Emma – Jane Austen
Emma no tenía la menor duda de que había encauzado bien la
imaginación de Harriet, y de que había hecho que su instinto juvenil de
vanidad se orientase hacia el buen camino, ya que advertía que la
muchacha era mucho más sensible que antes al hecho de que el señor
Elton fuese un hombre considerablemente atractivo y de maneras muy
agradables; y como no desaprovechaba ninguna oportunidad para hacer
que Harriet se convenciese de la admiración que él sentía por ella,
presentándoselo de un modo sugestivo, Emma no tardó en estar segura
de haber suscitado en la muchacha tanto interés como era posible; por
otra parte estaba plenamente convencida de que el señor Elton estaba a
punto de enamorarse, si es que ya no estaba enamorado. Emma no
dudaba de los sentimientos del joven. Le hablaba de Harriet y la elogiaba
con tanto entusiasmo que Emma no podía por menos de pensar que sólo
con que pasase algún tiempo más todo iba a ser perfecto. El que él se
diera cuenta de los sorprendentes progresos que había hecho Harriet en
sus maneras desde que frecuentaba Hartfield, era una de las más gratas
pruebas de su creciente interés.
—Usted ha dado a la señorita Smith todo lo que ella necesitaba —decía el
joven—; le ha dado gracia y naturalidad. Cuando empezaron a tratarse ya
era una muchacha muy bella, pero en mi opinión los atractivos que usted
le ha proporcionado son infinitamente superiores a los que ha recibido de la naturaleza.
—Me alegra saber que usted cree que le he podido ser útil; pero Harriet
sólo necesitaba un poco de orientación, recibir unas escasas, muy
escasas, indicaciones. Tenía el don natural de la dulzura de carácter y de
la naturalidad. Yo he hecho muy poco.
—Si fuera posible contradecir a una dama… —dijo el señor Elton, galantemente.
—Yo quizá le he dado un poco más de decisión, tal vez le he hecho
pensar en cosas que antes nunca se le habían ocurrido.
—Exactamente, eso es; eso es lo que más me asombra. La decisión que
ha adquirido. ¡Ha tenido un magnífico maestro!
—Y yo una buena alumna, a quien le aseguro que ha sido grato enseñar;
nunca había conocido a alguien con mayores disposiciones, con más docilidad.
—No lo dudo.
Y estas palabras fueron pronunciadas con una especie de viveza
anhelante, que parecía ya la de un enamorado. Otro día no quedó Emma
menos complacida al ver cómo secundó el joven su repentino deseo de
pintar un retrato de Harriet.
—Harriet, ¿nunca te han hecho un retrato? —dijo— ¿nunca has posado para un pintor?
En aquel momento Harriet se disponía a salir de la estancia, y sólo se
detuvo para decir con una candidez un tanto afectada:
—¡Oh, querida! No, nunca.
Apenas hubo salido, Emma exclamó:
—¡Sería precioso un buen retrato suyo! Yo lo pagaría a cualquier precio.
Casi me dan ganas de pintarlo yo misma. Supongo que usted lo ignoraba,
pero hace dos o tres años tuve una gran afición por la pintura, y probé a
hacer el retrato de varios de mis amigos, y en general me dijeron que no lo
hacía mal del todo. Pero por una u otra razón, me cansé y lo dejé correr.
Pero claro está que podría probar otra vez si Harriet quisiera posar para
mí. ¡Sería maravilloso tener un retrato suyo!
—Permítame que le anime a hacerlo —exclamó el señor Elton—, sería
precioso. Permítame que le anime, señorita Woodhouse, a ejercer sus
excelentes dotes artísticas en beneficio de su amiga. Yo he visto sus
dibujos. ¿Cómo podía suponer que ignoraba que fuese usted una artista?
¿No hay en este salón abundantes muestras de sus pinturas de paisajes y
flores?; ¿no tiene la señora Weston en su salón de Randalls unos
inimitables dibujos que son obra suya?
«Sí, hombre de Dios —pensó Emma—, pero todo eso ¿qué tiene que ver
con saber reproducir el parecido de una cara? Sabes muy poco de dibujo.
No te quedes en éxtasis pensando en los míos. Guárdate los éxtasis para
cuando estés delante de Harriet».
—Verá usted, señor Elton —dijo en voz alta—, si me anima usted de un
modo tan amable, creo que trataré de hacer lo que pueda. Las facciones
de Harriet son muy delicadas, y por eso son más difíciles de reproducir en
un retrato; y tiene rasgos muy peculiares, como la forma de los ojos o el
trazado de la boca, que es preciso reproducir exactamente.
—Usted lo ha dicho… La forma de los ojos y el trazado de la boca. Yo no
dudo de que usted lo conseguirá. Por favor, inténtelo. Estoy seguro de que
tal como usted lo haga será, para usar su propia expresión, algo precioso.
—Pero yo temo, señor Elton, que Harriet no quiera posar. Concede tan
poco valor a su belleza. ¿Ha visto usted la manera en que me ha
contestado? ¿Qué otra cosa quería decir si no: «Para qué hacer un retrato mío?»
—¡Oh, sí! Le aseguro que ya me he fijado. No me ha pasado por alto. Pero
no dudo de que podremos convencerla.
Harriet no tardó en regresar, y casi inmediatamente se le hizo la
proposición; y sus reparos no pudieron resistir mucho ante la insistencia de
ambos. Emma quiso ponerse manos a la obra sin más demora, y por lo
tanto fue a buscar la carpeta en donde guardaba sus bocetos, ya que
ninguno de ellos estaba terminado, a fin de que entre todos decidieran cuál
podía ser la mejor medida para el retrato. Les mostró sus numerosos
bocetos. Miniaturas, retratos de medio cuerpo, de cuerpo entero, dibujos a
lápiz y al carbón, acuarelas, todo lo que había ido ensayando. Emma
siempre había querido hacerlo todo, y había sido en el dibujo y en la
música donde sus progresos habían sido mayores, sobre todo teniendo en
cuenta la escasa disciplina en el trabajo a la que se había sometido.
Tocaba algún instrumento y cantaba; y dibujaba en casi todos los estilos;
pero siempre le había faltado perseverancia; y en nada había alcanzado el
grado de perfección que ella hubiese querido poseer, ya que no admitía
errores. No se hacía muchas ilusiones acerca de sus habilidades
musicales o pictóricas, pero no le disgustaba deslumbrar a los demás, y no
le importaba saber que tenía tina fama a menudo mayor que la que
merecían sus méritos.
Todos los dibujos tenían su mérito; y quizá los mejores eran los menos
acabados; su estilo estaba lleno de vida; pero tanto si hubiera tenido
mucho menos, como si hubiese tenido diez veces más, la complacencia y
la admiración de sus dos amigos hubiera sido la misma. Ambos estaban
extasiados. El parecido gusta a todo el mundo, y en este aspecto los
aciertos de la señorita Woodhouse eran muy notables.
—No verá usted mucha variedad de caras —dijo Emma—. No disponía de
otros modelos que los de mi familia. Aquí está mi padre (otra de mi padre),
pero la idea de posar para este cuadro le puso tan nervioso que tuve que
dibujarle cuando él no se daba cuenta; por eso en ninguno de estos
esbozos le saqué mucho parecido. Otra vez la señora Weston, y otra y
otra, ya ve. ¡Ay, mi querida señora Weston! Siempre mi mejor amiga en
todas las ocasiones. Siempre que se lo pedía estaba dispuesta a posar.
Esta es mi hermana; y la verdad es que recuerda mucho su silueta fina y
elegante; y las facciones son bastante parecidas. Hubiera podido hacerle
un buen retrato si hubiera posado más tiempo, pero tenía tanta prisa para
que dibujara a sus cuatro pequeños que no había modo de que se
estuviera quieta. Y aquí está todo lo que conseguí con tres de sus cuatro
hijos; éste es Henry, éste es John y ésta es Bella, los tres en la misma
hoja, y apenas se distinguen el uno del otro. Su madre puso tanto interés
en que los dibujara que no pude negarme; pero ya sabe usted que no es
posible lograr que niños de tres o cuatro años se estén quietos; y tampoco
es muy fácil sacarles parecido, aparte de un vago aire personal y de la
construcción de la cabeza, a no ser que tengan las facciones más
acusadas de lo que es normal en una criatura; éste es el esbozo que hice
del cuarto, que aún estaba en pañales. Lo dibujé mientras dormía en el
sofá, y le aseguro que esta cabecita sonrosada se parece a la suya todo lo
que puede desearse. Tenía la cabeza inclinada de un modo muy gracioso.
Se le parece mucho. Estoy bastante orgullosa de mi pequeño George. El
rincón del sofá está muy bien. Y aquí está mi último dibujo (y desenvolvió
un esbozo muy bonito, de pequeño tamaño, que representaba a un
hombre de cuerpo entero), el último y el mejor: mi cuñado, el señor John
Knightley. Me faltaba muy poco para terminarlo cuando lo arrinconé en un
momento de mal humor y me prometí a mí misma que no volvería a hacer
más retratos. No puedo soportar que me provoquen; porque después de
todos mis esfuerzos, y cuando había conseguido hacer un retrato lo que se
dice muy bueno (la señora Weston y yo estuvimos totalmente de acuerdo
en que se le parecía muchísimo), sólo que quizá demasiado favorecido,
demasiado halagador, pero eso era un defecto muy disculpable, después
de esto, llega Isabella y su opinión fue como un jarro de agua fría: «Sí, se
le parece un poco; pero, desde luego, no le has sacado muy favorecido».
Y además nos costó muchísimo convencerle para que posara; como si nos
hiciera un gran favor; y todo en conjunto era más de lo que yo podía
resistir; de modo que no pienso terminarlo, y así se ahorrarán excusarse
ante sus visitas de que el retrato no se le parezca; y como ya he dicho
entonces me juré que nunca más volvería a dibujar a nadie. Pero siendo
por Harriet, o mejor dicho, por mí misma, pues ahora no va a intervenir
ningún matrimonio en el asunto, estoy decidida a romper mi promesa.
El señor Elton parecía lo que se dice muy emocionado y complacido con la idea, y repetía:
—Cierto, por el momento no va a intervenir ningún matrimonio, como usted
dice. Tiene usted mucha razón. Ningún matrimonio.
E insistía tanto en ello que Emma empezó a pensar si no sería mejor
dejarles solos. Pero como Harriet quería que le hicieran el retrato, decidió
que la declaración podía esperar.
Emma no tardó en concretar las medidas y la modalidad del retrato. Debía
ser un retrato de cuerpo entero, a la acuarela, como el del señor John
Knightley, y estaba destinado, si es que complacía a la artista, a ocupar un
lugar de honor sobre la chimenea.
Empezó la sesión; y Harriet sonriendo y ruborizándose, y temerosa de no
saber adoptar la posición más conveniente, ofrecía a la escrutadora
mirada de la artista, una encantadora mezcla de expresiones juveniles.
Pero no podía hacerse nada con el señor Elton, que no paraba ni un
momento, y que detrás de Emma seguía con atención cada pincelada. Ella
le autorizó a ponerse donde pudiera verlo todo a plena satisfacción sin
molestar; pero terminó viéndose obligada a poner fin a todo aquello y a
pedirle que se pusiera en otro sitio. Entonces se le ocurrió que podía hacerle leer.
—Si fuera usted tan amable de leernos algo, se lo agradeceríamos mucho.
Haría más fácil mi trabajo y distraería a la señorita Smith.
El señor Elton no deseaba otra cosa. Harriet escuchaba y Emma dibujaba
en paz. Tuvo que permitir al joven que se levantara con frecuencia para
mirar; era lo mínimo que podía pedírsele a un enamorado; y a la menor
interrupción del trabajo del lápiz, se levantaba para acercarse a ver los
progresos de la obra y quedar maravillado. No había modo de que se
contrariara con un crítico tan poco exigente, ya que su admiración le hacía
advertir parecidos casi antes de que fuera posible apreciarlos. Emma no
hacía mucho caso de su opinión, pero su amor y su buena voluntad eran indiscutibles.
En conjunto la sesión resultó muy satisfactoria; los esbozos del primer día
la dejaron lo suficientemente satisfecha como para desear seguir adelante.
El parecido era evidente, había estado acertada en la elección de la
postura, y como pensaba hacer unos pequeños retoques en el cuerpo,
para darle un poco más de altura y hacerlo considerablemente más
esbelto y elegante, tenía una gran confianza en que terminaría siendo, en
todos los aspectos, un magnífico dibujo, que iba a ocupar con honor para
ambas el lugar al que estaba destinado; un recuerdo perenne de la belleza
de una, de la habilidad de la otra, y de la amistad de las dos; sin hablar de
otras muchas gratas sugerencias, que el tan prometedor afecto del señor
Elton era probable que añadiese.
Harriet tenía que volver a posar al día siguiente; y el señor Elton, como era
de esperar, pidió permiso para asistir a la sesión y servirles de nuevo de lector.
—Con mucho gusto. Estaremos más que encantadas de que forme usted
parte de nuestro grupo.
Al día siguiente hubo los mismos cumplidos y cortesías, el mismo éxito y la
misma satisfacción, y todo ello unido a los rápidos y afortunados progresos
que hacía el dibujo. Todo el mundo que lo veía quedaba complacido, pero
el señor Elton estaba en un éxtasis continuo y lo defendía contra toda crítica.
—La señorita Woodhouse ha dotado a su amiga de las únicas
perfecciones que le faltaban —comentaba con él la señora Weston sin
tener la menor sospecha de que estaba hablando a un enamorado—. La
expresión de los ojos es admirable, pero la señorita Smith no tiene esas
cejas ni esas pestañas. Precisamente no tenerlas es el defecto de su cara.
—¿Usted cree? —replicó él—. Lamento no estar de acuerdo con usted. A
mí me parece que hay un parecido perfecto en todos los rasgos. En mi
vida he visto un parecido semejante. Hay que tener en cuenta los efectos
de sombra, sabe usted.
—La ha pintado demasiado alta, Emma dijo el señor Knightley.
Emma sabía que esto era cierto, pero no estaba dispuesta a reconocerlo, y
el señor Elton intervino acaloradamente.
—¡Oh, no! Claro está que no es demasiado alta, ni muchísimo menos.
Tenga usted en cuenta que está sentada… lo cual naturalmente significa
una perspectiva distinta… y la reducción da exactamente la idea… y
piense que tienen que mantenerse las proporciones. Las proporciones, el
escorzo… ¡Oh, no! Da exactamente la idea de la estatura de la señorita
Smith. Desde luego, exactamente su estatura…
—Es muy bonito —dijo el señor Woodhouse—; está muy bien hecho. Igual
que todos tus dibujos, querida. No conozco a nadie que dibuje tan bien
como tú. Lo único que no me acaba de gustar es que la señorita Smith
simule estar al aire libre y sólo lleva un pequeño chal sobre los hombros…
y da la impresión de que tenga que resfriarse.
—Pero papá querido, se supone que es en verano; un día caluroso de
verano. Mira él árbol.
—Sí, querida, pero siempre es expuesto permanecer así al aire libre.
—Puede usted pensar lo que quiera —exclamó el señor Elton—, pero yo
debo confesar que me parece una idea acertadísima el situar a la señorita
Smith al aire libre; ¡y el árbol está tratado con una gracia inimitable!
Cualquier otra ambientación hubiera tenido mucho menos carácter. La
ingenuidad de la postura de la señorita Smith… ¡En fin, todo! ¡Oh, es algo
más que admirable! No puedo apartar los ojos del dibujo. Nunca había
visto un parecido tan asombroso.
Y lo inmediato fue pensar en enmarcar el cuadro; y aquí surgieron algunas
dificultades. Alguien tenía que cuidarse de ello; y debía hacerse en
Londres; el encargo tenía que confiarse a una persona inteligente de cuyo
buen gusto se pudiera estar seguro; y no podía pensarse en Isabella, que
era quien solía ocuparse de estas cosas, ya que estaban en diciembre, y
el señor Woodhouse no podía soportar la idea de hacerla salir de casa con
la niebla de diciembre. Pero todo fue enterarse el señor Elton del conflicto
y quedar éste resuelto. Su galantería estaba siempre alerta.
—Si se me confiara este encargo, ¡con qué infinito placer lo cumpliría! En
cualquier momento estoy dispuesto a ensillar el caballo e ir a Londres. Me
sería imposible describir la satisfacción que me causaría ocuparme de este encargo.
«¡Es demasiada amabilidad por su parte!», «¡Ni pensar en darle tantas
molestias!», «¡Por nada del mundo consentiría en darle un encargo tan
incómodo!»… Cumplidos que suscitaron la esperada repetición de nuevas
insistencias y frases amables, y en pocos minutos se acordó que así se haría.
El señor Elton llevaría el cuadro a Londres, elegiría el marco y se
encargaría de todo lo necesario; y Emma pensó que podía arrollar la tela
de modo que pudiese llevarla sin peligro y sin que ocasionase demasiadas
molestias al joven, mientras que éste parecía temeroso de que tales
molestias fueran demasiado pequeñas.
—¡Qué precioso depósito! —dijo suspirando tiernamente cuando le
entregaron el cuadro.
—Casi es demasiado galante para estar enamorado —pensó Emma—.
Por lo menos eso es lo que me parece, pero supongo que debe de haber
muchas maneras distintas de estar enamorado. Es un joven excelente, y
eso es lo que le conviene a Harriet; «exactamente, eso es», como él dice
siempre; pero da unos suspiros, se enternece de una manera y gasta unos
cumplidos tan exagerados que es más de lo que yo podría soportar en un
hombre. A mí me toca una buena parte de los cumplidos, pero en segundo
plano; es su gratitud por lo que hago por Harriet.