El retrato de Dorian Gray – Óscar Wilde
Durante años, Dorian Gray no pudo librarse de la influencia de aquel libro.
O quizá sea más exacto decir que nunca trató de hacerlo. Encargó que le
trajeran de París al menos nueve ejemplares de la primera edición en papel
de gran tamaño, con márgenes muy amplios, y los hizo encuadernar en colores
diferentes, de manera que se acomodaran a sus distintos estados de
ánimo y a los cambiantes caprichos de una sensibilidad sobre la que, a veces,
parecía haber perdido casi por completo el control. El protagonista, el
asombroso joven parisino cuyos temperamentos romántico y científico estaban
tan extrañamente combinados, se convirtió en prefiguración de sí mismo.
Y, de hecho, el libro entero le parecía contener la historia de su vida,
escrita antes de que él la hubiera vivido.
Había, sin embargo, un punto en el que era más afortunado que el fantástico
protagonista de la novela. Nunca padeció el terror, un tanto grotesco –
nunca, de hecho, tuvo razón alguna para ello-, que inspiraban los espejos,
las brillantes superficies de los metales y el agua inmóvil al joven parisino
desde una temprana edad, terror ocasionado por la repentina desaparición
de una belleza que en otro tiempo, al parecer, había sido extraordinariamente
llamativa. Dorian Gray solía leer, con un júbilo casi cruel -y quizá en casi
todas las alegrías, como sin duda en todos los placeres, la crueldad tiene su
lugar- la última parte del libro, con su relato verdaderamente trágico, aunque
hasta cierto punto demasiado subrayado, del dolor y la desesperación
de alguien que había perdido lo que apreciaba, por encima de todo, en otras
personas y en el mundo.
Porque la singular belleza que tanto había fascinado a Basil Hallward y a
otros muchos nunca parecía abandonarlo. Incluso quienes habían oído de él
las mayores vilezas -y periódicamente extraños rumores sobre su manera de
vivir corrían por Londres y se convertían en la comidilla de los clubs-, no
les daban crédito si llegaban a conocerlo personalmente. Dorian Gray conservaba
el aspecto de alguien que se ha mantenido lejos de la vileza del
mundo. Las conversaciones groseras se interrumpían cuando entraba en una
habitación. Había una pureza en su rostro que tenía todo el valor de un reproche.
Su mera presencia parecía despertar el recuerdo de una inocencia
mancillada. Todo el mundo se preguntaba cómo alguien tan atractivo y puro
había escapado a la corrupción de una época sórdida a la vez que sensual.
Con frecuencia, al regresar a su casa de una de aquellas misteriosas y
prolongadas ausencias que daban pie a tan extrañas conjeturas entre quienes
eran, o creían ser, sus amigos, Dorian Gray se deslizaba escaleras arriba
hasta la habitación cerrada del ático, abría la puerta con la llave que nunca
se separaba de su persona, y se colocaba, con un espejo, delante del retrato
pintado por Basil Hallward, mirando unas veces al rostro malvado y envejecido
del lienzo y otras las facciones siempre jóvenes y bien parecidas que se
reían de él desde la brillante superficie de cristal. La nitidez misma del contraste
aumentaba su placer. Se fue enamorando cada vez más de la belleza
de su cuerpo e interesándose más y más por la corrupción de su alma. Examinaba
con minucioso cuidado, y a veces con un júbilo monstruoso y terrible,
los espantosos surcos que cortaban su arrugada frente y que se arrastraban
en torno ala boca sensual, perdido todo su encanto, preguntándose a veces
qué era lo más horrible, si las huellas del pecado o las de la edad. También
colocaba las manos, nacaradas, junto a las manos rugosas e hinchadas
del cuadro, y sonreía. Se burlaba del cuerpo deforme y de las extremidades claudicantes.
De noche, insomne en su dormitorio, siempre perfumado por delicados
aromas, o en la sórdida habitación de una taberna de pésima reputación cerca
de los muelles, que tenía por costumbre frecuentar disfrazado y con nombre
falso, había momentos, efectivamente, en los que pensaba en la destrucción
de su alma con una compasión que era especialmente patética por puramente
egoísta. Pero aquellos momentos no se prodigaban. La curiosidad
acerca de la vida, que lord Henry despertara por vez primera en él cuando
estaban en el jardín de su amigo Basil, parecía crecer a medida que se satisfacía.
Cuanto más sabía, más quería saber. Padecía hambres locas que se
hacían más devoradoras cuanto mejor las alimentaba.
No se dejaba ir por completo, sin embargo, al menos en sus relaciones
con la buena sociedad. Una o dos veces al mes durante el invierno, y los
miércoles por la tarde durante la temporada, abría al mundo las puertas de
su magnífica casa y contrataba a los músicos más celebrados del momento
para que deleitaran a sus invitados con las maravillas de su arte. Sus cenas
íntimas, en cuya organización siempre colaboraba lord Henry, eran famosas
por la cuidadosa selección y distribución de los invitados, así como por el
gusto exquisito en la decoración de la mesa, con su sutil arreglo sinfónico
de flores exóticas, manteles bordados y antigua vajilla de oro y plata. Abundaban
de hecho, especialmente entre los más jóvenes, quienes veían, o imaginaban
ver, en Dorian Gray, la verdadera encarnación de un modelo con el
que habían soñado a menudo en sus días de Eton y de Oxford, una persona
que conjugaba en cierto modo la cultura del erudito con el encanto, la distinción
y los perfectos modales de un ciudadano del mundo. Les parecía que
formaba parte del grupo de aquellos a los que Dante describe porque tratan
de «hacerse perfectos mediante el culto rendido a la belleza». Como
Gautier, era alguien para quien «existía el mundo visible».
Para él, ciertamente, la Vida era la primera y la más grande de las artes, y
todas las demás no eran más que una preparación para ella. La moda, por
medio de la cual lo puramente fantástico se hace por un momento universal,
y el dandismo que, a su manera, trata de afirmar la modernidad absoluta de
la belleza, le fascinaban. Su manera de vestir y los estilos peculiares, que de
cuando en cuando propugnaba, tenían una marcada influencia en los jóvenes
elegantes que se dejaban ver en los bailes de Mayfair o detrás de los
ventanales de los clubs de Pall Mall, y que copiaban todo lo que Dorian
Gray hacía, esforzándose por reproducir el encanto pasajero de sus graciosas
coqueterías, que, para él, nunca llegaban a ser del todo serias.
Porque, si bien estaba totalmente dispuesto a aceptar la posición privilegiada
que se le ofreció casi de inmediato al alcanzar la mayoría de edad, y
hallaba un placer sutil en la idea de que podía verdaderamente convertirse
para el Londres de su época en lo que el autor del Satiricón había sido en
otro tiempo para la Roma imperial de Nerón, en lo más íntimo de su alma
deseaba ser algo más que un simple arbiter elegantiarum, a quien se consulta
sobre la manera de llevar una joya, de cómo anudar una corbata o sobre
cómo manejar un bastón. Dorian Gray trataba de inventar una nueva
manera de vivir que descansara en una filosofía razonada y en unos principios
bien organizados, y que hallara en la espiritualización de los sentidos su meta más elevada.
El culto de los sentidos ha sido censurado con frecuencia y con mucha
justicia, porque al ser humano su naturaleza le hace sentir un terror instintivo
ante pasiones y sensaciones que le parecen más fuertes que él, y que es
consciente de compartir con formas inferiores del mundo orgánico. Pero
Dorian Gray consideraba que nunca se había entendido bien la verdadera
naturaleza de los sentidos, que habían permanecido en un estado salvaje y
animal sencillamente porque el mundo había tratado de someterlos por el
hambre y matarlos por el dolor, en lugar de proponerse convertirlos en elementos
de una nueva espiritualidad, en la que el rasgo dominante sería un
admirable instinto para captar la belleza. Al contemplar el camino recorrido
por el ser humano desde los albores de la historia, le dominaba un sentimiento
de pesar. ¡Eran tantas las capitulaciones! ¡Y con tan escasos resultados!
Se habían producido rechazos insensatos, formas monstruosas de mortificación,
de autotortura, cuyo origen era el miedo y su resultado una degradación
infinitamente más terrible que la degradación imaginaria de la
que el ser humano, en su ignorancia, había tratado de escapar. La naturaleza,
utilizando su maravillosa ironía, empujaba al anacoreta a alimentarse
con los animales salvajes del desierto y al ermitaño le daba por compañeros
a las bestias del campo.
Sí; tenía que haber, como lord Henry había profetizado, un nuevo hedonismo
que recreara la vida, que la salvara de ese puritanismo tosco y violento
que está teniendo en nuestra época un extraño renacimiento. Un hedonismo
que utilizaría sin duda los servicios de la inteligencia, pero sin aceptar
teoría o sistema alguno que implicara el sacrificio de cualquier modalidad
de experiencia apasionada. Su objetivo, efectivamente, era la experiencia
misma y no los frutos de la experiencia, tanto dulces como amargos. Prescindiría
del ascetismo que sofoca los sentidos y de la vulgar desvergüenza
que los embota. Pero enseñaría al ser humano a concentrarse en los instantes
singulares de una vida que no es en sí misma más que un instante.
Son muy pocos aquellos de entre nosotros que no se han despertado a veces
antes del alba, o después de una de esas noches sin sueños que casi nos
hacen amar la muerte, o de una de esas noches de horror y de alegría monstruosa,
cuando se agitan en las cámaras del cerebro fantasmas más terribles
que la misma realidad, rebosantes de esa vida intensa, inseparable de todo
lo grotesco, que da al arte gótico su imperecedera vitalidad, puesto que ese
arte bien parece pertenecer sobre todo a los espíritus atormentados por la
enfermedad del ensueño. Poco a poco, dedos exangües surgen de detrás de
las cortinas y parecen temblar. Adoptando fantásticas formas oscuras, sombras
silenciosas se apoderan, reptando, de los rincones de la habitación para
agazaparse allí. Fuera, se oye el agitarse de pájaros entre las hojas, o los ruidos
que hacen los hombres al dirigirse al trabajo, o los suspiros y sollozos
del viento que desciende de las montañas y vaga alrededor de la casa silenciosa,
como si temiera despertar a los que duermen, aunque está obligado a
sacar a toda costa al sueño de su cueva de color morado. Uno tras otro se
alzan los velos de delicada gasa negra, las cosas recuperan poco a poco forma
y color y vemos cómo la aurora vuelve a dar al mundo su prístino aspecto.
Los lívidos espejos recuperan su imitación de la vida. Las velas apagadas
siguen estando donde las dejamos, y a su lado descansa el libro a medio
abrir que nos proponíamos estudiar, o la flor preparada que hemos lucido en
el baile, o la carta que no nos hemos atrevido a leer o que hemos leído demasiadas
veces. Nada nos parece que haya cambiado. De las sombras irreales
de la noche renace la vida real que conocíamos. Hemos de continuar allí
donde nos habíamos visto interrumpidos, y en ese momento nos domina
una terrible sensación, la de la necesidad de continuar, enérgicamente, el
mismo ciclo agotador de costumbres estereotipadas, o quizá, a veces, el
loco deseo de que nuestras pupilas se abran una mañana a un mundo remodelado
durante la noche para agradarnos, un mundo en el que las cosas poseerían
formas y colores recién inventados, y serían distintas, o esconderían
otros secretos, un mundo en el que el pasado tendría muy poco o ningún valor,
o sobreviviría, en cualquier caso, sin forma consciente de obligación o
de remordimiento, dado que incluso el recuerdo de una alegría tiene su
amargura, y la memoria de un placer, su dolor.
A Dorian Gray le parecía que la creación de mundos como aquéllos era la
verdadera meta o, al menos, una de las verdaderas metas de la vida; y en su
búsqueda de sensaciones que fuesen al mismo tiempo nuevas y placenteras,
y poseyeran ese componente de lo desconocido que es tan esencial para el
ensueño, adoptaba con frecuencia ciertos modos de pensamiento que sabía
eran realmente ajenos a su naturaleza, abandonándose a su sutil influencia,
y luego, después de impregnarse, por así decirlo, de su color, y una vez satisfecha
su natural curiosidad, los abandonaba con esa curiosa indiferencia
que no es incompatible con un temperamento verdaderamente ardiente, y
que, de hecho, según ciertos psicólogos modernos, es frecuentemente su condición indispensable.
En una ocasión se rumoreó que se disponía a convertirse al catolicismo;
y, desde luego, el ritual romano siempre le había atraído mucho. El diario
sacrificio de la misa, más terriblemente real que todos los sacrificios del
mundo antiguo, le conmovía tanto por su supremo desprecio del testimonio
de los sentidos como por la primitiva simplicidad de sus elementos y el
eterno patetismo de la tragedia humana que trataba de simbolizar. Le gustaba
arrodillarse sobre el frío suelo de mármol, y contemplar al sacerdote, con
su tiesa casulla floreada, apartar lentamente con sus manos marfileñas el
velo del tabernáculo, y alzar la custodia con la pálida hostia que a veces, a
uno le gustaría creer, es realmente el panis caelestis, el alimento de los ángeles;
o, revestido con los atributos de la pasión de Cristo, partir la sagrada
forma y golpearse el pecho para pedir la remisión de todos los pecados. Los
humeantes incensarios, que los serios monaguillos, con sus encajes y sus
sotanas rojo escarlata, lanzaban al aire como grandes flores doradas, ejercían
sobre Dorian Gray una sutil fascinación. Al salir de la iglesia, miraba
con asombro los negros confesionarios, y le hubiera gustado sentarse en el
interior de uno de ellos para escuchar cómo hombres y mujeres susurraban
a través de la gastada rejilla la verdadera historia de su vida.
Pero nunca cometió el error de detener su desarrollo intelectual aceptando
de manera oficial credo o sistema alguno, ni convirtiendo en morada permanente
una posada que sólo es conveniente para pasar un día, o unas pocas
horas de una noche sin estrellas y en la que la luna esté de parto. El misticismo,
con su maravilloso poder para convertir en extrañas las cosas corrientes,
y el sutil antinomismo que siempre parece acompañarlo, le conmovió
durante una temporada; y durante otra se inclinó hacia las doctrinas
materialistas del movimiento darwinista alemán y encontró un curioso placer
en retrotraer los pensamientos y las pasiones de los hombres a alguna
célula nacarada de su cerebro, o a algún nervio blanquecino de su cuerpo,
encantado con la idea de que el espíritu dependiera absolutamente de ciertas
condiciones físicas, morbosas o sanas, normales o patológicas. Sin embargo,
como ya se ha dicho de él, ninguna teoría sobre la vida le parecía importante
comparada con la vida misma. Era muy consciente de la esterilidad de
toda especulación intelectual si se separa de la acción y de la experiencia.
Sabía que los sentidos, no menos que el alma, tenían misterios espirituales que revelar.
Por ello se entregó durante algún tiempo al estudio de los perfumes y a
los secretos de su fabricación, destilando aceites intensamente aromáticos, y
quemando gomas odoríferas del Oriente, lo que le permitió darse cuenta de
que no había estado de ánimo que no tuviera correspondencia en la vida de
los sentidos, consagrándose a descubrir sus verdaderas relaciones, preguntándose
por qué el incienso empuja a la mística, por qué el ámbar gris
desata las pasiones, por qué la violeta despierta el recuerdo de amores
muertos y por qué el almizcle perturba el cerebro y el champac la imaginación,
tratando en repetidas ocasiones de elaborar una verdadera psicología
de los perfumes, y de calcular las diversas influencias de las raíces poseedoras
de olores suaves, de las flores cargadas de polen, o de los bálsamos
aromáticos, de las maderas oscuras y fragantes, del espicanardo que provoca
la náusea, de la hovenia que enloquece y de los áloes de los que se dice
que logran expulsar del alma la melancolía.
En otra época se dedicó por entero a la música, y en una amplia habitación
con celosías, techo bermellón y oro y paredes lacadas en verde oliva,
daba curiosos conciertos en los que cíngaros frenéticos arrancaban músicas
salvajes de cítaras diminutas, o serios tunecinos vestidos de amarillo pulsaban
las tensas cuerdas de monstruosos laúdes, mientras negros sonrientes
golpeaban monótonamente tambores de cobre y esbeltos indios enturbanados,
cruzados de piernas sobre esteras de color escarlata, tañían largas flautas
de caña o de bronce y encantaban, o fingían encantar, a grandes cobras y
horribles víboras cornudas. Los ritmos sincopados y las estridentes disonancias
de aquellas músicas bárbaras le conmovían en momentos en que el encanto
de Schubert, los hermosos pesares de Chopin y hasta las majestuosas
armonías del mismo Beethoven no conseguían hacer mella en su oído.
Reunió, procedentes de todas las partes del mundo, los instrumentos más
extraños que pueden encontrarse, tanto en los sepulcros de pueblos desaparecidos
como entre las escasas tribus salvajes que han sobrevivido al contacto
con las civilizaciones occidentales, y disfrutaba tocándolos y probándolos.
Poseía los misteriosos juruparis de los indios de Río Negro, instrumentos
que no se permite mirar a las mujeres y que incluso los jóvenes sólo
pueden ver después de someterse al ayuno y al cilicio; las vasijas de barro
de los peruanos de los que extraen gritos agudos como de pájaros, y flautas
fabricadas con huesos humanos, como las que Alfonso de Ovalle escuchó
en Chile, y los sonoros jaspes verdes que se encuentran cerca de Cuzco
y que producen notas de singular dulzura. Dorian Gray poseía calabazas
pintadas, llenas de guijarros, que resonaban cuando se las agitaba; el largo
clarín de los mexicanos, en el que el intérprete no sopla, sino que a través
de él aspira el aire; el tosco ture de las tribus amazónicas, que hacen sonar
los centinelas que permanecen todo el día en árboles altísimos y a los que se
puede oír, según cuentan, a una distancia de tres leguas; el teponaztli, compuesto
de dos láminas vibrantes de madera, y que se golpea con palillos recubiertos
de la goma elástica que se obtiene de la savia lechosa de algunas
plantas; las campanas yotl de los aztecas, que se cuelgan en racimos, como
si fuesen uvas; y un enorme tambor cilíndrico, cubierto con las pieles de
grandes serpientes, como el que Bernal Díaz del Castillo vio cuando entró
con Cortés en el templo mexicano, y de cuyo sonido quejumbroso nos ha
dejado una descripción tan gráfica.
El carácter fantástico de aquellos instrumentos le fascinaba, y le producía
un curioso placer la idea de que el arte, como la naturaleza, tiene sus monstruos,
criaturas de forma bestial y voces odiosas. Sin embargo, al cabo de
algún tiempo se cansaba de ellos, y regresaba a su palco en la ópera, ya fuese
solo o en compañía de lord Henry, para escuchar con profundo placer
Tannhäuser, viendo en el preludio de esa gran obra una interpretación de la tragedia de su alma.
En otra ocasión emprendió el estudio de las joyas, y se presentó en un
baile de disfraces como Anne de Joyeuse, almirante de Francia, con un
traje recubierto de quinientas sesenta perlas. Esta afición lo cautivó durante
años y puede decirse, de hecho, que nunca le abandonó. Con frecuencia empleaba
un día entero colocando y volviendo a colocar en sus estuches las
diferentes piedras que había coleccionado, como el crisoberilo verde oliva
que se enrojece a la luz de una lámpara, la cimofana, atravesada por una línea
de plata, el peridoto, de color verde pistacho, topacios rosados o dorados
como el vino, carbunclos ferozmente escarlata con trémulas estrellas de
cuatro puntas, granates de Ceilán rojo fuego, las espinelas naranja y violeta,
y las amatistas, con sus capas alternas de rubí y zafiro. Le encantaba el rojo
dorado de la piedra solar y la blancura de perla de la piedra lunar, así como
el arco iris roto del ópalo lechoso. Consiguió en Amsterdam tres esmeraldas
de extraordinario tamaño y riqueza de color, y poseía una turquesa de la
vieille roche que era la envidia de todos los entendidos.
Descubrió igualmente historias maravillosas sobre joyas. En su Disciplina
Clericales, Pedro Alfonso menciona una serpiente con ojos de auténtico
jacinto, y en la vida novelada de Alejandro se dice del conquistador de
Ematia que encontró en el valle del Jordán serpientes «en cuyas espaldas
crecían collares de verdaderas esmeraldas». Existe, nos dice Filóstrato, una
piedra preciosa en el cerebro del dragón y «si se le muestran letras doradas
y una túnica escarlata» el monstruo se sume en un sueño mágico y es posible
matarlo. Según el gran alquimista Pierre de Boniface, el diamante proporciona
invisibilidad, y el ágata de la India, elocuencia. La cornalina calma
la cólera, el jacinto invita al sueño y la amatista disipa los vapores del vino.
El granate ahuyenta a los demonios, y el hidropicus priva a la luna de su color.
La selenita crece y mengua con la luna, y al meloceo, descubridor de
ladrones, sólo le afecta la sangre del cabrito. Leonardus Camillus había visto
extraer de un sapo recién muerto una piedra blanca, antídoto infalible
contra el veneno. El bezoar, que se encuentra en el corazón del ciervo de
Arabia, es un hechizo que puede curar la peste. En los nidos de los pájaros
de Arabia se halla el aspilates que, según Demócrito, evita a quien lo lleva todo peligro de fuego.
El rey de Ceilán, en la ceremonia de su coronación, atravesó su capital a
caballo con un gran rubí en la mano. Las puertas del palacio del Preste Juan
«estaban hechas de sardónice, incrustado de cuernecillos de cerasta o víbora
cornuda, de manera que nadie pudiera introducir venenos en su interior».
Sobre el gablete había «dos manzanas de oro con dos carbunclos», de manera
que el oro brillara de día y los carbunclos de noche. En la extraña novela
de Lodge, A Margarite of America, se afirma que en la cámara de la
reina podía verse a «todas las damas castas del mundo, en relicarios de plata,
que miraban a quienes las contemplaban a través de hermosos espejos de
crisolitas, carbunclos, zafiros y verdes esmeraldas». Marco Polo había visto
a los habitantes de Cipango colocar perlas rosadas en la boca de los difuntos.
Un monstruo marino estaba enamorado de la perla que el buceador llevó
al rey Peroz, por lo que mató al ladrón y guardó luto durante siete lunas
en razón de su pérdida. Cuando los hunos lograron atraer al rey a una gran
fosa, el monarca la arrojó lejos -así lo relata Procopio- y nunca se la volvió
a encontrar, pese a que el emperador Anastasio ofreció como recompensa
quinientos quintales de piezas de oro. El rey de Malabar había mostrado a
cierto veneciano un rosario de trescientas cuatro perlas, una por cada dios al que rendía culto.
Cuando el duque de Valentinois, hijo de Alejandro VI, visitó a Luis
XII, su caballo, nos cuenta Brantóme, iba cargado de hojas de oro, y su gorro
estaba adornado con dos hileras de deslumbrantes rubíes. Carlos de Inglaterra,
cuando montaba a caballo, llevaba unas espuelas adornadas con
cuatrocientos veintiún diamantes. Ricardo II tenía un gabán, valorado en
treinta mil marcos, que estaba recubierto de balajes, rubíes de color morado.
Hall describía a Enrique VIII, de camino hacia la Torre de Londres antes de
su coronación, con «una veste recamada en oro, el jubón bordado con diamantes
y otras piedras preciosas y, en torno al cuello, un gran collar de
grandes balajes». Los favoritos de Jacobo I llevaban pendientes hechos de
esmeraldas montadas en filigrana de oro. Eduardo II dio a Piers Gaveston
una armadura de oro rojo tachonada de jacintos, un collar de rosas de oro
con turquesas y un gorro parsemé de perlas. Enrique II utilizaba guantes enjoyados
que le llegaban hasta el codo, y poseía un guante de cetrería adornado
de doce rubíes y cincuenta y dos grandes perlas de Oriente. Del sombrero
ducal de Carlos el Temerario, último duque de Borgoña de su estirpe,
tachonado de zafiros, colgaban perlas con forma de pera.
¡Cuán exquisita era la vida en otros tiempos! ¡Qué magnificencia en la
pompa y en la ornamentación! La simple lectura de lo que fue el lujo de antaño maravillaba.
Dorian Gray se interesó más adelante por los bordados y los tapices que
hacían oficio de frescos en las frías salas de las naciones septentrionales de
Europa. Mientras investigaba el tema y siempre tuvo la extraordinaria facultad
de sumergirse por completo, llegado el momento, en el tema que
abordaba- casi le entristeció reflexionar sobre los destrozos que el Tiempo
causa en todo lo que es hermoso y extraordinario. Él, al menos, había escapado
a aquella condena. Los veranos se sucedían, los junquillos dorados habían
florecido y muerto muchas veces, y noches de horror repetían la historia
de su infamia, pero Dorian seguía siempre igual. El invierno no estropeaba
su tez ni marchitaba el esplendor de su juventud. ¡Bien distinto era lo
que sucedía con las cosas materiales! ¿Qué se había hecho de ellas? ¿Dónde
estaba el gran manto, de color azafrán, tejido por morenas doncellas para
complacer a Atenea, por el que los dioses habían luchado contra los gigantes?
¿Dónde estaba el inmenso velarium que Nerón extendiera sobre el Coliseo
romano, aquella titánica vela morada en la que estaba representado el
cielo estrellado, y Apolo conduciendo un carro tirado por blancos corceles
con riendas de oro? Dorian anhelaba ver las curiosas servilletas confeccionadas
para el Sacerdote dei Sol, en las que se habían representado todas las
golosinas y viandas que pudieran desearse para un festín; el paño mortuorio
del rey Chilperico, con sus trescientas abejas doradas; las extravagantes túnicas
que despertaron la indignación del obispo del Ponto, donde estaban
representados «leones; panteras, osos, perros, bosques, rocas, cazadores:
todo lo que, de hecho, un pintor puede copiar de la naturaleza»; y el jubón
que vistiera en cierta ocasión Carlos de Orleans, en cuyas mangas se había
bordado la letra de una canción que empezaba con «Madame, je suis tout
joyeux», en hilo de oro el acompañamiento musical de las palabras, y cada
nota, de forma cuadrada en aquellos tiempos, formada por cuatro perlas.
También supo Dorian Gray de la habitación que se preparó en el palacio de
Reims para albergar a la reina Juana de Borgoña, decorada con «mil trescientos
veintiún loros adornados con las armas reales, y quinientas sesenta y
una mariposas, cuyas alas lucían, de manera similar, las armas de la reina,
todo el conjunto trabajado en oro». Catalina de Médicis se hizo preparar un
lecho fúnebre de terciopelo negro tachonado de medias lunas y soles. Sus
cortinas eran de damasco, adornadas con frondosas coronas y guirnaldas
sobre un fondo de oro y plata, los bordes decorados con bordados de perlas,
que se colocó en una estancia de cuyo techo colgaban hileras de divisas de
la reina en terciopelo negro sobre paño de plata. Luis XIV tenía, en sus
apartamentos, cariátides bordadas en oro de quince pies de altura. El lecho
de gala de Juan III Sobieski, rey de Polonia, estaba hecho de brocado de oro
de Esmirna en el que se habían escrito con turquesas versículos del Corán.
Los apoyos eran de plata dorada, bellamente cincelados, y profusamente
adornados con medallones esmaltados y enjoyados. Se trataba de un botín
de guerra, tomado del campamento turco durante el sitio de Viena, y el estandarte
de Mahoma había flotado al viento bajo los vibrantes dorados de su baldaquín.
Y así, durante todo un año, Dorian se esforzó por acumular los ejemplares
más exquisitos de tejidos y bordados: delicadas muselinas de Delhi, exquisitamente
trabajadas con adornos de palmas en hilo de oro y tachonadas
con alas de escarabajos irisados; gasas de Dacca, a las que, dada su transparencia,
se conocen en Oriente como «aire tejido» y «agua corriente», y también
como «rocío nocturno»; telas de Java con extrañas figuras; tapices
amarillos muy refinados procedentes de China; libros encuadernados en satén
leonado o bellas sedas azules, y adornados con flores de lis, pájaros e
imágenes; velos de lacis tejidos con punto de Hungría; brocados sicilianos y
tiesos terciopelos españoles; telas georgianas con sus monedas doradas, y
fukusas japonesas con sus dorados de tonos verdes y sus aves de maravilloso plumaje.
También sentía una especial pasión por las vestiduras eclesiásticas, como
de hecho por todo lo referente al servicio de la Iglesia. En los largos baúles
de cedro, dispuestos a lo largo de la galería oeste de su casa, había almacenado
gran número de ejemplares raros y soberbios de lo que es realmente el
aderezo de la Esposa de Cristo, que debe adornarse con la púrpura, las joyas
y el lino de mejor calidad para ocultar su pálido cuerpo, mortificado, gastado
por el sufrimiento que ella misma busca y herido por los dolores que se
inflige. Dorian poseía una suntuosa capa pluvial de seda carmesí y damasco
con hilo de oro, en la que las granadas repetían un motivo estilizado de flores
de seis pétalos, a cuyos lados se reproducía en perlas finas el emblema
de la piña. Los orifrés estaban divididos en paneles representando escenas
de la vida de la Virgen, y bordada su coronación en sedas de colores sobre
la capucha. Se trataba de un trabajo italiano del siglo XV. Otra capa pluvial
era de terciopelo verde, bordado con grupos de hojas de acanto en forma de
corazón, de los que surgían flores blancas de largo tallo, trabajadas en hilo
de plata y cristales de colores. El broche lucía una cabeza de serafín bordada
en relieve con hilo de oro. Los orifrés estaban tejidos en un adamascado
de seda roja y oro, y constelados con medallones de muchos mártires y santos,
entre los que se hallaba san Sebastián. También se hizo con casullas de
seda color ámbar, y seda azul y brocado de oro, y de seda adamascada amarilla
y paño de oro, con representaciones de la Pasión y la Crucifixión de
Cristo, y bordadas con leones y pavos reales y otros emblemas; dalmáticas
de satén blanco y de damasco de seda rosa, decoradas con tulipanes y delfines
y flores de lis; frontales de altar de terciopelo carmesí y lino azul; y muchos
corporales, velos de cáliz y sudarios. En la utilización mística asignada
a aquellos objetos había algo que estimulaba su imaginación.
Porque aquellos tesoros y todo lo que coleccionaba en su hermosa mansión
estaba destinado a servirle de medio para el olvido, eran una manera de
escapar, durante una temporada, al miedo que a veces le parecía casi demasiado
intenso para poder soportarlo. En una pared de la solitaria habitación,
siempre cerrada con llave, donde transcurriera una parte tan considerable de
su infancia y adolescencia, había colgado con sus propias manos el terrible
retrato cuyos rasgos cambiantes le mostraban la verdadera degradación de
su vida, y delante, a modo de cortina, había colocado el paño mortuorio de
color morado y oro. Pasaba semanas sin subir, olvidándose de aquella espantosa
pintura, recuperando la ligereza de espíritu, la maravillosa alegría
de vivir, dejándose absorber apasionadamente por la existencia misma. Luego,
de repente, una noche cualquiera, salía furtivamente de su casa, bajaba
hasta alguno de los terribles lugares próximos a Blue Gate Fields, y allí se
quedaba, por espacio de varios días, hasta que lo echaban. Al regresar a su
casa, se sentaba delante del retrato, a veces aborreciéndolo y aborreciéndose,
pero dejándose dominar, en otras ocasiones, por ese orgulloso individualismo
que supone buena parte de la fascinación del pecado, y sonreía, secretamente
complacido, a la imagen deforme, condenada a soportar el peso que
debiera haber caído sobre sus espaldas.
Al cabo de algunos años empezó a resultarle imposible pasar mucho
tiempo fuera de Inglaterra, y renunció a la villa que había compartido en
Trouville con lord Henry, así como a la blanca casita de Argel, aislada por
un alto muro, donde ambos habían pasado más de una vez el invierno. No
podía vivir lejos del retrato que era un elemento tan imprescindible de su
vida, y temía, además, que, durante su ausencia, alguien entrara en la habitación,
a pesar de los complicados cerrojos que había hecho instalar.
Se daba cuenta, por otra parte, con toda claridad, de que el retrato nada
revelaría. Era cierto que todavía conservaba, bajo la vileza y fealdad del
rostro, un considerable parecido con el original; pero, ¿qué consecuencias
se podían extraer de ello? Dorian Gray se reiría de cualquiera que intentase
utilizarlo en su contra. No lo había pintado él. ¿Qué le importaba lo vil y
abyecto de su apariencia? Aunque revelase la verdad, ¿quién la creería?
Pero eso no impedía que sintiera miedo. A veces, cuando se hallaba en la
gran mansión familiar de Nottinghamshire, donde recibía a los jóvenes elegantes
de su misma posición social que eran sus compañeros habituales, y
donde asombraba a todo el condado por el lujo gratuito y la suntuosidad
desmedida de su manera de vivir, abandonaba de repente a sus invitados
para regresar precipitadamente a la capital y comprobar que nadie había forzado
la puerta y que el retrato seguía en su sitio. ¿Qué sucedería si alguien
lo robara? La mera posibilidad le helaba de horror. Sin duda el mundo llegaría
entonces a conocer su secreto. Quizá el mundo lo sospechaba ya.
Porque, si bien era cierto que fascinaba a muchos, había ya bastantes personas
que desconfiaban de él. Casi estuvieron a punto de negarle la admisión
en un club del West End, pese a que su cuna y su posición social justificaban
plenamente que se le diera una respuesta afirmativa; también se
contaba que, en una ocasión, al llevarle uno de sus amigos al salón para fumadores
del Churchill, el duque de Berwick y otro caballero se pusieron en
pie de manera muy ostensible y se retiraron. Curiosas historias acerca de su
persona empezaron a hacerse frecuentes una vez que cumplió los veinticinco
años. Se rumoreaba que se le había visto peleándose con marineros extranjeros
en un local de pésima reputación en las profundidades de Whitechapel,
e igualmente que se relacionaba con ladrones y monederos falsos y
que conocía todos los misterios de sus oficios. Sus sorprendentes ausencias
se hicieron famosas, y cuando reaparecía entre la buena sociedad, la gente
cuchicheaba en los rincones, o dejaba escapar una risa burlona al pasar a su
lado, o lo miraba con fríos ojos interrogadores, como si estuvieran decididos
a descubrir su secreto.
Dorian Gray, por supuesto, no prestaba la menor atención a tales insolencias
y desprecios deliberados y, en opinión de la mayoría, su naturalidad y
su aire jovial, su encantadora sonrisa adolescente y la gracia infinita de la
maravillosa juventud que parecía no abandonarle nunca, eran por sí solas
respuesta suficiente a las calumnias, porque así las calificaba la mayoría,
que circulaban acerca de él. Se señalaba, de todos modos, que algunas de
las personas con las que había tenido un trato más íntimo parecían, al cabo
de algún tiempo, evitarlo. Mujeres que manifestaron hacia él una adoración
sin limites, que desafiaron por él la censura de la sociedad y que prescindieron
de todas las convenciones, palidecían de vergüenza y horror si Dorian
Gray entraba en el salón donde se encontraban.
Aquellos escándalos susurrados sólo servían, sin embargo, a ojos de muchos,
para acrecentar su extraño y peligroso encanto. Su gran fortuna era,
indudablemente, un elemento de seguridad. La sociedad, la sociedad civilizada
al menos, nunca está muy dispuesta a creer nada en detrimento de
quienes son, al mismo tiempo, ricos y fascinantes. Siente, de manera instintiva,
que los modales tienen más importancia que la moral y, en su opinión,
la respetabilidad más acrisolada vale muchísimo menos que la posesión de
un buen chef. Y, a decir verdad, consuela muy poco saber que la persona
que te invita a una cena execrable o que te sirve un vino de mala calidad es
irreprochable en su vida privada. Ni siquiera las virtudes cardinales justifican
unas entrées semifrías, como señaló en una ocasión lord Henry en un
debate sobre aquel tema; y existen sin duda excelentes razones para sostener
ese punto de vista. Porque los cánones de la buena sociedad son, o deberían
ser, los mismos que los cánones del arte. La forma es absolutamente
esencial. La vida social debe tener la dignidad de una ceremonia, y también
su irrealidad, y combinar la insinceridad de una comedia romántica con el
ingenio y la belleza que la dotan de encanto para nosotros. ¿Acaso la insinceridad
es una cosa tan terrible? No lo creo. Es, sencillamente, un método
que nos permite multiplicar nuestras personalidades.
Tal era, al menos, la opinión de Dorian Gray, que se asombraba de la superficialidad
de esos psicólogos para quienes el Yo es algo sencillo, permanente,
fiable y único. Para él, el hombre era un ser dotado de innumerables
vidas y sensaciones, una criatura compleja y multiforme que albergaba curiosas
herencias de pensamientos y pasiones, y cuya carne misma estaba infectada
por las monstruosas dolencias de los muertos. Disfrutaba paseando
por el frío corredor de su casa solariega donde se almacenaban los cuadros
familiares, para contemplar los diferentes retratos de aquellos cuya sangre
corría por sus venas. Allí estaba Philip Herbert, de quien Francis Osborne,
en su Memoires on the Reigns of Queen Elizabeth and King James, nos dice
que era «mimado por la corte debido a su apostura, aunque su bello rostro
no lo acompañó durante mucho tiempo». ¿Acaso la vida que él llevaba era
semejante a la del joven Herbert? ¿Acaso algún extraño germen venenoso
había ido pasando de organismo en organismo hasta alcanzar finalmente el
suyo? ¿Era el sentimiento confuso de aquella gracia perdida lo que le había
lanzado, tan de repente y casi sin motivo, a pronunciar, en el estudio de Basil
Hallward, la plegaria insensata que había cambiado su vida? Y allí, con
su jubón rojo bordado en oro, gabán enjoyado, gorguera y puños con bordes
dorados, se hallaba sir Anthony Sherard, con la armadura negra y plata a los
pies. ¿Qué había heredado Dorian de aquel hombre? El amante de Giovanna
de Nápoles, ¿le había legado algún pecado, alguna infamia? ¿No eran
sus acciones otra cosa que los sueños que los muertos no se habían atrevido
a poner por obra? Allí, desde el lienzo de colores apagados, sonreía lady
Elizabeth Devereux, con su capucha de gasa, peto de perlas y mangas rosas
acuchilladas. Una flor en la mano derecha, y en la izquierda un collar esmaltado
de rosas blancas y damasquinadas. Sobre una mesa, a su lado, descansaban
una mandolina y una manzana. Y grandes rosetas sobre sus puntiagudos
zapatitos. Dorian sabía de su vida, y las extrañas historias que se
contaban sobre sus amantes. ¿Había en él algo de su temperamento? Sus
ojos almendrados de pesados párpados parecían mirarlo con curiosidad. ¿Y
qué decir de George Willoughby, con su peluca empolvada y sus lunares
extravagantes? ¡Qué perverso parecía! El rostro taciturno y moreno, y los
labios sensuales en los que se dibujaba una mueca de desdén. Delicados puños
de encaje caían sobre las largas manos amarillentas demasiado cargadas
de sortijas. Había sido un pisaverde del siglo XVIII, y amigo, en su juventud,
de lord Ferrars. ¿Y del segundo lord Beckenham, compañero del Príncipe
Regente en sus años más locos, y uno de los testigos de su matrimonio
secreto con la señora Fitzherbert? ¡Qué orgulloso y apuesto, con sus bucles
de color castaño y su pose de perdonavidas! ¿Qué pasiones le había legado?
El mundo le atribuyó todas las infamias. Había dirigido sin duda las orgías
de Carlton House. Pero sobre su pecho brillaba la estrella de la jarretera.
Junto al suyo podía verse el retrato de su esposa, una pálida mujer vestida
de negro, de labios muy finos. También aquella sangre corría por las venas
de Dorian. ¡Qué curioso parecía todo! Y su madre, con el rostro a lo lady
Hamilton y los labios frescos, humedecidos por el vino: Dorian sabía lo que
había recibido de ella. Le había transmitido su belleza, y la pasión por la
belleza de otros. Se reía de él con su holgado vestido de bacante. Había hojas
de viña en sus cabellos. La copa que sostenía derramaba púrpura. Los
claveles del cuadro se habían marchitado, pero los ojos seguían siendo maravillosos
por su profundidad y la magia de su color. Y parecían seguirlo dondequiera que fuese.
Pero también se tienen antepasados literarios, además de los de la propia
estirpe, muchos de ellos quizá más próximos por la constitución y el temperamento,
y con una influencia de la que se era consciente con mucha mayor
claridad. Había ocasiones en que a Dorian Gray le parecía que la totalidad
de la historia no era más que el relato de su propia vida, no como la había
vivido en sus acciones y detalles, sino como su imaginación la había creado
para él, como había existido en su cerebro y en sus pasiones. Tenía la sensación
de haberlas conocido a todas, a aquellas extrañas y terribles figuras que
habían atravesado el gran teatro del mundo, haciendo del pecado algo tan
maravilloso y del mal algo tan sutil. Le parecía que, de algún modo misterioso,
sus vidas habían sido también la suya.
El protagonista mismo de la maravillosa novela que tanto había influido
en su vida tuvo aquella curiosa impresión. En el capítulo séptimo cuenta
cómo, coronado de laurel para evitar ser herido por el rayo, había sido Tiberio,
que leía, en un jardín de Capri, las obras escandalosas de la autora griega
Elefantis, mientras enanos y pavos reales se paseaban a su alrededor, y el
flautista imitaba el ir y venir del incensario; había sido Calígula, de francachela
en los establos con palafreneros de casaca verde antes de cenar en un
pesebre de marfil junto a un caballo con la frente cubierta de joyas; y Domiciano,
vagabundo por un corredor con espejos de mármol, buscando por todas
partes, con ojos enfebrecidos, el reflejo de una daga destinada a poner
fin a sus días, y enfermo de ese ennui, de ese terrible taedium vitae, destino
común de todos aquellos a quienes la vida no ha negado nada; más adelante,
también había presenciado, a través de una transparente esmeralda, las
sangrientas carnicerías del Circo para luego, en una litera de perlas y púrpura,
tirada por mulas con herraduras de plata, regresar, por la calle de las
Granadas, a la Casa Dorada, mientras que, a su paso, los habitantes de
Roma aclamaban al César Nerón; había sido Heliogábalo, el rostro pintado
de colores, que trabajaba en la rueca entre las mujeres, y que trajo de Cartago
a la Luna, para dársela al Sol en matrimonio místico.
Dorian leía una y otra vez tan fantástico capítulo, y los dos siguientes,
que presentaban, como lo hacen ciertos tapices singulares o ciertos esmaltes
extraños hábilmente trabajados, las formas estremecedoras y espléndidas de
aquellos a quienes el Vicio y la Sangre y el Tedio convirtieron en monstruos
o en locos: Filippo, duque de Milán, que asesinó a su esposa y le pintó los
labios con un veneno escarlata para que su amante sorbiera la destrucción
de la criatura muerta que acariciaba; Pietro Barbi, el veneciano, conocido
con el nombre de Paulo II, quien, en su vanidad, quiso reclamar el título
de Fermosus, y cuya tiara, valorada en doscientos mil florines, se compró
al precio de un pecado abominable; Gian Maria Visconti, que utilizaba sabuesos
para cazar hombres, y cuyo cuerpo, al morir asesinado, cubrió de
rosas una hetaira que lo había amado; el Borgia sobre su corcel blanco, y el
Fratricida cabalgando a su lado, con el manto manchado por la sangre de
Perotto; Pietro Riario, el joven cardenal arzobispo de Florencia, hijo y favorito
de Sixto IV, de belleza sólo igualada por su libertinaje, que recibió a
Leonor de Aragón en un pabellón de seda blanca y carmesí, lleno de ninfas
y de centauros, y que recubrió a un jovencito de panes de oro para que hiciera
las veces, con motivo de la fiesta, de Ganímedes o de Hilas; Ezzelino
cuya melancolía sólo se curaba con el espectáculo de la muerte y que
sentía pasión por la sangre, como otros hombres la tienen por el vino tinto;
hijo del Maligno, se decía, que había hecho trampas a su infernal padre
cuando se jugaba el alma a los dados; Giambattista Cibo, que, por burla,
tomó el nombre de Inocente, y en cuyas venas aletargadas un doctor
judío inyectó la sangre de tres jóvenes; Segismundo Malatesta, el amante de
Isotta y señor de Rímini, cuya efigie fue quemada en Roma como enemigo
de Dios y de los hombres, que estranguló a Polyssena con una servilleta, dio
a Ginebra de este veneno en una copa de esmeralda y, queriendo honrar una
pasión vergonzosa, construyó una iglesia pagana para el culto cristiano;
Carlos VI, tan terriblemente enamorado de la esposa de su hermano que un
leproso le advirtió de la locura que se le avecinaba y que, cuando su cerebro
enfermó y empezó a desvariar, sólo era posible calmarlo con naipes sarracenos,
ilustrados con imágenes del Amor, de la Muerte y de la Locura; y, con
su elegante jubón, gorro enjoyado y rizos como hojas de acanto, Grifonetto
Baglioni, que dio muerte a Astorre junto con su prometida, y Simonetto con
su paje, cuyo atractivo era tal que, mientras agonizaba, tendido en la plaza
amarilla de Perusa, quienes lo habían odiado se sintieron conmovidos hasta
las lágrimas, y a quien Atalanta, que lo había maldecido, lo bendijo.
Todos despertaban en Dorian una horrible fascinación. Los veía de noche
y le perturbaban durante el día. El Renacimiento conoció extrañas maneras
de envenenar: por medio de un casco y una antorcha encendida; de un guante
bordado y un abanico enjoyado; de una almohadilla perfumada y un collar
de ámbar. A Dorian Gray lo había envenenado un libro. En determinados
momentos veía el mal únicamente como un medio que le permitía poner
por obra su concepción de lo bello.