Emma – Jane Austen
Todo el mundo de Highbury y de sus contornos que hubiese visitado
alguna vez al señor Elton, estaba ahora dispuesto a obsequiarle con
motivo de su boda. En honor suyo y de su esposa se organizaron una
serie de comidas y de cenas; y las invitaciones afluyeron en tal número,
que la señora Elton no tardó mucho en tener el placer de comprobar que
no iban a tener ningún día libre.
—Ya veo lo que ocurrirá —decía ella—; ya veo la clase de vida que voy a
tener que llevar a tu lado. Sí, vamos a llevar una existencia disipada. La
verdad es que parecemos estar muy de moda. Si eso es vivir en el campo,
te aseguro que no es nada envidiable. ¡Fíjate, desde el lunes hasta el
sábado no tenemos ningún día libre! Una mujer con menos recursos de los
que yo tengo ya no sabría donde tiene la cabeza.
Pero ninguna invitación le parecía inoportuna. Gracias a las temporadas
que había pasado en Bath, estaba ya totalmente acostumbrada a cenar
fuera de casa, y Maple Grove le había hecho familiarizarse con las
invitaciones a comer. No dejó de quedar desagradablemente sorprendida
al ver que en muchas de aquellas casas no había más que un salón, que
los pasteles eran de tamaño bastante exiguo y que durante las partidas de
cartas de Highbury no se servían bebidas heladas. A la señora Bates, la
señora Perry, la señora Goddard y otras, les faltaba mucho mundo, pero
ella no tardaría en demostrarles cómo debían hacerse las cosas. Antes de
que terminara la primavera iba a corresponder a estas atenciones,
invitándolas a una reunión de gran estilo… en la que exhibiría sus mesas
de juego con sus propios candelabros, y las barajas por estrenar, tal como
es debido… contratando para la cena a más criados de lo que les permitía
su fortuna, a fin de que sirviesen los refrescos exactamente en la hora
adecuada, y en el orden debido.
Entretanto Emma no podía sentirse satisfecha hasta haber organizado una
comida en Hartfield para los Elton. No podían ser menos que los demás,
de lo contrario se exponía a malévolas sospechas y a ser considerada
capaz de un triste resentimiento. La comida tenía que celebrarse. Después
de que Emma hubiese estado hablando de ello durante diez minutos, el
señor Woodhouse se mostró dispuesto a ceder, y sólo puso la habitual
condición de que no fuera él quien presidiera la mesa, creando así la
dificultad, también habitual, de tener que decidir quién ocuparía la cabecera.
En cuanto a las personas a quienes debía invitarse, no había mucho que
pensar. Además de los Elton, tenían que venir los Weston y el señor
Knightley; hasta aquí todo iba bien… pero también era inevitable pedir a la
pobre Harriet que fuese el octavo invitado; pero esta invitación Emma ya
no la hizo con el mismo entusiasmo, y por muchos motivos se alegró de
que Harriet le rogara que le permitiese excusarse.
—Si puedo evitarlo, prefiero no verle mucho. Aún no puedo verle en
compañía de su encantadora y feliz esposa sin sentirme un poco
incómoda. Si tú no te lo tomas a mal, yo casi preferiría quedarme en casa.
Y eso era precisamente lo que Emma hubiese deseado, de haber creído
que era lo suficientemente posible como para desearlo. Estaba admirada
de la entereza de su amiguita… porque sabía que en ella era entereza
renunciar a una reunión y preferir quedarse en casa. Y ahora podía invitar
a la persona que realmente deseaba que fuese el octavo invitado, Jane
Fairfax… Desde su última conversación con la señora Weston y el señor
Knightley, sentía que su conciencia le inquietaba más que antes en lo
referente a Jane Fairfax… No había podido olvidar las palabras del señor
Knightley. Había dicho que la señora Elton tenía atenciones para con Jane
Fairfax que nadie más había tenido.
«Ésta es la pura verdad —se decía a sí misma—, por lo menos por lo que
respecta a mí, que es lo que ahora me importa… y es una vergüenza…
Teniendo la misma edad… y conociéndonos desde niñas… yo hubiera
debido ser más amiga suya… Ahora ella no querrá saber nada de mí. La
he tenido olvidada durante demasiado tiempo. Pero le dedicaré más
atención que antes».
Todas las invitaciones fueron aceptadas. Nadie tenía otro compromiso y
todos estaban encantados de asistir… Sin embargo todavía surgieron
inconvenientes en los preparativos de la cena. Se dio una circunstancia en
principio poco grata. Se había acordado que los dos hijos mayores del
señor Knightley hicieran aquella primavera una visita de varias semanas a
su abuelo y a su tía, y su padre ahora propuso traerlos, sin que él pudiera
permanecer en Hartfield más que un día… precisamente el mismo día en
que iba a celebrarse la cena. Sus ocupaciones profesionales no le
permitían cambiar la fecha, pero padre e hija quedaron muy contrariados
de que las cosas ocurrieran así. El señor Woodhouse consideraba que
ocho personas en una cena era lo máximo que sus nervios podían
soportar… y tendría que haber nueve… y Emma pensaba que el noveno
invitado estaría de muy mal humor ante el hecho de que no podía ir a
Hartfield ni por cuarenta y ocho horas sin encontrarse con una cena o una fiesta.
Consoló a su padre mejor de lo que podía consolarse a sí misma,
haciéndole ver que aunque evidentemente serían nueve en vez de ocho,
su yerno hablaba tan poco que el aumento de ruido sería casi
imperceptible. En el fondo pensaba que ella saldría perdiendo con el
cambio, ya que el lugar del señor Knightley lo ocuparía su hermano, con
su seriedad y su poca afición a hablar.
En conjunto, todo lo que ocurrió fue más favorable al señor Woodhouse
que a Emma. Llegó John Knightley; pero al señor Weston se le reclamó
urgentemente en Londres y tuvo que ausentarse precisamente aquel
mismo día. A su regreso podía ir a reunirse con ellos y participar de la
velada, pero ya no podía asistir a la comida. El señor Woodhouse se
tranquilizó por completo; y al darse cuenta de ello, unido a la llegada de los
niños y a la filosófica resignación de su cuñado al enterarse de lo que le
esperaba, hizo que desapareciera buena parte de la contrariedad de Emma.
Llegó el día, todos los invitados acudieron puntualmente y desde el primer
momento el señor John Knightley pareció dedicarse a la tarea de hacerse
agradable. En vez de llevarse a su hermano junto a una ventana para
conversar a solas mientras esperaban la comida, se puso a hablar con la
señora Fairfax. Había estado contemplando en silencio (queriendo sólo
formarse una idea para poder luego informar a Isabella) a la señora Elton,
quien mostraba tanta elegancia como podían prestarle sus encajes y sus
perlas, pero la señorita Fairfax era una antigua conocida y una muchacha
apacible, y con ella se podía hablar. La había encontrado antes del
desayuno, cuando regresaba de dar un paseo con los niños, en el mismo
momento en que empezaba a llover. Era natural decir alguna frase cortés
sobre el estado del tiempo, y él dijo:
—Supongo que esta mañana no se aventuraría usted muy lejos, señorita
Fairfax, de lo contrario estoy seguro de que se habrá mojado. Nosotros
apenas tuvimos tiempo de llegar a casa. Confío en que usted también
regresó en seguida.
—No iba más que a correos —dijo ella—, y cuando la lluvia arreció ya
volvía a estar en casa. Es mi paseo de cada día. Cuando estoy aquí
siempre soy yo la que va a recoger las cartas. Así se evitan
inconvenientes, y tengo un pretexto para salir. Un paseo antes del
desayuno me sienta bien.
—Pero supongo que un paseo bajo la lluvia no. —No, pero cuando salí de
casa no caía ni una gota. El señor John Knightley sonrió y replicó:
—Eso es un decir, pero parece que tenía usted mucho interés en dar este
paseo, porque cuando tuve el placer de encontrarla no había andado usted
ni seis yardas desde la puerta de su casa; y ya hacía bastante rato que
Henry y John veían caer más gotas de las que podían contar. Hay un
período de la vida en el que la oficina de correos ejerce un gran encanto.
Cuando tenga usted mis años, empezará a pensar que nunca vale la pena
mojarse para ir a buscar una carta.
Ella se ruborizó ligeramente, y luego contestó:
—No puedo tener esperanzas de llegar a verme en la situación en que se
halla usted, rodeado de todos los seres más queridos, y por lo tanto
tampoco puedo suponer que sólo por tener más años vayan a serme
indiferentes las cartas.
—¿Indiferentes? ¡Oh, no! No he querido decir que vayan a serle
indiferentes. Con las cartas no se trata de indiferencia. Generalmente lo
que son es una verdadera peste.
—Usted habla de cartas de negocios; las mías son cartas de amistad.
—Más de una vez he pensado que son mucho peores que las otras
—replicó él fríamente—. Los negocios pueden dar dinero, pero la amistad
es muy difícil que lo dé.
—¡Ah! No hablará en serio. Conozco demasiado bien al señor John
Knightley… Estoy convencida de que sabe apreciar lo que vale la amistad
tan bien como cualquier otra persona. Comprendo perfectamente que las
cartas signifiquen muy poco para usted, mucho menos que para mí, pero
la diferencia no está en el hecho de que sea usted diez años mayor que
yo… no se trata de la edad, sino de la situación. Usted tiene siempre a su
lado a las personas a las que quiere más, mientras que yo probablemente
nunca más volveré a verlas reunidas a mi alrededor; y por lo tanto, hasta
que no hayan muerto en mí todos mis afectos, una oficina de correos
tendrá siempre el suficiente poder de atracción como para hacerme salir
de casa, incluso con un tiempo peor que el de hoy.
—Cuando le decía que con la edad, que con el paso de los años cambiará
usted —dijo John Knightley—, me refería también al cambio de situación
que generalmente los años traen consigo. En mi opinión son dos cosas
que suelen ir juntas. El tiempo casi siempre debilita nuestro afecto por las
personas que no se mueven dentro de nuestro círculo cotidiano… pero no
era éste el cambio que yo preveía para usted. Señorita Fairfax, permita
que un viejo amigo le desee que dentro de diez años vea usted reunidas a
su alrededor a tantas personas queridas como yo ahora.
Eran palabras verdaderamente cordiales y que no podían estar más lejos
de tener mala intención. La joven le correspondió con un cortés «muchas
gracias», como dando la impresión de que lo tomaba a broma, pero su
rubor, el temblor de sus labios y la lágrima que se asomó a sus ojos
demostraban que lo había tomado muy en serio. Inmediatamente reclamó
su atención el señor Woodhouse, quien, de acuerdo con su costumbre en
estas ocasiones, iba de grupo en grupo saludando a cada uno de sus
invitados, y sobre todo dedicando cumplidos a las damas, y con ella
terminaba su recorrido… Y con la más ceremoniosa de sus cortesías le dijo:
—Señorita Fairfax, acabo de oír que esta mañana ha salido usted de su
casa cuando llovía… No sabe usted cuánto lo siento. Las jóvenes
deberían tener mucho cuidado. Las jóvenes son plantas delicadas.
Deberían cuidar mucho de su salud. Querida, ¿ya se ha cambiado las medias?
—Sí, sí, desde luego. No sabe usted lo que le agradezco que se tome
tanto interés por mi salud.
—Mi querida señorita Fairfax, una joven siempre merece toda clase de
solicitudes. Supongo que su abuela y su tía siguen bien, ¿verdad? Forman
parte de mis amistades más antiguas. Ojalá mi salud me permitiera cumplir
mejor con mis deberes de vecino. ¡Ah! Esta noche nos hace usted un gran
honor con su presencia, puede estar segura. Mi hija y yo apreciamos su
bondad en todo lo que vale, y tenemos una gran satisfacción de verla en Hartfield.
El cordial y cortés anciano podía entonces volver a sentarse convencido
de que ya había cumplido con su deber, contribuyendo a dar la bienvenida
a todas las bellas damas que había invitado.
Mientras, la noticia del paseo bajo la lluvia había llegado a oídos de la
señora Elton, y ahora fueron sus reconvenciones las que se dirigieron contra Jane.
—¡Mi querida Jane! ¿Qué es lo que he oído? ¡Ir a la oficina de correos
cuando llovía! Te digo que nos has debido hacer eso… ¡Atolondrada!
¿Cómo has podido hacer una cosa semejante? ¡Cómo se ve que yo no
estaba allí para cuidar de ti!
Jane, muy paciente, le aseguró que no se había resfriado.
—¡Oh! ¡Qué me vas a contar! Eres una atolondrada y no sabes cuidar de ti
misma… ¡Ir a correos! Señora Weston, ¿ha oído usted decir algo
parecido? Desde luego, usted y yo tenemos que ejercer nuestra autoridad.
—Me siento tentada —dijo la señora Weston de un modo amable y
persuasivo— a dar mi parecer. Señorita Fairfax, no debería usted
exponerse a esos peligros… Siendo propensa a los resfriados fuertes, la
verdad es que debería usted ir con mucho más cuidado, sobre todo en
esta época del año. Siempre he pensado que la primavera es una estación
que requiere tomar más precauciones. Es mejor esperar una hora o dos, o
incluso medio día, para ir a recoger las cartas, que exponerse a volver a
tener tos. ¿No le parece que hubiese sido más sensato esperar un poco
más? Sí, estoy segura de que es usted muy razonable. Tengo la impresión
de que ya no volvería a hacer una cosa así.
—¡Oh! ¡No volverá a hacerlo! —intervino rápidamente la señora Elton—.
¡No le permitiremos que vuelva a hacerlo! —y cabeceando como si
reflexionara, añadió—: Buscaremos un modo de arreglarlo, sí, lo
buscaremos. Hablaré con el señor E. Cada mañana un criado nuestro (uno
de nuestros criados, no me acuerdo de cómo se llama) va a recoger
nuestras cartas… Puede pedir también las tuyas y llevártelas a tu casa. De
este modo se evitan todos los inconvenientes; y me parece, mi querida
Jane, que tratándose de nosotros, no tendrás ningún escrúpulo en aceptar
este pequeño favor…
—Es usted muy amable —dijo Jane—; pero no puedo renunciar a mi
paseo de la mañana. Me han recomendado que tome el aire todo lo que
pueda, y tengo que ir a algún sitio, y con lo de las cartas tengo un pretexto;
y le aseguro que casi es la primera vez que hace un tiempo tan malo por la mañana.
—Mi querida Jane, no digas nada más. Ya está decidido… quiero decir
—riendo con afectación— hasta donde llegue mi autoridad de decidir algo
sin el consentimiento de mi dueño y señor. Ya sabe, señora Weston, usted
y yo tenemos que ir con mucho cuidado en cómo nos expresamos. Pero
yo puedo vanagloriarme, mi querida Jane, de tener cierta influencia sobre
mi esposo. Por lo tanto, si no tropezamos con dificultades insuperables,
considéralo como una cosa hecha.
—Perdone —dijo Jane con firmeza—, pero en modo alguno puedo
consentir en una cosa así que forzosamente dará tantas molestias a su
criado. Si el ir a correos no fuera un placer para mí, ya iría a por las cartas
la criada de mi abuela, como va siempre cuando yo no estoy en Highbury…
—¡Oh, querida…! ¡Pero Patty tiene tanto que hacer! Y no es ninguna
molestia para nuestros criados…
Jane no parecía dispuesta a dejarse convencer; pero en vez de contestar
volvió de nuevo a dirigir la palabra al señor John Knightley.
—La oficina de correos es algo maravilloso —dijo—. Me admira su
regularidad y su prontitud… Si se piensa en todo lo que tienen que hacer y
en que lo hacen tan bien, es algo realmente asombroso.
—Desde luego, está muy bien organizada.
—Es tan poco frecuente que tengan olvidos o errores… Es tan poco
frecuente que una carta, entre millares que van constantemente de un lado
a otro del reino, se lleve a un lugar equivocado… ¡y yo supongo que ni
siquiera una de entre un millón llega a perderse! Y cuando se piensa en la
variedad de escrituras, y en la mala letra de muchos, que tiene que
descifrarse, aún resulta mucho más asombroso…
—La costumbre da mucha práctica a los empleados… Cuando empiezan
necesitan tener cierta rapidez de vista y de manos, y con la práctica
adquieren mucha más. Y si quiere comprenderlo mejor —siguió diciendo
mientras sonreía—, les pagan por eso. Ésta es la explicación de que sean
tan hábiles. El público paga y tienen que servirle bien.
Luego se habló de la gran variedad de los tipos de letra, y se hicieron los
comentarios de costumbre.
—Me han asegurado —decía John Knightley— que generalmente los
miembros de una misma familia tienen el mismo tipo de escritura; y
cuando el maestro es el mismo, la cosa no puede ser más natural. Pero
por esta misma razón yo más bien imagino que el parecido debe de
limitarse sobre todo a las mujeres, porque los niños apenas son un poco
mayores ya dejan de estudiar, y entonces sacan la letra que pueden. En
mi opinión, Isabella y Emma tienen una letra muy parecida. Yo nunca he
sido capaz de distinguir la escritura de la una y de la otra.
—Sí —dijo su hermano, dubitativamente—, hay un parecido. Ya sé a lo
que te refieres… pero Emma tiene una letra más enérgica.
—Tanto Isabella como Emma tienen una letra preciosa —dijo el señor
Woodhouse—, y siempre la han tenido. Y la pobre señora Weston también
—añadió dedicándole a un tiempo un suspiro y una sonrisa.
—Nunca había visto una letra de caballero como… —empezó a decir
Emma, mirando también hacia la señora Weston.
Pero se interrumpió al darse cuenta de que la señora Weston estaba
conversando con otra persona… y la pausa le dio tiempo para reflexionar.
«Y ahora ¿cómo voy a hablar de él? ¿Voy a llamar la atención si cito su
nombre delante de todos? ¿Tengo que emplear algún rodeo? Tu amigo del
Yorkshire… Tu corresponsal del Yorkshire… Supongo que es lo que
tendría que hacer si me sintiese muy desgraciada. No, puedo pronunciar
su nombre sin que me produzca la menor desazón. Desde luego, cada vez
me siento mejor… Adelante pues…» La señora Weston volvía a prestarle
atención, y Emma empezó de nuevo:
—El señor Frank Churchill tiene una de las letras de hombre más bonitas
que he visto en mi vida.
—A mí no me gusta —dijo el señor Knightley—; es demasiado menuda, le
falta energía. Parece letra de mujer.
Ninguna de las damas presentes estuvo de acuerdo con esta opinión.
Todas protestaron de aquella dura crítica. No, no le faltaba energía ni
mucho menos… no era una letra grande, pero sí muy clara y de mucho
carácter. Preguntaron a la señora Weston si no llevaba encima ninguna
carta suya para poderla enseñar. Pero aunque había tenido noticias suyas
hacía muy poco tiempo, ya había contestado a su carta y la tenía guardada.
—Si estuviéramos en la otra sala —dijo Emma—, donde tengo mi
escritorio, podría enseñarles una muestra. Tengo una nota suya que me
escribió. ¿No recuerdas que un día le hiciste escribirme una nota en tu nombre?
—Fue él quien se empeñó en…
—Bueno, bueno, el caso es que tengo la nota. Después de la cena se la
enseñaré para convencer al señor Knightley.
—¡Oh! Cuando un joven tan galante como el señor Frank Churchill —dijo
secamente el señor Knightley— escribe a una dama tan encantadora
como la señorita Woodhouse, es de esperar que se esfuerce en hacerlo lo
mejor que sepa.
La cena estaba servida… y la señora Elton, antes de que le dijeran nada
ya estaba dispuesta; y antes de que el señor Woodhouse se le acercase
para ofrecerle su brazo y entrar juntos en el comedor, dijo:
—¿Yo tengo que ser la primera? La verdad es que me da un poco de
reparo ser siempre la primera de todos…
La insistencia de Jane en ir personalmente a recoger sus cartas no había
pasado inadvertida para Emma. Lo había oído y visto todo; y sentía cierta
curiosidad por saber si el paseo bajo la lluvia de aquella mañana había
sido fructífero. Ella sospechaba que sí; que no hubiese tenido tanto
empeño en salir de no tener la certeza de recibir noticias de alguien muy
querido… y lo más probable era que la salida no hubiese sido en vano. La
parecía que tenía un aire más alegre que de costumbre… que tenía más
aspecto de salud, de animación.
Hubiese podido hacer una o dos preguntas acerca del envío y el coste del
correo para Irlanda; casi las tuvo en la punta de la lengua… pero se
contuvo. Estaba totalmente decidida a no dejar escapar ni una sola
palabra que pudiese herir los sentimientos de Jane Fairfax; y siguiendo a
las demás señoras las dos jóvenes entraron en el comedor cogidas del
brazo, con una apariencia de buena concordia que armonizaba
perfectamente con la belleza y la gracia de ambas.