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Capítulo 8

El fantasma de la ópera – Gaston Leroux

DONDE LOS SEÑORES FIRMIN RICHARD Y ARMAND
MONCHARMIN TIENEN LA AUDACIA DE REPRESENTAR
«FAUSTO» EN UNA SALA «MALDITA» Y DEL ESPANTOSO
ESPECTÁCULO QUE TUVO LUGAR EN LA ÓPERA

El sábado por la mañana, al llegar a su despacho, los directores
encontraron una doble carta del F. de la Ó. que rezaba así:


Estimados directores.
¿Me han declarado acaso la guerra?
Si quieren reencontrar la paz, éste es mi ultimátum.
Contiene de las cuatro siguientes condiciones.
1º Devolverme mi palco, y quiero que sea puesto a mi libre disposición a partir de este momento.
2º El papel de «Margarita» lo cantará esta noche Christine Daaé. No se
preocupen de la Carlotta, que estará enferma.
3º Exijo los buenos y leales servicios de la señora Giry, mi acomodadora, a
la que reintegrarán inmediatamente a sus funciones.
4º Espero me comuniquen, mediante una carta entregada a la señora Giry,
quien me la hará llegar, si aceptan ustedes, como sus predecesores, el pliego
de condiciones referente a mi pago mensual. Les informaré más adelante de cómo habrá de efectuarse.
De lo contrario, esta noche representarán Fausto en una sala maldita. A buen entendedor… ¡Saludos!


F de la Ó.


—¡Empieza a fastidiarme este tipo, a fastidiarme en serio! —gritó Richard,
mientras levantaba los puños en señal de venganza y los dejaba caer con
estruendo sobre la mesa de su despacho.
Entre tanto, entró Mercier, el administrador.
—Lachenal querría ver a uno de los señores —dijo—. Parece que el asunto es urgente; el buen hombre parece muy alterado.
—¿Quién es ese Lachenal? —preguntó Richard.
—Es al jefe de sus caballerizos.
—¿Cómo que el jefe de mis caballerizos?
—Claro, señor —explicó Mercier—… en la Opera hay varios caballerizos, y el señor Lachenal es su jefe.
—¿Y qué hace?
—Se encarga de la dirección de las cuadras.
—¿Qué cuadras?
—Pues las suyas, señor. Las cuadras de la Ópera.
—¿Pero es que hay cuadras en la ópera? ¡La verdad es no sabía nada! ¿Y dónde están?
—En los bajos, del lado de la Rotonda. Es un servicio muy importante, tenemos doce caballos.
—¡Doce caballos! ¿Y para qué, Dios mío?
—Pues, para los desfiles de La judía, de El Profeta, etc… Se necesitan
caballos amaestrados y «que sepan de tablas». Los caballerizos se encargan de
amaestrarlos. El señor Lachenal es muy hábil. Es el antiguo director de las cuadras de Franconi.
—Muy bien… ¿Pero qué quiere?
—No lo sé… Jamás lo había visto en semejante estado.
—¡Hágalo pasar!
El señor Lachenal entra. Lleva una fusta en la mano y se golpea nerviosamente una de sus botas.
—Buenos días, señor Lachenal —dijo Richard impresionado. ¿A qué debemos el honor de su visita?
—Señor director, vengo a pedirle que ponga en la calle a toda la cuadra.
—Pero, ¿cómo? ¿Quiere que ponga en la calle a nuestros queridos caballos?
—No se trata de los caballos, sino de los palafreneros.
—¿Cuántos palafreneros tiene usted, señor Lachenal?
—¡Seis!
—¡Seis palafreneros! Bastaría con dos.
—Se trata de «plazas» —lo interrumpió Mercier— que fueron creadas e
impuestas por el subsecretario de Bellas Artes. Los ocupan hombres
protegidos por el gobierno, y me atrevo a sugerir…
—¡El gobierno no me importa!… —afirmó Richard con una gran energía
—No necesitamos a más de cuatro palafreneros para doce caballos.
—¡Once! —rectificó el jefe de caballerizos.
—¡Doce! —repitió Richard.
—¡Once! —repitió Lachenal.
—¡Ah! El señor administrador me había informado de que tenía usted doce caballos.
¡Tenía doce, pero no me quedan más que once desde que nos han robado a César!
Y el señor Lachenal se da un fuerte fustazo en la bota.
—¡Nos han robado a César! —exclamó el administrador—. ¡A César, el caballo blanco de El Profeta!
—No hay más que un César —declaró en tono seco el jefe de caballerizos
—Estuve diez años con Franconi y he visto muchos caballos en mi vida.
¡Pues bien, como César no hay más que uno! Y nos lo han robado.
—¿Cómo ha sido?
—¡No lo sé! ¡Nadie sabe nada! Esta es la causa de mi visita. Por eso vengo
a pedirle que ponga en la calle a todos los de la cuadra.
—¿Y qué dicen sus palafreneros?
—Tonterías… Unos acusan a los figurantes… otros pretenden que es el portero de la administración.
—¿El portero de la administración? ¡Respondo de él como de mí mismo!
—protestó Mercier.
—¡Pero, bueno, señor jefe de caballerizos! —exclamó Richard—, ¡debe tener usted alguna idea!…
—Sí, señor. ¿Si tengo una? ¡Tengo una! —declaró de pronto Lachenal—, y voy a decírsela. No tengo la menor duda.
El señor jefe de caballerizos se acercó a los directores y les susurró en la oreja:
—¡Ha sido el fantasma quien ha dado el golpe! Richard se sobresaltó.
—¡Ah! ¡Con que usted también! ¡Usted también!
—¿Cómo, yo también? Es lo más natural…
—Pero ¡qué dice usted, señor Lachenal! ¡Pero qué dice usted, señor jefe de caballerizos!…
—Digo lo que pienso, después de lo que he visto…
—¿Y qué ha visto, señor Lachenal?
—Vi, como le estoy viendo a usted, a una sombra negra que montaba un
caballo blanco que se parecía a César como dos gotas de agua.
—¿Y no corrió tras ese caballo blanco y esa sombra negra?
—Corrí y llamé, señor director, pero desaparecieron con una rapidez
desconcertante y se perdieron en la oscuridad de la galería…
El señor Richard se levantó.
—Está bien, señor Lachenal. Puede usted retirarse… presentaremos una denuncia contra el fantasma…
—¿Y despedirá a mis palafreneros?
—¡Desde luego! ¡Adiós, señor!
El señor Lachenal saludó y salió.
Richard echaba chispas.
—¡Prepare la cuenta de ese imbécil!
—¡Es un amigo del señor comisario del gobierno! —se atrevió a decir Mercier…
—Y toma el aperitivo en el Tortoni con Lagréné, Scholl y Pertuiset, el
matador de leones —añadió Moncharmin—. ¡Nos vamos a poner a toda la
prensa en contra! Explicará la historia del fantasma y todo el mundo se
divertirá a costa nuestra. ¡Si hacemos en ridículo, podemos considerarnos muertos!
—Está bien. No hablemos más… —concedió Richard, que ya estaba pensando en otra cosa.
En aquel momento se abrió la puerta, que sin duda no estaba vigilada
entonces por su cancerbero, ya que vieron entrar en tromba a mamá Giry con
una carta en la mano, y decir precipitadamente:
—Perdón, mil excusas, señores, pero esta mañana he recibido una carta del
fantasma de la Ópera. Me dice que me presente a ustedes, que sin duda tienen algo que…
No acabó de decir la frase. Vio el rostro de Firmin Richard, y era terrible.
El honorable director de la ópera estaba a punto de explotar. El furor que lo
agitaba sólo se traducía de momento por el color escarlata de su rostro
furibundo y por el brillo de sus ojos relampagueantes. No dijo nada. No podía
hablar. Pero, de pronto, inició un gesto. Primero fue el brazo izquierdo, con el
que cogió a mamá Giry y le hizo describir una media vuelta tan inesperada,
una pirueta tan rápida, que ésta lanzó un grito desesperado; después, fue el pie
derecho, el pie derecho del mismo honorable director el que imprimió su
huella en el tafetán negro de una falda que jamás en aquel lugar había sufrido ultraje parecido.
El hecho se había producido de forma tan inesperada que mamá Giry,
cuando se encontró en la galería, estaba aún medio aturdida, y parecía no
entender nada. Pero, de pronto, comprendió y la Ópera resonó con sus gritos
indignados, con sus enfurecidas frases, con sus amenazas de muerte. Fueron
necesarios tres mozos para hacerla bajar hasta el patio de la administración y
dos guardias para llevarla a la calle.
Aproximadamente a la misma hora, la Carlotta, que vivía en una pequeña
mansión del faubourg Saint-Honoré, llamaba a su camarera y se hacía traer el
correo a la cama. Entre las cartas encontró una que decía así:


«Si canta esta noche, tenga cuidado de que no le ocurra una gran desgracia
en el momento mismo en que empiece a cantar… una desgracia peor que la muerte».


Esta amenaza estaba escrita en tinta roja, con una letra de palotes y trazo vacilante.
Después de leer la carta, la Carlotta ya no tuvo apetito para desayunar.
Rechazó la bandeja en la que la camarera le ofrecía el chocolate humeante. Se
sentó en la cama y se puso a pensar profundamente. No era la primera carta de
este tipo que recibía, pero jamás había leído una tan amenazadora.
En aquel momento se creía el blanco de mil intrigas y contaba
habitualmente que tenía un enemigo secreto que había jurado su desgracia.
Pretendía que se tramaba contra ella un malvado complot, una desgracia
que se produciría el día menos pensado; pero ella no era una mujer fácil de intimidar, añadía.
Lo cierto es que si había algún tipo de complot, era el que la Carlotta
montaba contra la pobre Christine, que no se enteraba de nada. La Carlotta no
había perdonado a Christine el triunfo que ésta había obtenido al sustituirla de improviso.
Cuando se enteró de la extraordinaria acogida que había tenido su suplente,
la Carlotta se sintió instantáneamente curada de un principio de bronquitis y de
un acceso de rabia contra la administración, y abandonó todo proyecto de
dejar su puesto. Desde entonces, se había dedicado a trabajar con todas sus
fuerzas para «ahogar» a su rival, obligando a influyentes amigos a presionar a
los directores para que no volviesen a dar a Christine la ocasión de obtener un
nuevo triunfo. Aquellos periódicos que habían comenzado a alabar el talento
de Christine, no se ocuparon más que de ensalzar la gloria de la Carlotta. Por
último, incluso en el teatro mismo, la célebre diva pronunciaba las frases más
ultrajantes acerca de Christine e intentaba causarle miles de pequeños disgustos.
La Carlotta no tenía ni corazón ni alma. ¡No era más que un instrumento!
Aunque, hay que decirlo, un maravilloso instrumento. Su repertorio abarcaba
todo lo que puede tentar la ambición de una gran artista, tanto en lo que
respecta a los maestros alemanes como a los italianos o franceses. Nunca
jamás, hasta este día, se había oído desafinar a la Carlotta, ni carecer del
volumen de voz necesario para traducir algún pasaje de su inmenso repertorio.
En resumen, el instrumento se hallaba siempre tenso, poderoso y
admirablemente afinado. Pero nadie habría podido decir a la Carlotta lo que
Rossini le dijo a la Kraus, después de haber cantado para él en alemán
«Sombríos bosques»…: «Canta usted con el alma, hija mía, y qué hermosa es su alma».
¿Dónde estaba tu alma, Carlotta, cuando bailabas en los tugurios de
Barcelona? ¿Dónde cuando, más tarde, cantabas en aquellos tristes tablados
tus coplillas cínicas de vacante del music-hall?
¿Dónde cuando ante los maestros reunidos en casa de alguno de tus
amantes, hacías resonar ese instrumento dócil cuya única virtud consistía en
cantar con la misma indiferente perfección el sublime amor y la más baja
orgía? ¡Carlotta, si alguna vez tuviste un alma y la perdiste entonces, la habrías
recobrado al convertirte en Julieta, cuando fuiste Elvira, Ofelia, y Margarita!
Otras antes que tú ascendieron desde más abajo que tú, pero el arte, respaldado por el amor, las purificó.
En realidad, cuando pienso en todas las pequeñeces y villanías que
Christine Daaé tuvo que soportar en aquella época por culpa de la Carlotta, no
puedo contener mi cólera, y no me extraña que mi indignación se traduzca en
opiniones un tanto abstractas sobre el arte en general, y el canto en particular,
que los admiradores de la Carlotta no encontrarán ciertamente de su agrado.
Cuando la Carlotta terminó de pensar en la amenaza que encerraba la carta que acababa de recibir, se levantó.
—¡Ya veremos! —dijo, y pronunció en español unos cuantos improperios.
Lo primero que vio al acercarse a la ventana fue un coche fúnebre. El
coche fúnebre y la carta la persuadieron de que aquella noche corría un gran
peligro. Reunió en casa a algunos de sus amigos, les informó de que en la
representación de la noche sería víctima de un complot organizado por
Christine Daaé, y declaró que había que parar los pies a la pequeña llenando la
sala con sus admiradores, los de la Carlotta. Eran muchos, ¿no? Contaba con
ellos para que estuvieran preparados para cualquier eventualidad y para hacer
callar a los perturbadores en el caso de que, como ella temía, organizaran un escándalo.
El secretario particular del señor Richard, que había ido a informarse de la
salud de la diva, volvió con la seguridad de que se encontraba mejor que
nunca y de que, «aunque estuviera agonizando», cantaría aquella misma noche
el papel de Margarita. Como el secretario, de parte de su jefe, había
recomendado a la diva que no cometiera ninguna imprudencia, que no saliera
de casa y se guardase de las corrientes de aire, la Carlotta no pudo evitar
asociar estas recomendaciones excepcionales e inesperadas con las amenazas escritas en la carta.
Eran las cinco cuando recibió otra carta anónima con la misma letra que la
primera. Era breve. Decía simplemente: «Está usted constipada. Si es
razonable, comprendería que es una locura querer cantar esta noche».
La Carlotta soltó una carcajada, se encogió de hombros, que eran
magníficos, y lanzó dos o tres notas que le devolvieron la confianza.
Sus amigos fueron fieles a la promesa que le habían hecho. Aquella noche
se encontraban todos en la Ópera, pero buscaron en vano a los feroces
conspiradores que debían de estar a su alrededor, y a los que debían oponerse.
Con excepción de algunos profanos, algunos honrados burgueses cuya plácida
figura no reflejaba otro deseo que el de volver a escuchar una música que
desde hacía tiempo les había conquistado su aprobación, no había allí más que
los habituales, cuyos elegantes modales, pacíficos y correctos, alejaban toda
idea acerca de una manifestación. Lo único anormal era la presencia de los
señores Richard y Moncharmin en el palco n° 5. Los amigos de la Carlotta
creyeron que quizá, por su parte, los directores habían sospechado el
proyectado escándalo y habían decidido acudir a la sala para paralizarlo en el
momento mismo en que estallase. Pero, como ya saben ustedes, se trataba de
una hipótesis injustificada: los señores Richard y Moncharmin no pensaban más que en su fantasma.
¿Nada?… En vano interrogo en ardiente espera a la Naturaleza y al Creador.
¡Ninguna voz en mi oído desliza una palabra de consuelo!…
El célebre barítono Carolus Fonta apenas había terminado de lanzar la
primera llamada del doctor Fausto a las potencias del infierno, cuando el señor
Firmin Richard, que se había sentado en la misma silla que el fantasma —la
silla de la derecha, en la primera fila— se inclinaba con el mejor humor del mundo hacia su socio y le decía:
—¿Y tú? ¿Alguna voz ya te ha dicho al oído alguna palabra?
—¡Esperemos! No nos precipitemos —contestó con el mismo tono de
broma Armand Moncharmin—. La representación acaba de empezar y sabes
muy bien que el fantasma no llega habitualmente hasta la mitad del primer acto.
El primer acto transcurrió sin incidentes, lo que no extrañó en lo más
mínimo a los amigos de la Carlotta, ya que Margarita no canta en este acto. En
cuanto a los dos directores, se miraron sonriendo cuando bajó el telón.
—¡El primero ha terminado! —dijo Moncharmin.
—Sí. El fantasma se retrasa —declaró Firmin Richard.
Siempre bromeando, Moncharmin insistió:
—En realidad, la sala no está demasiado mal esta noche para ser una sala maldita.
Richard se dignó a sonreír. Señaló a su colaborador una señora gorda,
bastante vulgar, vestida de negro, que estaba sentada en una butaca en el
centro de la sala, entre dos hombres de aspecto tosco con sus levitas de paño de frac.
—¿Quién es esa gente? —preguntó Moncharmin.
—Esa gente, mi querido amigo, es mi portera, su hermano y su marido.
—¿Les has dado entradas?
—¡Claro! Mi portera no había venido nunca a la Ópera…, está es la
primera vez. Y como a partir de ahora ha de venir todas las noches, he querido
que estuviera bien situada antes de pasarse el rato acomodando a los demás.
Moncharmin pidió explicaciones y Richard le informó que había
convencido a su portera, en la que tenía mucha confianza, para que ocupara
por algún tiempo el puesto de la señora Giry.
—Hablando de mamá Giry —dijo Moncharmin—, ¿ya sabes que va a presentar una denuncia contra ti?
—¿A quién? ¿Al fantasma?
¡El fantasma! Moncharmin casi lo había olvidado.
Además, el misterioso personaje no hacía nada para que los directores volvieran a recordarlo.
De repente, la puerta de su palco se abrió bruscamente y dejó paso al aterrorizado regidor.
—¿Qué sucede? —preguntaron los dos a la vez estupefactos de verlo en semejante lugar y en aquel momento.
—Sucede —dijo el regidor— que los amigos de Christine Daaé han
montado un complot contra la Carlotta. Y ésta se ha puesto hecha una furia.
—¿Qué historia es ésa? —dijo Richard frunciendo el ceño. Pero el telón se
alzaba y el director hizo un gesto al regidor para que se retirara.
Cuando el administrador hubo abandonado el palco, Moncharmin se inclinó hacia Richard.
—¿Tiene, pues, amigos la Daaé? —preguntó.
—Si —dijo Richard—. Los tiene.
—¿Quiénes?
Richard indicó con la mirada un primer palco en el que no había más que dos hombres.
—¿El conde de Chagny?
—Sí, él me la recomendó…, tan calurosamente que, si no supiera que es amigo de la Sorelli…
—¡Vaya, vaya!… —murmuró Moncharmin—. ¿Y quién es ese joven tan pálido sentado a su lado?
—Es su hermano, el vizconde.
—Estaría mejor en la cama. Tiene aspecto de estar enfermo. Alegres
cantos resonaban en escena. La embriaguez en música. El triunfo de la bebida.


Vino o cerveza
cerveza o vino,
¡si lleno está mi vaso,
tanto mejor!


Estudiantes, burgueses, soldados, muchachas y matronas con el corazón
alegre, se agitaban ante la taberna con efigie del dios Baco. Siebel hizo su entrada.
Christine Daaé estaba encantadora disfrazada de hombre.’ Su fresca
juventud, su gracia melancólica, seducían a primera vista. Inmediatamente, los
partidarios de la Carlotta se imaginaron que iba a ser recibida con una ovación
que les confirmaría las intenciones de sus amigos. Esta ovación indiscreta,
hubiera sido, por otra parte, de una torpeza insigne. No se produjo.
Por el contrario, cuando Margarita atravesó la escena y hubo cantado los
dos únicos versos de su papel en este segundo acto:


¡No señores, no soy doncella ni hermosa,
y no necesito que se me dé la mano!


Estruendosos bravos acogieron a la Carlotta. Eran tan imprevistos y tan
inútiles, que los que no estaban al corriente de nada se miraban preguntándose
qué pasaba. Y el acto terminó sin ningún incidente. Todo el mundo se decía
entonces: «Evidentemente, será en el próximo acto». Algunos que, al parecer,
estaban mejor informados que los demás afirmaban que el escándalo iba a
iniciarse en «La copa del rey de Thule», y se precipitaron hacia la entrada de los abonados para avisar a la Carlotta.
Los directores abandonaron el palco durante este entreacto para informarse
del complot del que les había hablado el administrador, pero volvieron en
seguida a su sitio, encogiéndose de hombros y considerando todo ese asunto
era una tontería. Lo primero que vieron al entrar fue una caja de bombones
ingleses encima del tablero del pasamanos. ¿Quién la había traído?
Preguntaron a las acomodadoras. Pero nadie pudo decirles nada. Pero,
volviéndose de nuevo hacia el pasamanos, vieron esta vez, al lado de la caja de
bombones ingleses, unos gemelos. Se miraron. No tenían ganas de reír. Todo
lo que la señora Giry les había dicho les volvía a la memoria…, y además…,
les parecía que había a su alrededor una extraña corriente de aire… Se
sentaron en silencio, realmente impresionados.
La escena representaba el jardín de Margarita…
Proclamadle mi amor,
llevadle mis votos…
Mientras cantaba estos dos primeros versos, con su ramo de rosas y lilas en
la mano, Christine, al levantar la cabeza, vio en su palco al vizconde de
Chagny y, a partir de aquel instante, a todos les pareció que su voz era menos
segura, menos pura, menos cristalina que de costumbre. Algo que no se sabía,
ensordecía, dificultaba su canto… Había en ella temblor y miedo.
—Extraña muchacha… —hizo notar casi en voz alta un amigo de la
Carlotta, situado en la platea—. La noche pasada estaba divina y hoy aquí la
tienes, le tiembla la voz. ¡Falta de experiencia! ¡Falta de método!
Es en vos en quien tengo fe,
hablad vos por mí.
El vizconde escondió la cabeza entre las manos. Lloraba. Detrás de él, el
conde se mordía con violencia la punta del bigote, alzaba los hombros y
fruncía las cejas. Para traducir mediante tantos signos exteriores sus
sentimientos íntimos, el conde, siempre tan correcto y tan frío, debía estar
furioso. Lo estaba. Había visto regresar a su hermano de un rápido y
misterioso viaje en un estado de salud alarmante. Las explicaciones que habían
seguido tuvieron sin duda la virtud de tranquilizar al conde quien, deseoso de
saber a qué atenerse, había pedido una entrevista a Christine. Daaé. Ésta había
tenido la audacia de contestarle que no podía recibirle, ni a él ni a• su
hermano. Creyó que se trataba de una abominable maquinación. No perdonaba
a Christine que hiciera sufrir a Raoul, pero, sobre todo, no perdonaba a Raoul
que sufriera por Christine. ¡Ah! Había sido un tonto de preocuparse durante un
tiempo por aquella joven, cuyo triunfo de una noche seguía siendo
incomprensible para todos.
Que sobre su boca la flor
pueda al menos depositar
un dulce beso.
—¡Pequeña zorra, bah! —gruñó el conde.
Se preguntó qué se proponía aquella mujer… qué podía esperar… Era
pura, decían que no tenía amigo ni protector de ningún tipo… ¡aquel Ángel del
Norte debía ser una buena bribona!
Por su parte Raoul, detrás de las manos, cortina que ocultaba sus lágrimas
de niño, sólo pensaba en la carta que había recibido a su llegada a París,
adonde Christine había llegado antes que él, huyendo de Perros como un
maleante: «Mi querido amiguito de antaño, es preciso que tenga el valor de no
volver a verme, de no volver a hablarme… Si me ama un poco, haga esto por
mí, por mí, que no lo olvidaré jamás…, mi querido Raoul. Sobre todo, no
entre nunca en mi camerino. De ello depende mi vida. Depende la suya. Su pequeña Christine».
Un estruendoso aplauso… La Carlotta hace su entrada.
El acto del jardín se desarrollaba con sus habituales peripecias.
Cuando Margarita terminó de cantar el aria del Rey de Thule, fue
aclamada. También lo fue cuando terminó la canción de las joyas.
¡Ah! cuanto río de verme
tan bella en este espejo…
Entonces, segura de sí misma, segura de sus amigos qué estaban en la sala,
segura de su voz y de su éxito, no temiendo a nada, Carlotta se entregó por
entero, con ardor, con entusiasmo, con embriaguez. Su actuación no tuvo ya
contención ni pudor… Ya no era Margarita, era Carmen. Se la aplaudió más
aún y su dúo con Fausto parecía reservarle un nuevo éxito, cuando de pronto
ocurrió… algo espantoso.
Fausto se habla arrodillado:
Déjame, déjame contemplar tu rostro
bajo la pálida claridad
con la que el astro de la noche, como en una nube,
acaricia tu belleza.
Y Margarita contestaba:
¡Oh silencio! ¡Oh dicha! ¡Inefable misterio!
¡Embriagadora languidez!
¡Escucho!… ¡Y comprendo a esta voz solitaria
que canta en mi corazón!
En aquel instante…, justo en aquel instante…, se produce algo… se
produce algo…, lo he dicho ya, algo espantoso…
… La sala entera se pone en pie en un único movimiento… En su palco,
los dos directores no pudieron contener una exclamación de horror…
Espectadores y espectadoras se miran como para preguntarse los unos a los
otros la explicación de un fenómeno tan inesperado… El rostro de la Carlotta
refleja el dolor más atroz, sus ojos parecen presos por la locura. La pobre
mujer se ha levantado, con la boca aún entreabierta, tras pronunciar «esta voz
solitaria que canta en mi corazón…». Pero aquella boca ya no canta…, no se
atreve a pronunciar una sola palabra, un solo sonido…
Aquella boca creada para la armonía, aquel instrumento ágil que jamás
había fallado, órgano magnífico, generador de los más bellos sonidos, de los
acordes más difíciles, de las modulaciones más suaves, de los ritmos más
ardientes, sublime mecánica humana a la que no faltaba para ser divina más
que el fuego del cielo, el único capaz de otorgar la verdadera emoción y elevar
las almas… aquella boca había dejado escapar…
De aquella boca se había escapado…
¡Un gallo!
¡Ah! ¡Un horrible, repugnante, plumoso, venenoso, espigado, espumeante
y chillón gallo!
¿Por dónde había entrado? ¿Cómo se había agazapado en su lengua? Con
las patas encogidas para saltar más alto y más lejos, subrepticiamente había
salido de su laringe y… ¡cuac!
¡Cuac, cuac!… ¡Qué terrible cuac!
Me refiero, como os podéis imaginar, a un sapo en sentido figurado. No se
lo veía, pero se lo oía. ¡Cuac!
La sala quedó anonadada. Nunca un ave, de los más ruidosos corrales,
había desgarrado la noche con un cuac tan asqueroso, y lo peor era que nadie
lo esperaba. La Carlotta no daba crédito a su garganta ni a sus oídos. Un rayo
cayendo a sus pies le hubiera extrañado menos que aquel gallo chillón que acababa de salir de su garganta.
Y no la hubiera deshonrado. Mientras que, sabido es que un gallo
escondido en la lengua deshonra siempre a una cantante. Las hay que incluso mueren de la impresión.
¡Dios mío! ¡Quién lo hubiera creído!… Cantaba tan tranquila: «Y
comprendo esta voz solitaria que canta en mi corazón», sin esfuerzo, como
siempre, con la misma facilidad con que se dice: «Buenos días, señora, ¿cómo
está?». Cómo negar que ciertas cantantes presuntuosas no saben medir sus
fuerzas y que, en su orgullo, quieren alcanzar con la débil voz que el cielo les
ha deparado efectos excepcionales y notas que les están prohibidas desde que
vinieron al mundo. Es cuando el cielo las castiga, sin que ellas lo sepan,
poniéndoles un gallo en la boca, un gallo que hace ¡cuac! Todo el mundo sabe
esto. Pero nadie hubiera admitido que una Carlotta, que tenía por lo menos dos
octavas en la voz, soltara un gallo a estas alturas.
No podían olvidarse sus estridentes sobreagudos, sus staccati inauditos en
la Flauta mágica. Se acordaban de Don Giovanni, en la que ella era Elvira, y
en la que alcanzó el más estrepitoso triunfo una noche, al dar el si bemol que
no podía dar su compañera doña Ana. Entonces, ¿qué significaba en realidad
este cuac, al final de aquella tranquila, apacible y pequeñita «voz solitaria que canta en mi corazón»?
No era natural. Tenía que haber un sortilegio. Aquel gallo olía a quemado.
¡Pobre, miserable, desesperada, aniquilada Carlotta!…
En la sala, el rumor iba en aumento. Si semejante aventura le hubiera
ocurrido a otra cantante, ¡se la habría silbado! Pero con la Carlotta, cuyo
perfecto instrumento era conocido de todos, no había irritación, sino
consternación y espanto. ¡Lo mismo debieron sentir los hombres que
asistieron a la catástrofe que rompió los brazos a la Venus de Milo!… Por lo
menos aquéllos pudieron ver el golpe que rompía la estatua…, y comprender.
Pero, ¿aquí? ¡Aquel gallo era incomprensible!
De tal modo que, tras unos segundos durante los que el público se
preguntaba si realmente la Carlotta había oído salir de su propia boca aquella
nota. ¿Era, en, realidad, una nota aquel sonido? ¿Podía llamarse aquello un
sonido? Un sonido aún es música; pero ella intentó persuadirse de que aquel
ruido infernal no había existido; que, simplemente, había sufrido por un
instante una ilusión de su oído y no una criminal traición de su órgano vocal…
Buscó, con una mirada perdida, algo a su alrededor, como para encontrar
un refugio, una protección, o más bien la seguridad espontánea de la inocencia
de su voz. Se había llevado a la garganta los dedos crispados en un gesto de
defensa y de protesta. ¡No, no! ¡Aquel cuac no era suyo! El mismo Carolus
Fonta parecía de la misma opinión, ya que la contemplaba con una expresión
inenarrable de estupefacción infantil y gigantesca. En última instancia, él
estaba junto a ella. No la había abandonado un momento. Quizá pudiera
decirle cómo había ocurrido aquello… ¡No, tampoco él podía! Sus’ ojos se
clavaban estúpidamente en la boca de la Carlotta como los ojos de los niños en
el inagotable sombrero del prestidigitador. ¿Cómo cabía en una boca tan pequeña un cuac tan grande?
Todo ello, gallo, cuac, emoción, rumor aterrado de la sala, confusión del
escenario, de bastidores —en los corredores algunos comparsas mostraban
rostros desencajados—, todo lo que describo al detalle no duró más de unos segundos.
Unos segundos horribles que parecieron interminables en particular a los
dos directores, allá arriba, en el palco n° 5. Moncharmin y Richard estaban
muy pálidos. Este episodio inaudito, que seguía siendo inexplicable, los
llenaba de una angustia tanto más misteriosa cuanto que, desde hacía un
instante, se hallaban bajo la influencia directa del fantasma.
Habían sentido su aliento. Algunos pelos de la cabeza de Moncharmin se
habían erizado bajo aquel soplo… Y Richard se pasaba el pañuelo por la frente
sudorosa… Sí, estaba allí…, a su alrededor…, detrás de ellos, al lado de ellos,
lo sentían sin verlo… Oían su respiración… ¡y tan cerca de ellos…, tan cerca!
Se sabe cuando alguien está presente… Pues bien, ¡ahora lo sabían!… Estaban
seguros de ser tres en el palco… Temblaban… Pensaban en huir… No se
atrevían… No se atrevían a hacer el más mínimo movimiento, ni intercambiar
una palabra que dieran a entender al fantasma que sabían que se encontraba
allí… ¿Qué iba a pasar? ¿Qué iba a ocurrir?
¡Se produjo el cuac! Por encima de los rumores de la sala se oyó su doble
exclamación de horror. Se sentían bajo la influencia del fantasma. Inclinados
hacia el escenario, miraban a la Carlotta como si no la reconocieran. Aquella
mujer del infierno debía de haber dado con su cuac la señal de alguna
catástrofe. La esperaban en un estado exaltado de tensión. El fantasma lo había
prometido. ¡La sala estaba maldita! Sus pechos se agitaban ya bajo el peso de
la catástrofe. Se oyó la voz estrangulada de Richard que gritaba a la Carlotta:
—¡Siga! ¡Siga!
¡No! La Carlotta no continuó… Volvió a empezar valientemente,
heroicamente, el verso fatal en cuyo final había aparecido el gallo.
Un silencio espantoso reemplaza al alboroto general. Tan sólo la voz de la
Carlotta llena de nuevo el navío sonoro.
¡Escucho!…
El público también escucha.
… Y comprendo esta voz solitaria (¡cuac!)
(¡Cuac!…) que canta en mí… ¡cuac!)
El gallo también ha vuelto a empezar.
La sala estalla en un prodigioso tumulto. Derrumbados en sus sillones, los
dos directores no se atreven siquiera a volverse. No tienen fuerza suficiente.
¡El fantasma se ríe de ellos en sus mismas narices! Y, por fin, oyen en el oído
derecho su voz, la imposible voz, la voz sin boca, la voz que dice:
¡Esta noche está cantando como para hacer caer la araña central!
En un mismo movimiento, ambos levantaron la cabeza hacia el techo y
lanzaron un grito terrible. La araña, la inmensa masa de la araña se deslizaba,
iba hacia ellos ante la llamada de aquella voz satánica. Descolgada, la araña
caía de las alturas de la sala y se hundía en la platea, entre mil clamores.
Aquello fue una avalancha, el sálvese quien pueda general. Mi deseo no es
hacer revivir aquí una hora histórica. Los curiosos no tienen más que leer los
periódicos de la época. Hubo muchos heridos y una muerta.
La araña se había estrellado en la cabeza de la desgraciada que había ido
aquella noche por primera vez en su vida a la Ópera, aquella a la que Richard
había designado para reemplazar en sus funciones de acomodadora a la señora
Giry, la acomodadora del fantasma. Murió en el acto, y al día siguiente un
periódico publicaba estos titulares: ¡Doscientos mil kilos sobre la cabeza de
una portera! Esta fue toda su oración fúnebre.

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