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Capítulo 37

Emma – Jane Austen

Una pequeña y tranquila reflexión sobre la naturaleza de su inquietud al oír
aquellas nuevas de Frank Churchill, bastó para tranquilizar a Emma. No
tardó en convencerse de que no era por sí misma que se sentía temerosa
y confusa; era por él. La verdad era que el afecto de ella se había
convertido en algo tan tenue en lo que ya casi no valía la pena pensar;
pero si el joven, que, indudablemente de los dos siempre había sido el
más enamorado, iba a regresar con un sentimiento tan intenso como el
que le embargaba cuando se fue, la situación sería muy penosa; si una
separación de dos meses no había enfriado su corazón, ante Emma se
presentaban una serie de peligros y de males; tanto por él como por ella
sería preciso tener muchas precauciones. Emma no estaba dispuesta a
que la paz de su espíritu volviera a verse comprometida, y por lo tanto era
ella quien debía evitar cualquier cosa que pudiera alentar al joven.
Su deseo era no permitir que Frank Churchill llegara a una declaración de
amor en toda regla. ¡Eso significaría una conclusión tan dolorosa para su
amistad! Y sin embargo no dejaba de prever que iba a ocurrir algo
decisivo. Tenía la impresión de que no terminaría la primavera sin traer un
estallido, un acontecimiento, algo que alterase su actual estado de ánimo,
equilibrado y tranquilo.
No pasó mucho tiempo, aunque sí más del que el señor Weston había
supuesto, antes de que tuviera oportunidad de formarse una opinión
acerca de los sentimientos de Frank Churchill. La familia de Enscombe no
se trasladó a Londres tan pronto como se había imaginado, pero muy poco
después de su instalación el joven estaba ya en Highbury. Hizo el camino
a caballo en un par de horas; no podía pedírsele más; pero como desde
Randalls se trasladó inmediatamente a Hartfield, Emma pudo ejercer en
seguida sus dotes de observación, y determinar rápidamente cuál era la
actitud que él adoptaba y cuál la que ella debía adoptar. En la entrevista
reinó la máxima cordialidad. No cabía ninguna duda de que él se alegraba
mucho de volver a verla. Pero desde el primer momento Emma tuvo la
impresión de que ya no se interesaba por ella tanto como antes, de que la
intensidad de su afecto había disminuido. Le estuvo estudiando
detenidamente. Era obvio que ya no estaba tan enamorado como tiempo
atrás. La ausencia, unida probablemente a la convicción de la indiferencia
de ella, había producido este efecto tan natural y tan deseable.
Frank estaba muy animado; tan locuaz y alegre como de costumbre, y
parecía encantado de hablar de su visita anterior y de evocar recuerdos de
entonces; pero no dejaba de mostrarse inquieto. No fue su serenidad la
que movió a Emma a creer que se había producido un cambio en él. Se le
veía intranquilo; evidentemente algo le desazonaba, no tenía sosiego.
Aunque jovial como siempre, la suya parecía una jovialidad que no le
dejara satisfecho. Pero lo que decidió la opinión de Emma sobre aquel
asunto fue el hecho de que sólo permaneció en su casa un cuarto de hora,
y que la disculpa que dio para irse tan precipitadamente fue la de que tenía
que hacer otras visitas en Highbury.
—En la calle me he encontrado con varios conocidos… no me he parado a
hablar con ellos porque no tenía tiempo… pero soy lo suficientemente
vanidoso para creer que se sentirían desilusionados si no les visitara, y
aunque me gustaría mucho poder prolongar mi visita tengo que irme en seguida.
Emma no dudaba de que él estaba menos enamorado… pero ni la
desazón de su espíritu ni su prisa por irse parecían anunciar una curación
perfecta; y más bien se sintió inclinada a pensar que todo aquello debía
atribuirse al temor de que se avivasen sus antiguos sentimientos y a una
prudente decisión de no querer frecuentar demasiado su trato.
En diez días ésta fue la única visita de Frank Churchill. Varias veces creyó
posible volver a Highbury como tanto deseaba… pero siempre surgía
algún obstáculo que se lo impedía. Su tía no consentía que la dejara. Por
lo menos ésta era la explicación que daba a los de Randalls. Si era
completamente sincero, si realmente hacía todo lo posible por visitar a su
padre, debía pensarse que el traslado a Londres de la señora Churchill no
había significado ninguna mejora para su enfermedad, tanto si ésta era
simplemente imaginaria como si era de nervios. Que estaba realmente
enferma era seguro; él, en Randalls, había afirmado que estaba
convencido de ello. A pesar de que una buena parte de sus males no eran
más que manías, comparando con épocas anteriores el joven no tenía la
menor duda de que la salud de su tía era mucho más delicada ahora que
medio año atrás. No es que creyera que sus dolencias fuesen incurables o
que las medicinas ya no le sirviesen de nada, ni tampoco dudaba de que
aún tenía muchos años de vida por delante; pero todas las sospechas de
su padre no lograron hacerle decir que la señora Churchill se quejaba de
males imaginarios y que estaba tan rebosante de salud como siempre lo había estado.
Pronto se demostró que Londres no era el lugar más adecuado para ella.
No podía soportar tanto ruido. Tenía los nervios alterados y en continua
tensión; y al cabo de diez días una carta de su sobrino que se recibió en
Randalls comunicaba un cambio de plan. Se iban a trasladar
inmediatamente a Richmond. Habían aconsejado a la señora Churchill que
se pusiera en las manos de una eminencia médica que vivía allí, y además
se le había antojado pasar una temporada en aquel lugar. Se alquiló una
casa amueblada en un terreno muy bien situado, y se tenían muchas
esperanzas de que el cambio de aires le sería beneficioso.
Emma oyó contar que Frank había escrito a su familia muy contento de
aquel nuevo traslado, satisfechísimo de disponer de dos meses completos
durante los que viviría tan cerca de sus amigos más queridos… ya que la
casa había sido alquilada para los meses de mayo y junio. Por lo visto en
sus cartas expresaba la casi seguridad de que podría estar a menudo con
ellos, casi tan a menudo como deseaba.
Emma se daba cuenta de a quién atribuía el señor Weston aquellas
jubilosas perspectivas. Consideraba que ella era el origen de toda la
felicidad que iban a procurarle. Emma confiaba en que no era así. Aquellos
dos meses iban a demostrarlo.
La alegría del señor Weston era indiscutible. Estaba radiante de contento.
Las cosas no podían ocurrir más de acuerdo con sus deseos. Ahora iba a
tener a Frank más cerca que nunca. ¿Qué eran nueve millas para un
joven? Una hora de caballo. Estaría allí continuamente. En ese aspecto la
diferencia entre Richmond y Londres era tan radical como la de verle
siempre y no verle nunca. Dieciséis millas… mejor dicho, dieciocho (había
más de dieciocho millas hasta Manchester Street) eran un obstáculo
considerable. Cuando le fuera posible salir de la ciudad se pasaría todo el
día en ir y volver. No era ninguna ventaja tenerle en Londres; era como si
estuviera en Enscombe; pero Richmond estaba a la distancia ideal para
que les visitara con frecuencia. ¡Era mejor que tenerlo aún más cerca!
Inmediatamente este traslado convirtió en realidad un ilusionado proyecto
de meses atrás: el baile en la Corona. No es que se hubieran olvidado de
ello, pero no tardaron en reconocer que era inútil toda tentativa de fijar una
fecha. Pero ahora se decidió que se celebraría; se reanudaron los
preparativos, y muy poco después de que los Churchill se hubieran
instalado en Richmond una breve carta de Frank anunció que el cambio
había sentado muy bien a su tía y que no tenía ninguna duda de que
podría acudir a Highbury por veinticuatro horas en cualquier momento que
fuera preciso, rogándoles tan sólo que fijaran la fecha para lo antes posible.
El baile del señor Weston iba a ser una realidad. Muy pocos días se
interponían ya entre los jóvenes de Highbury y la felicidad.
El señor Woodhouse se resignó. Pensó que aquella estación del año era la
menos peligrosa para esas expansiones. En todos los aspectos mayo era
mejor que febrero. Se solicitó de la señora Bates que fuera a pasar la
velada en Hartfield, James fue debidamente prevenido y el dueño de la
casa puso todas sus esperanzas en que mientras su querida Emma
estuviese ausente ni su querido Henry ni su querido John le pidiesen nada.

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