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Capítulo 47

Emma – Jane Austen

–¡Harriet, pobre Harriet!
Éstas eran las palabras que compendiaban las tristes ideas de las que
Emma no podía librarse, y que para ella constituían el peor de los males
de aquel caso. Frank Churchill se había portado muy mal con ella… muy
mal en muchos aspectos… pero lo que le hacía estar más encolerizada
con él no era sólo su proceder para con ella. Lo que más le dolía era la
confusión a que la había inducido respecto a Harriet… ¡Pobre Harriet! Por
segunda vez iba a ser víctima de los errores y del afán de casamentera de
su amiga. Las palabras del señor Knightley habían sido proféticas cuando
le había dicho en cierta ocasión: «Emma, usted no es una buena amiga
para Harriet Smith…» Ahora temía que sólo le hubiera causado males…
Claro que esta vez no podía acusarse, como la anterior, de haber sido la
única y exclusiva responsable de la desgracia; entonces había insinuado la
posibilidad de unos sentimientos que, de otro modo, Harriet nunca se
hubiera atrevido a concebir; mientras que ahora Harriet había reconocido
su admiración y su predilección por Frank Churchill antes de que ella
hubiese insinuado nada acerca de la cuestión; pero se sentía totalmente
culpable de haber alentado unos sentimientos que hubiese debido
contribuir a disipar; hubiese podido evitar que Harriet se complaciera en
esta idea y alimentara esperanzas. Su influencia hubiera bastado para ello.
Y ahora se daba perfecta cuenta de que hubiese debido evitar aquella
situación… Comprendía que había estado exponiendo la felicidad de su
amiga sin tener motivos lo suficientemente sólidos. De haberse guiado por
el sentido común, hubiese dicho a Harriet que no debía permitirse pensar
en él, que había una sola posibilidad entre quinientas de que Frank llegase
alguna vez a interesarse por ella.
«Pero me temo —añadía para sí— que sentido común no he tenido mucho».
Estaba muy enojada consigo misma; y de no estar enojada también con
Frank Churchill, su estado de ánimo hubiese sido mucho peor. En cuanto a
Jane Fairfax, por lo menos podía desentenderse de sentir inquietud por
ella. Harriet le preocupaba ya suficientemente; no necesitaba, pues, seguir
preocupándose por Jane, cuyos problemas y cuya falta de salud, como
tenían, por supuesto, el mismo origen, debían tener igualmente la misma
curación… Su vida de penurias y de desgracias había terminado… Pronto
recuperaría la salud, sería feliz y disfrutaría de una buena posición…
Emma comprendía ahora por qué su solicitud por ella había sido
desdeñada. Aquella revelación había aclarado otras muchas cuestiones de
menor importancia. Sin duda la causa habían sido los celos. Para Jane ella
había sido una rival; y lógicamente todo lo que quisiera ofrecerle como
ayuda o atenciones tenía que rechazarlo. Dar un paseo en el coche de
Hartfield hubiese sido una tortura, el arrurruz procedente de las alacenas
de Hartfield hubiese sido un veneno. Lo comprendía todo; y cuando
lograba desprenderse de los sentimientos injustos que le inspiraba su
orgullo herido, reconocía que Jane Fairfax merecía sobradamente todo el
encumbramiento y la felicidad que sin duda iba ahora a tener. Pero ¡la
pobre Harriet era un reproche viviente para ella! No podía dedicar sus
atenciones a nadie que lo necesitase más. A Emma le dolía infinito que
esta segunda decepción fuese aún más grave que la primera. Teniendo en
cuenta que esta vez sus aspiraciones eran mucho mayores, debía serlo; y
a juzgar por los poderosos efectos que aparentemente aquel
enamoramiento había producido sobre el espíritu de Harriet, impulsándola
al disimulo y al dominio de sí misma, así era… Sin embargo, debía
comunicarle aquella penosa verdad lo antes posible. Al despedirse de ella
el señor Weston la había conminado a guardar el secreto.
—Por ahora —le había dicho— todo este asunto debe seguir en secreto
absoluto. El señor Churchill lo ha exigido así como muestra de respeto por
la esposa que ha perdido hace tan pocos días; y todos estamos de
acuerdo en que es a lo que nos obliga el decoro más elemental.
Emma lo había prometido; pero a pesar de todo Harriet debía ser una
excepción; creía que éste era un deber superior.
A pesar de su mal humor, no pudo por menos de encontrar casi ridículo el
que ahora tuviera que dar a Harriet la misma penosa y delicada noticia que
la señora Weston acababa de darle a ella misma. El secreto que con tanto
miedo se le había comunicado, ahora era ella quien con no menos
intranquilidad debía comunicarlo a otra persona. Sintió acelerarse los
latidos de su corazón al oír los pasos de Harriet y su voz; pensó que lo
mismo debía de haberle ocurrido a la pobre señora Weston cuando ella
entraba en Randalls. ¡Ojalá la conversación tuviera un desenlace
igualmente feliz! Pero por desgracia de ello no había ninguna posibilidad.
—Bueno, Emma —penetrando apresuradamente en la estancia—, ¿no te
parece la noticia más extraordinaria que jamás se ha oído?
—¿A qué noticia te refieres? —replicó Emma, incapaz de adivinar por su
aspecto o su voz si Harriet se había enterado de algo.
—Lo de Jane Fairfax. ¿Has oído alguna vez una cosa tan rara? ¡Oh!, no
tienes que tener ningún reparo en confesármelo porque el señor Weston
ya me lo ha dicho todo. Acabo de encontrarle. Me ha dicho que era un
secreto para todos; y por lo tanto yo no pensaba decírselo a nadie excepto
a ti, pero me ha dicho que ya lo sabías.
—¿Qué te ha contado el señor Weston? —preguntó Emma, aún sin saber qué pensar.
—Pues… Me lo ha contado todo; que Jane Fairfax y el señor Frank
Churchill van a casarse, y que han estado prometidos en secreto desde
hace mucho tiempo. ¡Qué cosa tan rara!, ¿verdad?
Ciertamente era muy raro; la reacción de Harriet era tan extremadamente
rara que Emma no sabía cómo interpretarla. Parecía como si su carácter
hubiese cambiado por completo; como si se propusiera no demostrar
ninguna emoción, ninguna decepción, ningún interés especial por aquel
hecho. Emma la contemplaba muda de asombro.
—¿Tú suponías —preguntó Harriet— que estaban enamorados el uno del
otro? Bueno, a lo mejor tú sí que lo supusiste… Como sabes leer tan bien
—dijo ruborizándose— en los corazones de todo el mundo…; pero nadie más.
—Te prometo —dijo Emma— que empiezo a dudar de que tenga
semejante don. Pero, Harriet, ¿cómo puedes preguntarme en serio si yo
suponía que estaba enamorado de otra mujer cuando (si no de un modo
declarado, sí tácitamente) te estaba alentando a concebir esperanzas?
Hasta hace una hora nunca he tenido ni la menor sospecha de que el
señor Frank Churchill se sintiese atraído por Jane Fairfax. Puedes tener la
seguridad de que si yo hubiese sospechado algo de este tipo te hubiera
prevenido de acuerdo con mis sospechas.
—¿A mí? —exclamó Harriet ruborizándose llena de asombro. ¿Por qué
tenías que prevenirme? No supondrás que yo me interesaba por el señor Frank Churchill…
—No sabes lo que me alegra oírte hablar de este asunto con tanta
serenidad —replicó Emma sonriendo—; pero no pretenderás negarme que
hubo una época… que por cierto, no está aún muy lejos… en que me diste
motivos para suponer que te interesabas por él…
—¿Por él? ¡Oh, nunca, nunca! Querida Emma, ¿cómo pudiste entenderme
tan mal? —dijo Harriet, volviendo el rostro, muy dolida.
—¡Harriet! —exclamó Emma, después de un momento de pausa. ¿Qué
quieres decir? ¡Por lo que más quieras, dime qué has querido decir…!
¿Qué te he entendido mal? Entonces, tengo que suponer…
No pudo seguir hablando… Había perdido la voz; y se sentó esperando
con ansiedad a que Harriet contestara. Harriet, que estaba de pie, a cierta
distancia, volviéndole la espalda, tardó unos minutos en hablar; y cuando
por fin lo hizo, su voz estaba tan alterada como la de Emma.
—Nunca me hubiese parecido posible —empezó diciendo— que me
entendieras tan mal … Ya sé que acordamos que nunca le
nombraríamos… pero teniendo en cuenta lo infinitamente superior que es
a todos los demás, nunca hubiese creído posible que creyeras que me
refería a otra persona. ¡El señor Frank Churchill! Nadie puede fijarse en él
estando presente el otro. Creo que no tengo tan mal gusto como para
pensar en el señor Frank Churchill, que no es nadie al lado de él. ¡Y que tú
hayas tenido esta confusión…! ¡No lo entiendo! Estoy segura de que si no
hubiera creído que tú aprobabas mis sentimientos y que los alentabas, al
principio hubiese considerado casi como una presunción excesiva por mi
parte el atreverme a pensar en él; al principio, si no me hubieras dicho que
cosas más difíciles habían ocurrido; que se habían celebrado matrimonios
más desiguales (éstas fueron las palabras que empleaste)…; de haberme
dicho todo esto, yo no me hubiera atrevido a tener esperanzas… No lo
hubiese considerado posible… Pero si tú, que tienes tanta amistad con él…
—Harriet… —exclamó Emma, dominándose resueltamente—. Es mejor
que ahora nos entendamos las dos, sin que haya posibilidad de que
volvamos a equivocarnos otra vez… Estás hablando de… del señor
Knightley, ¿no?
—Desde luego. No podía haber pensado en nadie más… y creía que tú
debías de saberlo. Cuando hablamos de él no podía quedar más claro.
—No tan claro —replicó Emma, con forzada calma—, porque todo lo que
entonces dijiste me pareció que se refería a una persona distinta. Casi
hubiera podido asegurar que habías citado al señor Frank Churchill.
Recuerdo perfectamente que se habló del favor que te había hecho el
señor Frank Churchill al defenderte de los gitanos.
—¡Oh, Emma! ¡Cómo olvidas las cosas!
—Mi querida Harriet, recuerdo muy bien lo que en substancia te dije en
aquella ocasión. Te dije que no me extrañaba que te hubieses enamorado;
que teniendo en cuenta el favor que te había hecho era la cosa más
natural del mundo… Y tú estuviste de acuerdo, y dijiste con mucho
apasionamiento que estabas muy agradecida, e incluso mencionaste las
sensaciones que tuviste al verle venir en tu ayuda… Fue una impresión
que me quedó grabada en la memoria.
—¡Querida! —exclamó Harriet—. ¡Ahora me acuerdo de lo que quieres
decir! Pero es que yo entonces estaba pensando en algo muy diferente.
No me refería a los gitanos… ni al señor Frank Churchill. ¡No! —adoptando
un tono más solemne—. Pensaba en otra circunstancia más importante…
Pensaba en el señor Knightley acercándose e invitándome a bailar,
después de que el señor Elton se negó a bailar conmigo, cuando no había
ninguna otra pareja en el salón. Éste fue el gran servicio que me prestó;
ésta fue su noble comprensión, su generosidad; eso fue lo que hizo que
empezara a darme cuenta de que estaba muy por encima de todos los
demás seres de la tierra.
—¡Santo Cielo! —exclamó Emma—. ¡Qué error más desgraciado…! ¡Oh,
qué lamentable! Y ahora, ¿qué puede hacerse?
—¿No me hubieras alentado si entonces hubieses sabido a lo que me
refería? Por lo menos ahora mi situación no es peor que lo que lo hubiera
sido de haberse tratado de la otra persona; y ahora… es posible…
Hizo una breve pausa. Emma no se veía con ánimos para hablar.
—Emma, no me extraña —siguió diciendo— que veas una gran diferencia
entre los dos… tanto en mi caso como en el de cualquier otra. Debes
pensar que está infinitamente mucho más por encima de mí que el otro.
Pero yo espero, Emma, que suponiendo… que si… por extraño que pueda
parecer… Ya sabes que fueron tus propias palabras: Cosas más difíciles
han ocurrido, matrimonios más desiguales se han celebrado, que el que
hubiera podido celebrarse entre Frank Churchill y yo; y, por lo tanto, me
parece que si, incluso una cosa así puede haber ocurrido antes de ahora…
y si yo fuese tan afortunada, tanto, que… si el señor Knightley llegara… si
a él no le importara la desigualdad, confío, querida Emma, que tú no te
opondrías… que no nos crearías dificultades. Pero estoy segura de que
eres demasiado buena para hacer una cosa así.
Harriet estaba de pie, junto a una de las ventanas. Emma se volvió para
lanzarle una mirada llena de consternación y dijo rápidamente:
—¿Tienes algún indicio de que el señor Knightley corresponde a tus sentimientos?
—Sí —replicó Harriet, con humildad, pero sin temor—. Puedo decir que sí lo tengo.
Inmediatamente Emma desvió la mirada. Y durante unos minutos
permaneció en silencio, meditando, con los ojos fijos. Unos pocos minutos
bastaron para revelarle lo que había en su propio corazón. Una inteligencia
como la suya una vez concebía una sospecha hacía rápidos progresos
hacia su objeto. Emma suponía… admitía… reconocía toda la verdad.
¿Por qué era mucho peor que Harriet estuviera enamorada del señor
Knightley en vez de estarlo de Frank Churchill? ¿Por qué aquella
contrariedad adquiría proporciones tan enormes con el hecho de que
Harriet tuviera esperanzas justificadas de ser correspondida? Una
convicción se abrió paso con la celeridad de una flecha en el ánimo de
Emma: ¡el señor Knightley sólo podía casarse con ella!
En aquel corto espacio de tiempo comprendió cuál había sido su conducta
y vio claro en su propio corazón. Lo vio todo con una lucidez como hasta
entonces nunca había tenido. ¡Qué mal se había estado portando con
Harriet! ¡Con qué falta de atención y de delicadeza! ¡Qué insensato y qué
cruel había sido su proceder! ¿Cómo había podido dejarse llevar por
aquella ceguera, aquella locura? Se daba perfectamente cuenta de lo que
había hecho y estaba tentada de aplicarse a sí misma los términos más
duros. Sin embargo, un resto de respeto por sí misma, a pesar de todas
sus culpas… la preocupación por salvar las apariencias, y un intenso
deseo de ser justa para con Harriet… (no necesitaba compasión la
muchacha que se creía amada por el señor Knightley… pero era justo que
ahora ella no pudiera sentirse dolida al verse tratada con frialdad)…
impulsaron a Emma a esperar y a soportarlo todo con calma e incluso con
aparente afabilidad… Por su propio bien era preciso que se enterara de
todo lo posible concerniente a las esperanzas de Harriet; y Harriet no
había hecho nada para que le negara el cariño y el interés que ella le
había otorgado tan voluntariamente… ni merecía ser ahora menospreciada
por la persona cuyos consejos siempre habían sido desacertados… Así
pues, abandonando sus reflexiones y dominando su emoción, se volvió de
nuevo hacia Harriet y en un tono más acogedor reanudó la conversación;
porque el tema que la había iniciado, la sorprendente historia de Jane
Fairfax, había ya perdido todo interés; ambas pensaban tan sólo en el
señor Knightley y en ellas mismas.
Harriet, que había estado absorta en sus gratos ensueños, no dejó de
sentirse halagada cuando la despertaron de ellos, al ver la alentadora
invitación a hablar que le hacía una persona de tanto criterio, une amiga
como la señorita Woodhouse, y no necesitó más que una insinuación para
referir toda la historia de sus esperanzas con gran deleite, pero temblorosa
de emoción… Mientras hacía preguntas y recibía las respuestas, Emma
lograba ocultar mejor que Harriet su emoción, que no era menor que la
suya. Su voz no temblaba; pero su espíritu no podía hallarse más turbado
por aquel descubrimiento que acababa de hacer, por la aparición de aquel
peligro tan amenazador, por la confusión que producían todas aquellas
impresiones tan súbitas… Escuchó el relato de Harriet con un gran
sufrimiento interior, pero aparentando una gran serenidad; no podía
esperar de su amiga que se expresase de un modo metódico, ordenado ni
tampoco demasiado claro; pero, una vez distinguidos los equívocos y las
repeticiones de la narración, ésta contenía aún sustancia suficiente como
para dejarla muy abatida… sobre todo teniendo en cuenta las
circunstancias que su propia memoria evocaba ahora, y que corroboraban
el hecho de que el señor Knightley había ido teniendo cada vez una
opinión más favorable de Harriet.
Desde aquellos dos bailes decisivos Harriet se había ido dando cuenta de
que la actitud del señor Knightley respecto a ella era distinta… Emma
sabía que en aquella ocasión él la había encontrado muy superior a todo lo
que esperaba. Desde aquel día, o por lo menos desde el momento en que
la señorita Woodhouse la alentó a pensar en él, Harriet había empezado a
advertir que su amigo hablaba con ella mucho más de lo que antes tenía
por costumbre y de que la trataba de una manera totalmente diferente; en
su trato había una amabilidad, un afecto… Cada vez iba siendo más
consciente de ello. Cuando habían estado paseando todos juntos, ¡él se le
había acercado tan a menudo para andar a su lado y le había hablado de
un modo tan cariñoso! Parecía como si quisiera tener más amistad con
ella. Emma sabía que esta impresión respondía a una realidad. Muchas
veces ella misma había observado el cambio casi tanto como su amiga…
Harriet repetía frases de aprobación y de elogio que él le había dedicado…
y Emma se daba cuenta de que concordaban perfectamente con lo que
ella sabía de sus opiniones acerca de Harriet. La elogiaba por carecer de
artificio y de afectación, por ser sencilla, sincera, generosa… Sabía que él
veía todas estas cualidades en Harriet; le había hablado de ellas en más
de una ocasión… Muchas de las cosas que ella guardaba en su memoria,
muchos pequeños detalles que revelaban la atención que él le prestaba,
una mirada, una frase, el hecho de pasar de una silla a otra, un cumplido
disimulado, una preferencia sobreentendida, habían pasado inadvertidos
para Emma porque no había sospechado nada semejante. Circunstancias
que hubieran bastado para llenar un relato de media hora, y que contenían
múltiples indicios para quien las había presenciado, habían pasado por
alto a Emma, que ahora escuchando a Harriet se enteraba por vez
primera; pero los dos últimos indicios que mencionó, los que constituían
las mejores esperanzas para la muchacha, habían tenido como testigo a la
propia Emma… El primero era el coloquio que habían sostenido los dos
solos en el paseo de los limeros de Donwell, donde habían estado
paseando durante un rato antes de la llegada de Emma, y donde él había
tenido mucho interés (según ella estaba convencida) por hacer que ambos
se separaran de los demás… Y al principio él le había hablado de un modo
muy particular, como no lo había hecho nunca antes de entonces, sí, de un
modo muy particular… (Harriet al recordarlo no pudo evitar sonrojarse.) Él
parecía estar casi preguntándole si había entregado su corazón a
alguien… Pero apenas apareció (la señorita Woodhouse) y dio la
impresión de que iba a reunirse con ellos, cambió de tema y empezó a
hablar de sus cultivos… El segundo indicio era la conversación que
sostuvo con ella durante casi media hora antes de que Emma regresase
de su visita, la última mañana en que el señor Knightley estuvo en
Hartfield… a pesar de que cuando llegó dijo que no podía quedarse más
de cinco minutos… y el haberle dicho durante la conversación que aunque
debía ir a Londres, era muy contra su voluntad que dejaba su casa, lo cual
era mucho más (como advirtió Emma) de lo que su amigo había
reconocido ante ella. El que, como este hecho indicaba, tuviera más
confianza con Harriet, dejó a Emma muy dolida.
Acerca del primero de estos dos indicios, después de reflexionar un poco
Emma se atrevió a formular la siguiente pregunta:
—¿Y si hubiese querido decir otra cosa? ¿No es posible que al
preguntarte, según creíste entender, si ya habías entregado tu corazón,
estuviese aludiendo al señor Martin? ¿No podía estar pensando en los
intereses del señor Martin?
Pero Harriet rechazó enérgicamente la suposición:
—¿El señor Martin? No, no, desde luego que no. No aludió para nada al
señor Martin. Creo que ahora tengo demasiada experiencia para pensar
en el señor Martin o para que se sospeche que pienso en él.
Una vez Harriet hubo terminado su relato, apeló a la señorita Woodhouse
para que le dijera si tenía motivos o no para alimentar esperanzas.
—Yo nunca me hubiese atrevido a pensar en él —le dijo Harriet— si no
hubiese sido por ti. Me dijiste que le observara bien, y que mis
sentimientos se dejaran guiar por su proceder… y eso es lo que he hecho.
Pero ahora empiezo a pensar que tengo motivos justificados para sentir lo
que siento; y que si él me elige no me parecerá una cosa tan extraordinaria.
La amargura, la terrible amargura que Emma sintió en su interior al oír
estas palabras, le obligó a hacer un gran esfuerzo para dominarse y poder contestar:
—Harriet, yo lo único que puedo decirte es que el señor Knightley es una
persona absolutamente incapaz de dar a entender deliberadamente a una
mujer que siente por ella más atracción de la que en realidad siente.
Harriet pareció casi dispuesta a adorar a su amiga por una frase tan grata;
y Emma sólo logró evitar sus manifestaciones de entusiasmo y de cariño,
que en aquel momento le hubieran sido particularmente penosas, gracias
a que se oyeron los pasos de su padre que se dirigía hacia el salón;
Harriet estaba demasiado alterada para poder presentarse ante él.
—No podría dominarme… El señor Woodhouse se alarmaría… Es mejor que me vaya…
Y así, con la inmediata aprobación de su amiga, salió por otra puerta… Y
apenas hubo salido los sentimientos de Emma se exteriorizaron en una
espontánea exclamación:
—¡Dios mío! ¡Ojalá nunca la hubiese conocido!
El resto del día y la noche siguiente apenas bastaron a sus
pensamientos… Se hallaba turbada por la confusión de todo lo que había
irrumpido en su vida en aquellas últimas horas… Cada momento había
aportado una nueva sorpresa; y cada sorpresa era un motivo más de
humillación para ella… ¿Cómo podía comprenderlo todo? ¿Cómo podía
comprender que hubiera estado engañándose a sí misma de aquel modo
hasta entonces, viviendo en aquel engaño? ¡Aquellos errores, aquella
ceguera de su mente y de su corazón! Se quedó sentada, se paseó,
anduvo de una a otra habitación, probó a pasear por el plantío… En todos
los lugares, en todas las posiciones no podía dejar de pensar que había
obrado de un modo insensato; que se había dejado engañar por los demás
de un modo mortificante; que se había estado engañando a sí misma de
un modo más mortificante aún; que se sentía desgraciada y que
probablemente aquel día no era más que el principio de sus desgracias.
Por el momento lo primero que debía hacer era ver claro, ver totalmente
claro en su propio corazón. Hacia este objetivo tendieron todos los
momentos de ocio que le permitían tener sus obligaciones para con su
padre, y todos los momentos de involuntario ensimismamiento.
¿Cuánto tiempo hacía que sentía aquel afecto por el señor Knightley que
ahora sus sentimientos le revelaban con toda evidencia? ¿Cuándo había
empezado a ejercer su influencia, aquella clase de influencia, sobre ella?
¿Cuándo había conseguido ocupar en su afecto el lugar que Frank
Churchill por un breve espacio de tiempo había ocupado también? Intentó
recordar; comparó a los dos… les comparó según la estimación que había
sentido por cada uno de ellos desde la época en que conoció a Frank… y
como tarde o temprano hubiera tenido que compararlos… ¡Oh! ¡Qué feliz
ocurrencia hubiese tenido si se le hubiera ocurrido antes hacer aquella
comparación! Se daba cuenta de que en todo momento había considerado
al señor Knightley como infinitamente superior al otro, que en todo
momento había sentido por él un afecto mucho mayor. Se daba cuenta de
que al convencerse a sí misma de lo contrario, al imaginarse que así debía
ser y obrar en consecuencia, se había engañado, ignorando totalmente lo
que había en su propio corazón… y en resumen… ¡que en realidad nunca
había sentido la menor atracción por Frank Churchill!
Ésta fue la conclusión de sus primeras reflexiones. Ésta fue la primera
convicción sobre sí misma a la que llegó respondiendo a las primeras
preguntas que se había formulado; y sin que necesitara mucho tiempo
para ello… Se sentía a un tiempo enojada y apenada… Y se avergonzaba
de todos sus sentimientos, menos del que acababa de descubrir… su
afecto por el señor Knightley… Todo lo demás que encontraba en su
interior le repugnaba.
Con una imperdonable vanidad, se había creído poseedora del secreto de
los sentimientos de todo el mundo; con una inexcusable arrogancia, se
había propuesto arreglar las vidas de todo el mundo. Y se había
demostrado que se había equivocado en todo; y ni siquiera no había
hecho nada… porque había provocado desgracias… Había traído la
desgracia a Harriet, a ella y mucho se temía que también al señor
Knightley…. Si aquella unión, la más desigual de todas las que podían
imaginarse, llegaba a ser una realidad, ella sería la responsable de haberla
alentado en sus inicios; porque sólo podía pensar que aquel mutuo afecto
no había nacido de otra cosa que de la actitud de Harriet; y aunque no
hubiera sido así, él nunca hubiera llegado a conocer a Harriet de no ser
por las fantásticas imaginaciones de Emma.
¡El señor Knightley y Harriet Smith! Una unión como para hacer olvidar el
asombro que pudiera producir cualquier otro enlace… Al lado de éste, el
enamoramiento entre Frank Churchill y Jane Fairfax era una cosa
corriente, vulgar, que no despertaba ninguna sorpresa ni ofrecía ninguna
disparidad, que no se prestaba a decir ni a comentar nada… ¡El señor
Knightley y Harriet Smith! ¡Cómo iba a encumbrarse ella y cómo iba a
rebajarse él! A Emma le horrorizaba pensar en cómo iba a desmerecer su
amigo en la opinión general, le horrorizaba prever las sonrisas, las burlas,
las mofas que se harían a sus expensas; la humillación y el desdén de su
hermano, las mil dificultades que aquello representaría para él mismo…
¿Era posible? No; no lo era. Y sin embargo estaba lejos, muy lejos de ser
algo imposible… ¿Sería la primera vez que un hombre de grandes
prendas se sintiese atraído por una mujer muy inferior a él? ¿Sería la
primera vez que alguien, quizá demasiado ocupado en sus negocios para
buscar por sí mismo, se dejase seducir por una muchacha interesada en
agradarle? ¿Sería la primera vez que ocurría en el mundo algo
desproporcionado, inconsistente, incongruente… y que un azar o unas
circunstancias, como causas segundas, dirigiesen el destino humano?
¡Oh! ¡Ojalá no se le hubiera ocurrido nunca la idea de querer mejorar la
posición de Harriet! ¡Ojalá la hubiera dejado en el puesto que debía ocupar
y que él siempre le había dicho que era el suyo! ¡Ojalá nunca hubiese
impedido, cometiendo una insensatez que no tenía palabras bastantes
para expresar, que se hubiese casado con un joven irreprochable que la
hubiese hecho feliz y respetada dentro del género de vida al que debía
pertenecer, y no hubiese ocurrido nada de todo aquello! No se hubieran
producido ninguna de aquellas terribles consecuencias.
¿Cómo había sido posible que Harriet se hubiera atrevido a pensar en el
señor Knightley? ¿Cómo podía atreverse a imaginar que era la elegida de
un hombre como aquél antes de que él se lo asegurara formalmente? Pero
Harriet era menos humilde, tenía menos escrúpulos que antes… Parecía
sentirse menos inferior, tanto intelectualmente como de posición social…
Había parecido admirarse más de que el señor Elton accediera a casarse
con ella, de que fuese el señor Knightley quien lo hiciese… ¡Pero, ay! ¿No
era ésta también su propia obra? ¿Quién si no ella se había preocupado
tanto por conseguir que Harriet se valorase a sí misma? ¿Quién sino ella
le había inculcado que iba a encumbrarse socialmente, dentro de lo que
fuera posible, y que tenía grandes condiciones para aspirar a una situación
mucho más elevada? Si Harriet había dejado de ser humilde para ser
vanidosa, ésta era también obra suya.

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