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Capítulo 14

Estudio en escarlata – Arthur Conan Doyle
Conclusión

Teníamos orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas llegada esa fecha fue ya inútil todo
testimonio. Un juez más alto se había hecho cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un tribunal
donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta justicia. La misma noche de la captura hizo crisis su aneurisma,
y a la mañana siguiente fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había impresa
una sonrisa de placidez, como la de quien, volviendo la cabeza atrás, contempla en el último instante una
vida útil o un trabajo bien hecho.
––Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos ––observó Holmes cuando a la tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.
––Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad?
––No veo que interviniesen grandemente en su captura ––repuso.
––Poco importa que una cosa se haga ––replicó mi compañero con amargura––. La cuestión está en hacer
creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas vaya lo uno por lo otro ––añadió poco después, ya de mejor
humor––. No me habría perdido la investigación por nada del mundo. No alcanzo a recordar caso mejor
que éste. Aun siendo simple, encerraba puntos sumamente instructivos.
––¡Simple! ––exclamé.
––Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo ––dijo Sherlock Holmes, regocijado
de mi sorpresa––. La prueba de su intrínseca simpleza está en que, sin otra ayuda que unas pocas deducciones
en verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en menos de tres días.
––Cierto ––dije.
––Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo extraordinario constituye antes que un estorbo,
una fuente de indicios. La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan útil como
sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos recomiendan proceder de atrás adelante, de donde
se echa en olvido la posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el pensamiento
sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento analítico.
––Confieso ––afirmé–– que no consigo comprenderle del todo.
––No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras. Casi todo el mundo, ante una
sucesión de hechos, acertará a colegir qué se sigue de ellos… Los distintos acontecimientos son percibidos
por la inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un resultado. A partir de éste, sin embargo, pocas
gentes saben recorrer el camino contrario, es decir, el de los pasos cuya sucesión condujo al punto final. A
semejante virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o analíticamente.
––Comprendo.
––Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado, restando todo lo otro por adivinar.
Permítame mostrarle las distintas fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio… Como usted
sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de todo supuesto o impresión precisa.
Comencé, según era natural, por inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las marcas
de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse llegado allí de noche. Que era en
efecto un coche de alquiler y no particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los caballeros
en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que las del carruaje ordinario.
Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero, cuyo suelo arcilloso resultó ser
especialmente propicio para el examen de huellas. Sin duda no vio usted sino una simple franja de barro
pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca transmitía un mensaje pleno de contenido. Ninguna de las
ramas de la ciencia detectivesca es tan principal ni recibe tan mínima atención como ésta de seguir un rastro.
Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta, y un largo adiestramiento ha concluido por convertir
para mí esta sabiduría en segunda naturaleza. Reparé en las pesadas huellas del policía, pero también en las
dejadas por los dos hombres que antes habían cruzado el jardín. Que eran las segundas más tempranas,
quedaba palmariamente confirmado por el hecho de que a veces desaparecían casi del todo bajo las marcas
de las primeras. Así arribé a mi segunda conclusión, consistente en que subía a dos el número de los visitantes
nocturnos, de los cuales uno, a juzgar por la distancia entre pisada y pisada, era de altura más que
notable, y algo petimetre el otro, según se echaba de ver por las menudas y elegantes improntas que sus botas habían producido.
Al entrar en la casa obtuve confirmación de la última inferencia. El hombre de las lindas botas yacía delante
de mí. Al alto, pues, procedía imputar el asesinato, en caso de que éste hubiera tenido lugar. No se
veía herida alguna en el cuerpo del muerto, mas la agitada expresión de su rostro declaraba transparentemente
que no había llegado ignaro a su fin. Quienes perecen víctimas de un ataque al corazón, o por otra
causa natural y súbita, jamás muestran esa apariencia desencajada. Tras aplicar la nariz a los labios del
difunto, detecté un ligero olor acre, y deduje que aquel hombre había muerto por la obligada ingestión de
veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no habría quedado impreso en su cara tal gesto de odio
y miedo. Por el método de exclusión, me vi, pues, abocado a la única hipótesis que autorizaban los hechos.
No crea usted que era aquélla en exceso peregrina. La administración de un veneno por la fuerza figura no
infrecuentemente en los anales del crimen. Los casos de Dolsky en Odesa, y el de Leturier en Montpellier,
acudirían de inmediato a la memoria de cualquier toxicólogo.
A continuación se suscitaba la gran pregunta del porqué. La rapiña quedaba excluida, ya que no se echaba
ningún objeto en falta. ¿Qué había entonces de por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la
cuestión que entonces me inquietaba. Desde el principio me incliné por lo segundo. Los asesinos políticos
se dan grandísima prisa a escapar una vez perpetrada la muerte. Ésta, sin embargo, había sido cometida con
flema notable, y las mil huellas dejadas por su amor a lo largo y ancho de la habitación declaraban una
estancia dilatada en el escenario del crimen. Sólo un agravio personal, no político, acertaba a explicar tan
sistemático acto de venganza. Cuando fue descubierta la inscripción en la pared, me confirmé aún más en
mis sospechas. Se trataba, evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo del anillo zanjó la cuestión. Era
claro que el asesino lo había usado para atraer a su víctima el recuerdo de una mujer muerta o ausente.
Justo entonces pregunté a Gregson si en el telegrama enviado a Cleveland se inquiría también por cuanto
hubiera de peculiar en el pasado de Drebber. Fue su contestación, lo recordará usted, negativa.
Después procedí a un examen detenido de la habitación, en el curso del cual di por buena mi primera estimación
de la altura del asesino, y obtuve los datos referentes al cigarro de Trichonopoly y a la largura de
sus uñas. Había llegado ya a la conclusión de que, dada la ausencia de señales de lucha, la sangre que salpicaba
el suelo no podía proceder sino de las narices del asesino, presa seguramente de una gran excitación.
Observé que el rastro de la sangre coincidía con el de sus pasos. Es muy difícil que un hombre, a menos
que posea gran vigor, pueda fundir, impulsado de la sola emoción, semejante cantidad de sangre, así que aventuré la opinión de que era el criminal un tipo robusto y de faz congestionada. Los hechos han demostrado que iba por buen camino.
Tras abandonar la casa hice lo que Gregson había dejado de hacer. Envié un telegrama al jefe de policía
de Cleveland, donde me limitaba a requerir cuantos detalles se relacionasen con el matrimonio de Enoch
Drebber. La respuesta fue concluyente. Declaraba que Drebber había solicitado ya la protección de la ley
contra un viejo rival amoroso, un tal Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba a la sazón en Europa.
Supe entonces que tenía la clave del misterio en mi mano y que no restaba sino atrapar al asesino.
Tenía ya decidido que el hombre que había entrado en la casa con Drebber y el conductor del carruaje
eran uno y el mismo individuo. Se apreciaban en la carretera huellas que sólo un caballo sin gobierno puede
producir. ¿Dónde iba a estar el cochero sino en el interior del edificio? Además, vulneraba toda lógica el
que un hombre cometiera deliberadamente un crimen ante los ojos, digamos, de una tercera persona, un
testigo que no tenía por qué guardar silencio. Por último, para un hombre que quisiera rastrear a otro a
través de Londres, el oficio de cochero parecía sin duda el más adecuado. Todas estas consideraciones me
condujeron irresistiblemente a la conclusión de que Jefferson Hope debía contarse entre los aurigas de la metrópoli.
Si tal había sido, era razonable además que lo siguiera siendo. Desde su punto de vista, cualquier cambio
súbito sólo podía atraer hacia su persona una atención inoportuna. Probablemente, durante cierto tiempo al
menos, persistiría en su oficio de cochero. Nada argüía tampoco que lo fuera a hacer bajo nombre supuesto.
¿Por qué mudar de nombre en un país donde era desconocido? Organicé, por tanto, mi cuadrilla de detectives
vagabundos, ordenándoles acudir a todas las casas de coches de alquiler hasta que dieran con el hombre
al que buscaba. Qué bien cumplieron el encargo y qué prisa me di a sacar partido de ello, son cosas que aún
deben estar frescas en su memoria. El asesinato de Stangerson nos cogió enteramente por sorpresa, mas en
ningún caso hubiésemos podido impedirlo. Gracias a él, ya lo sabe, me hice con las píldoras, cuya existencia
había previamente conjeturado. Vea cómo se ordena toda la peripecia según una cadena de secuencias
lógicas, en las que no existe un solo punto débil o de quiebra.
––¡Magnífico! ––exclamé––. Sus méritos debieran ser públicamente reconocidos. Sería bueno que sacase
a la luz una relación del caso. Si no lo hace usted, lo haré yo.
––Haga, doctor, lo que le venga en gana ––repuso––. Y ahora, ¡eche una mirada a esto! ––agregó entregándome un periódico.
Era el Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba mi atención aludía al caso de autos.
«El público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso con la súbita muerte de un tal Hope, autor presunto
del asesinato del señor Enoch Drebber y Joseph Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para
alcanzar un conocimiento preciso de lo acontecido, se nos asegura de fuente fiable que el crimen fue efecto
de un antiguo y romántico pleito, al que no son ajenos ni el mormonismo ni el amor. Parece que las dos
víctimas habían pertenecido de jóvenes a los Santos del último Día, procediendo también Hope, el prisionero
fallecido, de Salt Lake City. El caso habrá servido, cuando menos, para demostrar espectacularmente la
eficacia de nuestras fuerzas policiales y para instruir a los extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus
diferencias en su lugar de origen y no en territorio británico. Es un secreto a voces que el mérito de esta
acción policial corresponde por entero a los señores Lestrade y Gregson, los dos famosos oficiales de Scotland
Yard. El criminal fue capturado, según parece, en el domicilio de un tal Sherlock Holmes, un detective
aficionado que ha dado ya ciertas pruebas de talento en este menester, talento que acaso se vea estimulado
por el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar que, en prueba del debido reconocimiento a sus
servicios, se celebre un homenaje en honor de los dos oficiales.»
––¿No se lo dije desde el comienzo? ––exclamó Sherlock Holmes, con una carcajada––. He aquí lo que
hemos conseguido con nuestro Estudio en Escarlata: ¡Procurar a esos dos botarates un homenaje!
––Pierda cuidado ––repuse––. He registrado todos los hechos en mi diario, y el público tendrá constancia
de ellos. Entre tanto, habrá usted de conformarse con la constancia del éxito, al igual que aquel avaro romano:


Populus me sibilat, at mihi plaudo.
Ipse domi simul ac nummos contemplar in arca.

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