El maravilloso mago de Oz – Lyman Frank Baum
EN BUSCA DEL GRAN OZ
Aquella noche se vieron obligados a acampar en medio del bosque, debajo
de un árbol gigantesco, pues no se veía vivienda alguna por los alrededores.
El árbol los protegió muy bien del rocío, y el Leñador cortó una buena cantidad
de madera con su hacha, mientras que Dorothy hizo una espléndida
fogata que la calentó bastante, haciéndola sentirse menos sola. Ella y Toto
comieron los últimos restos del pan, y la niña se dio cuenta ahora de que no habría desayuno para ellos.
–Si quieres, me adentraré en el bosque y mataré un ciervo para ti -ofreció
el León-. Puedes asarlo con este fuego, ya que tienes esa costumbre tan rara
de cocinar las viandas, y así tendrás un buen desayuno por la mañana.
–¡No! ¡Por favor, no! -rogó el Leñador -. Seguro que me pondría a llorar si
mataras a un pobre ciervo, y entonces se me oxidaría de nuevo la mandíbula.
Pero el León se internó en el bosque a buscar su propia cena, y nadie supo
nunca qué comió esa noche, porque no lo dijo. Y el Espantapájaros halló un
árbol lleno de nueces que puso en la cesta de Dorothy a fin de que no pasara
hambre por un largo tiempo. A la niña le agradó mucho esta atención tan
bondadosa del Espantapájaros, aunque rió a más y mejor al ver su torpe
manera de recoger las nueces. Sus manos rellenas eran tan poco ágiles y las
nueces tan pequeñas que dejó caer tantas como tantas puso en la cesta; pero
al Espantapájaros no le preocupó el tiempo que le llevara llenar el recipiente,
ya que esto lo mantenía alejado del fuego, pues la verdad es que temía
que saltara una chispa y lo consumiera por completo. Por ello se mantuvo a
buena distancia de las llamas, y sólo se acercó a Dorothy para cubrirla con
hojas secas cuando la niña se acostó a dormir, lo cual la mantuvo abrigada y cómoda hasta la mañana.
Al amanecer, Dorothy se lavó la cara con el agua de un arroyo cantarino y
poco después partieron de nuevo hacia la Ciudad Esmeralda.
El día iba a ser muy ajetreado para los viajeros. No habían caminado más de
una hora cuando vieron ante ellos una gran zanja que cruzaba el camino y
parecía dividir el bosque en dos partes hasta donde la vista alcanzaba. Era
muy ancha y cuando se acercaron cautelosamente hasta el borde, observaron
su gran profundidad y las numerosas piedras afiladas que salpicaban
el fondo. Sus costados eran tan empinados que ninguno de ellos podría
deslizarse hasta abajo o subir de nuevo por la parte opuesta, y por el momento
pareció que allí iba a terminar el viaje.
–¿Qué hacemos ahora? -suspiró Dorothy.
–No tengo la menor idea -dijo el Leñador, mientras que el León agitaba su
melenuda cabeza y parecía sumirse en profundas meditaciones.
–Es seguro que no podemos volar -dijo por su parte el Espantapájaros-.
Tampoco podemos bajar al fondo de este zanjón tan profundo. Por lo tanto,
si no podemos saltarlo, tendremos que quedamos donde estamos.
–Yo creo que puedo saltarlo -expresó el León Cobarde luego de medir la distancia con la mirada.
–Entonces estamos salvados -aprobó el Espantapájaros-; tú puedes llevarnos
sobre tu lomo a todos nosotros, por una vez.
–Bien, lo intentaré -asintió el León-. ¿Quién irá primero?
–Yo -se ofreció el hombre de paja-, porque si no lograras salvar esa distancia,
Dorothy podría matarse o el Leñador se abollaría todo contra las
piedras de abajo; pero si me llevas a mí eso no importaría mucho, ya que la
caída no me haría daño alguno.
–Yo mismo tengo un miedo terrible de caer -confesó el felino-. Pero supongo
que no queda otra alternativa que intentarlo, así que monta sobre mi lomo y haremos la prueba.
El Espantapájaros se instaló sobre el lomo del León, y la enorme fiera fue
hasta el borde del barranco y se agazapó.
–¿Por qué no tomas impulso para saltar? -preguntó el hombre de paja.
–Porque los leones no lo hacemos así -fue la respuesta.
Después dio un tremendo envión, voló por el aire y fue a posarse con gran
suavidad en el otro lado del zanjón. Todos se sintieron encantados de ver la
facilidad con que lo había hecho, y después que el Espantapájaros se apeó
de su lomo, el León volvió a saltar sobre la fisura.
Como decidió ser la próxima, Dorothy tomó a Toto en sus brazos y se instaló
sobre el lomo del León, agarrándose fuertemente de la melena con una
mano. Un momento después le pareció como si volaran por el aire, y luego,
antes de darse cuenta de nada más, ya estaban a salvo en el otro lado. El
León volvió por tercera vez para trasladar al Leñador, y después se sentaron
un rato a fin de dejar descansar a la fiera, pues sus grandes saltos habíanle
cortado el aliento y jadeaba como un enorme perro que hubiera corrido demasiado.
De ese otro lado el bosque se presentaba muy tupido, oscuro y bastante
lúgubre. Después que el León hubo descansado, continuaron su marcha por
el camino amarillo preguntándose cada uno de ellos si alguna vez saldrían
de aquella espesura para volver a ver la luz del sol. Para colmo de males,
empezaron a oír ciertos ruidos misteriosos procedentes de lo profundo del
bosque, y el León les susurró que era en aquella región donde vivían los Kalidahs.
–¿Qué son los Kalidahs? -preguntó Dorothy.
–Unas fieras monstruosas con cuerpos de osos y cabezas de tigres -contestó
el León-. Sus garras son tan largas y filosas que podrían abrirme en dos con
tanta facilidad como podría yo matar a Toto. Les tengo un miedo terrible a los Kalidahs.
–Y no me extraña -dijo Dorothy-. Deben ser bestias horribles.
El León estaba por contestar cuando llegaron a otro barranco, pero éste era
tan ancho y profundo que el felino comprendió al instante que no podría salvarlo de un salto.
Se sentaron entonces a pensar en lo que podrían hacer, y luego de mucho meditar dijo el Espantapájaros:
–Allí hay un árbol muy alto que crece a un costado del abismo. Si el
Leñador puede cortarlo de manera que su parte superior caiga del otro lado, podría servirnos de puente.
–¡Espléndida idea! -aprobó el León-. Casi sospecharía que tienes sesos en la cabeza en lugar de paja.
El Leñador puso manos a la obra sin perder tiempo, y tan filosa era su hacha
que no tardó en cortar casi todo el tronco. El León apoyó entonces sus
fuertes garras contra el árbol y empujó con gran energía, logrando inclinar
poco a poco al gigante del bosque y hacerlo caer ruidosamente hacia el otro
lado del barranco, donde quedó apoyada su copa.
Habían empezado a cruzar por este puente improvisado cuando oyeron un
tremendo gruñido que les hizo volverse y, para su gran horror, vieron dos
bestias enormes con cuerpo de oso y cabeza de tigre.
–¡Son los Kalidahs! -exclamó el León Cobarde, empezando a temblar.
–¡Rápido! -les urgió el Espantapájaros-. Terminemos de cruzar.
Dorothy marchó adelante, con Toto en sus brazos, seguida por el Leñador y,
luego, por el Espantapájaros. Aunque tenía mucho miedo, el León se volvió
para enfrentar a los Kalidahs, y entonces lanzó un rugido tan terrible y ensordecedor
que Dorothy dejó escapar un grito y el Espantapájaros cayó hacia
atrás, mientras que aquellas bestias espantosas se detuvieron y miraron sorprendidas al felino.
Pero al darse cuenta de que eran más grandes que el León y, por añadidura,
llevaban la ventaja del número, los Kalidahs reanudaron su avance. Por su
parte, el León cruzó por el árbol y volvióse para ver qué hacían sus enemigos.
Sin detenerse un instante, las terribles fieras empezaron a cruzar también.
Estamos perdidos -dijo el León a Dorothy-. Seguro que nos harán pedazos
con esas garras que tienen. Pero quédate detrás de mí y te defenderé de ellas mientras me dure la vida.
–¡Espera un momento! -intervino el Espantapájaros.
El hombre de paja había estado pensando qué convendría hacer, y ahora
pidió al Leñador que cortara la parte del árbol que reposaba sobre ese lado
del barranco. El Leñador empezó a usar su hacha sin demora y, cuando los
dos Kalidahs estaban a punto de llegar a ellos, el árbol cayó estrepitosamente
al fondo, llevándose consigo a las dos rugientes fieras, las que se
hicieron pedazos al dar contra las filosas rocas de abajo.
–Bueno -suspiró aliviado el León Cobarde-. Veo que vamos a vivir un poco
más, y me alegro de ello, porque debe ser muy incómodo eso de no estar
vivo. Esos animales me asustaron tanto que todavía me salta el corazón en el pecho.
–¡Ah! -exclamó apenado el Leñador-. ¡Ojalá tuviera yo un corazón que me saltara en el pecho!
Esta última aventura hizo que los viajeros se sintieran más ansiosos que
antes por salir del bosque, y marcharon con tanta rapidez que Dorothy se
cansó y tuvo que cabalgar sobre el lomo del León. Para gran alegría de todos,
los árboles se fueron tornando cada vez más escasos a medida que
avanzaban, y en la tarde llegaron de pronto a la orilla de un ancho río de
corriente muy rápida. Del otro lado del agua pudieron ver el camino amarillo
que se extendía por una hermosa región de verdes praderas salpicadas de
flores y llenas de árboles cargados de frutos deliciosos. Grande fue la alegría
de todos al contemplar tanta belleza.
–¿Cómo cruzaremos el río? -preguntó Dorothy.
–Muy fácil -respondió el Espantapájaros-. El Leñador nos construirá una
balsa para que lleguemos a la otra orilla.
El hombre de hojalata tomó su hacha y se puso a derribar algunos árboles
pequeños con los cuales construir la balsa, y mientras él se ocupaba de esto,
el Espantapájaros descubrió en la orilla un árbol cargado de sabrosos frutos,
lo cual complació mucho a Dorothy, que no había comido más que nueces
durante todo el día, y ahora tuvo un buen almuerzo de fruta madura.
Pero lleva mucho tiempo hacer una balsa, aun cuando uno es tan trabajador
e incansable como el Leñador de Hojalata, y al llegar la noche todavía no
estaba terminado el trabajo. Por consiguiente, buscaron un lugar cómodo
bajo un árbol donde pasaron la noche, y Dorothy soñó con la Ciudad Esmeralda
y con el buen Mago de Oz que muy pronto la mandaría de regreso al hogar.