Emma – Jane Austen
La excelente opinión que Emma se había formado de Frank Churchill, al
día siguiente recibió un duro golpe al oír que el joven se había ido a
Londres sin más objeto que el de hacerse cortar el cabello. A la hora del
desayuno de pronto tuvo ese capricho, había mandado a por una silla de
postas y había partido con la intención de estar de regreso a la hora de la
cena, pero sin alegar motivo de más importancia que el de hacerse cortar
el cabello. Desde luego no había nada malo en que recorriera dos veces
una distancia de dieciséis millas con este fin; pero era algo de una
afectación tan exagerada y caprichosa que ella no podía aprobarlo. No
concordaba con la sensatez de ideas, la moderación en los gastos e
incluso la cordial efusividad ajena a toda presunción, que había creído
observar en él el día anterior. Aquello representaba vanidad,
extravagancia, afición a los cambios bruscos, inestabilidad de carácter,
esa inquietud de ciertas personas que siempre tienen que estar haciendo
algo, bueno o malo; falta de atención para con su padre y la señora
Weston, e indiferencia para el modo en que su proceder pudiera ser
juzgado por los demás; se hacía acreedor a todas estas acusaciones. Su
padre se limitó a llamarle petimetre y a tomar a broma lo sucedido; pero la
señora Weston quedó muy contrariada, y ello se vio claramente por el
hecho de que procuró cambiar de conversación lo antes posible y no hizo
otro comentario que el de «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».
Exceptuando esta pequeña mancha, Emma consideraba que hasta
entonces sólo podía juzgar muy favorablemente el comportamiento del
joven. La señora Weston no se cansaba de repetir lo atento y amable que
se mostraba siempre para con ella y las muchas cualidades que en
conjunto poseía su persona. Era de carácter muy abierto, alegre y vivaz;
no veía nada de malo en sus principios, y sí en cambio mucho de
inequívocamente bueno; hablaba de su tío en términos de gran afecto, le
gustaba citarle en su conversación… decía que sería el hombre más
bueno del mundo si le dejaran obrar según su modo de ser; y aunque no
profesaba el mismo cariño a su tía, no dejaba de reconocer con gratitud
las bondades que había tenido para con él, y daba la impresión de que se
había propuesto hablar siempre de ella con respeto. Todo ello obligaba a
concederle un margen de confianza; y sólo por la desdichada fantasía de
querer cortarse el cabello no podía considerársele indigno de la alta estima
con que en su fuero interno Emma le distinguía; estima que si no era
exactamente un sentimiento de amor por él, estaba muy cerca de serlo, y
cuyo único obstáculo era su terquedad (aún seguía firme en su decisión de
no casarse nunca)… estima que, en resumen, se traducía en el hecho de
que Emma le consideraba por encima de todas las demás personas que conocía.
Por su parte, el señor Weston añadía a las excelencias de su hijo una
virtud que tampoco dejaba de tener su peso: había dejado entrever a
Emma que Frank la admiraba extraordinariamente… que la consideraba
muy atractiva y llena de encantos; y por lo tanto, con tantos elementos a
su favor Emma creía que no debía juzgarle duramente. Como había
comentado la señora Weston, «todos los jóvenes tienen sus pequeñas manías».
Pero no todas sus nuevas amistades del condado mostraban
disposiciones tan benevolentes. En general en las parroquias de Donwell y
Highbury se le juzgaba sin malicia; no se daba mucha importancia a las
pequeñas extravagancias de un joven tan apuesto… siempre sonriente y
siempre amable con todos; pero había alguien que no se ablandaba
fácilmente, a quien reverencias y sonrisas no hacían deponer su actitud
crítica: el señor Knightley. El hecho en cuestión le fue referido en Hartfield;
por el momento no dijo nada; pero casi inmediatamente después Emma le
oyó comentar para sí mismo, mientras se inclinaba sobre el periódico que
tenía entre las manos:
—Hum, no me equivocaba al suponer que sería un memo y un vanidoso.
Emma estuvo a punto de replicarle; pero en seguida se dio cuenta de que
aquellas palabras no habían sido más que un desahogo, y que no tenían
ningún carácter de provocación; y las dejó sin respuesta.
Aunque por una parte eran portadores de malas noticias, la visita que
aquella mañana les hicieron el señor y la señora Weston en otro aspecto
no pudo ser más oportuna. Mientras ellos se hallaban en Hartfield ocurrió
algo que hizo que Emma necesitara su consejo; y se dio la feliz
coincidencia de que necesitaba precisamente el mismo consejo que ellos le dieron.
Las cosas ocurrieron del modo siguiente: Hacía ya una serie de años que
los Cole se habían instalado en Highbury, y eran personas excelentes…
cordiales, generosos y sencillos; pero, por otra parte eran de origen muy
modesto, de familia de comerciantes y no demasiado refinados en su
educación. Cuando llegaron por vez prie mera a la comarca, vivían
ajustándose a sus posibilidades económicas, llevando una vida apacible,
teniendo poco trato social, y dentro de ese poco trato, sin grandes
dispendios; pero en los últimos dos años sus medios de fortuna habían
aumentado considerablemente… su negocio de Londres les había dado
mayores beneficios y en general podía decirse que la fortuna les había
sonreído. Y al verse con más dinero, sus ambiciones aumentaron;
sintieron la necesidad de poseer una casa más grande y creyeron
oportuno tener más trato social. Agrandaron la casa, aumentaron el
número de criados y en todos los aspectos sus gastos se multiplicaron; y
en aquella época en fortuna y en tren de vida sólo eran superados por la
familia de Hartfield; su afán de alternar y su comedor nuevo hicieron
suponer a todo el mundo que no tardarían en tener invitados; y
efectivamente había habido ya algunas invitaciones, sobre todo a hombres
solteros. Pero Emma no les creía tan audaces como para atreverse a
invitar a las familias más antiguas y de más posición, como las de Donwell,
Hartfield o Randalls. Por nada del mundo se hubiese decidido a aceptar
una invitación suya, aunque los demás lo hicieran; y sólo lamentaba que al
ser conocidas de todos las costumbres de su padre, ello restara significado
a su negativa. Los Cole eran muy respetables a su manera, pero debía
enseñárseles que no eran ellos quienes debían establecer las condiciones
en las que las familias de más posición les visitaran. Y Emma temía mucho
que esta lección sólo podrían recibirla de ella misma; no podía esperar
mucho del señor Knightley, y nada del señor Weston.
Pero se había preparado para enfrentarse con esta presunción tantas
semanas antes de que el caso se planteara, que cuando por fin llegó la
ofensa la afectó de un modo muy diferente. En Donwell y en Randalls
habían recibido una invitación, pero no había llegado ninguna para su
padre y para ella; y la explicación que dio la señora Weston («Supongo
que con vosotros no se tomarán esa libertad, ya saben que nunca coméis
fuera de casa»), no le bastó en absoluto. Se daba cuenta de que hubiese
preferido poder darles una negativa; y luego, como todas las personas que
iban a reunirse en casa de los Cole eran precisamente sus amigos más
íntimos, empezó a darle vueltas y más vueltas a la cuestión, y terminó sin
estar ya muy segura de que no se hubiera visto tentada a aceptar. Entre
los invitados figuraría Harriet, y también las Bates. Estuvieron hablando de
ello mientras paseaban por Highbury el día anterior, y Frank Churchill
había lamentado vivamente su ausencia. ¿No era posible que la velada
terminase con un baile?, había preguntado el joven. La mera posibilidad de
que fuese así sólo contribuyó a irritar más a Emma; y el hecho de que la
dejaran en su orgullosa soledad, aun suponiendo que la omisión debiera
interpretarse como un cumplido, era un mezquino consuelo para ella.
Y fue precisamente la llegada de esta invitación, mientras los Weston
estaban en Hartfield, lo que hizo que su presencia fuera tan útil; porque
aunque su primer comentario al leerla fue «desde luego hay que
rechazarla», se dio tanta prisa en preguntarles qué le aconsejaban ellos,
que su consejo de que aceptara la invitación fue más decisivo.
Emma reconoció que, teniendo en cuenta todas las circunstancias, no
dejaba de sentir cierta inclinación por aceptar. Los Coles se habían
expresado con tanta delicadeza, habían puesto tanta deferencia en el
modo de formular la invitación, revelaba tanta consideración para con su
padre… «Hubiéramos solicitado antes el honor de su grata compañía, pero
esperábamos que nos enviaran un biombo que habíamos encargado en
Londres y que confiamos protegerá al señor Woodhouse de las corrientes
de aire, suponiendo que ello contribuirá a hacerle otorgar el
consentimiento y a proporcionarnos así el placer de su asistencia…» En
vista de todo lo cual Emma se mostró muy dispuesta a dejarse convencer;
y después de acordar rápidamente entre ellos cómo podría llevarse a cabo
el proyecto sin contrariar a su padre —sin duda podía contarse con la
señora Goddard, si no con la señora Bates, para que le hicieran
compañía—, se planteó al señor Woodhouse la cuestión de que, con la
aquiescencia de su hija, pensaban aceptar una invitación para cenar fuera
de casa un día que ya estaba próximo, lo cual significaría verse privado de
su hija durante una serie de horas. Emma prefería que su padre no
considerase posible la idea de que él también podría asistir; la reunión
terminaría demasiado tarde y habría demasiada gente. El buen señor se
resignó inmediatamente.
—No soy nada aficionado a esas invitaciones a cenar —dijo— Nunca lo
he sido. Y Emma tampoco. El trasnochar no se ha hecho para nosotros.
Siento que el señor y la señora Cole hayan tenido esta idea. A mí me
parece que hubiese sido mucho mejor que hubieran venido cualquier tarde
del próximo verano después de comer, y hubieran tomado el té con
nosotros… y luego hubiéramos podido dar un paseo juntos; eso no les
hubiera costado ningún esfuerzo porque nuestro horario es muy regular, y
todos hubiéramos podido estar de regreso en casa sin tener que
exponernos al relente de la noche. La humedad de una noche de verano
es algo a lo que yo no quisiera exponer a nadie. Pero ya que tienen tantos
deseos de que Emma cene con ellos, y como ustedes dos estarán allí
también, y el señor Knightley igual, ya cuidaréis de ella… yo no puedo
prohibirle que vaya con tal de que el tiempo sea como debe ser, ni
húmedo, ni frío, ni ventoso.
Luego, volviéndose hacia la señora Weston con una mirada de suave
reproche, añadió:
—¡Ah, señorita Taylor! Si no se hubiera casado se hubiese podido quedar
en casa conmigo.
—Bueno —exclamó el señor Weston—, ya que fui yo quien me llevé de
aquí a la señorita Taylor, a mí me corresponde encontrarle un substituto, si
es que puedo; si a usted le parece bien, puedo pasar ahora en un
momento a ver a la señora Goddard.
Pero la idea de hacer algo «en un momento» no sólo no calmaba sino que
aumentaba la inquietud del señor Woodhouse. Ellas en cambio sabían
cuál era la mejor solución. El señor Weston no se movería de allí, y todo
se haría de un modo más pausado.
Cuando desaparecieron las prisas, el señor Woodhouse no tardó en
recuperarse lo suficiente como para poder volver a hablar con toda normalidad.
—Me gustaría charlar con la señora Goddard; siento un gran afecto por la
señora Goddard; Emma podría ponerle unas letras e invitarla. James
podría llevar la nota. Pero antes que nada hay que dar una respuesta por
escrito a la señora Cole. Tú, querida, ya me disculparás todo lo
cortésmente que sea posible. Dile que soy un verdadero inválido, que no
voy a ninguna parte y que por lo tanto me veo forzado a declinar su
amable invitación; empieza presentándole mis respetos, desde luego. Pero
ya sé que tú lo harás todo muy bien; no necesito decirte lo que tienes que
hacer. Tenemos que acordarnos de decir a James que necesitaremos el
coche para el martes. Yendo con él no tengo ningún miedo de que te pase
nada. Creo que desde que se construyó el nuevo camino no hemos ido por
allí más que una vez; pero a pesar de todo estoy segurísimo de que
conduciendo James no te va a ocurrir nada; y cuando lleguéis allí tienes
que decirle a qué hora quieres que vuelva a recogerte; y sería mejor que
no fuera muy tarde. Ya sabes que a ti no te gusta trasnochar. Cuando
terminéis de tomar el té ya estarás cansadísima.
—Pero, papá, no querrás que me vaya antes de estar cansada, ¿no?
—¡Oh, claro está que no, pequeña mía! Pero te sentirás cansada en
seguida. Habrá mucha gente que se pondrá a hablar a la vez. A ti no te
gusta el ruido.
—Pero, querido amigo —exclamó el señor Weston—, si Emma se va
temprano se deshará toda la reunión.
—Pues no veo que nadie salga perjudicado porque se deshaga pronto
—dijo el señor Woodhouse—. Una velada de ésas cuanto antes se acabe mejor.
—Pero piense usted en el mal efecto que eso produciría en los Cole; el
que Emma se fuese inmediatamente después del té podría parecer como
una ofensa. Son gente de buen natural, y no creo que sean demasiado
susceptibles; pero a pesar de todo tienen que pensar que el que alguien se
vaya con tanta prisa no es hacerles un gran cumplido; y si fuese la señorita
Woodhouse la que lo hiciera, se notaría más que cualquier otra persona de
la reunión. Y estoy seguro de que usted no desea hacer un desaire y
mortificar a los Cole; siempre han sido buena gente, muy cordiales, y en
estos últimos diez años han sido vecinos suyos.
—No, no, señor Weston, por nada del mundo consentiría una cosa así, le
estoy muy agradecido por habérmelo hecho ver. Me sabría muy mal darles
un disgusto. Ya sé que son gente muy digna. Perry me ha dicho que el
señor Cole nunca prueba ninguna clase de cerveza. Nadie lo diría al verle,
pero padece de la bilis… El señor Cole es muy bilioso. No, desde luego no
puedo consentir que por mi culpa tenga un disgusto. Querida Emma,
tenemos que tener en cuenta esto. Estoy decidido: antes que correr el
riesgo de ofender al señor y a la señora Cole es mejor que te quedes
hasta un poco más tarde de lo que tú hubieras preferido. Procura que no
se te note el cansancio. Ya sabes que estarás entre amigos, no tienes que
preocuparte por nada.
—Desde luego que no, papá. Por mí no tengo ningún miedo; y yo no
tendría ningún inconveniente en quedarme hasta que se fuera la señora
Weston, si no fuera por ti. Lo único que me preocupa es el que me esperes
durante demasiado tiempo. Ya sé que estarás muy a gusto con la señora
Goddard. A ella le gusta jugar a los cientos, ya lo sabes; pero cuando ella
vuelva a su casa, tengo miedo de que te quedes levantado esperándome,
en vez de acostarte a la hora de siempre… y sólo de pensar en esto yo ya
no puedo estar tranquila. Tienes que prometerme que no me esperarás.
Y así lo hizo, aunque poniendo como condición que ella le hiciera a su vez
una serie de promesas tales como: que si al regresar tenía frío no se
olvidara de calentarse convenientemente; que si tenía hambre, no dejaría
de comer algo; que su doncella se quedase esperándola; y que Serle y el
mayordomo se ocuparan de comprobar que en la casa todo estaba en
orden, como de costumbre.