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Capítulo 10

Estudio en escarlata – Arthur Conan Doyle
John Ferrier habla con el profeta

Tres semanas habían transcurrido desde la marcha de Jefferson Hope y sus compañeros. Se entristecía el
corazón de John Ferrier al pensar que pronto volvería el joven, arrebatándole su preciado tesoro. Sin embargo,
la expresión feliz de la muchacha le reconciliaba mil veces más eficazmente con el pacto contraído
que el mejor de los argumentos. Desde antiguo había determinado en lo hondo de su resuelta voluntad que
a ningún mormón sería dada jamás la mano de su hija. Semejante unión se le figuraba un puro simulacro,
un oprobio y una desgracia. Con independencia de los sentimientos que la doctrina de los mormones le
inspiraba en otros terrenos, se mantenía sobre lo último inflexible, amén de mudo, ya que por aquellos
tiempos las actitudes heterodoxas hallaban mal acomodo en la Tierra de los Santos.
Mal acomodo y terrible peligro… Hasta los más santos entre los santos contenían el aliento antes de dar
voz a su íntimo parecer en materia de religión, no fuera cualquier palabra, o frase mal comprendida, a atraer
sobre ellos un rápido castigo. Los perseguidos de antaño se habían constituido a su vez en porfiados y crudelísimos
perseguidores. Ni la Inquisición sevillana, ni la tudesca Vehmgericht, ni las sociedades secretas
de Italia acertaron jamás a levantar maquinaria tan formidable como la que tenía atenazado al Estado de Utah.
La organización resultaba doblemente terrible por sus atributos de invisibilidad y misterio. Todo lo veía y
podía, y sin embargo escapaba al ojo y al oído humanos. Quien se opusiera a la Iglesia, desaparecía sin
dejar rastro ni razón de sí. Mujer e hijos aguardaban inútilmente el retorno del proscrito, cuya voz no volvería
a dejarse oír de nuevo, ni siquiera en anuncio de la triste sentencia que los sigilosos jueces habían pronunciado.
Una palabra brusca, un gesto duro, eran castigados con la muerte. Ignoto, el poder aciago gravitaba
sobre todas las existencias. Comprensible era que los hombres vivieran en terror perpetuo, sellada la
boca y atada la lengua lo mismo en poblado que en la más rigurosa de las soledades.
En un principio sufrieron persecución tan sólo los elementos recalcitrantes, aquellos que, habiendo
abrazado la fe de los mormones, deseaban abandonarla o pervertirla. Pronto, sin embargo, aumentó la
multitud de las víctimas. Eran cada vez menos las mujeres adultas, grave inconveniente para una doctrina
que proponía la poligamia. Comenzaron a circular extraños rumores sobre emigrantes asesinados y salvajes
saqueos ocurridos allí donde nunca, anteriormente, había llegado el indio. Mujeres desconocidas vinieron a
nutrir los serrallos de los Ancianos, mujeres que lloraban y languidecían, y llevaban impresas en el rostro
las señales de un espanto inextinguible. Algunos caminantes, rezagados en las montañas, afirmaban haberse
cruzado con pandillas de hombres armados y enmascarados, en sigilosa y rápida peregrinación al amparo
de las sombras. Tales historias y rumores fueron adquiriendo progresivamente cuerpo y confirmación, hasta
concretarse en título y expresión definitivos. Incluso ahora, en los ranchos aislados del Oeste, el nombre de
«La Banda de los Danitas», o «Los Ángeles Vengadores», conserva resonancias siniestras.
El mayor conocimiento de la organización que tan terribles efectos obraba, tendió antes a magnificar que
a disimular el espanto de las gentes. Imposible resultaba saber si una persona determinada pertenecía a Los
Ángeles Vengadores. Los nombres de quienes tomaban parte en las orgías de sangre y violencia perpetradas
bajo la bandera de la religión eran mantenidos en riguroso secreto. Quizá el amigo que durante el día
había escuchado ciertas dudas referentes al Profeta y su misión se contaba por la noche entre los asaltantes
que acudían para dar cumplimiento al castigo inmisericorde y mortal. De este modo, cada cual desconfiaba
de su vecino, recatando para sí sus más íntimos sentimientos.
Una hermosa mañana, cuando estaba a punto de partir hacia sus campos de trigo, oyó John Ferrier el golpe
seco del pestillo al ser abierto, tras de lo cual pudo ver, a través de la ventana, a un hombre ni joven ni
viejo, robusto y de cabello pajizo, que se aproximaba sendero arriba. Le dio un vuelco el corazón, ya que el
visitante no era otro que el mismísimo Brigham Young. Lleno de inquietud ––pues nada bueno presagiaba
semejante encuentro–– Ferrier acudió presuroso a la puerta para recibir al jefe mormón. Este último, sin
embargo, correspondió fríamente a sus solicitaciones, y, con expresión adusta, le siguió hasta el salón.
––Hermano Ferrier ––dijo, tomando asiento y fijando en el granjero la mirada a través de las pestañas rubias––,
los auténticos creyentes te han demostrado siempre bondad. Fuiste salvado por nosotros cuando
agonizabas de hambre en el desierto, contigo compartimos nuestra comida, te condujimos salvo hasta el
Valle de los Elegidos, recibiste allí una generosa porción de tierra y, bajo nuestra protección, te hiciste rico.
¿Es esto que digo cierto?
––Lo es ––repuso John Ferrier.
––A cambio de tantos favores, no te pedimos sino una cosa: que abrazaras la fe verdadera, conformándote
a ella en todos sus detalles. Tal prometiste hacer, y tal, según se dice, desdeñas hacer.
––¿Es ello posible? ––preguntó Ferrier, extendiendo los brazos en ademán de protesta––. ¿No he contribuido
al fondo común? ¿No he asistido al Templo? ¿No he..?
––¿Dónde están tus mujeres? ––preguntó Young, lanzando una ojeada en derredor––. Hazlas pasar para
que pueda yo presentarles mis respetos.
––Cierto es que no he contraído matrimonio ––repuso Ferrier––. Pero las mujeres eran pocas, y muchos
aquellos con más títulos que yo para pretenderlas. Además, no he estado solo: he tenido una hija para cuidar de mí.
––De ella, precisamente, quería hablarte ––dijo el jefe de los mormones––. Se ha convertido, con los
años, en la flor de Utah, y ahora mismo goza del favor de muchos hombres con preeminencia en esta tierra.
John Ferrier, en su interior, dejó escapar un gemido.
––Corren rumores que prefiero desoír, rumores en torno a no sé qué compromiso con un gentil.
Maledicencias, supongo, de gente ociosa. ¿Cuál es la decimotercera regla del código legado a nosotros por
Joseph Smith, el santo? «Que toda doncella perteneciente a la fe verdadera contraiga matrimonio con uno
de los elegidos: pues si se uniera a un gentil, cometería pecado nefando.» Siendo ello así, no es posible que
tú, que profesas el credo santo, hayas consentido que tu hija lo vulnere.
Nada repuso John Ferrier, ocupado en juguetear nerviosamente con su fusta.
––Por lo que en torno a ella resuelvas, habrá de medirse la fortaleza de tu fe. Tal ha convenido el Sagrado
Consejo de los Cuatro. Tu hija es joven: no pretendemos que despose a un anciano, ni que se vea privada
de toda elección. Nosotros los Ancianos poseemos varias novillas, mas es fuerza que las posean también
nuestros hijos. Stangerson tiene un hijo varón, Drebber otro, y ambos recibirían gustosos a tu hija en su
casa. Dejo a ella la elección… Son jóvenes y ricos, y profesan la fe verdadera. ¿Qué contestas?
––Concédeme un poco de tiempo ––dijo al fin––. Mi hija es muy joven, quizá demasiado para tomar marido.
––Cuentas con un plazo de un mes ––dijo Young, enderezándose de su asiento––. Transcurrido éste,
habrá de dar la chica una respuesta.
Estaba cruzando el umbral cuando se volvió de nuevo, el rostro encendido y centelleantes los ojos:
––¡Guárdate bien, John Ferrier ––dijo con voz tonante––, de oponer tu débil voluntad a las órdenes de los
Cuatro Santos, porque en ese caso sentiríais tu hija y tú no yacer, reducidos a huesos mondos, en mitad de Sierra Blanco!
Con un amenazador gesto de la mano soltó el pomo de la puerta, y Ferrier pudo oír sus pasos desvaneciéndose
pesadamente sobre la grava del sendero.
Estaba todavía en posición sedente, con el codo apoyado en la rodilla e incierto sobre cómo exponer el
asunto a su hija, cuando una mano suave se posó en su hombro y, elevando los ojos, observó a la niña de
pie junto a él. La sola vista de su pálido y aterrorizado rostro, fue bastante a revelarle que había escuchado la conversación.
––No lo pude evitar ––dijo ella, en respuesta a su mirada––. Su voz atronaba la casa. Oh, padre, padre mío, ¿qué haremos?
––No te asustes ––contestó éste, atrayéndola hacia sí, y pasando su mano grande y fuerte por el cabello
castaño de la joven––. Veremos la manera de arreglarlo. ¿No se te va ese joven de la cabeza, no es cierto?
A un sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente estrechada a la del padre, se redujo la respuesta de Lucy.
––No, claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata de un buen chico y de un cristiano, mucho más,
desde luego, de lo que nunca pueda llegar a ser la gente de por aquí, con sus rezos y todos sus sermones.
Mañana sale una expedición camino de Nevada, y voy a encargarme de que le hagan saber el trance en que
nos hallamos. Si no me equivoco sobre el muchacho, le veremos volver aquí con una velocidad que todavía
no ha alcanzado el moderno telégrafo.
Lucy confundió sus lágrimas con la risa que las palabras de su padre le producían.
––Cuando llegue, nos señalará el curso más conveniente. Es usted el que me inquieta. Una oye…, oye cosas
terribles de quienes se enfrentan al Profeta: siempre sufren percances espantosos.
––Aún no nos hemos opuesto a nadie ––repuso el padre––. Tiempo tenemos de mirar por nuestra suerte.
Disponemos de un mes de plazo; para entonces espero que nos hallemos lejos de Utah.
––¡Lejos de Utah!
––Qué remedio…
––¿Y la granja?
––Convertiremos en dinero cuanto sea posible, renunciando al resto. Para ser sincero, Lucy, no es ésta la
primera vez que semejante idea se me cruza por la cabeza. No me entusiasma el estar sometido a nadie,
menos aún al maldito Profeta que tiene postrada a la gente de esta tierra. Nací americano y libre, y no entiendo
de otra cosa. Quizá sea demasiado viejo para mudar de parecer. Si el tipo de marras persiste en merodear
por mi granja, acaso acabe dándose de bruces con un puñado de postas avanzando en sentido contrario.
––Pero no nos dejarán marchar ––objetó la joven.
––Aguarda a que venga Jefferson y entonces nos las compondremos para hacerlo. Entre tanto, querida,
sosiégate, y no permitas que se te pongan los ojos feos de tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la tome
el chico conmigo. No hay razón para preocuparse, ni peligro ninguno.
John Ferrier imprimió a estas observaciones un tono de pausada confianza, lo que no fue obstáculo, sin
embargo, para que advierta la joven cómo, llegada la noche, aseguraba con más cuidado del habitual las
puertas de la casa, al tiempo que limpiaba y nutría de cartuchos la oxidada escopeta que hasta entonces
había colgado de la pared de su dormitorio.

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