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Capítulo 18

Emma – Jane Austen

El señor Frank Churchill no se presentó. Cuando el tiempo señalado se fue
acercando, los temores de la señora Weston se vieron justificados con la
llegada de una carta de excusa. Por el momento, «con gran pesar y
contrariedad por su parte», le era imposible visitarles; pero «confiaba en
que más adelante, al cabo de no mucho tiempo, pudiera ir a Randalls».
La señora Weston tuvo un gran disgusto… de hecho un disgusto mucho
mayor que el de su esposo, a pesar de que siempre joven; pero los
temperamentos muy vehementes, aun cuando siempre ponen demasiadas
esperanzas en el futuro, no siempre al sentirse defraudados experimentan
una depresión de ánimo proporcionada a sus ilusiones fallidas. Pronto se
olvidan de su decepción, había tenido mucha menos confianza. que él en
llegar a ver al y vuelven a alimentar nuevas esperanzas. El señor Weston
permaneció desconcertado y apenado durante media hora; pero luego
empezó a pensar que si Frank les visitaba al cabo de dos o tres meses
todo sería mejor; la estación del año sería mejor y el tiempo también; y
que, sin ninguna clase de dudas, entonces podría quedarse con ellos
mucho más tiempo que si hubiese venido por enero.
Tales pensamientos le devolvieron rápidamente el buen humor, mientras
que la señora Weston, que tendía más a la desconfianza, sólo preveía
nuevas disculpas y nuevos aplazamientos; y además de la preocupación
que sentía por lo que su esposo iba a sufrir, sufría también mucho más por ella misma.
En aquellos días Emma no estaba en disposición de preocuparse
demasiado porque el señor Frank Churchill aplazara su visita, a no ser por
la contrariedad que ello causaba en Randalls. Ahora no tenía ningún
interés especial en conocerle. Prefería estar tranquila y alejarse de la
tentación; pero, a pesar de esto, como prefería mostrarse delante de todos
como si nada hubiese ocurrido, no dejó de manifestar tanto interés por el
hecho, y de intentar aliviar la decepción de los Weston, como debía
corresponder a la amistad que les unía.
Ella fue la primera en anunciarlo al señor Knightley; y se lamentó todo lo
que era de esperar (o tal vez, por estar fingiendo, algo más de lo que era
de esperar) el proceder de los Churchill, al retener al joven con ellos.
Luego hizo una serie de comentarios en los que puso más interés del que
en realidad sentía acerca de lo beneficioso que sería la incorporación de
un joven como él a una sociedad tan limitada como la del condado de
Surrey; la ilusión que produciría el ver una cara nueva; la fiesta que sería
para todo Highbury su sola presencia; y terminó haciendo nuevas
reflexiones sobre los Churchill, lo cual le llevó a disentir abiertamente de la
opinión del señor Knightley; y con íntimo regocijo por su parte se dio
cuenta de que estaba defendiendo todo lo contrario de su verdadera
opinión, y utilizando contra sí misma los argumentos de la señora Weston.
—Es muy probable que los Churchill tengan parte de culpa —dijo el señor
Knightley fríamente—; pero estoy casi seguro de que él hubiese podido
venir si hubiera querido.
—No sé por qué supone usted eso. Él siente grandes deseos de venir; son
su tío y su tía los que no le dejan.
—Yo no puedo creer que si él se empeña no le sea posible venir. Es
demasiado inverosímil creer una cosa así sin tener ninguna prueba.
—¡Qué extraño es usted! ¿Qué ha hecho el señor Frank Churchill para
hacerle suponer que es un hijo desnaturalizado?
—Yo no supongo que sea un hijo desnaturalizado, ni muchísimo menos; lo
único que digo es que sospecho que le han enseñado a creerse que está
por encima de sus parientes y a preocuparse muy poco de todo lo que no
le represente un placer, por haber vivido con unas personas que siempre
le han dado ejemplo de esto. Es mucho más natural de lo que fuera de
desear que un joven criado entre personas que son orgullosas, amantes
de la vida regalada y egoístas, sea también orgulloso, amante de la vida
regalada y egoísta. Si Frank Churchill hubiese querido ver a su padre se
las hubiera ingeniado para venir entre setiembre y enero. Un hombre a su
edad… ¿Qué edad tiene? ¿Veintitrés o veinticuatro años?… A esa edad
no puede dejar de contar con recursos para hacer una cosa así. No es posible.
—Eso es fácil de decir, y usted que nunca ha dependido de nadie lo
encuentra muy natural. Usted, señor Knightley, es quien menos puede
opinar sobre las dificultades que surgen cuando dependemos de alguien.
No sabe lo que es tener que habérselas con ciertos caracteres.
—Es inconcebible que un hombre de veintitrés o veinticuatro años carezca
de libertad moral o física para hacer una cosa así. Dinero no le falta… y
tiempo libre tampoco. Por el contrario, sabemos que dispone en
abundancia de ambas cosas y que las despilfarra alegremente como uno
de los mayores holgazanes del reino. Continuamente oímos decir de él
que está en tal o cual balneario. Hace poco estaba en Weymouth. Eso
demuestra que puede separarse de los Churchill cuando quiere.
—Sí, hay ocasiones en que puede.
—Y estas ocasiones son siempre que cree que vale la pena; siempre que
se siente atraído por alguna diversión.
—No podemos juzgar la conducta de nadie sin conocer íntimamente su
situación. Nadie que no haya vivido en el seno de una familia puede decir
cuáles son las dificultades con que puede encontrarse cualquiera de los
miembros de esta familia. Tendríamos que conocer Enscombe, y además
el carácter de la señora Churchill, antes de decidir acerca de lo que puede
hacer su sobrino. Probablemente habrá ocasiones en las que podrá hacer
muchas más cosas que en otras.
—Emma, hay algo que un hombre siempre puede hacer si quiere: cumplir
con su deber; no valiéndose de artimañas y de astucia, sino sólo con
energía y decisión. El deber de Frank Churchill es dar esta satisfacción a
su padre. Él sabe que es así, como lo demuestran sus promesas y sus
cartas; y si tuviera verdaderos deseos, podría hacerlo. Un hombre de
sentimientos rectos diría inmediatamente a la señora Churchill, de un
modo sencillo y resuelto: «En beneficio suyo me encontrarán siempre
dispuesto a sacrificar un gusto o un placer; pero tengo que ir a ver a mi
padre inmediatamente. Sé que ahora iba a dolerle mucho una falta de
consideración como ésta. Por lo tanto, mañana mismo saldré para
Randalls…» Si le hubiera dicho esto en el tono decidido que corresponde
a un hombre, no se hubieran opuesto a que se fuera.
—No —dijo Emma, riendo—; pero tal vez se hubieran opuesto a que
volviese. No podemos hablar así de un joven que depende completamente
de otros… Nadie excepto usted, señor Knightley, consideraría posible una
cosa así. Pero no tiene usted idea de lo que es preciso hacer en
situaciones en las que usted nunca se ha encontrado. ¡El señor Frank
Churchill soltando un discurso como ése a su tío y a su tía que le han
criado y que le mantienen… ! ¡De pie en medio de la habitación, supongo,
y alzando la voz todo lo que pudiese! ¿Cómo puede imaginar que sea
posible obrar así?
—Créame, Emma, a un hombre de corazón no le parecería demasiado
difícil. Se daría cuenta de que estaba en su derecho; y el hablarles de este
modo (desde luego, como debe hablar un hombre de criterio, de una
manera adecuada) le sería más beneficioso, le elevaría más en su
consideración, reafirmaría mejor sus intereses ante las personas de
quienes depende, que toda una serie de subterfugios oportunistas.
Sentirían por él no sólo afecto, sino también respeto. Se darían cuenta de
que podían confiar en él; que el sobrino que cumplía su deber para con su
padre, también lo cumpliría para con ellos; porque ellos saben, como lo
sabe él y como todo el mundo debe de saberlo, que tiene el deber de
hacer esta visita a su padre; y mientras se valen de los medios más bajos
para irla aplazando, en el fondo no pueden tener la mejor opinión de él por
someterse a sus caprichos. Un proceder recto inspira respeto a todo el
mundo. Y si él obrara de este modo, de acuerdo con los buenos principios,
con firmeza y con constancia, sus mezquinos espíritus se inclinarían ante su voluntad.
—Lo dudo. A usted le parece muy fácil hacer que se inclinen los espíritus
mezquinos; pero cuando se trata de gente rica y autoritaria, esa
mezquindad se hincha de tal modo que se convierte en tan poco
manejable como si no lo fuera. Me imagino que si usted, señor Knightley,
tal como es ahora, pudiera de repente encontrarse en la situación del
señor Frank Churchill, sería capaz de decir y hacer lo que le recomienda; y
es muy posible que consiguiera lo que se propone. Quizá los Churchill no
supieran qué contestarle; pero es que usted no tendría que romper con
unos arraigados hábitos de obediencia y de supeditación; para quien los
tiene no puede ser tan fácil convertirse de pronto en una persona
totalmente independiente y no hacer ningún caso de los derechos que
ellos pueden reclamar para tener su gratitud y su afecto. Es posible que él
se dé tanta cuenta como usted de cuál es su deber, pero que en las
circunstancias concretas en que se halla no pueda obrar como usted lo haría.
—Entonces es que no se da tanta cuenta. Si no se ve con ánimos para
poner los medios, es que no está tan convencido como yo de que debe
hacer este esfuerzo.
—¡Oh, no! Piense en la diferencia de situación y de costumbres. Quisiera
que intentara usted comprender lo que puede llegar a sentir un joven de
sensibilidad al oponerse abiertamente a las personas que durante su niñez
y su adolescencia siempre ha considerado como sus superiores.
—No será un joven de sensibilidad, sino un joven débil, si ésta es la
primera ocasión en que tiene que llegar hasta el fin con una decisión con
la que cumple con su deber contra la voluntad de otros. A la edad que
tiene debería ser ya una costumbre en él el cumplir con su deber, en vez
de preocuparse tanto por si es o no oportuno hacerlo. Puedo admitir los
temores de un niño, no los de un hombre. A medida que iba adquiriendo
uso de razón, hubiera debido despabilarse y liberarse de todo lo que fuera
indigno en la autoridad que tenían sobre él. Hubiera debido oponerse a la
primera tentativa de sus tíos para que desairara a su padre. Si hubiera
empezado cumpliendo con su deber, ahora no tropezaría con ninguna dificultad.
—Nunca nos pondremos de acuerdo sobre esta cuestión —exclamó
Emma— y no tiene nada de extraño. Yo no tengo en absoluto la impresión
de que sea un joven débil; estoy segura de que no lo es. El señor Weston
no podría estar tan ciego, aun tratándose de su propio hijo; sólo que es
muy probable que ese joven tenga un carácter más dócil, más
condescendiente, más complaciente de lo que usted considera propio de
un hombre perfecto. Estoy casi segura de que es así; y aunque eso pueda
privarle de algunas ventajas, le asegura en cambio otras muchas.
—Sí; todas las ventajas de quedarse muy tranquilo en su casa cuando
debería estar en otro sitio, todas las ventajas de llevar una vida de
diversiones y de ociosidad, y de imaginarse extraordinariamente hábil para
encontrar excusas para ello; así puede sentarse a escribir una carta
preciosa y llena de floreos que contenga tantas protestas de afecto como
falsedades, y convencerse a sí mismo de que ha encontrado el mejor
sistema del mundo para conservar la paz dentro de casa y evitar que su
padre tenga ningún derecho a quejarse. Sus cartas no me gustan en absoluto.
—Pues tiene usted gustos muy particulares. Al parecer todo el mundo las encuentra bien.
—Sospecho que a la señora Weston no le parecen tan bien. No creo que
puedan ser del agrado de una mujer que tiene tan buen juicio y una
inteligencia tan despierta como ella; que ocupa el lugar de una madre,
pero que no está ciega por el cariño de las madres. Por ella su visita a
Randalls es doblemente necesaria, y debe de sentir doblemente esa
desatención. Si ella hubiera sido una persona de posición, estoy seguro de
que el señor Frank Churchill ya hubiera venido a Randalls; y entonces
poco valor hubiese tenido el que viniese o no. ¿Cree usted que su amiga
no se ha hecho aún esas reflexiones? ¿Supone usted que a menudo no se
dice todo eso para sus adentros? No, Emma, ese joven que usted cree tan
«amable» sólo lo es en francés, no en inglés. Puede ser muy «aimable»,
tener muy buenos modales, ser de trato muy agradable; pero carece de lo
que en inglés entendemos por delicadeza hacia los sentimientos de los
demás; en él no hay nada verdaderamente «amiable».
—Está usted empeñado en tener muy mal concepto de él.
—¿Yo? En absoluto —replicó el señor Knightley un poco contrariado—; no
tengo ningún interés en pensar mal de él. Estoy tan dispuesto a reconocer
sus méritos como los de cualquier otro; pero los únicos de los que he oído
hablar se refieren solamente a su persona; que es alto y apuesto, y de
modales finos y de trato agradable.
—Pues aunque sólo pudiera alabársele por esto, en Highbury sería
inapreciable. Aquí no tenemos muchas ocasiones de encontrar a jóvenes
de buen ver, bien educados y de trato agradable. No podemos ser tan
exigentes y pedir que lo tenga todo. ¿Se imagina usted, señor Knightley, la
sensación que producirá su llegada? No se hablará de otra cosa en las
parroquias de Donwell y Highbury; no se prestará atención a nadie más…
no habrá otro objeto de curiosidad; todo el mundo tendrá los ojos puestos
en el señor Frank Churchill; no pensaremos en nada más ni hablaremos
de ninguna otra persona.
—Ya me disculparán porque no me deslumbre tanto como ustedes. Si me
parece que puede cambiar, me alegraré de conocerle; pero si sólo es un
mequetrefe presuntuoso y hablador, poco tiempo y pocas reflexiones voy a dedicarle.
—La idea que tengo de él es la de que sabe adaptar su conversación al
gusto de cada persona, y que tiene el don y el deseo de resultar agradable
a todo el mundo. A usted le hablará de cuestiones de agricultura; a mí de
dibujo o de música; y así hará con todos, ya que tiene conocimientos
generales sobre todos los temas que le permiten seguir una conversación
o iniciarla, según requieran las circunstancias, y tener siempre algo
interesante que decir sobre todas las cosas; ésta es la idea que yo me
hago de él.
—Pues la mía —dijo vivamente el señor Knightley— es que si resulta ser
como usted dice, será el sujeto más insoportable que hay bajo la capa del
cielo… ¡Vaya…! A los veintitrés años pretendiendo ser el primero de todos,
el gran hombre, el que tiene más experiencia del mundo, que sabe
adivinar el carácter de cada cual y aprovecha el tema de conversación que
interesa a cada uno para exhibir su propia superioridad… Que prodiga
adulaciones a diestra y siniestra para que todos los que le rodean
parezcan necios comparados con él… Mi querida Emma, cuando llegue el
momento, su sentido común no le permitirá soportar a semejante fantoche.
—No voy a decirle nada más de él —exclamó Emma—; porque usted todo
lo toma a mal. Los dos tenemos prejuicios; usted en contra y yo a favor; y
no habrá modo de que nos pongamos de acuerdo hasta que lo tengamos aquí.
—¿Prejuicios? Yo no tengo prejuicios.
—Pues yo sí, y muchos, y no me avergüenzo en absoluto de tenerlos. El
afecto que tengo a los señores Weston me hace tener un fuerte prejuicio
en favor suyo.
—Ésta es una persona en la que apenas pienso una vez al mes —dijo el
señor Knightley con un aire tan molesto que movió a Emma a cambiar
inmediatamente de conversación, a pesar de que no podía comprender
por qué se enojaba tanto.
Mostrar tanta aversión por un joven sólo porque parecía ser de carácter
distinto al suyo era impropio de la gran amplitud de miras que Emma
estaba acostumbrada a reconocer en él; porque a pesar de la elevada
opinión que él tenía de sí mismo —defecto que Emma le reprochaba a
menudo—, antes de entonces ella nunca hubiera supuesto ni por un
momento que tal cosa le hiciera ser injusto para con los méritos de otra persona.

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