El maravilloso mago de Oz – Lyman Frank Baum
LOS MONOS ALADOS
Recordarán los lectores que no había camino, ni siquiera un senderillo, entre
el castillo de la Bruja Maligna y la Ciudad Esmeralda. Cuando los cuatro
viajeros iban en busca de la Bruja, ésta los vio llegar y mandó a los Monos
Alados a capturarlos. Así, pues, resultaba mucho más difícil hallar el rumbo
entre los campos salpicados de flores de lo que lo era viajando por el aire.
Claro, sabían que debían marchar hacia el este, en dirección al sol naciente,
y al partir lo hicieron de manera acertada. Pero al mediodía, cuando el sol
brillaba directamente sobre sus cabezas, no pudieron saber dónde estaba el
este y dónde el oeste, razón por la cual se extraviaron en aquellos campos.
No obstante, siguieron marchando hasta que llegó la noche y salió la luna.
Entonces se acostaron entre las perfumadas flores y durmieron profundamente
hasta la mañana… todos ellos menos el Espantapájaros y el Leñador.
La mañana siguiente amaneció nublado, pero partieron de todos modos,
como si estuvieran seguros de su derrotero.
–Si caminamos lo suficiente, alguna vez llegaremos a alguna parte -dijo Dorothy.
Pero pasaron los días sin que vieran ante ellos otra cosa que los campos cubiertos
de flores. El Espantapájaros empezó a refunfuñar.
–Es seguro que nos hemos extraviado -dijo-, y a menos que encontremos el
rumbo a tiempo para llegar a la Ciudad Esmeralda, jamás conseguiré mi cerebro.
–Ni yo mi corazón -declaró el Leñador-. Estoy impaciente por ver de nuevo
a Oz, y la verdad es que este viaje se está haciendo muy largo.
–Por mi parte -gimió el León Cobarde-, no tengo valor para seguir caminando
sin llegar a ninguna parte.
Al oír esto, Dorothy perdió el ánimo, se sentó en la hierba y miró a sus
compañeros, los que también se sentaron a su alrededor. En cuanto a Toto,
por primera vez en su vida estaba demasiado cansado para perseguir a una
mariposa que pasó rozándole la cabeza. El pobre perrito sacó la lengua, se
puso a jadear y miro a su amita como preguntándole qué podrían hacer.
–¿Y si llamáramos a los ratones? -dijo ella-. Probablemente conozcan el
camino que lleva a la Ciudad Esmeralda.
–Seguro que sí-exclamó el Espantapájaros-. ¿Cómo no se nos ocurrió antes?
Dorothy hizo sonar el silbato que le había regalado la Reina de los Ratones,
y en pocos minutos se oyó el ruido de muchísimas patitas, luego de lo cual
vieron una multitud de ratones. Entre ellos estaba la Reina, quien preguntó con su vocecita aflautada:
–¿En qué podemos servirles, amigos míos?
–Nos hemos perdido -le dijo Dorothy-. ¿Puedes decirnos dónde está la Ciudad Esmeralda?
–Claro que sí -fue la respuesta-. Pero está muy lejos; ustedes han viajado en
dirección contraria todo el tiempo. -Entonces la Reina observó el Gorro de
Oro que tenía puesto Dorothy y agregó-: ¿Por qué no empleas la magia del
Gorro y llamas a los Monos Alados? Ellos los llevarán a la Ciudad de Oz en menos de una hora.
–Ignoraba que el Gorro fuera mágico -contestó Dorothy, muy sorprendida-. ¿Cómo es esa magia?
–Está escrita dentro del Gorro de Oro -le informó la Reina-. Pero si vas a
llamar a los Monos Alados tendremos que huir, pues son muy traviesos y les divierte molestarnos.
–¿No me harán daño a mí? -preguntó la niña en tono preocupado.
–No. Deben obedecer a quien tiene puesto el Gorro. ¡Adiós!
Así diciendo, salió a escape, seguida por todos sus vasallos.
Al mirar el interior del Gorro, Dorothy vio algunas palabras escritas en el
forro. Como supuso que serían la fórmula mágica, las leyó con gran atención y volvió a ponérselo.
–¡Epe, pepe, kake! -dijo, parada sobre su pie izquierdo.
–¿Qué dijiste? -preguntó el Espantapájaros, quien ignoraba lo que la niña estaba haciendo.
–¡Jilo, jolo, jalo! -continuó Dorothy, parada ahora sobre su pie derecho.
–¡Vaya! -exclamó el Leñador.
–¡Zizi, zuzi, zik! -agregó Dorothy, quien se hallaba al fin sobre sus dos pies.
Con esto terminó la fórmula mágica y en seguida oyeron un gran batir de
alas al aparecer sobre ellos los Monos Alados.
El Rey se inclinó profundamente ante la niña y le dijo: -¿Qué nos ordenas?
–Deseamos ir a la Ciudad Esmeralda y nos hemos extraviado -replicó Dorothy.
–Los llevaremos nosotros -manifestó el Rey.
No había acabado de hablar cuando ya dos de los monos tomaron a Dorothy
en sus brazos y se alejaron volando con ella. Otros se apoderaron del Espantapájaros,
del Leñador y del León, y uno más pequeño tomó a Toto y
voló tras los otros, aunque el perro se esforzaba por morderlo.
El Espantapájaros y el Leñador se asustaron un poco al principio, porque
recordaban lo mal que los habían tratado antes los Monos Alados; pero
luego vieron que no pensaban hacerles daño, de modo que se tranquilizaron
y empezaron a gozar del viaje y de la magnífica vista que se presentaba ante sus ojos asombrados.
Dorothy se encontró viajando cómodamente entre dos de los Monos más
grandes, uno de ellos el mismísimo Rey. Ambos habían formado una sillita
con los dedos entrelazados y la llevaban con gran suavidad.
–¿Porqué tienen que obedecer a la magia del Gorro de Oro? -preguntó ella.
–Es largo de contar -contestó el Rey, soltando una risita-. Pero como el viaje
también será largo, ocuparé el tiempo en relatarte la historia si así lo deseas.
–La escucharé con mucho gusto.
–En otra época éramos un pueblo libre -comenzó el Rey-. Vivíamos felices
en el bosque, saltando de rama en rama, comiendo nueces y frutas y haciendo
lo que nos venía en gana sin tener que obedecer a ningún amo. Quizás
algunos de nosotros éramos un poco traviesos y bajábamos para tirar de la
cola a los animales sin alas, o perseguíamos a los pájaros y arrojábamos
nueces a las personas que caminaban por el bosque. Pero vivíamos felices y
contentos, y gozábamos de cada minuto de nuestros días. Esto ocurrió hace
muchísimos años, mucho antes de que Oz llegara por entre las nubes para gobernar esta tierra.
«En aquel entonces vivía en el Norte una hermosa princesa que era también
poderosa hechicera, pero usaba su magia para ayudar a la gente y jamás
hizo daño a nadie que fuera bueno. Se llamaba Gayelette y vivía en un hermoso
palacio construido con grandes bloques de rubí. Todos la amaban,
pero su mayor pena era que no podía hallar a nadie a quien amar a su vez,
ya que todos los hombres eran demasiado estúpidos y feos para casarse con
una mujer tan hermosa y sabia. Empero, al fin halló a un joven muy apuesto
y mucho más sabio que otros de su edad. Gayelette decidió que cuando se
hiciera hombre lo convertiría en su esposo, de modo que lo llevó a su palacio
de rubí y empleó todos sus poderes mágicos para hacerlo tan gallardo,
bueno y amable como pudiera desearlo cualquier mujer. Cuando llegó a la
madurez, Quelala, como se llamaba el joven, había llegado a ser el hombre
más sabio de toda la tierra, mientras que su belleza era tan grande que
Gayelette lo amaba con locura, por lo cual se apresuró a prepararlo todo para la boda.
«Mi abuelo era por aquel entonces el Rey de los Monos Alados que vivían
en el bosque próximo al palacio de Gayelette, y al viejo le gustaban más las
bromas que darse un buen banquete. Un día, poco antes de la boda, mi
abuelo estaba volando con su banda cuando vio a Quelala caminando por la
orilla del río. El mozo vestía un lujoso traje de seda rosada y terciopelo púrpura,
y a mi abuelo se le ocurrió ver cómo reaccionaba a sus bromas, así
que bajó con su banda, se apoderó de Quelala, lo llevó consigo hasta el centro
del río y allí lo dejó caer al agua.
«-Nada un poco, amigo -le gritó mi abuelo-, y fíjate si el agua te ha manchado las ropas.
«Quelala era demasiado prudente como para no nadar, y en nada le había
afectado su buena fortuna. Se echó a reír al sacar la cabeza a la superficie y
fue nadando hasta la costa. Pero cuando Gayelette fue corriendo hacia él,
vio que el agua le había arruinado sus lujosos ropajes.
«La princesa se puso furiosa, y, por cierto, no ignoraba quién era el culpable,
de modo que hizo presentarse ante ella a todos los Monos Alados y dijo
al principio que se les deberían atar las alas y arrojarlos al río, tal como ellos
lo habían hecho con Quelala. Pero mi abuelo rogó con gran humildad
que los perdonara, pues sabía que los Monos se ahogarían en el río con las
alas atadas. Por su parte, Quelala intercedió en favor de ellos, de modo que
Gayelette les perdonó al fin, con la condición de que los Monos Alados deberían
de allí en adelante obedecer por tres veces al poseedor del Gorro de
Oro. Este Gorro se había confeccionado como regalo de bodas para Quelala,
y se comentaba que había costado a la princesa un equivalente a la mitad
de su reino. Claro que mi abuelo y todos sus súbditos accedieron sin
vacilar, y es así como ocurre que somos tres veces esclavos del poseedor del
Gorro de Oro, sea éste quien fuere.
–¿Y qué fue de ellos? -preguntó Dorothy, que le había escuchado con profundo interés.
–Como Quelala fue el primer dueño del Gorro de Oro -contestó el Mono-,
también fue el primero en imponernos sus deseos. Debido a que su esposa
no podía soportarnos cerca, después que se hubieron casado, él nos llamó al
bosque y nos ordenó que nos mantuviéramos siempre alejados de Gayelette,
cosa que nos alegramos mucho de hacer, pues todos le temíamos.
«Esto fue todo lo que tuvimos que hacer hasta que el Gorro de Oro cayó en
manos de la Maligna Bruja de Occidente, quien nos obligó a esclavizar a
los Winkies y después a arrojar al mismísimo Oz de la tierra de Occidente.
Ahora el Gorro es tuyo, y por tres veces tienes el derecho de imponernos tu voluntad.
Al terminar el Mono su relato, Dorothy miró hacia abajo y vio los relucientes
muros verdosos de la Ciudad Esmeralda. Aunque se maravilló por
lo veloz del viaje, le alegró también que éste hubiera finalizado. Los extraños
simios bajaron suavemente a los viajeros frente a la puerta de la ciudad,
el Rey se inclinó ante Dorothy y luego se alejó volando a toda velocidad,
seguido por todo su grupo.
–Ha sido un magnífico paseo -comentó la niña.
–Sí, y una forma muy rápida de salir de apuros -dijo el León-. Fue una
suerte que te llevaras contigo ese Gorro maravilloso.