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Capítulo 1

El retrato de Dorian Gray – Óscar Wilde

El intenso perfume de las rosas embalsamaba el estudio y, cuando la ligera
brisa agitaba los árboles del jardín, entraba, por la puerta abierta, un intenso
olor a lilas o el aroma más delicado de las flores rosadas de los espinos.
Lord Henry Wotton, que había consumido ya, según su costumbre, innumerables
cigarrillos, vislumbraba, desde el extremo del sofá donde estaba
tumbado -tapizado al estilo de las alfombras persas-, el resplandor de las
floraciones de un codeso, de dulzura y color de miel, cuyas ramas estremecidas
apenas parecían capaces de soportar el peso de una belleza tan deslumbrante
como la suya; y, de cuando en cuando, las sombras fantásticas de
pájaros en vuelo se deslizaban sobre las largas cortinas de seda india colgadas
delante de las inmensas ventanas, produciendo algo así como un efecto
japonés, lo que le hacía pensar en los pintores de Tokyo, de rostros tan pálidos
como el jade, que, por medio de un arte necesariamente inmóvil, tratan
de transmitir la sensación de velocidad y de movimiento. El zumbido obstinado
de las abejas, abriéndose camino entre el alto césped sin segar, o dando
vueltas con monótona insistencia en torno a los polvorientos cuernos dorados
de las desordenadas madreselvas, parecían hacer más opresiva la
quietud, mientras los ruidos confusos de Londres eran como las notas graves de un órgano lejano.
En el centro de la pieza, sobre un caballete recto, descansaba el retrato de
cuerpo entero de un joven de extraordinaria belleza; y, delante, a cierta distancia,
estaba sentado el artista en persona, el Basil Hallward cuya repentina
desaparición, hace algunos años, tanto conmoviera a la sociedad y diera origen a tan extrañas suposiciones.
Al contemplar la figura apuesta y elegante que con tanta habilidad había
reflejado gracias a su arte, una sonrisa de satisfacción, que quizá hubiera
podido prolongarse, iluminó su rostro. Pero el artista se incorporó bruscamente
y, cerrando los ojos, se cubrió los párpados con los dedos, como si
tratara de aprisionar en su cerebro algún extraño sueño del que temiese despertar.
-Es tu mejor obra, Basil -dijo lord Henry con entonación lánguida-, lo
mejor que has hecho. No dejes de mandarla el año que viene a la galería
Grosvenor. La Academia es demasiado grande y demasiado vulgar. Cada
vez que voy allí, o hay tanta gente que no puedo ver los cuadros, lo que es
horrible, o hay tantos cuadros que no puedo ver a la gente, lo que todavía es
peor. La galería Grosvenor es el sitio indicado.
-No creo que lo mande a ningún sitio -respondió el artista, echando la cabeza
hacia atrás de la curiosa manera que siempre hacía reír a sus amigos de
Oxford-. No; no mandaré el retrato a ningún sitio.
Lord Henry alzó las cejas y lo miró con asombro a través de las delgadas
volutas de humo que, al salir de su cigarrillo con mezcla de opio, se retorcían
adoptando extrañas formas.
-¿No lo vas a enviar a ningún sitio? ¿Por qué, mi querido amigo? ¿Qué
razón podrías aducir? ¿Por qué sois unas gentes tan raras los pintores? Hacéis
cualquier cosa para ganaros una reputación, pero, tan pronto como la
tenéis, se diría que os sobra. Es una tontería, porque en el mundo sólo hay
algo peor que ser la persona de la que se habla y es ser alguien de quien no
se habla. Un retrato como ése te colocaría muy por encima de todos los pintores
ingleses jóvenes y despertaría los celos de los viejos, si es que los viejos
son aún susceptibles de emociones.
-Sé que te vas a reír de mí -replicó Hallward-, pero no me es posible exponer
ese retrato. He puesto en él demasiado de mí mismo.
Lord Henry, estirándose sobre el sofá, dejó escapar una carcajada.
-Sí, Harry, sabía que te ibas a reír, pero, de todos modos, no es más que la verdad.
-¡Demasiado de ti mismo! A fe mía, Basil, no sabía que fueras tan vanidoso;
no advierto la menor semejanza entre ti, con tus facciones bien marcadas
y un poco duras y tu pelo negro como el carbón, y ese joven adonis,
que parece estar hecho de marfil y pétalos de rosa. Vamos, mi querido Basil,
ese muchacho es un narciso, y tú…, bueno, tienes, por supuesto, un aire intelectual
y todo eso. Pero la belleza, la belleza auténtica, termina donde empieza
el aire intelectual. El intelecto es, por sí mismo, un modo de exageración,
y destruye la armonía de cualquier rostro. En el momento en que alguien
se sienta a pensar, todo él se convierte en nariz o en frente o en algo
espantoso. Repara en quienes triunfan en cualquier profesión docta. Son absolutamente
imposibles. Con la excepción, por supuesto, de la Iglesia. Pero
sucede que en la Iglesia no se piensa. Un obispo sigue diciendo a los ochenta
años lo que a los dieciocho le contaron que tenía que decir, y la consecuencia
lógica es que siempre tiene un aspecto delicioso. Tu misterioso joven
amigo, cuyo nombre nunca me has revelado, pero cuyo retrato me fascina
de verdad, nunca piensa. Estoy completamente seguro de ello. Es una
hermosa criatura, descerebrada, que debería estar siempre aquí en invierno,
cuando no tenemos flores que mirar, y también en verano, cuando buscamos
algo que nos enfríe la inteligencia. No te hagas ilusiones, Basil: no eres en absoluto como él.
-No me entiendes, Harry -respondió el artista-. No soy como él, por supuesto.
Lo sé perfectamente. De hecho, lamentaría parecerme a él. ¿Te encoges
de hombros? Te digo la verdad. Hay un destino adverso ligado a la
superioridad corporal o intelectual, el destino adverso que persigue por toda
la historia los pasos vacilantes de los reyes. Es mucho mejor no ser diferente
de la mayoría. Los feos y los estúpidos son quienes mejor lo pasan en el
mundo. Se pueden sentar a sus anchas y ver la función con la boca abierta.
Aunque no sepan nada de triunfar, se ahorran al menos los desengaños de la
derrota. Viven como todos deberíamos vivir, tranquilos, despreocupados,
impasibles. Ni provocan la ruina de otros, ni la reciben de manos ajenas. Tu
situación social y tu riqueza, Harry; mi cerebro, el que sea; mi arte, cualquiera
que sea su valor; la apostura de Dorian Gray: todos vamos a sufrir
por lo que los dioses nos han dado, y a sufrir terriblemente.
-¿Dorian Gray? ¿Es así como se llama? -preguntó lord Henry, atravesando
el estudio en dirección a Basil Hallward.
-Sí; así es como se llama. No tenía intención de decírtelo.
-Pero, ¿por qué no?
-No te lo puedo explicar. Cuando alguien me gusta muchísimo nunca le
digo su nombre a nadie. Es como entregar una parte de esa persona. Con el
tiempo he llegado a amar el secreto. Parece ser lo único capaz de hacer misteriosa
o maravillosa la vida moderna. Basta esconder la cosa más corriente
para hacerla deliciosa. Cuando ahora me marcho de Londres, nunca le digo
a mi gente adónde voy. Si lo hiciera, dejaría de resultarme placentero. Es
una costumbre tonta, lo reconozco, pero por alguna razón parece dotar de
romanticismo a la vida. Imagino que te resulto terriblemente ridículo, ¿no es cierto?
-En absoluto -respondió lord Henry-; nada de eso, mi querido Basil. Pareces
olvidar que estoy casado, y el único encanto del matrimonio es que exige
de ambas partes practicar asiduamente el engaño. Nunca sé dónde está
mi esposa, y mi esposa nunca sabe lo que yo hago. Cuando coincidimos,
cosa que sucede a veces, porque salimos juntos a cenar o vamos a casa del
Duque, nos contamos con tremenda seriedad las historias más absurdas sobre
nuestras respectivas actividades. Mi mujer lo hace muy bien; mucho
mejor que yo, de hecho. Nunca se equivoca en cuestión de fechas y yo lo
hago siempre. Pero cuando me descubre, no se enfada. A veces me gustaría
que lo hiciera, pero se limita a reírse de mí.
-No me gusta nada cómo hablas de tu vida de casado, Harry -dijo Basil
Hallward, dirigiéndose hacia la puerta que llevaba al jardín-. Creo que eres
en realidad un marido excelente, pero que te avergüenzas de tus virtudes.
Eres una persona extraordinaria. Nunca das lecciones de moralidad y nunca
haces nada malo. Tu cinismo no es más que afectación.
-La naturalidad también es afectación, y la más irritante que conozco –
exclamó lord Henry, echándose a reír.
Los dos jóvenes salieron juntos al jardín, acomodándose en un amplio
banco de bambú colocado a la sombra de un laurel. La luz del sol resbalaba
sobre las hojas enceradas. Sobre la hierba temblaban margaritas blancas.
Después de un silencio, lord Henry sacó su reloj de bolsillo.
-Mucho me temo que he de marcharme, Basil -murmuró-, pero antes de
irme, insisto en que me respondas a la pregunta que te he hecho hace un rato.
-¿Cuál era? -dijo el pintor, sin levantar los ojos del suelo.
-Lo sabes perfectamente. -No lo sé, Harry.
-Bueno, pues te lo diré. Quiero que me expliques por qué no vas a exponer
el retrato de Dorian Gray. Quiero la verdadera razón.
-Te la he dado.
-No, no lo has hecho. Me has dicho que hay demasiado de ti en ese retrato.
Y eso es una chiquillada. -Harry-dijo Basil Hallward, mirándolo directamente
a los ojos-, todo retrato que se pinta de corazón es un retrato del artista,
no de la persona que posa. El modelo no es más que un accidente, la
ocasión. No es a él a quien revela el pintor; es más bien el pintor quien, sobre
el lienzo coloreado, se revela. La razón de que no exponga el cuadro es
que tengo miedo de haber mostrado el secreto de mi alma.
Lord Henry rió.

-Y, ¿cuál es …? -preguntó.
-Te lo voy a decir -respondió Hallward; pero lo que apareció en su rostro
fue una expresión de perplejidad. -Soy todo oídos, Basil -insistió su acompañante,
mirándolo de reojo.
-En realidad es muy poco lo que hay que contar, Harry -respondió el pintor-,
y mucho me temo que apenas lo entenderías. Quizá tampoco te lo creas.
Lord Henry sonrió y, agachándose, arrancó de entre el césped una margarita
de pétalos rosados y se puso a examinarla.
-Estoy seguro de que lo entenderé -replicó, contemplando fijamente el
pequeño disco dorado con plumas blancas-; y en cuanto a creer cosas, me
puedo creer cualquiera con tal de que sea totalmente increíble.
El aire arrancó algunas flores de los árboles, y las pesadas floraciones de
lilas, con sus pléyades de estrellas, se balancearon lánguidamente. Un saltamontes
empezó a cantar junto a la valla, y una libélula, larga y delgada
como un hilo azul, pasó flotando sobre sus alas de gasa marrón. Lord Henry
tuvo la impresión de oír los latidos del corazón de Basil Hallward, y se preguntó
qué iba a suceder.
-Es una historia muy sencilla -dijo el pintor después de algún tiempo-.
Hace dos meses asistí a una de esas fiestas de lady Brandon a las que va
tanta gente. Ya sabes que nosotros, los pobres artistas, tenemos que aparecer
en sociedad de cuando en cuando para recordar al público que no somos
salvajes. Vestidos de etiqueta y con corbata blanca, como una vez me dijiste,
cualquiera, hasta un corredor de Bolsa, puede ganarse reputación de civilizado.
Bien; cuando llevaba unos diez minutos en el salón, charlando con
imponentes viudas demasiado enjoyadas y tediosos académicos, noté de
pronto que alguien me miraba. Al darme la vuelta vi a Dorian Gray por vez
primera. Cuando nuestros ojos se encontraron, me noté palidecer. Una extraña
sensación de terror se apoderó de mí. Supe que tenía delante a alguien
con una personalidad tan fascinante que, si yo se lo permitía, iba a absorber
toda mi existencia, el alma entera, incluso mi arte. Yo no deseaba ninguna
influencia exterior en mi vida. Tú sabes perfectamente lo independiente que
soy por naturaleza. Siempre he hecho lo que he querido; al menos, hasta
que conocí a Dorian Gray. Luego…, aunque no sé cómo explicártelo. Algo
parecía decirme que me encontraba al borde de una crisis terrible. Tenía la
extraña sensación de que el Destino me reservaba exquisitas alegrías y terribles
sufrimientos. Me asusté y me di la vuelta para abandonar el salón. No
fue la conciencia lo que me impulsó a hacerlo: más bien algo parecido a la
cobardía. No me atribuyo ningún mérito por haber tratado de escapar.
-Conciencia y cobardía son en realidad lo mismo, Basil. La conciencia es
la marca registrada de la empresa. Eso es todo.
-No lo creo, Harry, y me parece que tampoco lo crees tú. Fuera cual fuese
mi motivo, y quizá se tratara orgullo, porque he sido siempre muy orgulloso,
conseguí llegar a duras penas hasta la puerta. Pero allí, por supuesto, me
tropecé con lady Brandon. «¿No irá usted a marcharse tan pronto, señor Hallward?»,
me gritó. ¿Recuerdas la voz tan peculiarmente estridente que tiene?
-Sí; es un pavo real en todo menos en la belleza -dijo lord Henry, deshaciendo
la margarita con sus largos dedos nerviosos.
-No me pude librar de ella. Me presentó a altezas reales, a militares y
aristócratas, y a señoras mayores con gigantescas diademas y narices de
loro. Habló de mí como de su amigo más querido. Sólo había estado una
vez con ella, pero se le metió en la cabeza convertirme en la celebridad de
la velada. Creo que por entonces algún cuadro mío tuvo un gran éxito o al
menos se habló de él en los periódicos sensacionalistas, que son el criterio
de la inmoralidad del siglo XIX. De repente, me encontré cara a cara con el
joven cuya personalidad me había afectado de manera tan extraña. Estábamos
muy cerca, casi nos tocábamos. Nuestras miradas se cruzaron de nuevo.
Fue una imprudencia por mi parte, pero pedí a lady Brandon que nos
presentara. Quizá no fuese imprudencia, sino algo sencillamente inevitable.
Nos hubiésemos hablado sin necesidad de presentación. Estoy seguro de
ello. Dorian me lo confirmó después. También él sintió que estábamos destinados a conocernos.
-Y, ¿cómo describió lady Brandon a ese joven maravilloso? -preguntó su
amigo-. Sé que le gusta dar un rápido resumen de todos sus invitados. Recuerdo
que me llevó a conocer a un anciano caballero de rostro colorado,
cubierto con todas las condecoraciones imaginables, y me confió al oído, en
un trágico susurro que debieron oír perfectamente todos los presentes, los
detalles más asombrosos. Sencillamente huí. Prefiero desenmascarar a las
personas yo mismo. Pero lady Brandon trata a sus invitados exactamente
como un subastador trata a sus mercancías. O los explica completamente
del revés, o cuenta todo excepto lo que uno quiere saber.
-¡Pobre lady Brandon! ¡Eres muy duro con ella, Harry! -dijo Hallward lánguidamente.
-Mi querido amigo, esa buena señora trataba de fundar un salón, pero
sólo ha conseguido abrir un restaurante. ¿Cómo quieres que la admire?
Pero, dime, ¿qué te contó del señor Dorian Gray?
-Algo así como «muchacho encantador, su pobre madre y yo absolutamente
inseparables. He olvidado por completo a qué se dedica, me temo
que…, no hace nada… Sí, sí, toca el piano, ¿o es el violín, mi querido señor
Gray?» Ninguno de los dos pudimos evitar la risa, y nos hicimos amigos al instante.
-La risa no es un mal principio para una amistad y, desde luego, es la mejor
manera de terminarla -dijo el joven lord, arrancando otra margarita.
Hallward negó con la cabeza.
-No entiendes lo que es la amistad, Harry -murmuró-; ni tampoco la enemistad,
si vamos a eso. Te gusta todo el mundo; es decir, todo el mundo te deja indiferente.
-¡Qué horriblemente injusto eres conmigo! -exclamó lord Henry, echándose
el sombrero hacia atrás para mirar a las nubecillas que, como madejas
enmarañadas de brillante seda blanca, vagaban por la oquedad turquesa del
cielo veraniego-. Sí; horriblemente injusto. Ya lo creo que distingo entre la
gente. Elijo a mis amigos por su apostura, a mis conocidos por su buena
reputación y a mis enemigos por su inteligencia. No es posible excederse en
el cuidado al elegir a los enemigos. No tengo ni uno solo que sea estúpido.
Todos son personas de cierta talla intelectual y, en consecuencia, me aprecian.
¿Te parece demasiada vanidad por mi parte? Creo que lo es.
-Coincido en eso contigo. Pero según tus categorías yo no debo de ser
más que un conocido.
-Mi querido Basil: eres mucho más que un conocido. -Y mucho menos
que un amigo. Algo así como un hermano, ¿no es cierto?
-¡Ah, los hermanos! No me gustan los hermanos. Mi hermano mayor no
se muere, y los menores nunca hacen otra cosa.
-¡Harry! -exclamó Hallward, frunciendo el ceño.
-No hablo del todo en serio. Pero me es imposible no detestar a mi familia.
Imagino que se debe a que nadie soporta a las personas que tienen sus
mismos defectos. Entiendo perfectamente la indignación de la democracia
inglesa ante lo que llama los vicios de las clases altas. Las masas consideran
que embriaguez, estupidez e inmoralidad deben ser exclusivo patrimonio
suyo, y cuando alguno de nosotros se pone en ridículo nos ven como cazadores
furtivos en sus tierras. Cuando el pobre Southwark tuvo que presentarse
en el Tribunal de Divorcios, la indignación de las masas fue realmente
magnífica. Y, sin embargo, no creo que el diez por ciento del proletariado
viva correctamente.
-No estoy de acuerdo con una sola palabra de lo que has dicho y, lo que
es más, estoy seguro de que a ti te sucede lo mismo.
Lord Henry se acarició la afilada barba castaña y se golpeó la punta de
una bota de charol con el bastón de caoba.
-¡Qué inglés eres, Basil! Es la segunda vez que haces hoy esa observación.
Si se presenta una idea a un inglés auténtico (lo que siempre es una
imprudencia), nunca se le ocurre ni por lo más remoto pararse a pensar si la
idea es verdadera o falsa. Lo único que considera importante es si el interesado
cree lo que dice. Ahora bien, el valor de una idea no tiene nada que
ver con la sinceridad de la persona que la expone. En realidad, es probable
que cuanto más insincera sea la persona, más puramente intelectual sea la
idea, ya que en ese caso no estará coloreada ni por sus necesidades, ni por
sus deseos, ni por sus prejuicios. No pretendo, sin embargo, discutir contigo
ni de política, ni de sociología, ni de metafísica. Las personas me gustan
más que los principios, y las personas sin principios me gustan más que
nada en el mundo. Cuéntame más cosas acerca de Dorian Gray. ¿Lo ves con frecuencia?
-Todos los días. No sería feliz si no lo viera todos los días. Me es absolutamente necesario.
-¡Extraordinario! Creía que sólo te interesaba el arte. -Dorian es todo mi
arte -dijo el pintor gravemente-. A veces pienso, Harry, que la historia del
mundo sólo ha conocido dos eras importantes. La primera es la que ve la
aparición de una nueva técnica artística. La segunda, la que asiste a la aparición
de una nueva personalidad, también para el arte. Lo que fue la invención
de la pintura al óleo para los venecianos, o el rostro de Antinoo para
los últimos escultores griegos, lo será algún día para mí el rostro de Dorian
Gray. No es sólo que lo utilice como modelo para pintar, para dibujar, para
hacer apuntes. He hecho todo eso, por supuesto. Pero para mí es mucho más
que un modelo o un tema. No te voy a decir que esté insatisfecho con lo que
he conseguido, ni que su belleza sea tal que el arte no pueda expresarla. No
hay nada que el arte no pueda expresar, y sé que lo que he hecho desde que
conocí a Dorian Gray es bueno, es lo mejor que he hecho nunca. Pero, de
alguna manera curiosa (no sé si me entenderás), su personalidad me ha sugerido
una manera completamente nueva, un nuevo estilo. Veo las cosas de
manera distinta, las pienso de forma diferente. Ahora soy capaz de recrear
la vida de una manera que antes desconocía. «Un sueño de belleza en días
de meditación». ¿Quién ha dicho eso? No me acuerdo; pero eso ha sido
para mí Dorian Gray. La simple presencia de ese muchacho, porque me parece
poco más que un adolescente, aunque pasa de los veinte, su simple presencia…
¡Ah! Me pregunto si puedes darte cuenta de lo que significa. De
manera inconsciente define para mí los trazos de una nueva escuela, una escuela
que tiene toda la pasión del espíritu romántico y toda la perfección de
lo griego. La armonía del alma y del cuerpo, ¡qué maravilla! En nuestra locura
hemos separado las dos cosas, y hemos inventado un realismo que es
vulgar, y un idealismo hueco. ¡Harry! ¡Si supieras lo que Dorian es para mí!
¿Recuerdas aquel paisaje mío, por el que Agnew me ofreció tanto dinero,
pero del que no quise desprenderme? Es una de las mejores cosas que he
hecho nunca. Y, ¿por qué? Porque mientras lo pintaba Dorian Gray estaba a
mi lado. Me transmitía alguna influencia sutil y por primera vez en mi vida
vi en un simple bosque la maravilla que siempre había buscado y que siempre
se me había escapado.
-¡Eso que cuentas es extraordinario! He de ver a Dorian Gray.
Hallward se levantó del asiento y empezó a pasear por el jardín. Al cabo
de unos momentos regresó.
-Harry -dijo-, Dorian Gray no es para mí más que un motivo artístico.
Quizá tú no veas nada en él. Yo lo veo todo. Nunca está más presente en mi
trabajo que cuando no aparece en lo que pinto. Es la sugerencia, como he
dicho, de una nueva manera. Lo encuentro en las curvas de ciertas líneas, en
el encanto y sutileza de ciertos colores. Eso es todo.
-Entonces, ¿por qué te niegas a exponer su retrato? -preguntó lord Henry.
-Porque, sin pretenderlo, he puesto en ese cuadro la expresión de mi extraña
idolatría de artista, de la que, por supuesto, nunca he querido hablar
con él. Nada sabe. No lo sabrá nunca. Pero quizá el mundo lo adivine; y no
quiero desnudar mi alma ante su mirada entrometida y superficial. Nunca
pondré mi corazón bajo su microscopio. Hay demasiado de mí mismo en
ese cuadro, Harry, ¡demasiado de mí mismo!
-Los poetas no son tan escrupulosos como tú. Saben lo útil que es la pasión
cuando piensan en publicar. En nuestros días un corazón roto da para muchas ediciones.
-Los detesto por eso -exclamó Hallward-. Un artista debe crear cosas hermosas,
pero sin poner en ellas nada de su propia existencia. Vivimos en una
época en la que se trata el arte como si fuese una forma de autobiografía.
Hemos perdido el sentido abstracto de la belleza. Algún día mostraré al
mundo lo que es eso; y ésa es la razón de que el mundo no deba ver nunca
mi retrato de Dorian Gray.
-Creo que estás equivocado, pero no voy a discutir contigo. Sólo discuten
los que están perdidos intelectualmente. Dime, Dorian Gray te tiene mucho afecto?
El pintor reflexionó durante unos instantes.
-Me tiene afecto -respondió, después de una pausa-; sé que me tiene afecto.
Es cierto, por otra parte, que lo halago terriblemente. Hallo un extraño
placer en decirle cosas de las que sé que después voy a arrepentirme. Por
regla general es encantador conmigo, y nos sentamos en el estudio y hablamos
de mil cosas. De cuando en cuando, sin embargo, es terriblemente desconsiderado,
y parece disfrutar haciéndome sufrir. Entonces siento que he
entregado toda mi alma a alguien que la trata como si fuera una flor que se
pone en el ojal, una condecoración que deleita su vanidad, un adorno para un día de verano.
-En verano los días suelen ser largos, Basil -murmuró lord Henry-. Quizá
te canses tú antes que él. Es triste pensarlo, pero sin duda el genio dura más
que la belleza. Eso explica que nos esforcemos tanto por cultivarnos. En la
lucha feroz por la existencia queremos tener algo que dure, y nos llenamos
la cabeza de basura y de datos, con la tonta esperanza de conservar nuestro
puesto. La persona que lo sabe todo: ése es el ideal moderno. Y la mente de
esa persona que todo lo sabe es una cosa terrible, un almacén de baratillo,
todo monstruos y polvo, y siempre con precios por encima de su valor verdadero.
Creo que tú te cansarás primero, de todos modos. Algún día mirarás
a tu amigo, y te parecerá que está un poco desdibujado, o no te gustará la
tonalidad de su tez, o cualquier otra cosa. Se lo reprocharás con amargura, y
pensarás, muy seriamente, que se ha portado mal contigo. La siguiente vez
que te visite, te mostrarás perfectamente frío e indiferente. Será una pena,
porque te cambiará. Lo que me has contado es una historia de amor, habría
que llamarla historia de amor estético, y lo peor de toda historia de amor es
que después uno se siente muy poco romántico.
-Harry, no hables así. Mientras viva, la personalidad de Dorian Gray me
dominará. No puedes sentir lo que yo siento. Tú cambias con demasiada frecuencia.
-¡Ah, mi querido Basil, precisamente por eso soy capaz de sentirlo! Los
que son fieles sólo conocen el lado trivial del amor: es el infiel quien sabe de sus tragedias.
Lord Henry frotó una cerilla sobre un delicado estuche de plata y empezó
a fumar un cigarrillo con un aire tan pagado de sí mismo y tan satisfecho
como si hubiera resumido el mundo en una frase.
Los gorriones alborotaban entre las hojas lacadas de la enredadera y las
sombras azules de las nubes se perseguían sobre el césped como golondrinas.
¡Qué agradable era estar en el jardín! ¡Y cuán deliciosas las emociones
de otras personas! Mucho más que sus ideas, en opinión de lord Henry.
Nuestra alma y las pasiones de nuestros amigos: ésas son las cosas fascinantes
de la vida. Le divirtió recordar en silencio el tedioso almuerzo que se
había perdido al quedarse tanto tiempo con Basil Hallward. Si hubiera ido a
casa de su tía, se habría encontrado sin duda con lord Goodboy, y sólo habrían
hablado de alimentar a los pobres y de la necesidad de construir alojamientos
modelo. Todos los comensales habrían destacado la importancia de
las virtudes que su situación en la vida les dispensaba de ejercitar. Los ricos
hablarían del valor del ahorro, y los ociosos se extenderían elocuentemente
sobre la dignidad del trabajo. ¡Era delicioso haber escapado a todo aquello!
Mientras pensaba en su tía, algo pareció sorprenderlo. Volviéndose hacia Hallward, dijo:
-Acabo de acordarme.
-¿Acordarte de qué, Harry?
-De dónde he oído el nombre de Dorian Gray.
-¿Dónde? -preguntó Hallward, frunciendo levemente el ceño.
-No es necesario que te enfades. Fue en casa de mi tía, lady Agatha. Me
dijo que había descubierto a un joven maravilloso que iba a ayudarla en el
East End y que se llamaba Dorian Gray. Tengo que confesar que nunca me
contó que fuese bien parecido. Las mujeres no aprecian la belleza; al menos,
las mujeres honestas. Me dijo que era muy serio y con muy buena disposición.
Al instante me imaginé una criatura con gafas y de pelo lacio, horriblemente
cubierto de pecas y con enormes pies planos. Ojalá hubiera sabido
que se trataba de tu amigo.
-Me alegro mucho de que no fuese así, Harry.
-¿Por qué?
-No quiero que lo conozcas.
-¿No quieres que lo conozca?
-No.
-El señor Dorian Gray está en el estudio -anunció el mayordomo, entrando en el jardín.
-Ahora tienes que presentármelo -exclamó lord Henry, riendo.
El pintor se volvió hacia su criado, a quien la luz del sol obligaba a parpadear.
-Dígale al señor Gray que espere, Parker. Me reuniré con él dentro de un momento.
El mayordomo hizo una inclinación y se retiró.
Hallward se volvió después hacia lord Henry.
-Dorian Gray es mi amigo más querido -dijo-. Es una persona sencilla y
bondadosa. Tu tía estaba en lo cierto al describirlo. No lo eches a perder. No
trates de influir en él. Tu influencia sería mala. El mundo es muy grande y
encierra mucha gente maravillosa. No me arrebates la única persona que da
a mi arte todo el encanto que posee: mi vida de artista depende de él. Tenlo
en cuenta, Harry, confío en ti -hablaba muy despacio, y las palabras parecían
salirle de la boca casi contra su voluntad.
-¡Qué tonterías dices! -respondió lord Henry, con una sonrisa.
Luego, tomando a Hallward del brazo, casi lo condujo hacia la casa.

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