El maravilloso mago de Oz – Lyman Frank Baum
DE CÓMO SALVÓ DOROTHY AL ESPANTAPÁJAROS
Al quedar sola, Dorothy empezó a sentir apetito, de modo que fue a la alacena
y cortó un pedazo de pan al que le puso manteca. Dio un poco a Toto,
descolgó el cubo y se fue al arroyuelo para llenarlo con agua. Toto corrió
hacia los árboles y empezó a ladrarle a los pajarillos. Cuando fue a buscarlo,
la niña vio unas frutas tan deliciosas pendientes de las ramas que recogió algunas para completar su desayuno.
Volvió entonces a la casa, y luego de haber bebido un poco de agua, se dispuso para el viaje a la Ciudad Esmeralda.
Sólo tenía otro vestido, pero estaba muy limpio y colgaba de una percha al
lado de su cama. Era de algodón, a cuadros blancos y azules, y aunque el
azul estaba algo descolorido por los frecuentes lavados, la prenda le sentaba
muy bien. La niña se lavó cuidadosamente, se puso el vestido limpio y se
caló el sombrero rosado. Llenó con pan una cesta y la cubrió con una servilleta
blanca. Luego se miró los pies y notó cuán viejos y gastados estaban sus zapatos.
–Seguro que no me van a servir para un viaje largo, Toto -dijo, y el perrillo
la miró con sus ojos negros y meneó la cola para demostrar que entendía sus palabras.
En ese momento vio Dorothy los zapatos plateados que habían pertenecido
a la Bruja del Oriente y que reposaban sobre la mesa.
–¿Me calzarán bien? -dijo-. Serían lo más apropiado para una caminata prolongada, pues no creo que se gasten.
Quitóse los viejos zapatos de cuero y se probó los otros, viendo que le calzaban
como si se los hubieran hecho de medida. Después recogió su cesta.
–Vamos, Toto -ordenó-. Iremos a la Ciudad Esmeralda y preguntaremos al
Gran Oz cómo podemos regresar a Kansas.
Cerró la puerta, le echó llave y se guardó ésta en el bolsillo. Luego, mientras
que Toto la seguía pegado a sus talones, emprendió su viaje.
Había varios caminos en las cercanías, pero no tardó mucho en hallar el que
estaba pavimentado con ladrillos amarillos. Poco después marchaba a buen
paso hacia la Ciudad Esmeralda, y sus zapatos de plata resonaban alegremente
sobre el amarillo pavimento. El sol brillaba con todo su esplendor y
los pájaros cantaban dulcemente, por lo que Dorothy no se sintió tan mal
como era de esperar en una niña a la que de pronto sacan de su ambiente
familiar y colocan en medio de una tierra extraña.
Mientras marchaba le sorprendió ver lo bonita que era aquella región. A los
costados del camino se extendían bien cuidadas cercas pintadas de celeste,
y más allá de ellas vio campos en los que abundaban los cereales y verduras.
Sin duda alguna, los Munchkins eran buenos labriegos y obtenían excelentes
cosechas. De tanto en tanto pasaba frente a alguna casa cuyos ocupantes
salían a mirarla y la saludaban con gran respeto, pues todos sabían
que era ella quien había destruido a la Bruja Maligna, salvándolos así de la
esclavitud. Las viviendas de los Munchkins eran muy extrañas, de forma
circular y con una gran cúpula por techo. Todas estaban pintadas de azul, el
color favorito de la región oriental.
Hacia el atardecer, cuando Dorothy sentíase ya cansada de tanto caminar y
empezaba a preguntarse dónde pasaría la noche, llegó a una casa algo más
grande que las otras, y en el jardincillo del frente vio a muchas personas que
danzaban. Cinco violinistas tocaban sus instrumentos con gran entusiasmo,
y todos los circunstantes reían y cantaban, mientras que una gran mesa cercana
mostrábase cargada de deliciosas frutas, nueces, pasteles, tortas y otras
viandas igualmente tentadoras.
Todos la saludaron con amabilidad y la invitaron a comer y pasar la noche
con ellos, pues aquella era la residencia de uno de los Munchkins más ricos
de la región, y sus amigos habíanse reunido allí para festejar su recién recuperada libertad.
La niña comió con muy buen apetito, siendo atendida personalmente por el
dueño de casa, que se llamaba Boq.
Después fue a sentarse en un sillón y observó bailar a los invitados.
–Tú debes ser una gran hechicera -dijo Boq al ver sus zapatos de plata.
–¿Por qué? -preguntó la niña.
–Porque calzas zapatos de plata y has matado a la Bruja Maligna. Además,
tienes algo de blanco en tu vestido, y sólo las brujas y hechiceras visten prendas blancas.
–Mi vestido es a cuadros azules y blancos -aclaró Dorothy, alisándose algunas arrugas.
–Eres bondadosa en ese detalle -dijo Boq-. El azul es el color de los
Munchkins, y el blanco el de las brujas. Por eso sabemos que eres una bruja buena.
Dorothy no supo qué decir, pues todos parecían creerla una bruja, y ella
sabía perfectamente bien que era sólo una niña común a la que un ciclón
había arrebatado para depositarla allí por pura casualidad.
Cuando ella se cansó de observar a los bailarines, Boq la condujo a la casa,
donde le destinó un bonito cuarto con una cama. Las sábanas eran de tela
celeste, y Dorothy durmió entre ellas hasta la mañana, con Toto acurrucado a sus pies.
Comió entonces un abundante desayuno y se entretuvo observando a un
diminuto niñito Munchkins que jugaba con Toto, le tiraba de la cola y reía a
más y mejor. Toto era algo muy curioso para toda aquella gente, que jamás
habían visto un perro hasta entonces.
–¿Queda muy lejos la Ciudad Esmeralda? -preguntó la niña.
–No lo sé; nunca he estado allá -repuso Boq con gravedad-. No conviene
que la gente se acerque a Oz, a menos que tenga algún asunto serio que
tratar con él. Pero la Ciudad Esmeralda está muy lejos y el viaje te llevará
muchos días, y aunque esta región es fértil y agradable, tendrás que pasar
por lugares feos y peligrosos antes de llegar al final de tu viaje.
Esto preocupó un tanto a Dorothy, pero comprendió que sólo el Gran Oz
podría ayudarla a volver a Kansas, de modo que tomó la valiente resolución de no volverse atrás.
Se despidió de sus amigos y de nuevo partió por el camino de ladrillos
amarillos. Cuando hubo andado varios kilómetros pensó que debía detenerse
a descansar, de modo que trepó a lo alto de la cerca que corría a la vera
del camino y allí se sentó. Más allá de la valla se extendía un gran sembrado
de maíz, y no muy lejos de donde se hallaba ella vio a un espantapájaros
colocado sobre un poste a fin de mantener alejadas a las aves que querían comerse el grano maduro.
Apoyando la barbilla en la mano, la niña miró con interés al espantapájaros,
observando que su cabeza era un saco pequeño relleno de paja, con ojos,
nariz y boca pintados para representar la cara. Un viejo sombrero cónico,
sin duda de algún Munchkin, descansaba sobre su cabeza, y el resto de su
figura lo constituía un traje azul claro, viejo y descolorido, al que también
habían rellenado de paja. Por pies tenía un par de viejas botas con adornos
celestes, tal como las que usaban todos los hombres de la región, y todo el
muñeco se elevaba por sobre el sembrado gracias al palo que le atravesaba la espalda.
Mientras Dorothy miraba con gran interés la extraña cara pintada del espantapájaros,
se sorprendió al ver que uno de los ojos le hacía un lento guiño.
Al principio creyó haberse equivocado, pues ningún espantapájaros de Kansas
puede hacer guiñadas, pero a poco el muñeco la saludó amistosamente
con un movimiento de cabeza. La niña descendió entonces de la cerca y fue
hacia él, mientras que Toto daba vueltas alrededor del poste ladrando sin cesar.
–Buenos días -dijo el Espantapájaros con voz algo ronca.
–¿Hablaste? -preguntó la niña, muy extrañada.
–Claro. ¿Cómo estás?
–Muy bien, gracias -repuso cortésmente Dorothy-. ¿Y cómo estás tú?
–No muy bien -sonrió el Espantapájaros-; es muy aburrido estar colgado
aquí noche y día para espantar a los pájaros. -¿No puedes bajar?
–No, porque tengo el poste metido en la espalda. Si me hicieras el favor de
sacar esta madera, te lo agradeceré muchísimo.
Dorothy levantó los brazos y retiró el muñeco del poste, pues, como estaba
relleno de paja, no pesaba casi nada.
–Muchísimas gracias -le agradeció el Espantapájaros cuando ella lo hubo
colocado sobre el suelo-. Me siento como un hombre nuevo.
La niña estaba intrigada; le parecía muy raro oír hablar a un muñeco de paja
y verlo moverse y caminar a su lado.
–¿Quién eres? -preguntó el Espantapájaros una vez que se hubo desperezado a gusto-. ¿Y hacia dónde vas?
–Me llamo Dorothy y voy a la Ciudad Esmeralda para pedir al Gran Oz que me mande de regreso a Kansas.
–¿Dónde está la Ciudad Esmeralda? -inquirió él-. ¿Y quién es Oz?
–¿Cómo? ¿No lo sabes?
–De veras que no. No sé nada. Como ves, estoy relleno de paja, de modo
que no tengo sesos -manifestó él en tono apenado.
–¡Oh! Lo siento por ti.
–¿Te parece que si voy contigo a la Ciudad Esmeralda, ese Oz me dará un cerebro? -preguntó él.
–No lo sé, pero puedes venir conmigo si quieres. Si Oz no te da un cerebro,
no estarás peor de lo que estás ahora.
–Eso es verdad -asintió el muñeco, y en tono confidencial continuó-: Te
diré, no me molesta tener el cuerpo relleno de paja, porque así no me hago
daño con nada. Si alguien me pisa los pies o me clava un alfiler en el pecho,
no tiene importancia porque no lo siento; pero no quiero que la gente me
tome por tonto, y si mi cabeza sigue rellena de paja en lugar de tener sesos,
como los tienes tú, ¿cómo voy a saber nunca nada?
–Te comprendo perfectamente -asintió la niña, que realmente lo compadecía-.
Si me acompañas, pediré a Oz que haga lo que pueda por ti.
–Gracias.
Ambos marcharon hacia el camino, Dorothy le ayudó a saltar la cerca y juntos
echaron a andar por la carretera amarilla en dirección a la Ciudad Esmeralda.
Al principio, a Toto no le agradó el nuevo acompañante. Dio vueltas alrededor
del muñeco sin dejar de husmearlo como si sospechara que entre la paja
había varios nidos de ratones, y a menudo gruñía de manera muy poco amistosa.
–No le hagas caso a Toto -dijo Dorothy a su nuevo amigo-. Nunca muerde.
–No tengo miedo -fue la respuesta-. A la paja no le puede hacer daño. Ahora
permite que te lleve la cesta; no me molestará, pues nunca me canso. -Y
mientras continuaban la marcha agregó-: Te confiaré un secreto: hay una
sola cosa a la que temo en el mundo.
–¿Y qué puede ser? -preguntó Dorothy-. ¿Es el granjero Munchkin que te hizo?
–No -reposo el Espantapájaros-. Sólo le temo al fuego.