el joven con aire sombrío—. ¿Ha
dicho usted que después de la representación debe ir a esperarla en el comedor del lago?
—En efecto, es allí donde me ha citado.
—¿Y cómo podrá llegar hasta él, si no sabe salir del camerino «por el espejo»?
—Pues, encaminándome directamente hacia la orilla del lago.
—¿A través de todos los subterráneos? ¿Por las escaleras y los corredores
en los que están los tramoyistas y las gentes de, servicio? ¿Cómo se las
arreglaría para conservar el secreto de semejante viaje? Todo el mundo
seguiría a Christine Daaé y llegaría al lago acompañada de una multitud.
Christine sacó de un cofrecillo una enorme llave y se la enseñó a Raoul.
—¿Qué es? —preguntó él.
—Es la llave de la verja del subterráneo de la calle Scribe.
—Entiendo, Christine, conduce directamente al lago. Por favor, deme esa nave.
—¡Jamás! —contestó ella con energía—. ¡Sería una traición! De repente,
Raoul vio cómo Christine cambiaba de color. Una palidez mortal cubrió sus rasgos.
—¡Oh, Dios mío!… —exclamó—. ¡Erik, Erik!, tenga piedad de mí.
—¡Calle! —ordenó Raoul—. ¿No me ha dicho usted que podía oírla?
Pero la cantante se retorcía los dedos, mientras repetía en tono cada vez más extraviado:
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!
—Pero, ¿qué pasa? ¿Qué ocurre? —imploró el joven.
—El anillo.
—¿Qué anillo? Por favor, Christine, tranquilícese.
—El anillo de oro que me dio.
—¿Ah, es Erik quien le dio el anillo de oro?
—¡Lo sabe usted de sobras, Raoul! Pero lo que no sabe es lo que me dijo al
dármelo: «Te devuelvo la libertad, Christine, pero a condición de que este
anillo esté siempre en tu dedo. Mientras lo conserve, estarás a salvo de todo
peligro, y Erik será tu amigo. Pero si te separas de él, será tu desgracio,
Christine, ya que Erik se vengará»… ¡Amigo mío, el anillo no está ya en mi
dedo!… ¡La desgracia ha caído sobre nosotros!
Buscaron en vano el anillo de oro. No lo encontraron. La joven no se calmaba.
—Fue mientras le he dado ese beso, bajo la lira de Apolo —intentó
explicar temblando—; el anillo se habrá deslizado de mi dedo y caído a la
ciudad. ¿Cómo encontrarlo ahora? ¿Qué desgracia nos amenaza ahora, Raoul?
¡Ah, huyamos!
—¡Huyamos en seguida! —volvió a insistir Raoul.
Ella dudó. Él creyó por un momento que iba a decir que sí… Pero después sus claras pupilas se turbaron y dijo:
—¡No, mañana!
Y se alejó precipitadamente, mientras continuaba retorciéndose los dedos
como si de aquella manera el anillo fuera a aparecer.
En cuanto a Raoul, volvió a su casa muy preocupado por todo lo que había oído.
—¡Si no la salvo de las manos de ese charlatán está perdida! ¡Pero la
salvaré! —dijo en voz alta en su cuarto, mientras se acostaba.
Apagó la lámpara y sintió en la oscuridad la necesidad de insultar a Erik.
—¡Farsante!… ¡Farsante!… ¡Farsante!… —gritó tres veces en voz alta.
Pero, de repente, se incorporó apoyándose en los codos. Un sudor frío se le
pegó a las sienes. Dos ojos, ardientes como brasas, acababan de encenderse al
pie de su cama. Le miraban fija, terriblemente, en la noche oscura.
Raoul era valiente, sin embargo temblaba. Estiró la mano tanteando,
temblorosa, incierta, hacia la mesilla de noche. Al encontrar una caja de
cerillas, encendió una. Los ojos desaparecieron.
Pensó, sin tranquilizarse en lo más mínimo.
«Ella me dijo que sus ojos sólo se veían en la oscuridad. Han desaparecido con la luz, pero él quizás esté aún ahí».
Y se levantó, buscó, pasó prudentemente revista a todas las cosas. Miró
debajo de la cama como un niño. Entonces se encontró ridículo. Dijo en voz alta:
—¿Qué debo creer? ¿Qué no debo creer, con semejante cuento de hadas?
¿Dónde termina lo real y dónde empieza lo fantástico? ¿Qué habrá visto
Christine? ¿Qué habrá creído ver?
Y añadió estremeciéndose:
—Y yo, ¿qué he visto? ¿Habré visto en realidad los ojos de brasa hace un
momento? ¿Habrán brillado tan sólo en mi imaginación? ¡No estoy seguro de
nada! ¡Mejor no pensar en esos ojos!
Se acostó. Volvió a quedar todo oscuro.
Los ojos reaparecieron.
—¡Oh! —suspiró Raoul.
Incorporándose en la cama los miraba también fijamente, con todo el valor
de que era capaz. Después de un silencio en el que intentó recuperar toda su serenidad, gritó de repente:
—¿Eres tú, Erik? ¡Hombre, genio o fantasma! ¿Eres tú?
«Si es él… está en el balcón», pensó.
Entonces corrió en pijama hasta un mueblecito y tanteando cogió un
revólver. Ya armado, abrió la ventana. La noche era muy fría. Raoul echó una
ojeada al balcón desierto y volvió a entrar cerrando la puerta. Se acostó
temblando, con el revólver sobre la mesita de noche, al alcance de su mano.
Una vez más, apagó la lámpara.
Los ojos seguían allí, al pie de la cama. ¿Estaban entre la cama y el cristal
de la ventana, o detrás de la ventana, afuera, en el balcón?
Eso era todo lo que Raoul quería saber. Quería saber también si aquellos
ojos pertenecían a un ser humano… Quería saberlo todo…
Entonces, tranquilamente y con frialdad, sin turbar a la noche que le rodeaba, el joven tomó su revólver y apuntó.
Apuntó a las dos estrellas de oro que le miraban con aquel curioso resplandor inmóvil.
Apuntó un poco más arriba que las dos estrellas. Si aquellas estrellas eran
ojos, y si encima de aquellos ojos había una frente, y si Raoul no era demasiado torpe…
La detonación rodó con horrible estruendo en la paz de la casa dormida…
Y mientras multitud de pasos se afanaban en los pasillos, Raoul,
incorporándose en la cama con el brazo tendido, dispuesto a volver a disparar, miraba…
Esta vez las dos estrellas habían desaparecido.
Luz, criados, el conde Philippe terriblemente inquieto.
—¿Qué sucede, Raoul?
—Me parece que he soñado —contestó el joven—. He disparado a dos estrellas que me impedían dormir.
—¿Divagas?… ¡Te encuentras bien!… Por favor, Raoul, ¿qué ha pasado? … —y el conde se apoderó del revólver.
—¡No, no! No divago… Además, ahora mismo lo sabemos…
Se levantó, se puso una bata y las pantuflas, cogió la luz que un criado le
alcanzaba y, abriendo la puerta, salió al balcón.
El conde había visto que el cristal de la ventana estaba atravesado por una
bala a la altura de un hombre. Raoul se asomaba por el balcón con la lámpara en la mano.
—¡Ajá! —exclamó—. ¡Sangre, sangre!… Aquí… Allí… Más sangre.
¡Mejor, un fantasma que sangra… es menos peligroso! —susurró mientras reía sarcásticamente.
—¡Raoul, Raoul, Raoul!
El conde le zarandeaba como si intentara sacar a un sonámbulo de su peligroso sueño.
—¡Pero, hermano, no estoy dormido! —protestó Raoul impacientado—.
Puedes ver esa sangre. Creía que estaba soñando y que había disparado sobre
dos estrellas. Eran los ojos de Erik, y ésta es su sangre… —súbitamente
inquieto, añadió—: ¡Después de todo, quizá he hecho mal en disparar, y
Christine es capaz de no perdonármelo!… Nada hubiera ocurrido si hubiera
tomado la precaución de correr las cortinas de la ventana en el momento de acostarme.
—¡Raoul! ¿Es que te has vuelto loco de repente? ¡Despierta!
—¡Otra vez! Harías mejor, hermano mío, ayudándome a encontrar a
Erik…, ya que, a fin de cuentas, un fantasma que sangra se puede encontrar…
El mayordomo del conde dijo:
—Es cierto, señor, que hay sangre en el balcón.
Un criado trajo una lámpara a cuya luz pudieron examinar todo. El rastro
de sangre seguía la rampa del balón y llegaba hasta un canalón, a lo largo del cual subía.
—Amigo mío —dijo el conde—, has disparado a un gato.
—Lo malo —exclamó Raoul con una nueva carcajada burlona que sonó
dolorosamente en los oídos del conde— es que es muy posible. Con Erik
nunca se sabe. ¿Es Erik? ¿Es un gato? ¿Es el fantasma? ¿Es de carne y hueso o
sólo una sombra? ¡No, no! ¡Con Erik nunca se sabe!
Raoul se aferraba a aquellas frases extrañas que respondían tan íntima y
lógicamente a las preocupaciones de su espíritu y que se identificaban a las
confidencias, a la vez reales y con apariencia sobrenatural, de Christine Daaé.
Y sus frases no contribuyeron poco en persuadir a muchos de que el cerebro
del joven no funcionaba bien. El mismo conde lo creyó y, más tarde, el juez de
instrucción, ante el informe del comisario de policía, no tuvo la menor duda en llegar a la misma conclusión.
—¿Quién es Erik? —preguntó el conde apretando la mano de su hermano.
—¡Es mi rival! ¡Y si no está muerto, lo mismo me da!
Con un gesto, despidió a los criados.
La puerta de la habitación volvió a cerrarse dejando solos a los dos
Chagny. Pero los criados no se alejaron tan rápidamente como para no permitir
que el mayordomo del conde oyera cómo Raoul pronunciaba fuerte y claramente:
—¡Esta noche raptaré a Christine Daaé!
Esta frase fue repetida más tarde ante el juez de instrucción Faure. Pero
nunca se supo exactamente qué se dijeron los dos hermanos durante esa entrevista.
Los criados contaron que aquella noche no era la primera vez que discutían.
Si, a través de unas paredes se oían gritos, y siempre se mencionaba a una artista llamada Christine Daaé.
A la hora del almuerzo —el almuerzo matutino, que el conde tomaba en su
gabinete de trabajo—, Philippe ordenó que fueran a decir a su hermano que
deseaba verlo. Raoul llegó, sombrío y mudo. La escena fue muy breve.
El conde. —¡Lee esto!
Philippe entrega a su hermano un periódico: L’Épóque. Con el dedo, señala la siguiente crónica.
El vizconde lee con desdén:
«Una gran noticia en el barrio: la señorita Christine Daaé, artista lírica, y el
señor vizconde Raoul de Chagny se han comprometido. Si se da crédito a los
rumores de entre bastidores, el conde Philippe se habría negado, afirmando
que, por primera vez, los Chagny no cumplirían su promesa. Dado que el
amor, en la ópera más aún que en otras partes, es todopoderoso, nos
preguntamos de qué medios puede valerse el conde Philippe para impedir que
su hermano el vizconde lleve al altar a la nueva Margarita. Se dice que los dos
hermanos se adoran, pero el conde se engaña extrañamente si espera que el amor fraternal ceda al amor a secas».
El conde (triste). —Ya lo ves, Raoul, nos pones en ridículo… Esa chica te ha sorbido el seso con sus cuentos de fantasmas.
(El vizconde había pues explicado a su hermano el relato de Christine Daaé).
El vizconde. —¡Adiós, hermano!
El conde. —¿Estás decidido? ¿Te marchas esta noche? (El vizconde no contesta).… ¿Con ella?… ¿Serás capaz de semejante tontería? (Silencio del vizconde). ¡Yo sabré impedírtelo!
El vizconde. —¡Adiós, hermano!
(Se marcha).
Esta escena fue explicada al juez de instrucción por mismo hermano, que
no debía volver a ver a Raoul más que aquella noche, en la ópera, algunos
minutos antes de la desaparición de Christine.
En efecto, Raoul dedicó todo aquel día a los preparativos del rapto.
Los caballos, el carruaje, el cochero, las provisiones, las maletas, el dinero
necesario, el itinerario —era preciso no tomar el tren para poder despistar al
fantasma—, todo esto le ocupó hasta las nueve de la noche.
A las nueve, una especie de berlina, con las cortinas echadas y las puertas
herméticamente cerradas, ocupó un sitio en la fila junto a la Rotonda. Iba
tirada por dos vigorosos caballos y conducida por un cochero cuyo rostro era
difícil distinguir, tan envuelto estaba entre los pliegues de una bufanda.
Delante de esta berlina había tres coches. Más tarde, la instrucción estableció
que se trataba de los de la Carlotta, llegada repentinamente a París, de la
Sorelli y, delante de todos, el del conde de Chagny. De la berlina no bajó
nadie. El cochero permaneció en su asiento. Los otros tres cocheros habían
permanecido igualmente en el suyo.
Una sombra, envuelta en una gran capa negra con un sombrero de fieltro,
también negro, pasó por la acera, entre la Rotonda y los vehículos. Parecía
mirar atentamente la berlina. Se acercó a los caballos, después al cochero,
antes de alejarse sin haber pronunciado una sola palabra. La instrucción creyó
más tarde que aquella sombra era la del vizconde Raoul de Chagny. En lo que
a mí se refiere, no lo creo así, teniendo en cuenta que el vizconde de Chagny
llevaba un sombrero de copa, igual que las otras noches, y que además el
sombrero fue encontrado más tarde. Más bien creo que aquella sombra era la
del fantasma, que estaba al corriente de todo como ahora mismo veremos.
Por casualidad, se representaba Fausto. La concurrencia era de las más
brillantes. El público de la ópera estaba maravillosamente representado. Por
aquella época, los abonados no cedían, no alquilaban ni subalquilaban ni se
compartían los palcos con financistas, comerciantes o extranjeros. Hoy en día
podemos ver en el palco del marqués de cual, ya que sigue conservando su
título, pues el marqués es por contrato su titular, pero en ese palco, decíamos,
descansa Cómodamente un vendedor de tocino y su familia, y está en su
derecho ya que paga el palco del marqués. Antaño, estas costumbres eran
Prácticamente desconocidas. Los palcos de la ópera eran salones en los que se
reunían los hombres de mundo quienes, a veces, les gustaba la música.
Toda esa concurrencia se conocía, sin que por ello se frecuentara
Necesariamente. Pero llevaban los nombres en la cara y la fisionomía del
conde de Chagny era conocida por todos.
La noticia aparecida por la mañana en L’Époque debía haber surtido su
pequeño efecto, ya que todas las miradas se dirigían hacia el palo en el que el
conde Philippe, con aspecto de absoluta indiferencia y aire despreocupado, se
encontraba completamente solo. El elemento femenino de aquella
esplendorosa asamblea parecía especialmente Intrigado y la ausencia del
vizconde daba pie a cientos de cuchicheos detrás de los abanicos. Christine
Daaé fue acogida con bastante frialdad. Aquel público distinguido no le perdonaba que mirara tan alto.
La diva notó la mala disposición de una parte de la sala y se sintió turbada.
Los asiduos, que pretendían estar al corriente de los amores del vizconde,
no pudieron evitar sonreír en ciertos pasajes del papel de Margarita. Por eso se
volvieron ostensiblemente hacia el palco de Philippe de Chagny cuando
Christine cantó la frase: «Querría saber quién era aquel joven, si es un gran señor y cómo se llama».
Con el mentón apoyado en la mano, el conde no parecía preocuparse de
aquellas manifestaciones. Fijaba los ojos en el escenario. Pero, ¿lo miraba?
Parecía muy ausente…
Christine iba mostrándose cada vez más insegura. Temblaba. Se
encaminaba hacia él desastre… Carolus Fonta se preguntó si se encontraba
mal, si podría mantenerse en escena hasta el final del acto que era el del jardín.
En la sala, la gente recordaba la desgracia ocurrida a la Carlotta el final de este
acto, y el «cuac» histórico que por el momento había suspendido su carrera en París.
Precisamente entonces, la Carlotta hizo su entrada en un palco lateral,
entrada sensacional. La pobre Christine levantó los ojos hacia aquel nuevo
motivo de turbación. Reconoció a su rival. Le pareció verla sonreír
irónicamente. Esto la salvó. Lo olvidó todo para triunfar una vez más.
A partir de este momento, cantó con toda su alma. Intentó superar todo lo
que había hecho hasta entonces, y lo consiguió. En el último acto, cuando
comenzó a invocar a los ángeles y a ascender del suelo, arrastró en un nuevo
vuelo a toda la sala estremecida y todos creyeron tener alas.
Ante aquella llamada sobrehumana, un hombre se había levantado en el
centro del anfiteatro y se mantenía de pie, de cara a la artista, como si con el
mismo movimiento dejara también la tierra… Era Raoul:
¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes! ¡Ángeles puros! ¡Ángeles radiantes!
Y Christine, con los brazos tendidos, la garganta inflamada, envuelta en la
gloria de su cabellera desatada sobre sus hombros desnudos, lanzaba el clamor divino:
¡Llevad mi alma al seno de los cielos!
Fue entonces cuando una repentina oscuridad se hizo en el teatro. Todo fue
tan rápido que los espectadores no tuvieron siquiera tiempo de lanzar un grito
de estupor, ya que la luz volvió de nuevo a iluminar el escenario.
… ¡Pero Christine Daaé había desaparecido! ¿Qué había sido de ella?…
¿Qué milagro era aquél?… Todos se miraron sin entender y una gran emoción
se apoderó de todos. El desasosiego no era menor en el escenario que en la
sala. Desde los bastidores la gente se precipitaba hacia el lugar en el que, hacía
un instante, Christine cantaba. El espectáculo se interrumpía en medio del mayor desorden.
¿Adónde, adónde había ido Christine? ¿Qué sortilegio la había arrebatado
a millares de espectadores entusiasmados y los mismos brazos de Carolus
Fonta? En realidad, podían preguntarse si, en virtud de su ruego inflamado, los
ángeles no la habían llevado realmente «al seno de los cielos» en cuerpo y alma…
Raoul, siempre de pie en el anfiteatro, había lanzado un grito. El conde
Philippe se había incorporado en su palco. Todos miraban el escenario,
miraban al conde, miraban a Raoul, y se preguntaba si el curioso suceso no
tenía nada que ver con la nota aparecida aquella misma mañana en el
periódico. Pero Raoul abandonó a toda prisa su sitio, el conde desapareció de
su palco y, mientras bajaba el telón, los abonados se precipitaron hacia la
entrada de artistas. En medio de una indescriptible confusión y algarabía, el
público esperaba un anuncio. Todos hablaban a la vez. Cada cual pretendía
explicar cómo habían ocurrido las cosas. Unos decían: «Ha caído en una
trampilla». Otros: «Ha sido elevada en las bambalinas. La pobre ha sido quizá
sido víctima de un nuevo truco estrenado por la nueva dirección». Y otros aún:
«Es una emboscada. La coincidencia de la oscuridad y la desaparición lo prueban sobradamente».
Por fin, se levantó el telón, y Carolus Fonta, avanzando hasta el estrado del
director de orquesta, anunció con una voz grave y triste:
—¡Señoras y señores, algo inaudito, que nos sume en una profunda
inquietud, acaba de producirse! ¡Nuestra compañera Christine Daaé ha
desaparecido ante nuestros ojos sin que podamos saber cómo!