Estudio en escarlata – Arthur Conan Doyle
Nuestro anuncio atrae aun visitante
Con el excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no fuerte salud, y por la tarde estaba agotado. Después
que Holmes hubo partido al concierto, busqué el sofá para descabezar allí dos horas de sueño. Vano
intento. Tras todo lo ocurrido, no cesaban de cruzar por mi agitada imaginación las más insólitas conjeturas
y fantasías. Apenas cerrados los ojos veía delante de mí el descompuesto semblante, la traza simiesca del
hombre asesinado. Tan sobrecogedora era la impresión suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía
un impulso de gratitud hacia la mano anónima que había obrado su extrañamiento de este mundo. Nunca se
ha plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante como la manifestada por las facciones de Enoch J.
Drebber, avecindado en Cleveland. Naturalmente, no desconocía que la ley tiene también sus imperativos y
que la depravación de la víctima no constituye motivo de disculpa para el criminal.
Cuanto más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más extraordinaria se me volvía la hipótesis de mi compañero
acerca de una muerte por envenenamiento. Recordaba ahora su gesto de aplicar la nariz a los labios
del interfecto, y no dudaba en atribuirlo a alguna razón de peso. Pero descartado el veneno, ¿a qué causa
remitirse, si no se apreciaban heridas ni huellas de estrangulamiento? Y además, ¿a quién demonios pertenecía
la sangre, profusamente esparcida por el suelo? No existían señales de lucha, ni se había encontrado
junto al cuerpo ningún arma de que pudiera servirse el agredido para atacar a su ofensor. ¡Duro trabajo el
de conciliar el sueño, para Holmes no menos que para mí, en medio de tanto interrogante sin respuesta!
Sólo de una secreta y satisfactoria explicación de los hechos, una explicación que aún no se me alcanzaba,
podía dimanar, según me lo parecía a mí entonces, la serena y segura actitud de Holmes.
Éste volvió tarde, mucho más de lo que el concierto exigía. La cena estaba ya servida.
––¡Soberbio recital! ––comentó mientras tomaba asiento––. ¿Recuerda usted lo que Darwin ha dicho
acerca de la música? En su opinión, la facultad de producir y apreciar una armonía data en la raza humana
de mayor antigüedad que el uso del lenguaje. Acaso sea ésta la causa de que influya en nosotros de forma
tan sutil. Perviven en nuestras almas recuerdos borrosos de aquellos siglos en que el mundo se hallaba aún en su niñez…
––No me parece la idea muy estricta ––apunté.
––Las ideas sobre la naturaleza han de ser tan holgadas como la naturaleza misma. ¿Cómo podría de otra
manera ser ésta interpretada? A propósito ––prosiguió––, su aspecto no es el de siempre. Se conoce que el
asunto de Brixton Road le tiene a usted trastornado.
––No voy a decirle que no ––repuse––. Y el caso es que con la experiencia de Afganistán debiera haberme
curtido un poco. He visto a camaradas hechos picadillo en Maiwand sin conmoverme de este modo.
––Me hago cargo. Este asunto está envuelto en un misterio que estimula la imaginación; sin la imaginación
no existe el miedo. ¿Ha leído usted el periódico de esta tarde?
––No.
––Rinde cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que, al ser aupado el cuerpo, rodó un anillo de compromiso por el suelo. No es inoportuno el olvido.
––Explíqueme eso.
––Eche un vistazo a este anuncio ––repuso––. He enviado por la mañana uno idéntico a cada periódico, inmediatamente después de ocurrida la cosa.
Me hizo llegar el periódico desde el otro lado de la mesa, y yo busqué con los ojos el lugar señalado.
Ocupaba el mensaje la cabeza de la columna destinada a «Hallazgos».
«Esta mañana», decía, «ha sido encontrado un anillo de compromiso, en oro de ley, en el tramo de Brixton
Road comprendido entre la taberna de «El Ciervo Blanco» y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson,
221 B, Baker Street, de ocho a nueve de la noche.»
––Disculpe que haya utilizado su nombre ––prosiguió––, pero el mío habría sido visto por alguno de estos
badulaques, siempre prontos a meter las narices donde no les llaman.
––Eso no importa ––repuse––. Importa más que no tengo el anillo.
––¡Claro que lo tiene! ––exclamó, entregándome uno––. Para el caso es lo mismo, casi un facsímil.
––¿Y quién cree usted que contestará al anuncio?
––Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro congestionado y botas con puntera
cuadrada. Si no se presenta él personalmente, enviará a un cómplice.
––¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa?
––En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso, el hombre que nos preocupa
sacrificaría cualquier cosa por no perder el anillo. Sospecho que se le cayó al suelo cuando se inclinaba
sobre el cadáver, y que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar la casa y descubrir su pérdida,
dio presurosa marcha atrás, pero la Policía había sido atraída ya a causa de la vela, que tontamente había
dejado encendida. Se fingió borracho para despejar las sospechas acaso despertadas por su presencia en la
cancela. Ahora, póngase en el pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por pensar que
el extravío ha podido producirse en la calle, fuera ya de la casa. ¿Qué hacer entonces? Sin duda ha
consultado afanosamente los periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar razón del objeto perdido. Mi
anuncio no ha podido escapar a su atención. Estará ahora felicitándose de su suerte. ¿Por qué recelar una
trampa? Desde su punto de vista, ninguna relación puede establecerse entre el hallazgo del anillo y el
asesinato. Es probable que venga…, mejor aún, es inevitable. Aquí le tendremos antes de una hora.
––¿Y después? ––dije.
––Déjelo de mi cuenta… ¿Dispone usted de algún arma?
––Mi viejo revólver de soldado y unos cuantos cartuchos. ––Pues ya está usted limpiando ese revólver y
poniendo los cartuchos en la recámara. Nuestro visitante es un hombre desesperado, sin nada que perder;
acaso no baste el cogerlo desprevenido.
Fui a mi alcoba e hice lo que se me había aconsejado. Cuando volví con la pistola estaba ya la mesa
despejada y Holmes, como otras veces, mataba el tiempo arañando las cuerdas de su violín.
––Cada vez es más espesa la maraña ––observó al verme entrar––. Acabo de recibir desde América
contestación a mi telegrama, y resulta que me hallaba en lo cierto.
––Explíquese ––pedí entonces, impaciente.
––Este violín requiere cuerdas nuevas ––dijo evasivamente Holmes––. En fin, métase la pistola en el
bolsillo, y cuando se nos presente aquí ese pájaro, háblele sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite las
miradas insistentes, no vaya a despertar en él sospechas.
––Son en este instante exactamente las ocho ––comenté, mirando el reloj.
––Estará probablemente aquí pasados unos minutos. Deje la puerta entreabierta. Así… Ahora, introduzca
la llave por la parte de dentro. ¡Gracias! Encontré ayer esta rareza en un puesto de libros de lance… Se trata
de De Jure ínter Gentes impreso en latín por una casa de Lieja, en los Países Bajos, allá por el año 1642. La
cabeza del rey Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando este pequeño volumen de tejuelos marrones vio la luz.
––¿Quién es el impresor?
––Philippe de Croy, o quien quiera que sea. En la guarda, con tinta casi borrada por los años, está escrita
la leyenda «Ex libris Gulielmi Whyte». Me pregunto quién será el tal Willam Whyte. Probablemente un
pragmático del XVII, como se echa de ver por el estilo abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro hombre, según creo!
En ese instante se oyó en la entrada un fuerte campanillazo. Sherlock Holmes se incorporó suavemente y
puso su silla frontera a la puerta. Oímos los pasos de la criada a través del vestíbulo, y después el ruido seco del picaporte al ser accionado.
––¿Vive aquí el doctor Watson? ––preguntó una voz clara aunque más bien áspera.
No pudimos escuchar la respuesta de la sirviente, pero la puerta se cerró, siguiendo a ese ruido el de unos
pasos escaleras arriba. Se apoyaban los pies sobre el suelo indecisamente, como arrastrándose. A medida
que estas señales llegaban a mi compañero, una expresión de sorpresa iba pintándose en su rostro. Vino a
continuación la penosa travesía del pasillo, y por fin unos débiles golpe de nudillos sobre la puerta.
––¡Adelante! ––exclamé.
A mi convocatoria, en vez de la fiera humana que esperábamos, acudió renqueando una anciana y decrépita
mujer. Pareció deslumbrada por el súbito destello de luz, y tras esbozar una reverencia, permaneció
inmóvil, parpadeando en dirección nuestra mientras sus dedos se agitaban nerviosos e inseguros en la faltriquera.
Miró a mi amigo, cuyo semblante había adquirido tal expresión de desconsuelo que a poco más
pierdo la compostura y rompo a reír.
El vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de la tarde y señaló nuestro anuncio.
––Aquí me tienen en busca de lo mío, caballeros ––dijo improvisando otra reverencia––; un anillo de
compromiso perdido en Brixton Road. Pertenece a mi Sally, casada hace doce meses con un hombre que
trabaja como camarero en un barco de la Unión. ¡No quiero ni decirles lo que pasaría si a la vuelta ve a su
mujer sin el anillo! ¡Es de natural irascible, y de malísimas pulgas cuando le da a la botella! Sin ir más lejos ayer fue mi niña al circo…
––¿Es éste el anillo? ––pregunté.
––¡El Señor sea alabado! ––exclamó la mujer––. Feliz noche le aguarda hoy a Sally… Éste es el anillo.
––¿Tendría la bondad de darme su dirección? ––inquirí, tomando un lápiz.
––Duncan Street 13, Houndsditch. Muy a desmano de aquí.
––La calle Brixton no queda entre Houndsditch y circo alguno ––terció entonces Sherlock Holmes, cortante.
La anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con sus ojillos enrojecidos.
––El caballero pedía razón de mis señas ––dijo––. Sally vive en el 3 de Mayfield Place, Peckham.
––¿Su apellido es..?
––Mi apellido es Sawyer, y el de ella Dennis, Dennis por Tom Dennis, su marido, un chico apañadito
mientras está navegando ––los jefes, por cierto, lo traen en palmitas––, pero no tanto en tierra, a causa de las mujeres y los bares…
––Aquí tiene usted el anillo, señora Sawyer ––interrumpí de acuerdo con una seña de mi compañero––;
no dudo que pertenece a su hija, y me complace devolverlo a su legítimo dueño.
Con mucho sahumerio de bendiciones, y haciendo protestas de gratitud, aquella ruina se embolsó el anillo,
deslizándose después escaleras abajo. En ese mismo instante Sherlock Holmes saltó literalmente de su
asiento y acudió veloz a su cuarto. Transcurridos apenas unos segundos apareció envuelto en un abrigo
largo y amplio, de los llamados Ulster, y vestido el cuello con una bufanda.
––Voy a seguirla ––me espetó a bocajarro––; se trata sin duda de un cómplice que nos conducirá hasta nuestro hombre. ¡Aguarde aquí mi vuelta!
Apenas si la puerta principal se había cerrado tras el paso de nuestra visitante, cuando Holmes se precipitó
escaleras abajo. A través de la ventana pude observar a la vieja caminando penosamente a lo largo de la
acera opuesta, mientras mi amigo la perseguía a una prudencial distancia.
––O es todo un disparate ––pensé––, o esta mujer le llevará a la entraña del misterio.
No necesitaba Holmes haberme dicho que le aguardara en pie, puesto que jamás habría podido conciliar el sueño hasta conocer el desenlace de la aventura.
Holmes había partido al filo de las nueve. No teniendo noción de cuando volvería, decidí matar el tiempo
aspirando estúpidamente el humo de mi pipa mientras fingía leer la Vie de Bohème de Henri Murger. Dieron
las diez y oí los pasos de la sirviente camino de su dormitorio. Sonaron las once, y el más cadencioso
taconeo del ama de llaves cruzó delante de mi puerta, en dirección también a la cama. Serían casi las doce
cuando llegó a mis oídos el ruido seco del picaporte de la entrada. Ver a mi amigo y adivinar que no le
había asistido el éxito fue todo uno. La pena y el buen humor parecían disputarse en él la preeminencia,
hasta que de pronto llevó el segundo la mejor parte y Holmes dejó escapar una franca carcajada.
––¡Por nada del mundo permitiría que la Scotland Yard llegase a saber lo ocurrido! ––exclamó,
derrumbándose en su butaca––. He hecho tanta burla de ellos que no cesarían de recordármelo hasta el fin
de mis días. Sí, me río porque adivino que a la larga me saldré con la mía.
––¿Qué hay? ––pregunté.
––Le contaré un descalabro. Escuche: la vieja había caminado un trecho cuando comenzó a cojear, dando
muestras de tener los pies baldados. Al fin se detuvo e hizo señas a un coche de punto. Acorté la distancia
con el propósito de oír la dirección señalada al cochero, aunque por las voces de la vieja, bastantes a derribar
una muralla, bien pudiera haber excusado tanta cautela. «¡Lléveme al 13 de Duncan Street, Houndsditch
», chilló. «¿Habrá dicho antes la verdad?», pensé entonces para mí, y viéndola ya dentro del vehículo,
me enganché a la trasera de éste. Se trata el último, por cierto, de un arte que todo detective debiera dominar.
En fin, nos pusimos en movimiento, sin que una sola vez aminoraran los caballos su marcha hasta la
calle en cuestión. Antes de alcanzada la decimotercera puerta desmonté e hice lo que quedaba de camino a
pie, más bien despacio, como un paseante cualquiera. Vi detenerse el coche. Su conductor saltó del pescante
y fue a abrir una de sus portezuelas, donde permaneció un rato a la espera. Nadie asomó la cabeza.
Cuando llegué allí estaba el hombre palpando el interior de la cabina con aire de pasmo, al tiempo que
adornaba su cólera con el más florido rosario de improperios que jamás haya escuchado. No había trazas
del pasajero, quien según creo va a demorar no poco rato el importe de la carrera. Al preguntar en el número
13, supe que se hallaba ocupado por un respetable industrial de papeles pintados, de nombre Keswick, y
que ninguna persona apellidada Sawyer o Dennis había sido vista en el referido inmueble.
––¿Pretende usted decirme ––repuse asombrado––, que esa vieja y vacilante anciana ha sido capaz de
saltar del coche en marcha sin que usted o el piloto se apercibieran de ello?
––¡Dios confunda a la vieja! ––dijo con mucho énfasis Sherlock Holmes––. ¡Viejas nosotros, y viejas
burladas! ¡Ha debido tratarse de un hombre joven y vigoroso, amén de excelente actor! Su caracterización
ha sido inmejorable. Observó sin duda que estaba siendo perseguido, y se las compuso para darme esquinazo.
Ello demuestra que el sujeto tras el cual nos afanamos no se halla tan desasistido como yo pensaba, y
que cuenta con amigos dispuestos a jugarse algo por él. Bueno, doctor, parece usted agotado… Siga mi consejo y acuéstese.
Me encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de modo que di por buena aquella invitación. Dejé a
Holmes sentado frente al fuego en brasas, y, muy entrada ya la noche, pude oír los suaves y melancólicos
gemidos de su violín, señal de que se hallaba el músico meditando sobre el extraño problema pendiente todavía de explicación.