El signo de los cuatro – Arthur Conan Doyle
Se rompe la cadena
Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando me desperté, fortalecido y
reanimado. Sherlock Holmes seguía sentado exactamente igual que la última
vez que lo vi, salvo que había dejado a un lado el violín y ahora se hallaba
absorto en un libro. Me miró de refilón cuando empecé a moverme y noté
que tenía una expresión sombría y preocupada.
––Ha dormido como un tronco ––dijo––. Temí que nuestra conversación le despertara.
––No he oído nada ––respondí––. ¿Así que ha tenido nuevas noticias?
––Por desgracia, no. Confieso que estoy sorprendido y decepcionado.
Esperaba tener algo concreto a estas horas. Wiggins acaba de pasar a
informar. Dice que no han encontrado ni rastro de la lancha. Es un parón
irritante, porque cada hora cuenta.
––¿Puedo hacer algo? Estoy perfectamente recuperado y listo para otra salida nocturna.
––No, no podemos hacer nada. Únicamente esperar. Si salimos, el mensaje
puede llegar durante nuestra ausencia y se produciría un retraso. Usted haga
lo que quiera, pero yo tengo que quedarme de guardia.
––En tal caso, me pasaré por Camberwell y le haré una visita a la señora de Cecil Forrester. Me lo pidió ayer.
––¿A la señora de Cecil Forrester? ––preguntó Holmes con una chispa de sonrisa en la mirada.
––Bueno, claro, y también a la señorita Morstan. Estaban ansiosas por enterarse de lo ocurrido.
––Yo no les contaría demasiado ––dijo Holmes––. Nunca hay que fiarse del
todo de las mujeres…, ni siquiera de las mejores.
No me entretuve en discutir tan despreciable opinión. Volveré dentro de
una o dos horas ––fue lo único que dije.
––Muy bien. Buena suerte. Pero, oiga: si va a cruzar el río, podría
aprovechar para devolver a Toby, porque ya no creo que lo necesitemos para nada.
De manera que me llevé a nuestro chucho y lo dejé, junto con medio
soberano, en casa del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell
encontré a la señorita Morstan un poco fatigada tras sus aventuras nocturnas,
pero ansiosa por escuchar las noticias. También la señora Forrester se moría
de curiosidad. Les conté todo lo que habíamos hecho, omitiendo, no obstante,
las partes más siniestras de la tragedia. Por ejemplo, aunque les hablé de la
muerte del señor Sholto, no les dije nada del método exacto empleado. Sin
embargo, aun con todas mis omisiones, había material suficiente para asombrarlas y sobresaltarlas.
––¡Es como una novela! ––exclamó la señora Forrester––. Una dama
agraviada, un tesoro de medio millón, un caníbal negro y un rufián con pata
de palo. Vienen a sustituir al dragón y al malvado conde tradicionales.
––Y dos caballeros andantes al rescate ––añadió la señorita Morstan,
dirigiéndome una mirada encendida. ––Caramba, Mary, del resultado de esta
búsqueda depende tu fortuna. Me parece que no estás lo bastante
emocionada. Imagínate lo que debe ser hacerte rica y tener el mundo a tus pies.
Sentí un ligero estremecimiento de alegría al observar que aquella
perspectiva no provocaba en ella ninguna muestra de entusiasmo. Por el
contrario, levantó su orgullosa cabeza como si aquel asunto no le interesara lo más mínimo.
––Lo que sí me preocupa es el señor Thaddeus Sholto ––dijo––. Todo lo
demás carece de importancia. Pero creo que él se ha portado en todo
momento como un hombre absolutamente decente y honrado, y nuestro deber
es librarlo de esa terrible e infundada acusación.
Estaba ya anocheciendo cuando me marché de Camberwell y cuando llegué
a casa era completamente de noche. El libro y la pipa de mi compañero
estaban junto a su sillón, pero él se había esfumado. Eché un vistazo con la
esperanza de encontrar una nota, pero no había ninguna.
––¿Ha salido el señor Holmes? ––le pregunté a la señora Hudson cuando entró para bajar las persianas.
––No, señor. Está en su habitación. ¿Sabe usted, señor? ––dijo, bajando la
voz hasta convertirla en un impresionante susurro––. Temo por su salud.
––¿Por qué dice eso, señora Hudson?
––¡Es que es tan raro! Cuando se marchó usted, se puso a andar de un lado
a otro, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que llegué a hartarme de oír sus
pasos. Luego le oí hablar y cuchichear solo, y cada vez que sonaba el timbre
salía a la escalera a preguntar: «¿Quién es, señora Hudson?» Y ahora se ha
metido en su cuarto, dando un portazo, pero le oigo pasear lo mismo que
antes. Ojalá no se ponga enfermo, señor. Me atreví a decirle algo sobre tomar
un calmante y me miró con una mirada que no sé ni cómo pude salir de la habitación.
– No creo que haya motivos para preocuparse, señora Hudson ––respondí–
– Ya lo he visto así otras veces. Tiene algún asunto en la cabeza que no le deja tranquilo.
Procuré hablar con nuestra estupenda casera en tono despreocupado, pero
yo mismo empecé a preocuparme, porque durante toda la larga noche seguí
oyendo de vez en cuando el sonido apagado de sus pasos, y comprendí que
su espíritu inquieto se rebelaba con todas sus fuerzas contra aquella inactividad involuntaria.
A la hora del desayuno lo encontré fatigado y ojeroso, con un toque de color febril en las mejillas.
––Se está usted destrozando, amigo mío ––comenté––. Le he oído desfilar toda la noche.
––Es que no podía dormir ––respondió––. Este problema infernal me está
consumiendo. ¡Mira que quedarnos atascados en un obstáculo tan
insignificante, después de haber superado todo lo demás! Conozco a los
hombres, la lancha, todo…, y sin embargo, no me llegan noticias. He puesto
en acción a otros agentes y he empleado todos los medios a mi disposición.
Se ha buscado en todo el río por las dos orillas y no hay novedades, y
tampoco la señora Smith ha sabido nada de su marido. De seguir así, habrá
que llegar a la conclusión de que han echado a pique la lancha. Pero existen objeciones a esta hipótesis.
––Puede que la señora Smith nos haya mandado tras una pista falsa.
––No, creo que eso podemos descartarlo. He hecho averiguaciones y existe
una lancha que responde a la descripción.
––¿Y no podría haber ido río arriba?
––También he considerado esa posibilidad, y tengo un grupo encargado de
buscar hasta Richmond. Si hoy no llegan noticias, mañana me pondré en
acción personalmente, y buscaré a los hombres en vez de buscar la lancha.
Pero seguro, seguro, que hoy sabremos algo.
Sin embargo, no fue así. No nos llegó ni una palabra, ni de parte de
Wiggins ni de los demás agentes. En casi todos los periódicos se publicaron
artículos acerca de la tragedia de Norwood, y todos se mostraban bastante
hostiles respecto al desdichado Thaddeus Sholto. Pero en ninguno de ellos se
aportaban nuevos detalles, excepto que al día siguiente tendría lugar la
investigación judicial. Por la tarde me acerqué paseando hasta Camberwell
para informar a las señoras de nuestra falta de éxito, y a mi regreso encontré
a Holmes abatido y de bastante mal humor. Apenas se dignó responder a mis
preguntas y estuvo toda la noche ocupado en un abstruso análisis químico
que incluía mucho calentamiento de retortas y destilación de vapores,
culminando en un olor tan desagradable que casi me expulsó del
apartamento. Hasta las primeras horas de la madrugada estuve oyendo el
tintineo de sus tubos de ensayo, que me indicaba que continuaba enfrascado en su maloliente experimento.
Empezaba a amanecer cuando me desperté sobresaltado y me sorprendió
verlo de pie junto a mi cama, vestido con toscas ropas de marinero, con
chaquetón y una áspera bufanda roja al cuello.
––Me voy río abajo, Watson ––dijo––. He estado dándole vueltas al asunto
y no veo más que una salida. En cualquier caso, vale la pena intentarlo.
––Podré ir con usted, ¿verdad? ––pregunté.
––No; será usted mucho más útil si se queda aquí en representación mía.
No me hace gracia marcharme, porque es muy posible que llegue algún
mensaje durante el día, aunque anoche Wiggins se mostró bastante pesimista.
Quiero que abra usted todas las notas y telegramas que lleguen, y actúe según
su propio criterio si llega alguna noticia. ¿Puedo contar con usted?
––Naturalmente que sí.
––Me temo que no podrá telegrafiarme, porque no puedo decirle dónde voy
a estar. Pero si tengo suerte, no estaré fuera mucho tiempo. Y cuando regrese,
tendré noticias de una u otra clase.
A la hora del desayuno, aún no había sabido nada de él. Pero al abrir el
Standard encontré publicada una nueva alusión al caso:
«Con respecto a la tragedia de Upper Norwood, tenemos motivos para creer
que el asunto promete ser aun más complicado y misterioso de lo que se
suponía en principio. Nuevas averiguaciones han demostrado que es
completamente imposible que el señor Thaddeus Sholto estuviera implicado
en modo alguno. Tanto él como el ama de llaves, la señora Bernstone, fueron
puestos en libertad ayer por la tarde. No obstante, se cree que la policía
dispone de una pista acerca de los verdaderos culpables, que está siendo
seguida por el inspector Athelney Jones, de Scotland Yard, con toda la
energía y sagacidad que le han hecho famoso. Se esperan nuevas detenciones en cualquier momento.»
«Hasta cierto punto, esto marcha bien ––pensé––. Por lo menos, el amigo
Sholto está a salvo. Me pregunto cuál será esa nueva pista, aunque más
parece una fórmula estereotipada para decir que la policía ha metido la pata.»
Dejé el periódico sobre la mesa, pero en aquel momento mis ojos se fijaron
en un anuncio de la sección de personales. Decía así:
«DESAPARECIDO.–– Mordecai Smith, barquero, y su hijo Jim zarparon
del embarcadero de Smith a eso de las tres de la madrugada del martes
pasado, en la lancha de vapor Aurora, negra con dos franjas rojas, chimenea
negra con franja blanca. Se pagará la suma de cinco libras a quien pueda dar
información sobre el paradero del mencionado Mordecai Smith y de la
lancha Aurora a la señora Smith, en el embarcadero, o en el 22111 de Baker Street.»
Aquello era, sin duda, obra de Holmes. La dirección de Baker Street
bastaba para demostrarlo. Me pareció bastante ingenioso, porque los
fugitivos podían leerlo sin ver en ello más que la angustia natural de una
esposa por la desaparición de su marido.
El día se me hizo larguísimo. Cada vez que llamaban a la puerta o se oían
pasos rápidos por la calle, me imaginaba que era Holmes que volvía o
alguien que venía en respuesta a su anuncio. Intenté leer algo, pero mis
pensamientos se desviaban constantemente hacia nuestra extraña búsqueda y
la pintoresca y maligna pareja a la que perseguíamos. ¿Era posible, me
preguntaba, que existiera un fallo de raíz en el razonamiento de mi
compañero? ¿No podría haber cometido un error monumental? ¿Cabía la
posibilidad de que su mente ágil y especulativa hubiera elaborado toda
aquella descabellada teoría sobre una base equivocada? Que yo supiera,
nunca se había equivocado, pero hasta el razonador más agudo puede
engañarse de vez en cuando. Pensé que era probable que hubiera caído en el
error a causa del excesivo refinamiento de su lógica, de su preferencia por las
explicaciones sutiles y extravagantes cuando tenía a mano otras más vulgares
y sencillas. Pero por otra parte, yo mismo había visto las pruebas y había
escuchado las razones de sus deducciones. Si repasaba la larga cadena de
curiosas circunstancias ––muchas de ellas triviales en sí mismas, pero todas
apuntando en la misma dirección––, no podía dejar de pensar que, aun en el
caso de que la explicación de Holmes resultara errónea, la verdadera tenía
que ser igualmente extravagante y sorprendente.
A las tres en punto de la tarde oí un fuerte timbrazo en la puerta y una voz
autoritaria en el vestíbulo y, con gran sorpresa por mi parte, se presentó en
nuestro cuarto nada menos que el señor Athelney Jones. Sin embargo, se le
veía muy diferente del brusco y dominante profesor de sentido común que
con tanta confianza se había hecho cargo del caso de Upper Norwood. Traía
una expresión abatida y sus modales eran suaves, casi como si se disculpara.
––Buenos días, señor, buenos días ––dijo––. Tengo entendido que el señor Holmes ha salido.
––Sí, y no sé a ciencia cierta cuándo regresará. Pero si quiere esperarle,
puede sentarse en esa butaca y fumar uno de estos cigarros.
––Gracias, no tengo inconveniente ––dijo, secándose el sudor de la cara con un pañuelo rojo estampado.
––¿Y un whisky con soda?
––Bueno, medio vaso. Hace mucho calor para esta época del año y he
tenido bastantes problemas y dificultades. ¿Conoce usted mi teoría acerca del caso de Norwood?
––Recuerdo sólo que expuso una.
––Bueno, me he visto obligado a reconsiderarla. Tenía ya al señor Sholto
bien atrapado en mis redes cuando, zas, se me cuela por un agujero.
Consiguió presentar una coartada imposible de echar abajo. Desde el instante
en que salió de la habitación de su hermano, estuvo en todo momento a la
vista de una u otra persona, así que no pudo ser él quien trepó por los tejados
y se metió por las trampillas. Es un caso muy complicado y me juego en él
mi prestigio profesional. Me vendría muy bien una pequeña ayuda.
––Todos necesitamos ayuda de vez en cuando ––dije yo.
––Su amigo, el señor Sherlock Holmes, es un hombre maravilloso ––dijo en
tono ronco y confidencial––. No hay quien pueda con él. He visto a ese
jovencito meter la nariz en un buen montón de casos, y aún no ha habido un
caso en el que no haya podido arrojar algo de luz. Sus métodos son
irregulares, y tal vez se precipita un poco al inventar teorías, pero, en
conjunto, creo que habría sido un policía muy prometedor, y no me importa
decirlo. Esta mañana he recibido un telegrama suyo, dando a entender que
dispone de alguna pista en el caso Sholto. Aquí está su mensaje.
Sacó el telegrama del bolsillo y me lo entregó. Se había enviado desde
Poplar, a las doce. «Vaya inmediatamente a Baker Street ––decía––. Si aún
no he regresado, espéreme. Sigo de cerca la pista de la banda del caso Sholto.
Si quiere intervenir en el final, puede acompañarnos esta noche.»
––Esto suena bien. Está claro que ha vuelto a encontrar el rastro ––dije.
––¡Ah!, entonces es que también él había fallado ––exclamó Jones, con
evidente satisfacción––. Hasta los mejores nos despistamos alguna que otra
vez. Claro que esto podría ser una falsa alarma, pero mi deber como agente
de la ley es no pasar por alto ninguna posibilidad. ¡Ah!, hay alguien en la puerta. Tal vez sea él.
Se oyeron unos pasos inseguros que subían por la escalera, acompañados de
fuertes resoplidos y jadeos, como de un hombre que tiene grandes
dificultades para respirar. Se detuvo un par de veces, como si el ascenso
fuera demasiado fatigoso para él, pero al fin consiguió llegar a nuestra puerta
y entrar. Su aspecto cuadraba bien con los sonidos que habíamos oído. Era un
hombre de edad avanzada, vestido de marinero, con un viejo chaquetón
abotonado hasta el cuello. Tenía la espalda doblada, le temblaban las rodillas
y su respiración era dolorosamente asmática. Se apoyaba en un grueso bastón
de roble y sus hombros se alzaban con esfuerzo para aspirar aire hacia los
pulmones. Llevaba una bufanda de colores tapándole la barbilla y pude ver
poco de su cara, aparte de un par de ojos oscuros y penetrantes, enmarcados
por unas cejas blancas y pobladas y un par de largas patillas grises. En
conjunto, me dio la impresión de un respetable patrón de barco cargado de años y empobrecido.
––¿Qué desea, buen hombre? ––pregunté.
El hombre miró a su alrededor al estilo lento y metódico de los ancianos.
––¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? ––preguntó. ––No, pero yo actúo
en su nombre. Puede darme cualquier mensaje que traiga para él.
––Tenía que decírselo a él en persona.
––Pero ya le digo que actúo en su nombre. ¿Es algo referente a la lancha de Mordecai Smith?
––Sí. Yo sé muy bien dónde está. Y sé dónde están los hombres que busca.
Y sé dónde está el tesoro. Lo sé todo.
––Pues dígamelo y yo se lo haré saber.
––Tenía que decírselo a él ––insistió, con la obstinación petulante de un hombre muy viejo.
––Pues tendrá que esperar a que venga.
––Ni hablar. No voy a perder todo un día para dar gusto a nadie. Si el señor
Holmes no está, el señor Holmes tendrá que averiguarlo todo por su cuenta.
No me gusta el aspecto de ninguno de ustedes dos y no pienso decir ni una palabra.
Arrastró los pies hacia la puerta, pero Athelney Jones se le puso delante.
––Un momento, amigo ––dijo––. Usted posee información importante y no
debe marcharse. Le guste o no, vamos a retenerlo aquí hasta que regrese nuestro amigo.
El anciano intentó una carrerita hacia la puerta, pero al ver que Athelney
Jones apoyaba en ella su ancha espalda se convenció de la inutilidad de su resistencia.
––¡Bonita manera de tratarle a uno! ––exclamó, golpeando el suelo con su
bastón––. Vengo aquí a ver a un caballero y dos tipos a los que no he visto en
mi vida me sujetan y me tratan de esta manera.
––No perderá nada con esto ––dije––. Le recompensaremos por el tiempo
perdido. Siéntese ahí, en el sofá, y no tendrá que esperar mucho.
El hombre cruzó la habitación de muy mal humor y se sentó con la cara
apoyada en las manos. Jones y yo seguimos fumando y reanudamos nuestra
charla. Pero de pronto, sonó sobre nuestras cabezas la voz de Holmes.
––Ya podrían ustedes ofrecerme también a mí un cigarro ––dijo.
Los dos dimos un salto en nuestros asientos. Allí estaba Holmes, sentado
junto a nosotros, con expresión de tranquilo regocijo.
––¡Holmes! ––exclamé––. ¡Usted aquí! Pero… ¿dónde está el anciano?
––Aquí está el anciano ––dijo Holmes, extendiendo un montón de pelo
blanco––. Aquí lo tiene. Peluca, patillas, cejas y todo lo demás. Estaba
convencido de que mi disfraz era bastante bueno, pero no esperaba que llegara a superar esta prueba.
––¡Qué bribón! ––exclamó Jones, absolutamente encantado––. Habría
podido ser actor, y de los buenos. Tenía la tos exacta de un viejo del asilo, y
esas piernas temblorosas valen diez libras a la semana. Aun así, me pareció
reconocer el brillo de sus ojos. Ya ve que no es tan fácil burlarnos.
––Llevo todo el día actuando con este disfraz ––dijo Holmes, mientras
encendía un cigarro––. Resulta que ya empieza a conocerme un buen número
de miembros de la clase criminal, sobre todo desde que a nuestro amigo, aquí
presente, le dio por publicar algunos de mis casos. Así que ya sólo puedo
recorrer el sendero de guerra bajo algún disfraz sencillo, como éste. ¿Recibió usted mi telegrama?
––Sí, por eso he venido.
––¿Qué tal va progresando su caso?
––Todo se ha quedado en nada. He tenido que soltar a dos de mis detenidos
y no hay pruebas contra los otros dos.
––No se preocupe. Le proporcionaremos otros dos a cambio de ésos. Pero
tiene usted que ponerse a mis órdenes. Puede usted quedarse con todo el
crédito oficial, pero tiene que actuar tal como yo le indique. ¿Está de acuerdo?
––Por completo, si me ayuda a cazar a esos hombres.
––Muy bien. En primer lugar, necesitaré una lancha rápida de la policía,
una lancha de vapor, que debe estar en el embarcadero de Westminster a las siete en punto.
––Eso se arregla fácilmente. Siempre hay una por allí. Pero para estar
seguro puedo cruzar la calle y telefonear.
––También necesitaré dos hombres fuertes y valientes, por si ofrecen resistencia.
––Habrá dos o tres en la lancha. ¿Qué más?
––Cuando atrapemos a los hombres, nos haremos con el tesoro. Creo que
para este amigo mío sería un placer llevarle personalmente la caja a la joven
a quien pertenece por derecho la mitad. Que sea ella la primera en abrirla. ¿Eh, Watson?
––Sería un gran placer para mí.
––Es un procedimiento bastante irregular ––dijo Jones, meneando la
cabeza––. Sin embargo, el asunto entero es irregular, y supongo que
tendremos que hacer la vista gorda. Pero luego habrá que entregar el tesoro a
las autoridades hasta que concluya la investigación oficial.
––Desde luego. Eso es fácil de arreglar. Una cosa más: me gustaría que el
propio Jonathan Small me explicara algunos detalles del caso. Ya sabe usted
que me gusta dejar resueltos mis casos hasta el último detalle. ¿Hay alguna
objeción a que mantenga una entrevista extraoficial con él, aquí en mis
habitaciones o en cualquier otro lugar, teniéndolo en todo momento convenientemente vigilado?
––Bueno, usted controla la situación. Aún no tengo ninguna prueba de la
existencia de ese Jonathan Small, pero si es usted capaz de atraparlo, no veo
por qué iba a negarme a que hable con él.
––¿De acuerdo, pues?
––Por completo. ¿Hay algo más?
––Sólo que insisto en que cene usted con nosotros. La cena estará lista en
media hora. Tengo ostras y gallo de bosque, con una buena selección de
vinos blancos. Watson, usted todavía no ha apreciado mis habilidades de ama de casa.