El retrato de Dorian Gray – Óscar Wilde
Empezó a caer una lluvia fría, y los faroles desdibujados no lanzaban ya,
entre la niebla, más que un resplandor descolorido. Era el momento en que
cerraban los establecimientos públicos, y hombres y mujeres todavía reunidos
delante de sus puertas empezaban a desperdigarse. Del interior de algunas
de las tabernas brotaban aún horribles carcajadas. En otras, los borrachos
discutían y gritaban.
Casi tumbado en el coche de punto, el sombrero calado sobre la frente,
Dorian Gray contemplaba con indiferencia la sórdida abyección de la gran
ciudad, y de cuando en cuando se repetía las palabras que lord Henry le había
dicho el día que se conocieron: «Curar el alma por medio de los sentidos,
y los sentidos por medio del alma». Sí, ése era el secreto. Dorian Gray
lo había probado con frecuencia y se disponía a volver a hacerlo. Había fumaderos
de opio donde se podía comprar el olvido, antros espantables donde
se podía destruir el recuerdo de los antiguos pecados con el frenesí de los recién cometidos.
La luna, cerca del horizonte, parecía un cráneo amarillo. De cuando en
cuando una enorme nube deforme extendía un largo brazo y la ocultaba por
completo. Los faroles de gas se fueron distanciando, y las calles se hicieron
más estrechas y sombrías. En una ocasión el cochero se equivocó de camino,
y tuvo que volver sobre sus pasos casi un kilómetro. El caballo quedaba
envuelto en nubes de vapor cuando pisoteaba los charcos. Las ventanas
del coche de punto se fueron cubriendo de una película de cieno semejante a franela gris.
«¡Curar el alma por medio de los sentidos y los sentidos por medio del
alma!» ¡Cómo resonaban aquellas palabras en sus oídos! Su alma, desde
luego, tenía una enfermedad mortal. ¿Sería verdad que los sentidos podían
curarla? Se había derramado sangre inocente. ¿Cómo expiarlo? No; no había
expiación posible; pero aunque el perdón fuera imposible, el olvido no
lo era, y Dorian Gray estaba decidido a olvidar, a pisotear aquel recuerdo, a
aplastarlo como aplastamos a la víbora que nos ha inyectado su ponzoña.
Después de todo, ¿qué derecho tenía Basil a hablarle como lo había hecho?
¿Quién le había otorgado la potestad de juzgar a otros? Había dicho cosas
espantosas, horribles, insoportables.
El coche de punto avanzaba laboriosamente, disminuyendo la velocidad,
le parecía a Dorian Gray, con cada paso. Abrió con violencia la trampilla
del techo y ordenó al cochero que acelerase la marcha. La terrible ansia del
opio empezaba a devorarlo. Le ardía la garganta y sus delicadas manos se
habían contagiado de un temblor nervioso. Sacando un brazo por la ventanilla
golpeó ferozmente al caballo con su bastón. El cochero se echó a reír y
también él utilizó su látigo. Dorian Gray respondió riendo a su vez y el otro guardó silencio.
El trayecto parecía interminable, y las calles se asemejaban a los negros
hilos de una inmensa telaraña. La monotonía se hizo insoportable y, al espesarse
la niebla, Dorian Gray sintió miedo.
Luego pasaron junto a las solitarias fábricas de ladrillos. La niebla era allí
menos densa, y pudo ver los extraños hornos con forma de botella y sus lenguas
de fuego anaranjado que se extendían como abanicos. Un perro ladró
cuando pasaban y a lo lejos, en la oscuridad, chilló una gaviota vagabunda.
El caballo tropezó en un bache del camino, dio un bandazo y empezó a galopar.
Después de algún tiempo dejaron el camino de tierra y volvieron a traquetear
por calles mal pavimentadas. La mayoría de las ventanas estaba a
oscuras pero, a veces, sombras fantásticas se dibujaban sobre los estores iluminados
por alguna lámpara. Dorian Gray las contemplaba con curiosidad.
Se movían como marionetas monstruosas y hacían gestos de criaturas vivas.
Sintió que las aborrecía. Tenía el corazón dominado por una rabia sorda. Al
torcer una esquina, una mujer les gritó algo desde una puerta abierta, y dos
hombres corrieron tras el coche de punto por espacio de unos cien metros.
El cochero los golpeó con el látigo.
Se dice que la pasión hace que se piense en círculos. Y, ciertamente, los
labios que Dorian Gray no cesaba de morderse formaban y volvían a formar,
en espantosa repetición, las sutiles palabras que se ocupaban del alma
y de los sentidos, hasta encontrar en ellas la plena expresión, por así decirlo,
de su estado de ánimo, y justificar así, aprobándolas intelectualmente, pasiones
que sin esa justificación habrían dominado su voluntad. De célula en
célula aquella idea única se apoderaba de su cerebro; y el arrebatado deseo
de vivir, el más terrible de los apetitos humanos, redoblaba el vigor de cada
nervio y músculo temblorosos. La fealdad que en otro tiempo le había parecido
odiosa porque hacía las cosas reales, le resultaba ahora amable por esa
misma razón. La fealdad era la única realidad. La trifulca vulgar, el antro
repugnante, la violencia brutal de una vida desordenada, la vileza misma del
ladrón y del fuera de la ley, tenían más vida, creaban una impresión de realidad
más intensa que todas las elegantes formas del Arte, que las sombras
soñadoras de la Canción. Eran lo que necesitaba para alcanzar el olvido. En
el espacio de tres días quedaría libre.
De repente, el cochero se detuvo con un movimiento brusco al comienzo
de una callejuela en sombras. Sobre los bajos tejados, erizados de chimeneas,
se alzaban las negras arboladuras de los barcos. Espirales de niebla
blanca se aferraban a las vergas como velas fantasmales.
-Está en algún sitio por estos alrededores, ¿no es cierto, señor? -preguntó
el cochero con voz ronca a través de la trampilla.
Dorian, sobresaltado, miró a su alrededor.
-Déjeme aquí -respondió y, después de apearse precipitadamente y de entregar
el dinero prometido, se alejó a toda prisa en dirección al muelle. Aquí
y allá una linterna brillaba en la proa de algún gigantesco barco mercante.
La luz temblaba y se descomponía en los charcos. De un vapor a punto de
partir que avivaba el fuego para aumentar la presión de la caldera salía un
resplandor rojo. El suelo resbaladizo parecía un impermeable húmedo.
Dorian Gray apresuró el paso hacia la izquierda, volviendo la cabeza de
cuando en cuando para comprobar si alguien lo seguía. Siete u ocho minutos
después llegó a una casita destartalada, encajonada entre dos lúgubres
fábricas. En una de las ventanas del piso superior brillaba una luz. Se detuvo
ante la puerta y llamó de una manera peculiar.
Al cabo de algún tiempo oyó pasos en el corredor y luego el deslizarse de
un cerrojo. La puerta se abrió sin ruido y Dorian Gray entró sin decir una
sola palabra a la deforme criatura rechoncha que se aplastó contra la pared
en sombra para darle paso. Al final del vestíbulo colgaba una andrajosa cortina
verde, agitada y estremecida por el golpe de viento que siguió a Dorian
Gray desde la calle. Apartándola, penetró en una habitación alargada y de
techo bajo que daba la impresión de haber sido en otro tiempo una sala de
baile de tercera categoría. Sobre las paredes ardían, sibilantes, mecheros de
gas, cuya imagen, apagada y deforme, reproducían otros tantos espejos, negros
de manchas de moscas. Los reflectores grasientos de estaño ondulado,
colocados detrás, los convertían en temblorosos discos de luz. El suelo estaba
cubierto de serrín ocre, que, a fuerza de pisarlo, se había transformado en
barro, manchado, además, por oscuros redondeles de bebidas derramadas.
Algunos malayos, acurrucados junto a una pequeña estufa de carbón de
leña, jugaban con fichas de hueso y enseñaban unos dientes muy blancos al
hablar. En un rincón, la cabeza escondida entre los brazos, un marinero se
había derrumbado sobre una mesa, y junto al bar chillonamente pintado,
que ocupaba uno de los laterales de la habitación, dos mujeres ojerosas se
burlaban de un anciano que se sacudía las mangas de la chaqueta con expresión
de repugnancia.
-Cree que le atacan hormigas rojas -rió una de ellas cuando Dorian Gray pasó a su lado.
El anciano la miró aterrorizado y empezó a gemir.
Al fondo de la habitación, una escalerita conducía a una habitación oscura.
Mientras Dorian se apresuraba a ascender los tres desvencijados escalones,
el denso olor del opio le asaltó. Respiró hondo y las aletas de la nariz
se le estremecieron de placer. Al entrar, un joven de lisos cabellos rubios
que, inclinado sobre una lámpara, encendía una larga pipa muy fina, miró
en su dirección y le saludó, titubeante, con una inclinación de cabeza.
-¿Tú aquí, Adrian? -murmuró Dorian.
-¿Dónde quieres que esté? -respondió el otro apáticamente-. Todos mis
amigos me han retirado el saludo. -Creía que habías dejado Inglaterra.
-Darlington no hará nada contra mí. Mi hermano acabó por pagar la deuda.
George tampoco me dirige la palabra… Me tiene sin cuidado -añadió
con un suspiro-. Mientras esto no falte no se necesitan amigos. Creo que tenía demasiados.
El rostro de Dorian Gray se crispó un instante; luego contempló las grotescas
figuras que yacían sobre los mugrientos colchones en extrañas posturas.
Los miembros contorsionados, las bocas abiertas, las miradas perdidas
y los ojos vidriosos le fascinaban. Sabía en qué extraños paraísos se dedicaban
al sufrimiento y qué tristes infiernos les enseñaban el secreto de alguna
nueva alegría. Eran más afortunados que él, prisionero de sus pensamientos.
La memoria, como una horrible enfermedad, le devoraba el alma. De cuando
en cuando le parecía ver los ojos de Basil Hallward que lo miraban.
Comprendió, sin embargo, que no podía quedarse allí. La presencia de
Adrian Singleton le perturbaba. Quería estar en un lugar donde nadie supiera
quién era. Quería huir de sí mismo.
-Me voy al otro sitio -dijo, después de una pausa.
-¿En el muelle?
-Sí.
-Esa gata loca estará allí con toda seguridad. Aquí ya no la admiten.
Dorian se encogió de hombros.
-Estoy harto de mujeres que me quieren. Las mujeres que odian son mucho
más interesantes. Además, la mercancía es allí mejor.
-Más o menos la misma cosa.
-Yo la prefiero. Ven a beber algo. Necesito una copa.
-No quiero nada -murmuró el joven.
-Da lo mismo.
Adrian Singleton se levantó con aire cansado y siguió a Dorian Gray hasta
el bar. Un mulato, con un turbante hecho jirones y un largo abrigo mugriento,
les obsequió con una mueca espantosa a manera de saludo mientras
colocaba ante ellos una botella de brandy y dos vasos. Las mujeres se acercaron
y empezaron a parlotear. Dorian les volvió la espalda y dijo algo en
voz baja a su acompañante.
Una sonrisa tan retorcida como un cris malayo se paseó por el rostro de una de las mujeres.
-¡Qué orgullosos estamos esta noche! -fueron sus burlonas palabras.
-Por el amor de Dios, no me dirijas la palabra -exclamó Dorian, golpeando
el suelo con el pie-. ¿Qué es lo que quieres? ¿Dinero? Aquí lo tienes.
Pero no vuelvas a dirigirme la palabra.
En los ojos de la mujer, embrutecidos por el alcohol, aparecieron por un
momento dos destellos rojos, pero volvieron a apagarse enseguida, dejándolos
otra vez muertos y vidriosos. Luego sacudió la cabeza y con dedos avarientos
recogió las monedas del mostrador. Su compañera la contempló con envidia.
-Es inútil -suspiró Adrian Singleton-. No tengo ganas de volver. ¿Qué
más da? Estoy muy bien aquí.
-Me escribirás si necesitas algo, ¿de acuerdo? -dijo Dorian después de una pausa.
-Quizá.
-Buenas noches, entonces.
-Buenas noches -respondió el joven, volviendo a subir los escalones
mientras se limpiaba la boca reseca con un pañuelo.
Dorian se dirigió hacia la puerta con una expresión dolorida en el rostro.
Cuando apartaba la cortina verde, una risa espantosa salió de los labios pintados
de la mujer que había recogido las monedas.
-¡Ahí va el protegido del diablo! -exclamó con voz ronca entre dos ataques de hipo.
-¡Maldita seas! -respondió Dorian-, ¡no me llames eso!
La mujer chasqueó los dedos.
-Príncipe azul es lo que te gusta que te llamen, ¿no es eso? -le gritó mientras salía.
El marinero adormilado se levantó de un salto al oír a la mujer, y miró
con ojos enloquecidos a su alrededor. El sonido de la puerta al cerrarse llegó
hasta sus oídos, y salió precipitadamente, como en persecución de alguien.
Dorian Gray avanzaba a buen paso por el muelle sin importarle la lluvia.
Su encuentro con Adrian Singleton le había emocionado extrañamente, y se
preguntaba si aquel desastre era responsabilidad suya, tal como Basil Hallward
le había dicho de manera tan insultante. Se mordió los labios y por
unos instantes sus ojos se llenaron de tristeza. Aunque, después de todo, ¿a
él qué más le daba? La vida es demasiado corta para cargar con el peso de
los errores ajenos. Cada persona gastaba su propia vida y pagaba su precio
por vivirla. Lo único lamentable era que por una sola falta hubiera que pagar
tantas veces. Que hubiera, efectivamente, que pagar y volver a pagar y
seguir pagando. En sus tratos con los seres humanos, el Destino nunca cerraba las cuentas.
Hay momentos, nos dicen los psicólogos, en los que la pasión por el pecado,
o por lo que el mundo llama pecado, domina hasta tal punto nuestro
ser, que todas las fibras del cuerpo, al igual que las células del cerebro, no
son más que instinto con espantosos impulsos. En tales momentos hombres
y mujeres dejan de ser libres. Se dirigen hacia su terrible objetivo como autómatas.
Pierden la capacidad de elección, y la conciencia queda aplastada
o, si vive, lo hace para llenar de fascinación la rebeldía y dar encanto a la
desobediencia. Cuando aquel espíritu poderoso, aquella perversa estrella de
la mañana cayó del cielo, lo hizo como rebelde.
Insensible, sin otra meta que el mal, contaminado el espíritu y el alma
hambrienta de rebeldía, Dorian Gray se apresuró, acelerando el paso a medida
que avanzaba. Pero en el momento en que se desviaba con el fin de penetrar
por un pasaje oscuro que con frecuencia le había servido de atajo
para llegar al lugar adonde se dirigía, sintió que lo sujetaban por detrás y,
antes de que tuviera tiempo para defenderse, se vio arrojado contra el muro,
con una mano brutal apretándole la garganta.
Luchó desesperadamente y, con un terrible esfuerzo, logró librarse de la
creciente presión de los dedos. Pero un segundo después oyó el chasquido
de un revólver y vio el brillo de un cañón que le apuntaba directamente a la
cabeza, así como la silueta imprecisa del individuo bajo y robusto que le hacía frente.
-¿Qué quiere? -jadeó.
-Estese quieto -dijo el otro-. Si se mueve, disparo. -Ha perdido el juicio.
¿Qué tiene contra mí?
-Usted destrozó la vida de Sibyl Vane -fue la respuesta-. Y Sibyl Vane era
mi hermana. Se suicidó. Lo sé. Usted es el responsable. Juré matarlo. Llevo
años buscándolo. No tenía ninguna pista ni el menor rastro. Las dos personas
que podían darme una descripción suya han muerto. Sólo sabía el nombre
cariñoso que Sibyl utilizaba. Hace un momento lo he oído por casualidad.
Póngase a bien con Dios, porque va a morir esta noche.
Dorian Gray se sintió enfermar de miedo.
-No sé de qué me habla -tartamudeó-. Nunca he oído ese nombre. Está usted loco.
-Más le vale confesar su pecado, porque va a morir, tan cierto como que
me llamo James Vane.
Durante un terrible momento, Dorian no supo qué hacer ni qué decir.
-¡De rodillas! -gruñó su agresor-. Le doy un minuto para que se arrepienta,
nada más. Me embarco para la India, pero antes he de cumplir mi promesa.
Un minuto. Eso es todo.
Dorian dejó caer los brazos. Paralizado por el terror, no sabía qué hacer.
De repente sé le pasó por la cabeza una loca esperanza.
-Espere -exclamó-. ¿Cuánto hace que murió su hermana? ¡Deprisa, dígamelo!
-Dieciocho años -respondió el marinero-. ¿Por qué me lo pregunta? ¿Qué
importancia tiene?
-Dieciocho años -rió Dorian Gray, con acento triunfal en la voz-. ¡Dieciocho
años! ¡Lléveme bajo la luz y míreme la cara!
James Vane vaciló un momento, sin entender de qué se trataba. Luego
sujetó a Dorian Gray para sacarlo de los soportales.
Si bien la luz, por la violencia del viento, era débil y temblorosa, le permitió
de todos modos comprobar el espantoso error que, al parecer, había
cometido, porque el rostro de su víctima poseía todo el frescor de la adolescencia,
la pureza sin mancha de la juventud. Apenas parecía superar las
veinte primaveras; la edad que tenía su hermana, si es que llegaba, cuando
él se embarcó por vez primera, hacía ya tantos años. Sin duda no era aquél
el hombre que había destrozado la vida de Sibyl.
James Vane aflojó la presión de la mano y dio un paso atrás.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Y me disponía a matarlo! Dorian Gray respiró hondamente.
-Ha estado usted a punto de cometer una terrible equivocación -dijo, mirándolo
con severidad-. Que le sirva de escarmiento para no tomarse la justicia por su mano.
-Perdóneme -murmuró el otro-. Estaba equivocado. Una palabra oída en
ese maldito antro ha hecho que me confundiera.
-Será mejor que vuelva a casa y abandone esa arma. De lo contrario, tendrá
problemas -dijo Dorian Gray, dándose la vuelta y alejándose lentamente calle abajo.
James Vane, horrorizado, inmóvil en mitad de la calzada, empezó a temblar
de pies a cabeza. Poco después, una sombra oscura que se había ido
acercando sigilosamente pegada a la pared, salió a la luz y se le acercó con
pasos furtivos. El marinero sintió una mano en el brazo y se volvió a mirar
sobresaltado. Era una de las mujeres que bebían en el bar.
-¿Por qué no lo has matado? -le susurró, acercando mucho el rostro ojeroso
al de James-. Me di cuenta de que lo seguías cuando saliste corriendo
de casa de Daly. ¡Pobre imbécil! Tendrías que haberlo matado. Tiene mucho
dinero y es lo peor de lo peor.
-No es el hombre que busco -respondió James Vane-, y no me interesa el
dinero de nadie. Quiero una vida. Quien yo busco anda cerca de los cuarenta.
Ese que he dejado ir es poco más que un niño. Gracias a Dios no me he
manchado las manos con su sangre.
La mujer dejó escapar una risa amarga.
-¡Poco más que un niño! -repitió con voz burlona-. Pobrecito mío, hace
casi dieciocho años que el Príncipe Azul hizo de mí lo que soy.
-¡Mientes! -exclamó el marinero.
La mujer levantó los brazos al cielo.
-¡Juro ante Dios que te digo la verdad! -exclamó.
-¿Ante Dios?
-Que me quede muda si no es cierto. Es el peor de toda la canalla que
viene por aquí. Dicen que vendió el alma al diablo por una cara bonita.
Hace casi dieciocho años que lo conozco. No ha cambiado mucho desde entonces.
Yo, en cambio, sí -añadió con una horrible mueca.
-¿Me juras que es cierto?
-Lo juro -las dos palabras salieron como un eco ronco de su boca hundida-.
Pero no le digas que lo he denunciado -gimió-. Le tengo miedo. Dame
algo para pagarme una cama esta noche.
James Vane se apartó de ella con una imprecación y corrió hasta la esquina
de la calle, pero Dorian Gray había desaparecido. Cuando volvió la vista,
tampoco encontró a la mujer.