El maravilloso mago de Oz – Lyman Frank Baum
EL LEÑADOR DE HOJALATA
Cuando despertó Dorothy, el sol filtraba su luz por entre los árboles y Toto
hacía rato que correteaba persiguiendo a los pajaritos del bosque. El Espantapájaros,
por su parte, se hallaba de pie en el rincón, esperándola pacientemente.
–Tenemos que ir a buscar agua -le dijo ella.
–¿Para qué la quieres?
–Para lavarme la caray para beber, a fin de que este pan seco no se me atasque en la garganta.
–Debe ser molesto estar hecho de carne -comentó él en tono meditativo-,
pues tienes que dormir, comer y beber. Claro que, por otra parte, tienes
cerebro, y eso compensa todos los otros inconvenientes.
Salieron de la casita y marcharon por entre los árboles hasta hallar un manantial
de agua dulce donde Dorothy pudo beber y asearse, luego de lo cual
comió su desayuno. Al ver que no le quedaba mucho pan en la cesta, se alegró
de que el Espantapájaros no tuviera necesidad de comer, ya que apenas
tenía lo suficiente para ella y para Toto, y sólo para un día.
Cuando hubo terminado de comer y se disponía a regresar al camino amarillo,
la sobresaltó un profundo gemido que se oyó muy cerca.
–¿Qué fue eso? -preguntó en voz baja.
–No lo sé -repuso el Espantapájaros-, pero podemos ir a ver.
En ese momento oyeron otro gemido, procedente de algún lugar a sus espaldas.
Girando sobre sus talones, se internaron unos pasos en el bosque y
Dorothy descubrió entonces algo que brillaba a los rayos del sol. Corrió en
seguida hacia el lugar y se detuvo de pronto lanzando un grito de sorpresa.
Uno de los árboles tenía el tronco casi enteramente cortado a hachazos, y de
pie a su lado, con un hacha en sus manos levantadas, se hallaba un hombre
hecho por completo de hojalata. La cabeza, los brazos y las piernas se unían
al cuerpo por medio de juntas articuladas, pero la figura estaba perfectamente
quieta, como si no pudiera moverse en absoluto.
Dorothy lo contempló asombrada, lo mismo que el Espantapájaros, mientras
que Toto lanzaba un ladrido y mordía una de las piernas de hojalata sin causar el menor efecto en ella.
–¿Gemiste tú? -preguntó la niña.
–Sí -repuso el hombre de hojalata-. He estado gimiendo por más de un año,
y hasta ahora no me había oído nadie.
–¿Qué puedo hacer por ti? -murmuró Dorothy, muy conmovida ante el tono
dolorido con que hablaba el hombre.
–Ve a buscar una lata de aceite y lubrícame las coyunturas -pidió él-. Están
tan oxidadas que no puedo moverlas. Si me las aceitan, en seguida mejorará.
Hallarás la aceitera en un estante de mi casita.
Dorothy corrió en seguida hacia la casita donde había pasado la noche, halló
la lata de aceite y volvió con ella a toda prisa.
–¿Dónde tienes las coyunturas? -preguntó.
–Acéitame primero el cuello -respondió el Leñador de Hojalata.
Así lo hizo la niña, y como estaba muy oxidado, el Espantapájaros asió la
cabeza de hojalata y la movió de un lado a otro hasta que la hubo aflojado y su dueño pudo hacerla girar.
–Ahora acéitame las articulaciones de los brazos- pidió el Leñador.
Así lo hizo Dorothy, y el Espantapájaros los dobló con gran cuidado hasta
que quedaron libres de herrumbre y tan buenos como nuevos.
El Leñador lanzó un suspiro de satisfacción mientras bajaba su hacha y la apoyaba contra el árbol.
–¡Qué bien me siento! -dijo-. He estado sosteniendo el hacha desde que me
oxidé y en verdad que me alegro de poder dejarla. Ahora, si me aceitan las
articulaciones de las piernas, estaré completamente bien.
Le aceitaron las piernas hasta que pudo moverlas con entera libertad sin dejar
de darles las gracias una y otra vez por su liberación, pues parecía ser un
personaje muy cortés y agradecido.
–Me hubiera quedado allí para siempre si no hubiesen venido ustedes -expresó-,
así que en realidad me han salvado la vida. ¿Cómo es que pasaron por aquí?
–Vamos de camino hacia la Ciudad Esmeralda para ver al Gran Oz-contestó
la niña-, y nos detuvimos en tu casita a pasar la noche.
–¿Para qué quieren ver a Oz?
–Yo deseo que me envíe de regreso a Kansas, y el Espantapájaros va a pedirle que le dé un cerebro.
El Leñador pareció meditar un momento. Luego dijo: -¿Te parece que Oz podría darme un corazón?
–Supongo que sí -contestó Dorothy-. Sería tan fácil como darle un cerebro al Espantapájaros.
–Es cierto -concordó el Leñador de Hojalata-. Entonces, si me permiten
unirme a ustedes, yo también iré a la Ciudad Esmeralda para pedir a Oz que me ayude.
–Acompáñanos -le invitó cordialmente el Espantapájaros, y Dorothy agregó
que le encantaría tenerlo por compañero.
Así, pues, el Leñador se echó al hombro su hacha y los tres marcharon por
el bosque hasta llegar al camino pavimentado con ladrillos amarillos.
El Leñador había pedido a Dorothy que llevara la aceitera en su cesta.
–Porque la voy a necesitar mucho si me sorprende la lluvia y vuelvo a oxidarme -explicó.
Fue una suerte que se les hubiera unido el Leñador, ya que poco después de
reanudar el viaje llegaron a un sitio donde los árboles y las ramas crecían
con tal profusión sobre el camino que los viajeros no pudieron pasar. Pero
el Leñador se puso a trabajar con su hacha de manera tan empeñosa que
muy pronto abrió un paso para todos ellos.
Dorothy iba tan distraída mientras marchaban que no se dio cuenta cuando
el Espantapájaros tropezó con un hoyo y cayó rodando a un costado del
camino mientras gritaba pidiendo que lo ayudaran.
–¿Por qué no esquivaste el hoyo? -le preguntó el Leñador. -Me falta inteligencia
-fue la alegre respuesta-. Tengo la cabeza llena de paja, ¿sabes?, y
es por eso que voy a ver a Oz para que me dé un cerebro.
–¡Ah!, ya entiendo. Pero, al fin y al cabo, un cerebro no es lo mejor que hay en el mundo.
–¿Tú lo tienes?
–No, mi cabeza está enteramente vacía -contestó el Leñador-. Pero en un
tiempo tuve cerebro, y también corazón, y, como he tenido ambos, prefiero el corazón.
–¿Y eso por qué? -quiso saber el Espantapájaros.
–Te contaré mi historia y entonces lo sabrás.
Y mientras marchaban por el bosque, el Leñador relató la siguiente historia:
–Soy hijo de un leñador que cortaba los árboles del bosque y vendía la
madera. Cuando crecí, yo también me hice leñador, y después de morir mi
padre me hice cargo de mi anciana madre hasta que la perdí. Entonces resolví
que, en lugar de vivir solo, me casaría a fin de estar acompañado.
«Había una joven Munchkin tan hermosa que pronto me enamoré de ella
con todo mi corazón. Por su parte ella prometió casarse conmigo no bien
ganara yo lo suficiente para construir una casa mejor para ella. Para lograrlo,
me puse a trabajar con más ahínco que antes. Pero la muchacha vivía
con una vieja que no deseaba que se casara con nadie, pues era tan holgazana
que la necesitaba para los quehaceres domésticos. Esta vieja fue a
ver a la Maligna Bruja del Oriente y le prometió dos ovejas y una vaca si
evitaba el casamiento. La Bruja hechizó entonces mi hacha, y un día en que
estaba yo trabajando a más y mejor, deseoso de ganar dinero pronto para
casarme, el hacha se resbaló de mis manos y me cercenó la pierna izquierda.
«Al principio me pareció esto una gran desgracia, pues comprendí que un
cojo no sería muy buen leñador. Entonces fui a ver al hojalatero y me hice
hacer una pierna de hojalata, la que me sirvió bastante bien una vez que me
hube acostumbrado a ella. Pero mi proceder enfureció a la Bruja, que había
prometido a la vieja que yo no me casaría con la bonita niña Munchkin.
Cuando fui otra vez a trabajar, el hacha se me escapó de nuevo y me cortó
la pierna derecha. Otra vez fui a ver al hojalatero y obtuve otra pierna de
hojalata. Después de esto el hacha hechizada me cortó los brazos, pero, sin
amilanarme en lo más mínimo, los reemplacé por otros de hojalata. Entonces
la Bruja Maligna hizo que el hacha se deslizara nuevamente y me
cortara la cabeza, y en el primer momento creí que allí terminaría mi vida;
pero el hojalatero pasó entonces por casualidad y me hizo una cabeza nueva con hojalata.
«Creí que va había vencido a la Bruja Maligna, y trabajé con más entusiasmo
que antes, pero poco imaginaba lo cruel, que podía ser mi enemiga. Ideó
un nuevo método para matar mi amor por la hermosa niña Munchkin e hizo
deslizar otra vez mi hacha de modo que me cortara todo el cuerpo, dividiéndome
en dos. De nuevo apareció el hojalatero, quien me hizo un cuerpo de
hojalata, asegurando a él mis brazos, piernas y cabeza por medio de articulaciones,
de modo que pude moverme tan bien como siempre. Pero, ¡ay!,
ahora no tenía corazón, de modo que olvidé mi amor por la joven Munchkin
y ya no me importó si me casaba con ella o no. Supongo que todavía sigue
viviendo con la vieja y esperando que yo vaya a buscarla.
«Mi cuerpo brillaba tanto al sol que me sentí orgulloso de él, y ahora no importaba
que se me deslizara el hacha, porque ya no podía cortarme. El único
peligro era que se me oxidaran las articulaciones. Pero en mi casita tenía a
mano una lata de aceite y siempre me lubricaba cuando era necesario hacerlo.
Sin embargo, llegó un día en que me olvidé de este detalle y me sorprendió
una lluvia. Antes de darme cuenta plena del peligro, mis articulaciones
se habían herrumbrado y quedé de pie en el bosque hasta que llegaron
ustedes a ayudarme. Fue terrible mi sufrimiento, pero durante el año
que pasé allí tuve tiempo para pensar que la pérdida más grande que había
soportado era la carencia de corazón. Mientras estaba enamorado fui el
hombre más feliz de la tierra; pero el que no tiene corazón no puede amar, y
por eso decidí ir a pedir a Oz que me dé uno. Si lo hace, volveré a buscar a
la niña Munchkin y me casaré con ella».
Tanto Dorothy como el Espantapájaros habían escuchado con gran interés el
relato del Leñador, y ahora comprendían por qué estaba tan deseoso de
obtener un nuevo corazón.
–Sin embargo -dijo el Espantapájaros-, yo pediré un cerebro en vez de un
corazón, pues un tonto sin sesos no sabría qué hacer con su corazón si lo tuviera.
–Yo prefiero el corazón -replicó el Leñador-, porque el cerebro no lo hace a
uno feliz, y la felicidad es lo mejor que hay en el mundo.
Dorothy guardó silencio; ignoraba cuál de sus dos amigos tenía la razón, y
se dijo que si sólo podía regresar al lado de su tía Em, poco importaría que
el Leñador no tuviera cerebro y el Espantapájaros careciera de corazón, o
que cada uno obtuviera lo que deseaba.
Lo que más la preocupaba era que ya quedaba muy poco pan, y una comida
más para ella y para Toto lo agotaría por completo. Claro que el Leñador y
el Espantapájaros no necesitaban alimento, pero ella no estaba hecha de hojalata
ni de paja, y no podía vivir sin comer.