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Capítulo 11

El maravilloso mago de Oz – Lyman Frank Baum

LA CIUDAD ESMERALDA

Aun con los ojos protegidos por los anteojos verdes, la brillantez de la maravillosa
ciudad encandiló al principio a Dorothy y sus amigos. Bordeaban
las calles hermosas casas construidas de mármol verde y profusamente
tachonadas con esmeraldas relucientes. El grupo de visitantes marchaba sobre
un pavimento del mismo mármol verde formado por grandes bloques a
los que unían hileras de aquellas mismas piedras preciosas que resplandecían
a la luz del sol. Los vidrios de las ventanas eran todos del mismo
color verde, y aun el cielo sobre la ciudad tenía un tinte verdoso y los mismos
rayos del sol parecían saturados de ese color.
Los transeúntes eran numerosos, tanto hombres como mujeres y niños, y
todos vestían de verde y tenían la piel verdosa. Al pasar miraban a Dorothy
y a su extraño grupo con expresión asombrada, mientras que los niños corrían
a ocultarse detrás de sus madres al ver al León. Pero nadie les dirigió la
palabra. Dorothy observó que eran verdes las mercancías exhibidas en las
numerosas tiendas de la calle. Se ofrecía en venta golosinas verdosas así
como también zapatos, sombreros y ropas de toda clase y de aquel mismo
color. En un comercio, un hombre vendía limonada verde, y cuando los
niños iban a comprarla, Dorothy vio que la pagaban con monedas del mismo color.
Parecía no haber caballos ni animales de ninguna clase. En cambio, los
hombres trasladaban objetos en pequeñas carretillas verdes que empujaban
ante sí. Todos parecían felices, satisfechos y prósperos.
El guardián de la puerta los condujo por las calles hasta que llegaron a un
gran edificio situado en el centro exacto de la ciudad, y que era el Palacio
de Oz, el Gran Mago. Ante la puerta se hallaba de guardia un soldado vestido
con uniforme verde y luciendo una larga barba del mismo color.
–Aquí traigo a unos forasteros que quieren ver al Gran Oz -anunció el guardián de la puerta:
–Pasen -invitó el soldado-. Le llevaré el mensaje.
Entraron por la puerta del Palacio y fueron conducidos a una gran estancia
alfombrada de verde y con hermosos muebles de ese color tachonados con
esmeraldas. El soldado les hizo limpiarse los pies en un felpudo verde antes
de que entraran. Cuando se hubieron sentado, les dijo en tono afable:
–Pónganse cómodos mientras voy a la puerta del Salón del Trono y los anuncio a Oz.
Tuvieron que esperar largo tiempo hasta que regresó el soldado, y cuando
éste llegó al fin, Dorothy preguntó: -¿Has visto a Oz?
–No -fue la respuesta-. Jamás lo he visto. Pero hablé con él mientras se hallaba
detrás de su biombo y le di vuestro mensaje. Dijo que les concederá
una audiencia si así lo desean, pero que cada uno de ustedes deberá entrar
solo y únicamente recibirá a uno por día. Por consiguiente, como han de
permanecer un tiempo en el Palacio, los conduciré a las habitaciones donde
podrán descansar cómodamente después de vuestro viaje.
–Gracias -dijo la niña-. Es una amable atención por parte de Oz.
El soldado hizo sonar un pito verde y en seguida se presentó en la estancia
una joven que lucía un bonito vestido de seda verde y tenía cabellos y ojos
de ese color. La joven se inclinó ceremoniosamente ante Dorothy al decirle:
–Sígueme y te llevaré a tu habitación.
La niña despidióse de todos sus amigos, excepto de Toto, cargó a éste en
sus brazos y siguió a la joven por siete corredores y tres tramos de escaleras
hasta llegar a una habitación situada al frente del palacio. Era un dormitorio
agradabilísimo, con una cómoda cama de extraordinaria blandura y sábanas
de seda verde. En el centro del cuarto había una diminuta fuente que lanzaba
al aire un chorro de perfume verde, el que caía luego en un tazón de mármol
maravillosamente labrado. Había bonitas florecillas verdes en las ventanas
y un estante lleno de libros de ese mismo color. Cuando tuvo tiempo
de abrirlos, vio que estaban llenos de extrañas figuras verdosas que le
causaron mucha risa por lo cómicas.
En el guardarropa vio numerosos vestidos de la misma tonalidad imperante
en la ciudad, todos de seda, satén y terciopelo, y todos de su medida exacta.
–Ponte cómoda -dijo la jovencita-, y si deseas algo haz sonar la campanilla.
Oz te mandará llamar mañana.
Dejó sola a Dorothy y se fue a buscar a los otros, a los que también condujo
a diferentes dormitorios, y cada uno de ellos se encontró alojado en una
parte muy agradable del palacio. Claro que tanta amabilidad no hizo efecto
alguno en el Espantapájaros, pues al hallarse solo en su cuarto se quedó
parado tontamente a pocos pasos de la puerta, donde esperó hasta que lo llamaron.
De nada le serviría acostarse, y no podía cerrar los ojos, de modo
que estuvo toda la noche mirando a una araña que tejía su tela en un rincón
del cuarto, tal como si no fuera una de las habitaciones más encantadoras
del mundo. En cuanto al Leñador, se echo en la cama por la fuerza de la
costumbre, pues recordaba la época en que había sido de carne y hueso;
pero como era incapaz de dormir, se pasó la noche moviendo los brazos y
piernas a fin de mantenerlos en buenas condiciones de funcionamiento. Por
su parte, el León habría preferido un lecho de hojas secas en lo profundo del
bosque y no le agradó estar encerrado en una habitación; pero como tenía
demasiado sentido común para dejar que esto le preocupara, saltó sobre la
cama, se hizo un ovillo y en menos de un minuto se puso a ronronear y, ronroneando, se quedó dormido.
La mañana siguiente, después del desayuno, la doncella verde se presentó a
buscar a Dorothy y la ayudó a ponerse uno de los vestidos más bonitos,
confeccionado con satén verde mar. La niña se puso también un delantal de
seda verde y ató una cinta verde al cuello de Toto, luego de lo cual partieron
hacia el Salón del Trono del Gran Oz.
Primero llegaron a una gran sala en la que se hallaban muchos caballeros y
damas de la corte, todos vestidos con prendas muy lujosas. Estas personas
no tenían otra cosa que hacer que hablar entre sí, pero siempre iban a esperar
ante el Salón del Trono, aunque nunca se les permitía ver a Oz.
Cuando entró Dorothy, la miraron con curiosidad, y uno de ellos inquirió en voz baja
–¿De veras vas a mirar la cara de Oz el Terrible?
–Claro que sí -contestó la niña- Si me recibe.
–Te recibirá -dijo el soldado que había llevado al Mago el mensaje de
Dorothy-, aunque no le gusta que la gente pida verlo. Te diré, en un principio
se mostró enfadado y me ordenó que te despidiera. Después me preguntó
cómo eras tú, y cuando le mencioné tus zapatos de plata pareció muy interesado.
Después le hablé de la marca que tienes en la frente y entonces decidió recibirte.
En ese momento sonó una campanilla y la doncella verde dijo a Dorothy:
–Es la señal. Deberás entrar sola en el Salón del Trono.
Así diciendo, abrió una puerta pequeña por la que pasó Dorothy sin vacilar
para hallarse en seguida en un lugar maravilloso. Se trataba de una estancia
muy amplia, circular, con techo abovedado y muy alto, y con las paredes y
el piso profusamente tachonados de grandes esmeraldas. En el centro del
techo había una tan brillante como el sol y sus reflejos hacían brillar las gemas en todo su esplendor.
Pero lo que más interesó a Dorothy fue el gran trono de mármol verde que
se hallaba en el centro de la sala. Tenía la forma de un sillón y estaba lleno
de piedras preciosas, como todo lo demás. Sobre el sillón reposaba una
enorme cabeza sin cuerpo ni miembros que la sostuvieran. No tenía cabello,
pero sí ojos, nariz y boca, y era mucho más grande que la cabeza del más enorme de los gigantes.
–Yo soy Oz el Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas?
La voz no era tan tremenda como era de esperar en una cabeza tan enorme.
Por eso la niña cobró valor y contestó:
–Y yo soy Dorothy, la pequeña y humilde. He venido a pedirte ayuda.
Los ojos la miraron meditativamente durante un minuto. Después dijo la vez:
–¿De donde provienen los zapatos de plata?
–De la Maligna Bruja del Oriente -repuso ella-. Mi casa cayó sobre ella y la mató.
–¿Y esa marca que tienes sobre la frente?
–Allí me besó la Bruja Buena del Norte cuando se despidió de mí al mandarme
a verte a ti -repuso la niña.
De nuevo la miraron los ojos con fijeza, viendo que decía la verdad. Luego preguntó Oz:
–¿Qué deseas de mí?
–Envíame de regreso a Kansas, donde están mi tía Em y mi tío Henry -respondió
ella en tono ansioso-. No me gusta tu país, aunque es muy bonito.
Y estoy segura de que tía Em debe estar muy preocupada por mi ausencia.
Los ojos se abrieron y se cerraron tres veces seguidas, luego miraron hacia
lo alto y después al piso, moviéndose de manera tan curiosa que parecían
ver todo lo que había en la sala. Al fin se fijaron de nuevo en Dorothy.
–¿Por qué habría de hacer esto por ti? -preguntó Oz. -Porque tú eres fuerte y
yo débil. Porque eres un Gran Mago y yo sólo una niñita.
–Pero fuiste lo bastante fuerte para matar a la Maligna Bruja de Oriente – objetó Oz.
–Eso fue casualidad. No pude evitarlo.
–Bien, te daré mi respuesta. No tienes derecho a esperar que te mande de
regreso a Kansas si a cambio de ello no haces algo por mí. En este país todos
deben pagar por lo que reciben. Si deseas que use mis poderes mágicos
para mandarte de regreso a tu casa, primero deberás hacer algo por mí. Ayúdame y yo te ayudaré a ti.
–¿Qué debo hacer? -preguntó la niña.
–Matar a la Maligna Bruja de Occidente -fue la respuesta.
–¡Pero no podría hacerlo! -exclamó Dorothy, muy sorprendida.
–Mataste a la Bruja de Oriente y calzas los zapatos de plata que tienen un
poder maravilloso. Ahora no queda más que una sola Bruja Maligna en toda
esta tierra, y cuando me digas que ha muerto te mandaré de regreso a Kansas… pero no antes.
La niña rompió a llorar ante tal desengaño, y los ojos volvieron a abrirse y
cerrarse, para mirarla luego con ansiedad, como si el Gran Oz pensara que ella lo ayudaría si pudiera.
–Jamás maté nada a sabiendas -sollozó ella-. Aunque quisiera hacerlo,
¿cómo podría matara la Bruja Maligna? Si tú, que eres el Grande y Terrible,
no puedes matarla, ¿cómo esperas que lo haga yo?
–No lo sé -contestó la gran cabeza-. Sin embargo, esa es mi respuesta, y
hasta que no haya muerto la Bruja Maligna, no volverás a ver a tus tíos. Recuerda
que la Bruja es malvada, y mucho, y debería ser eliminada. Ahora
vete y no pidas verme de nuevo hasta que hayas cumplido tu tarea.
Muy acongojada, Dorothy salió del Salón del Trono y regresó adonde sus
amigos la esperaban para saber lo que le había dicho Oz.
–No hay esperanza para mí -suspiró-, pues Oz no me mandará a casa hasta
que haya matado a la Maligna Bruja de Occidente… y eso jamás podría hacerlo.
Sus amigos se mostraron muy contritos, mas nada podían hacer por ella, de
modo que Dorothy se fue a su cuarto y, tendiéndose en la cama, lloró hasta quedarse dormida.
La mañana siguiente, el soldado de la barba verde fue a buscar al Espantapájaros y le dijo:
–Ven conmigo; Oz te manda llamar.
El hombre de paja lo siguió hasta el Salón del Trono, donde vio a una hermosa
dama sentada en el sillón de esmeraldas. La dama lucía un vestido de
gasa verdosa y tenía una corona sobre sus verdes cabellos. De su espalda
nacían dos alas de hermosos colores y tan delgadas que parecían vibrar con
cada movimiento del aire ambiente.
Cuando el Espantapájaros se hubo inclinado con tanta gracia como lo permitía
su relleno de paja, la hermosa dama lo miró con dulzura.
–Soy Oz, la Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas?
Ahora bien, el Espantapájaros, que había esperado ver la gran cabeza de
que le hablara Dorothy, se sintió profundamente asombrado, no obstante lo cual respondió sin desmayo:
–No soy más que un Espantapájaros relleno de paja. Por consiguiente no
tengo cerebro y he venido a verte para rogarte que pongas sesos en mi
cabeza para que pueda llegar a ser tan hombre como los otros que viven en tus dominios.
–¿Por qué habría de hacer tal cosa por ti? -preguntó la dama.
–Porque eres sabia y poderosa, y nadie más podría ayudarme.
–Nunca concedo favores sin que me den algo a cambio -manifestó Oz-.
Pero puedo prometerte esto: si matas a la Maligna Bruja de Occidente, te
daré un gran cerebro, y tan bueno que serás el hombre más sabio de todo elPaís de Oz.
–Creí que habías pedido a Dorothy que matara a la Bruja -dijo con gran sorpresa el Espantapájaros.
–Así es. No me importa quién la mate; lo que importa es que no te concederé
tu deseo hasta que ella haya desaparecido. Vete ahora y no vuelvas a
buscarme hasta que te hayas ganado ese cerebro que tanto ansías.
Muy desalentado, el Espantapájaros regresó al lado de sus amigos y les
repitió lo que había dicho Oz. Dorothy sintióse muy sorprendida al saber
que el Gran Mago no era una cabeza, como la había visto ella, sino una dama encantadora.
–Aunque lo sea -dijo el Espantapájaros-, tiene tan poco corazón como el Leñador.
La mañana siguiente, el soldado de la barba verdosa fue a buscar al Leñador y le anunció:
–Oz te manda llamar. Sígueme.
Y el Leñador lo siguió hasta el gran Salón del Trono.
Ignoraba si vería en Oz a una dama encantadora o a una cabeza, pero esperaba
que fuera lo primero. «Porque» se dijo «si es la cabeza, seguro que no
me dará un corazón, ya que las cabezas no tienen corazón propio y por lo
tanto no sentirá lo que yo siento. Pero si es la dama encantadora, le rogaré
con todas mis fuerzas que me dé un corazón, pues dicen que todas las damas son bondadosas».
Pero cuando entró en el gran Salón del Trono, no vio ni la cabeza ni la
dama, porque Oz había tomado la forma de una bestia terrible. Era casi tan
grande como un elefante, y el trono verde parecía resistir apenas su peso. La
bestia tenía la cabeza de un rinoceronte, aunque con cinco ojos; de su cuerpo
salían cinco largos brazos y sus patas eran también cinco, y muy delgadas.
Lo cubría un pelaje muy espeso y no podría imaginarse un monstruo
más espantoso. Fue una suerte que el Leñador careciera de corazón, porque
el terror le habría acelerado muchísimo sus latidos. Claro que, como era
sólo de hojalata, no tuvo nada de miedo.
–Soy Oz, el Grande y Terrible -manifestó la bestia con voz que era un rugido-.
¿Quién eres y por qué me buscas?
–Soy el Leñador de Hojalata. Por eso no tengo corazón y no puedo amar.
Vengo a rogarte que me des un corazón para poder ser como otros hombres
–¿Por qué habría de hacerlo? -preguntó la bestia.
–Porque yo te lo pido y sólo tú puedes conceder mi deseo. Al oírle, Oz
lanzó un ronco gruñido y agregó:
–Si de veras deseas un corazón, tienes que ganarlo.
–¿Cómo?
–Ayuda a Dorothy a matar a la Maligna Bruja de Occidente. Cuando haya
muerto la Bruja, ven a verme y te daré el corazón más grande, más bondadoso
y más lleno de amor de todo el País de Oz.
Y, así, el Leñador se vio obligado a volver donde estaban sus amigos y
hablarles de la terrible bestia que había visto. A todos les maravilló que el
Gran Mago pudiera adoptar tantas formas diferentes.
–Si es una bestia cuando vaya a verlo yo -declaró el León-, rugiré con tal
fuerza y lo asustaré tanto que tendrá que darme lo que deseo. Y si es una
dama encantadora, fingiré echarme sobre ella para obligarla a obedecerme.
Si es una gran cabeza, la tendré a mi merced, pues la haré rodar por todo el
salón hasta que prometa concedernos lo que deseamos. Así que alégrense
todos, porque las cosas saldrán bien.
La mañana siguiente el soldado de la barba verdosa condujo al León hasta
el gran Salón del Trono y le hizo pasar para que viera a Oz.
Una vez que hubo pasado por la puerta, el León miró a su alrededor y, para
su gran sorpresa, vio que frente al trono pendía una bola de fuego tan brillante
que casi no podía mirarla. Su primera impresión fue que Oz se había
incendiado y estaba ardiendo. Empero, cuando trató de acercarse, el intenso
calor le chamuscó los bigotes y, temblando de miedo, tuvo que retroceder de nuevo hacia la puerta.
Acto seguido oyó una voz tranquila que salía de la bola de fuego y le decía:
–Soy Oz, el Grande y Terrible. ¿Quién eres tú y por qué me buscas?
–Soy el León Cobarde, temeroso de todo -respondió el felino-. He venido a
rogarte que me des valor para que pueda ser realmente el rey de las fieras,
como me consideran los hombres.
–¿Por qué he de darte valor?
–Porque entre todos los magos tú eres el más grande y el único que tiene
poder para conceder mi deseo.
La bola de fuego ardió con fiereza durante un rato, y al fin dijo la voz:
–Tráeme pruebas de que ha muerto la Bruja Maligna y en seguida te daré
valor. Pero mientras viva la Bruja seguirás siendo un cobarde.
El León se enfureció al oír esto, mas no pudo responder
nada, y mientras se quedaba mirando en silencio a la bola de fuego, ésta se
hizo tan caliente que la fiera debió volver grupas y salir corriendo de la estancia.
Al salir se alegró de ver que sus amigos lo esperaban, y les relató su entrevista con el Mago.
–¿Qué hacemos ahora? -preguntó Dorothy en tono pesaroso.
–Una sola cosa podemos hacer -replicó el León-, y es ir a la tierra de los
Winkies, buscar a la Bruja Maligna y destruirla.
–¿Y si no podemos hacerlo? -dijo la niña.
–Entonces jamás tendré valor -dijo el León.
–Ni yo un cerebro -expresó el Espantapájaros.
–Ni yo un corazón -intervino el Leñador.
–Y yo jamás volveré a ver a mis tíos -dijo Dorothy, rompiendo a llorar.
–¡Ten cuidado! -le advirtió la doncella verde-. Las lágrimas mancharán tu vestido de seda.
Dorothy se enjugó las lágrimas.
–Supongo que debemos intentarlo -manifestó luego-. Pero la verdad es que
no deseo matar a nadie, ni siquiera para volver a ver a mi tía Em.
–Yo iré contigo, pero soy demasiado cobarde para matar a la Bruja -declaró el León.
–Yo también iré -terció el Espantapájaros-, pero no podré servirte de mucho,
pues soy demasiado tonto.
–Yo no tengo corazón ni siquiera para hacerle mal a una Bruja -comentó el
Leñador, pero si ustedes van, yo también iré.
Decidieron entonces partir de viaje la mañana siguiente, y el Leñador afiló
su hacha en una piedra verde y se hizo aceitar debidamente todas las coyunturas.
El Espantapájaros se rellenó con paja nueva y Dorothy le pintó otra
vez los ojos para que viera mejor. La doncella verde, que era muy amable
con ellos, llenó de viandas la cesta de Dorothy y colgó una campanilla del cuello de Toto.
Esa noche se acostaron temprano y durmieron profundamente hasta el
amanecer, cuando los despertó el canto de un gallo y el cacareo de una gallina
que había puesto un huevo verde en el patio del Palacio.

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