Emma – Jane Austen
Una vez rizado el cabello y despedida la criada, Emma se puso a meditar
en sus desventuras… ¡La verdad es que todo había salido mal! Todos sus
planes deshechos, todas sus esperanzas frustradas ¡y de qué modo! ¡Qué
golpe para Harriet! Eso era lo peor de todo. Todas las circunstancias de
aquella cuestión eran penosas y humillantes por un motivo u otro; pero
comparándolo con el mal que se había hecho a Harriet, lo demás carecía
de importancia; y Emma hubiera aceptado gustosa haberse equivocado
aún más —haberse hundido aún más en el error—, tenerse que reprochar
una falta de criterio aún mayor, con tal de que ella fuera la única que
pagase por sus torpezas.
—Si yo no hubiese convencido a Harriet para que se inclinara hacia él,
ahora me sería más fácil sobrellevarlo todo. Él quizás hubiera redoblado
sus pretensiones respecto a mí… pero ¡pobre Harriet!
¡Cómo podía haber estado tan ciega! Y él aseguraba que nunca había
pensado seriamente en Harriet… ¡nunca! Intentó recapitular lo ocurrido en
aquellas semanas; pero todo lo veía confuso. Supuso que tenía una idea
fija y que había hecho que todo lo demás se acomodara a su prejuicio. Sin
embargo, el modo de comportarse del señor Elton forzosamente tenía que
haber sido ambiguo, incierto, poco claro, o de lo contrario ella no hubiera
podido equivocarse tanto.
¡El cuadro! ¡Cómo se había interesado por aquel cuadro! ¡Y la charada! Y
cien detalles más…; ¡todos parecían apuntar tan claramente a Harriet…!
Desde luego que la charada con aquello del «ingenio»… aunque por otra
parte lo de los «dulces ojos»… El hecho era que aquello podía decirse de
cualquiera; era un embrollo de mal gusto y sin gracia. ¿Quién hubiera
podido sacar algo en claro de aquella tontería tan insípida?
Claro está que a menudo, sobre todo últimamente, Emma había notado
que sus modales para con ella eran innecesariamente galantes; pero lo
había considerado como una rareza suya, como una de sus
exageraciones, una muestra más de su falta de tacto, de buen gusto, una
prueba más de que no siempre había alternado con la mejor sociedad; que
a pesar de lo cortés de su trato a veces ignoraba lo que era la verdadera
distinción; pero hasta aquel mismo día, nunca ni por un momento había
imaginado que todo aquello significaba algo más que un respeto
agradecido como amiga de Harriet.
Debía al señor John Knightley el primer vislumbre de la verdadera
situación, la primera noticia de que aquello era posible. Era innegable que
ambos hermanos tenían el juicio muy dato. Recordaba lo que el señor
Knightley le había dicho en cierta ocasión acerca del señor Elton, la
prudencia que le había aconsejado, la seguridad que tenía de que el señor
Elton no renunciaría a una boda ventajosa; y Emma se sonrojaba al
pensar que aquellas opiniones demostraban un conocimiento mucho
mayor del carácter de aquella persona que a lo que ella había llegado. Era
algo terriblemente mortificante; pero el señor Elton en muchos aspectos
demostraba ser todo lo contrario de lo que ella había creído; orgulloso,
arrogante, lleno de vanidad; muy convencido de sus propias excelencias, y
muy poco preocupado por los sentimientos de los demás.
Contrariamente a lo que suele ocurrir, el señor Elton al querer rendir
homenaje a Emma había perdido toda estimación ante los ojos de la joven.
Su declaración de amor y sus proposiciones no le sirvieron de nada. Ella
no se sintió halagada por esta predilección, y sus pretensiones le
ofendieron. El señor Elton quería hacer una boda ventajosa y tenía el
atrevimiento de poner los ojos en ella, de fingir que estaba enamorado;
pero de lo que estaba totalmente segura es de que su decepción no sería
muy profunda, ni había por qué preocuparse por ella. Ni en sus palabras ni
en su manera de actuar había verdadero afecto. Gran abundancia de
suspiros y de palabras bonitas; pero Emma apenas podía concebir
expresiones, un tono de voz que tuviesen menos que ver con el amor
verdadero. No tenía por qué preocuparse por compadecerle. Lo único que
él quería era medrar y enriquecerse; y si la señorita Woodhouse de
Hartfield, la heredera de treinta mil libras anuales de renta, no era tan fácil
de conseguir como él había imaginado, no tardaría en probar fortuna con
otra joven que sólo tuviera veinte mil, o diez mil.
Pero… que él hablara de que Emma le había «alentado», que le supusiera
enterada de sus intenciones, aceptando sus deferencias, en resumen,
consintiendo en casarse con él… ¡Eso significaba que creía que ambos
eran iguales en posición social y en inteligencia! Que miraba por encima
del hombro a su amiga, distinguiendo cuidadosamente entre las categorías
sociales que estaban por debajo de la suya, y que era tan ciego para todo
lo que estaba por encima de él como para imaginarse que poner los ojos
en ella no era ningún atrevimiento excesivo… En fin, ¡era algo indignante!
Tal vez no tenía derecho a esperar que él comprendiera el abismo que les
separaba en talento natural y en delicadezas de espíritu. La simple
ausencia de esta igualdad impedía que se diera cuenta de ello; pero lo que
sí debía saber era que en fortuna y en posición social ella estaba muy por
encima. Debía saber que los Woodhouse, que procedían de la rama
segundona de una antiquísima familia, se hallaban instalados en Hartfield
desde hacía varias generaciones… y que los Elton no eran nadie.
Ciertamente que las tierras que dependían de Hartfield no eran de una
gran extensión, ya que constituían sólo como una especie de mella de la
heredad de Donwell Abbey, a la que pertenecía todo el resto de Highbury;
pero su fortuna, que procedía de otras fuentes, les situaba en una posición
que sólo cedía en importancia a la de los propietarios de la misma Donwell
Abbey; y los Woodhouse hacía ya tiempo que eran considerados como
una de las familias más distinguidas y estimadas de aquellos contornos, a
los que el señor Elton había llegado hacía menos de dos años para abrirse
camino como pudiera, sin contar con otras amistades que comerciantes, y
sin otra recomendación que su cargo y sus maneras corteses.
Pero había llegado a imaginar que Emma estaba enamorada de él;
evidentemente eso había sido lo que le dio confianza; y tras haber
fantaseado un poco pensando en la poca adecuación que a veces existía
entre unos modales corteses y una mente vanidosa, Emma, con toda
honradez se vio obligada a hacer alto y a admitir que se había mostrado
con él tan complaciente y tan amable, tan llena de cortesías y de
atenciones (suponiendo que él no se hubiese dado cuenta de cuál era el
verdadero móvil que la guiaba) que podía autorizar a un hombre cuyas
dotes de observación y buen criterio no eran excesivos, como era el caso
del señor Elton, a imaginarse que ella le distinguía con sus preferencias. Si
Emma se había engañado de tal modo acerca de los sentimientos del
joven, no tenía mucho derecho a extrañarse de que él, cegado por el
interés, también hubiera interpretado mal las intenciones de ella.
El primer error y el más grave de todos lo había cometido ella. Era un
disparate, una gran equivocación empeñarse en casar a dos personas. Era
ir demasiado lejos, hacer algo que no le incumbía, convertir en frívolo algo
que debería ser serio, en artificioso lo que debería ser natural. Estaba muy
preocupada por todo aquello y sentía vergüenza de sí misma, y decidió no
volver nunca más a hacer nada parecido.
«He sido yo —se decía a sí misma— quien ha convencido a la pobre
Harriet para que se sintiera atraída por ese hombre. Si no hubiera sido por
mí, nunca hubiera pensado en él; y desde luego nunca hubiera pensado
en él alimentando esperanzas si yo no le hubiese asegurado que el señor
Elton se interesaba por ella, porque Harriet es tan modesta y humilde
como yo creía que era él. ¡Oh! ¡Si me hubiera contentado con convencerla
de que no aceptase al joven Martin! En eso sí que no me equivoqué. Hice
bien; pero tendría que haberme conformado con eso y dejar que el tiempo
y la suerte hicieran lo demás. Yo la estaba introduciendo en la buena
sociedad y dándole ocasión de que alguien de más categoría se sintiera
atraído por ella; no debería haber intentado nada más. Pero ahora, pobre
muchacha, se le acabó el sosiego durante algún tiempo. Sólo he sido
buena amiga a medías; pero es que aparte de la decepción que ahora
pueda tener, no se me ocurre nadie más que pueda convenirle del todo…
¿William Cox…? ¡Oh, no! A William Cox no puedo soportarle… un
abogadillo presuntuoso…»
Se detuvo para sonrojarse y se echó a reír al ver cómo reincidía; pero en
seguida se puso a reflexionar más seriamente, aunque con menos
optimismo, acerca de lo que había ocurrido y lo que podía y debía ocurrir.
La penosa explicación que tenía que dar a Harriet y todo lo que iba a sufrir
la pobre Harriet, además de lo violentas que iban a ser para las dos las
futuras entrevistas, las dificultades de seguir con aquella amistad o de
romper, de dominar su pena, disimular su resentimiento y evitar que se
supiera todo aquello, bastaron para ocuparla en melancólicas reflexiones
durante algún tiempo más, y por fin se acostó sin haber decidido nada,
pero convencida de haber cometido una terrible equivocación.
Emma, con su temperamento juvenil y espontáneamente alegre, con la
llegada del nuevo día no podía dejar de sentirse animosa de nuevo, a
pesar de los sombríos pensamientos que la habían dominado la noche
anterior. La juventud y alegría de la mañana parecían corresponder a las
de su espíritu, y ejercían sobre él una poderosa influencia; y si sus cuitas
no habían sido lo suficientemente graves como para impedirle cerrar los
ojos, éstos al abrirse hallaron sin duda las cuitas más aliviadas y las
esperanzas más luminosas.
Por la mañana Emma se levantó mejor dispuesta para encontrar
soluciones de lo que se había acostado, más resuelta a ver con buen
ánimo los problemas que tenía que afrontar, y con más confianza para
salir airosa de ellos.
Era un gran alivio que el señor Elton no estuviese realmente enamorado
de ella y que no fuera una persona de extremada delicadeza a quien
sentía tener que causar una decepción… que Harriet no tuviera tampoco
una de esas sensibilidades superiores en las que los sentimientos son más
intensos y duraderos… y que no hubiera necesidad de que nadie más se
enterara de lo que había pasado, que todo quedara entre ellos tres, y
sobre todo que su padre no tuviera ni un momento de preocupación por todo aquello.
Éstos eran pensamientos muy alentadores; y la espesa capa de nieve que
cubría la tierra vino también en su ayuda, ya que en aquellos momentos
cualquier cosa que pudiese justificar el que los tres se mantuvieran
totalmente alejados los unos de los otros debía ser bien acogida.
Así pues, el tiempo le era francamente favorable; a pesar de ser día de
Navidad no podía ir a la iglesia. El señor Woodhouse se hubiese
preocupado mucho si su hija lo hubiera intentado, y por lo tanto Emma se
evitaba así el suscitar o revivir ideas desagradables y deprimentes. Como
la nieve lo cubría todo y la atmósfera se hallaba en este estado inestable
entre la helada y el deshielo, que es el que menos invita a estar al aire
libre, y como cada mañana empezaba con lluvia o nieve y al atardecer
volvía a helar, durante muchos días Emma tuvo el mejor pretexto para
considerarse como prisionera en su casa. No podía comunicarse con
Harriet más que por escrito; no podía ir a la iglesia ningún domingo, igual
que el día de Navidad; y no necesitaba dar ninguna excusa para justificar
la ausencia del señor Elton.
El tiempo que hacía explicaba perfectamente que todo el mundo se
encerrara en su casa; y aunque Emma confiaba, y casi estaba segura de
ello, que el señor Elton se consolaría con el trato de alguna otra persona,
era muy tranquilizador ver que su padre se hallaba tan convencido de que
el vicario no se movía de su casa, y de que era demasiado prudente para
exponerse a salir; y oírle decir al señor Knightley, a quien ningún tiempo
podía impedir que les visitara:
—¡Ah, señor Knightley! ¿Por qué no se queda usted en su casa como el
pobre señor Elton?
Aquellos días de reclusión fueron muy gratos para todos —excepto para
Emma, que seguía con sus íntimas vacilaciones— ya que este tipo de vida
era muy del agrado de su cuñado, cuyo estado de ánimo era siempre de
gran importancia para los que le rodeaban; el señor Knightley, además de
haber dejado todo su mal humor en Randalls, durante el resto de su
estancia en Hartfield no había dejado de mostrarse amable y contento.
Estaba siempre lleno de cordialidad y de deferencias, y hablaba bien de
todo el mundo. Pero a pesar de sus esperanzas optimistas y del alivio que
le proporcionaba aquella tregua, Emma se sentía amenazada por la idea
de que tarde o temprano tendría que dar una explicación a Harriet, y ello
hacía imposible que la joven se sentía totalmente tranquila.