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Capítulo 12

Frankenstein – Mary Shelley

Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había operado grandes
cambios en su aspecto desde la última vez que la había visto. Cinco años
antes era una muchacha bonita y alegre, a quien todos querían y mimaban.
Ahora era una mujer tanto en la estatura como en la expresión de su rostro,
que me pareció absolutamente adorable. Su frente, despejada y amplia daba
cuenta de una sobrada inteligencia unida a una gran franqueza. Sus ojos
eran avellanados y denotaban una extraordinaria dulzura, ahora mezclada
con la tristeza por las recientes penas. Sus cabellos tenían un oscuro color
castaño rojizo; su tez era blanca, y su figura, ligera y graciosa. Me saludó con todo el cariño.
—Tu llegada, mi queridísimo primo —dijo—, me llena de esperanza.
Quizá descubras algún medio de demostrar la inocencia de mi pobre Justine.
Ay, Dios mío… Si la culpan de asesinato, ¿quién podría estar seguro?
Confío en su inocencia con tanta certeza como en la mía propia. Esta desgracia
es el doble de cruel para nosotros. No solo hemos perdido a nuestro
querido niño, sino que, además, un destino aún más cruel nos va a arrebatar
a esta muchacha, a quien sinceramente aprecio. ¡Oh, Dios! Si la condenan,
no volveré a saber qué es la alegría jamás. Pero no la condenarán, estoy segura
de que no la condenarán; y volveré a ser feliz de nuevo, a pesar de la triste muerte de mi pequeño William.
—Es inocente, mi querida Elizabeth —dije—, y se demostrará; no temas
nada, y tranquiliza tu espíritu con el convencimiento de que va a ser absuelta.
—¡Qué bueno eres! —contestó Elizabeth—. Todos los demás creen que
es culpable, y eso me hace muy desgraciada; porque yo sé que eso es imposible,
y ver a todos los demás tan decididamente predispuestos contra ella
me hacía sentir perdida y desesperada.
Comenzó a llorar.
—Mi dulce sobrina —dijo mi padre—, seca tus lágrimas; si es inocente,
como crees, confía en la justicia de nuestros jueces y en mi firme decisión
de impedir que haya la más mínima sombra de parcialidad.
Pasamos unas horas muy tristes hasta las once, cuando estaba previsto
que comenzara el juicio. Puesto que el resto de la familia estaba obligada a
asistir en calidad de testigos, los acompañé al tribunal. Durante toda aquella
maldita farsa de juicio, sufrí una verdadera tortura. Se iba a decidir si el resultado
de mi curiosidad y mis experimentos ilegales eran la causa de la
muerte de dos de mis seres queridos: el primero, un niño alegre, inocente y
lleno de alegría; la otra, asesinada de un modo aún más terrible, con todos
los agravantes de una infamia que podría hacer que aquel asesinato quedara
registrado para siempre en los anales del horror. Justine también era una
buena muchacha y poseía cualidades que le auguraban una vida feliz; ahora
todo iba a quedar destruido y olvidado en una ignominiosa tumba… ¡y yo
tenía la culpa! Mil veces me habría confesado culpable del crimen que se le
achacaba a Justine; pero yo estaba ausente cuando se cometió, y una declaración
semejante se habría considerado como la locura de un necio y ni siquiera
podría exculpar a la que iba a ser castigada por mí.
Justine parecía tranquila. Iba vestida de luto; y sus facciones, siempre
atractivas, se habían tornado exquisitamente hermosas por la gravedad de
sus sentimientos. Incluso parecía confiar en su inocencia y no temblaba,
aunque había muchas personas mirándola e insultándola. Toda la piedad
que su belleza podría haber suscitado en los demás fue arrasada por el recuerdo
de la enormidad que, se suponía, había cometido. Estaba tranquila,
aunque su tranquilidad era evidentemente forzada; y como su confusión se
había aducido anteriormente como una prueba de su culpabilidad, se esforzaba
en mantener una apariencia de serenidad. Cuando entró en la sala del
tribunal, miró a su alrededor e inmediatamente descubrió dónde estábamos
sentados. Las lágrimas parecieron enturbiar su mirada, pero se recobró, y
una mirada de triste cariño pareció atestiguar su irrefutable inocencia.
El juicio comenzó; y después de que el abogado hubiera sentado los cargos
contra ella, se llamó a varios testigos. Algunos hechos casuales se confabularon
contra ella, lo cual habría asombrado a cualquiera que no tuviera
una prueba de su inocencia como la que tenía yo. Ella había estado fuera
toda la noche en la cual se cometió el asesinato, y por la mañana temprano
había sido vista por una mujer del mercado, no lejos del lugar donde posteriormente
se encontró el cuerpo del muchacho asesinado. La mujer le preguntó
qué hacía allí… pero ella la miró de un modo muy raro y solo le devolvió
una respuesta confusa e ininteligible. Regresó a casa alrededor de las
ocho, y cuando alguien le preguntó dónde había pasado la noche, contestó
que había estado buscando al niño y preguntó vehementemente si alguien
sabía algo del pequeño. Cuando trajeron el cuerpo a la casa, sufrió un violento
ataque de histeria y tuvo que guardar cama durante varios días. Entonces
se mostró públicamente el retrato que la criada había encontrado en su
bolsillo, y un murmullo de indignación y horror recorrió la sala del tribunal
cuando Elizabeth, con voz temblorosa, admitió que era el mismo que había
puesto en el cuello del niño una hora antes de que se le echara en falta.
Se llamó entonces a Justine para que se defendiera. A medida que se había
desarrollado el juicio, su rostro se había ido alterando. La sorpresa, el
horror y el dolor se hacían ahora muy evidentes. A veces luchaba contra sus
lágrimas; pero cuando se le pidió que hablara, hizo acopio de todas sus
fuerzas y habló en un tono audible aunque con voz temblorosa.
—Dios sabe que soy absolutamente inocente —dijo—. Pero no espero
que me absuelvan por lo que vaya a decir aquí: baso mi inocencia en la simple
explicación de los hechos que se aducen contra mí; y espero que la
reputación de la que siempre he gozado incline a mis jueces a una interpretación
favorable allí donde alguna circunstancia aparezca como dudosa o sospechosa.
Entonces explicó que, con permiso de Elizabeth, había pasado aquella
tarde, cuando se perpetró el crimen, en casa de una tía que vive en Chêne,
una aldea que se encuentra aproximadamente a una legua de Ginebra.
Cuando volvía, alrededor de las nueve, se encontró con un hombre que le
preguntó si había visto al niño que se había perdido. Aquello la asustó y
pasó varias horas buscándolo; entonces cerraron las puertas de Ginebra y se
vio obligada a permanecer varias horas de la noche en una granja; pero, incapaz
de descansar o dormir, se levantó muy pronto para volver a buscar a
mi hermano. Si había llegado cerca del lugar en el que yacía el cuerpo, fue
sin saberlo. Y no era sorprendente que se hubiera mostrado confusa cuando
aquella mujer del mercado le hizo algunas preguntas, puesto que estaba desesperada
por la pérdida del pobre William. Respecto al retrato en miniatura, no podía dar ninguna explicación.
—Ya sé cuán grave y fatalmente pesa esta circunstancia concreta contra
mí —añadió la infeliz—, pero no puedo explicarlo; he confesado mi absoluta
ignorancia al respecto, y solo me resta hacer suposiciones respecto a las
razones por las cuales se colocó ese objeto en mi bolsillo. Pero también
aquí tengo que detenerme. Creo que no tengo ningún enemigo en el mundo…
y con seguridad, ninguno que pudiera haber sido tan malvado como
para destruirme tan gratuitamente. ¿Lo puso el asesino ahí? No tengo conciencia
de haberle dado ninguna oportunidad para que lo hiciera; y si ciertamente
le ofrecí sin querer esa oportunidad, ¿por qué habría robado la joya el
asesino si pensaba desprenderse de ella tan pronto?
»Pongo mi causa en manos de la justicia de los jueces, aunque comprendo
que no hay lugar para la esperanza. Y ruego que se permita que se pregunte
a algunos testigos respecto a mi carácter; y si sus testimonios no prevalecen
sobre mi supuesta culpabilidad, tendré que ser condenada, aunque
yo preferiría fundar mis esperanzas de salvación en mi inocencia.
Fueron citados varios testigos que la habían conocido desde hacía muchos
años, y todos hablaron bien de ella; pero el temor y la aversión por el
crimen del cual la creían culpable los tornó temerosos y poco vehementes.
Elizabeth vio que incluso este último recurso, su disposición y su conducta
excelentes e irreprochables, también iba a fallarle a la acusada, y entonces,
aunque terriblemente nerviosa, pidió permiso para hablar.
—Soy —dijo— la prima del infeliz niño que fue asesinado… o más bien,
su hermana, porque fui educada por sus padres y viví con ellos desde mucho
antes incluso de que él naciera; así que tal vez se considere improcedente
que declare aquí; pero cuando veo a una criatura como ella estar en
peligro solo por la cobardía de sus supuestos amigos, deseo que se me permita
hablar para poder decir lo que sé de su carácter. La conozco bien. He
vivido en la misma casa, con ella, al principio durante cinco años, y más
adelante, casi otros dos. Durante todo ese tiempo me ha parecido la criatura
más amable y buena. Cuidó a mi tía en su última enfermedad con el mayor
cariño y atención, y después se ocupó de su propia madre durante una larga
y penosa enfermedad de un modo que causó la admiración de todos los que
la conocían. Después de aquello, volvió a vivir en casa de mi tío, donde era
apreciada y querida por toda la familia. Sentía un afecto muy especial por el
niño que ha sido asesinado y siempre actuó para con él como una madre cariñosísima.
Por mi parte, no dudo en afirmar que, a pesar de todas las pruebas
que se presenten contra ella, yo creo y confío en su absoluta inocencia.
No tenía ningún motivo para hacer algo así; y respecto a esa tontería que
parece ser la prueba principal, si ella hubiera mostrado algún deseo de tenerla,
yo se la habría dado de buen grado, tanto la aprecio y la valoro.
¡Maravillosa Elizabeth! Se oyó un murmullo de aprobación; pero se debió
a su generosa intervención y no porque hubiera un sentimiento favorable
hacia la pobre Justine, sobre la cual se volvió a desatar la indignación
del público con renovada violencia, acusándola de la más perversa ingratitud.
Ella lloraba mientras Elizabeth hablaba, pero no dijo nada. Mi nerviosismo
y mi angustia fueron indescriptibles durante todo el juicio. Yo creía
que era inocente… lo sabía. ¿Acaso el monstruo que había matado a mi hermano
(no me cabía la menor duda), en su infernal juego, había entregado a
aquella muchacha inocente a la muerte y a la ignominia? No podía soportar
el horror de la situación; y cuando vi que la opinión pública y el rostro de
los jueces ya habían condenado a mi infeliz víctima, abandoné la sala angustiado.
Los sufrimientos de la acusada no eran comparables con los míos;
ella se apoyaba en la inocencia, pero a mí las garras del remordimiento me
desgarraban el pecho. Pasé una noche absolutamente miserable. Por la mañana
volví al tribunal; tenía los labios y la garganta ardiendo. No me atrevía
a lanzar la maldita pregunta, pero me conocían, y el oficial imaginó la razón
de mi visita: se habían emitido los votos, todos eran negros, y Justine fue condenada.

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