Frankenstein – Mary Shelley
Cuando la mente ha estado intensamente ocupada en una rápida sucesión
de acontecimientos, nada es más doloroso que la mortal calma de apatía y
certidumbre que surge a continuación y que impide que el alma sienta ni
esperanza ni temor. Justine murió. Descansó. Y yo estaba vivo. La sangre
corría libremente por mis venas, pero un peso de desesperación y remordimiento
me aplastaba el corazón y nada podía aliviar ese dolor. El sueño
huía de mis ojos. Vagaba como un alma en pena, porque había cometido actos
malvados y horribles que ni siquiera se pueden describir, y (estaba convencido)
aún cometería más, muchos más. Sin embargo, mi corazón rebosaba
de cariño y bondad. Mi vida había comenzado con buenas intenciones y
había deseado que llegara el momento en que pudiera ponerlas en práctica y
convertirme en una persona útil para mis semejantes. Ahora todo se había
derrumbado. En vez de tener la conciencia tranquila, que me permitiera revisar
mis actos con autocomplacencia y, a partir de ese punto, albergar promesas
de nuevas esperanzas, estaba abrumado por los remordimientos y la
culpa, y me entregaba a un infierno de torturas infinitas que ni siquiera pueden describirse.
Este estado de ánimo minó mi salud, que se había restablecido por completo
desde el primer ataque que había sufrido. No soportaba la presencia de
nadie; cualquier gesto de alegría o satisfacción era una tortura para mí. La
soledad era mi único consuelo… una soledad profunda, negra, como la
muerte. Mi padre observó con dolor el perceptible cambio que había tenido
lugar en mi conducta y mis costumbres, e intentó razonar conmigo sobre la
locura que suponía entregarse a un dolor desmesurado.
—¿Crees que yo no sufro, Victor? —dijo—. Nadie puede querer a un
muchacho más de lo que yo quería a tu hermano —y las lágrimas anegaron
sus ojos cuando dijo aquello—; pero… ¿no es nuestro deber para con los
que siguen vivos intentar refrenarnos y no aumentar su tristeza mostrando
un dolor exagerado? Y también es un deber para contigo mismo; porque la
pena excesiva impide mejorar y sentirse alegre, e incluso impide realizar las
tareas cotidianas sin las cuales ningún hombre puede vivir en sociedad.
Aquel consejo, aunque era bueno, era de todo punto inaplicable en mi
caso; yo debería haber sido el primero en ocultar mi dolor y consolar a mis
seres queridos… si los remordimientos no hubieran mezclado su amargura
con el resto de mis emociones. En aquel momento solo podía responder a
mi padre con una mirada de desesperación e intentar apartarme de su vista.
Por aquel entonces nos fuimos a vivir a nuestra casa de Belrive. Este cambio
me resultó especialmente agradable. El cierre de las puertas de la ciudad,
habitualmente a las diez en punto, y la imposibilidad de permanecer en
el lago después de esa hora convertían nuestra permanencia dentro de los
muros de Ginebra en una obligación muy desagradable para mí. Ahora era
libre. A menudo, después de que el resto de la familia se hubiera retirado a
dormir, yo cogía el bote y pasaba la noche sobre las aguas: algunas veces,
con las velas desplegadas, me dejaba arrastrar por el viento; y en otras ocasiones,
después de remar hasta el centro del lago, dejaba que el bote siguiera
su propio curso y me entregaba a mis dolorosas reflexiones. Muchas veces
estuve tentado… cuando todo era paz a mi alrededor y yo era lo único
que vagaba desasosegado y sin descanso en una escena tan maravillosa y
celestial, si exceptúo a algún murciélago solitario o las ranas, cuyo croar
áspero y rítmico se oía solo cuando me aproximaba a las orillas… Muchas
veces, digo, estuve tentado de arrojarme al lago callado y en calma, para
que las aguas me engulleran a mí y a mis calamidades para siempre. Pero
me detenía cuando pensaba en la heroica y abnegada Elizabeth, a quien tanto
quería, y cuya existencia estaba íntimamente ligada a la mía. Y también
pensaba en mi padre y en el hermano que me quedaba; ¿acaso mi miserable
deserción no los dejaría abandonados y desprotegidos, a merced de la maldad
del monstruo que había arrojado entre ellos? En esos momentos me entregaba
al llanto amargamente, y deseaba que la paz volviera a mi mente
solo porque así podría intentar consolarlos y procurarles felicidad… pero no
pudo ser: los remordimientos frustraban cualquier esperanza. Yo había sido
el responsable de un mal irremediable y vivía con el constante temor de que
el monstruo que yo había creado pudiera perpetrar algún nuevo crimen. Tenía
el oscuro presentimiento de que aquello no había acabado y de que aún
cometería algún crimen señalado, el cual, por su enormidad, casi borraría el
recuerdo de sus maldades pasadas. En tanto quedara vivo alguien a quien yo
pudiera amar, siempre tendría razones para tener miedo. La repugnancia
que sentía hacia aquel maldito demonio apenas se puede concebir. Cuando
pensaba en él, me rechinaban los dientes, mis ojos se inyectaban en sangre,
y deseaba ardientemente destruir aquella vida que tan inconscientemente
había creado. Cuando pensaba en sus crímenes y en su perversidad, el odio
y la venganza se desataban en mi pecho y superaban todos los límites de lo
racional. Habría ido en peregrinación al pico más alto de los Andes si hubiera
sabido que podría arrojarlo al vacío desde allí; no deseaba otra cosa
sino volver a verlo: así podría descargar todo mi inmenso odio sobre su cabeza
y vengar las muertes de William y Justine.
Nuestra casa era la casa de la tristeza. La salud de mi padre se vio profundamente
afectada por el horror de los recientes acontecimientos. Elizabeth
estaba triste y abatida; ya no encontraba ningún placer en sus actividades
cotidianas; y cualquier alegría le resultaba sacrílega para con los muertos;
pensaba que la pena eterna y las lágrimas eran el justo homenaje que
tenía que rendir por la inocencia que se había destruido y aniquilado de
aquel modo. Ya no era la criatura feliz que en su primera juventud había vagado
conmigo por las orillas del lago y hablaba con alegría de nuestras
perspectivas futuras. Ahora se había convertido en una mujer seria y a menudo
hablaba de la volubilidad de la fortuna y de la inestabilidad de la vida humana.
—Mi querido primo —me decía—, cuando pienso en la miserable muerte
de Justine Moritz, me resulta imposible ver este mundo y todo lo que hay en
él del mismo modo que antes. Antes consideraba las historias sobre el vicio
y la injusticia que leía en los libros o que escuchaba a otros como cuentos
de viejas o de demonios imaginarios; al menos, me parecían muy lejanos y
más relacionados con la razón que con la imaginación; pero ahora la calamidad
ha llegado a nuestra casa y todos los hombres me parecen monstruos
sedientos de sangre de los demás. Pero estoy siendo ciertamente injusta.
Todo el mundo creía que esa pobre muchacha era culpable; y si ella pudiera
haber cometido el crimen por el que fue condenada, con toda seguridad habría
sido la más depravada de todas las criaturas humanas. Solo por unas
joyas… haber asesinado al hijo de su benefactor y amigo, un niño a quien
ella misma había cuidado desde que nació y al que parecía querer como si
hubiera sido el suyo propio… No puedo admitir jamás la ejecución de ningún
ser humano, pero con toda seguridad habría pensado que un ser así no
era digno de pertenecer a la sociedad. Sin embargo, era inocente. Lo sé,
siento que era inocente. Tú eres de la misma opinión y eso me lo confirma.
¡Por Dios, Victor…! Si la mentira se parece tanto a la verdad, ¿quién puede
estar seguro de alcanzar alguna felicidad? Siento como si estuviera caminando
por el borde de un precipicio hacia el cual avanzan miles de seres
que intentan arrojarme al abismo. William y Justine fueron asesinados, y el
asesino escapa, fingiendo ser humano; anda libre por el mundo y quizá sea
respetado. Pero aunque me condenaran a morir en el cadalso por esos mismos
crímenes, no me cambiaría jamás por semejante monstruo.
Escuché sus palabras con una angustia indescriptible. Yo era, no físicamente,
pero sí efectivamente, el verdadero asesino. Elizabeth leyó la angustia
en mi rostro y, cogiéndome cariñosamente la mano, dijo:
—Mi queridísimo primo, tienes que tranquilizarte; esos acontecimientos
me han afectado… ¡Dios sabe cuán profundamente! Pero no estoy tan destrozada
como tú… Hay en tu rostro una expresión de dolor, y a veces de
venganza, que me hace temblar; cálmate, mi querido Victor; daría mi vida
por que estuvieras tranquilo. Verás como volveremos a ser felices: viviendo
apaciblemente en nuestro país natal y apartados del mundo, ¿qué podría perturbar nuestra tranquilidad?
Las lágrimas resbalaban por sus mejillas mientras me lo decía, desmintiendo
la misma felicidad que me prometía, pero al mismo tiempo sonreía
de tal modo que podía apartar los demonios que se escondían en mi corazón.
Mi padre, que vio en la tristeza se reflejaba en mi cara solo una exageración
de la pena que debía sentir naturalmente, pensó que un entretenimiento
adecuado a mis gustos sería el mejor medio para que recuperara la
serenidad acostumbrada. Fue por este motivo por el que nos habíamos trasladado
al campo; y, animado por la misma razón, ahora propuso que podíamos
hacer un viaje al valle de Chamonix. Yo ya había estado allí, pero Elizabeth
y Ernest nunca lo habían visitado; y ambos habían expresado muy a
menudo su deseo de ver aquel sitio, que todo el mundo les había descrito
como un lugar maravilloso y sublime. Así pues, a mediados del mes de
agosto, casi dos meses después de la muerte de Justine, partimos de Ginebra dispuestos a realizar ese viaje.
El tiempo era maravilloso; y si mi pena hubiera sido de esas que se pueden
ahuyentar mediante cualquier entretenimiento pasajero, aquel viaje habría
obtenido ciertamente el resultado que mi padre se había propuesto. En
todo caso, me interesó un tanto el paisaje: a veces me apaciguaba, pero no
podía mitigar del todo mi dolor. Durante el primer día, viajamos en un carruaje.
Por la mañana habíamos visto en la distancia las montañas hacia las
que nos dirigíamos poco a poco. Nos dimos cuenta de que el valle por el
que transitábamos, y que estaba formado por el Arve, cuyo curso seguíamos,
se cerraba sobre nosotros gradualmente; y cuando el sol se puso, vimos
las inmensas montañas y precipicios descolgándose sobre nosotros por
todas partes y oímos el sonido del río rugiendo entre las rocas y las cascadas precipitándose alrededor.
Al día siguiente proseguimos nuestro viaje en mulas; y a medida que ascendíamos
más y más, el valle adquiría un aspecto más bello y frondoso.
Los castillos en ruinas colgando de los precipicios en montañas pobladas de
pinos, el Arve impetuoso, y las pequeñas granjas asomándose aquí y allá
entre los árboles formaban una escena de singular belleza. Pero aún lo fue
más, y se acercó a lo sublime, cuando vimos los poderosos Alpes, cuyas
blancas y brillantes pirámides y cúpulas se elevaban como torres sobre todo
lo existente en la Tierra: la morada de otra raza de seres. Cruzamos el puente
de Pelissier, donde la quebrada que forma el río se abría ante nosotros, y
comenzamos a ascender la montaña que se elevaba sobre él. Poco después,
entramos en el valle de Chamonix. Este valle es desde luego maravilloso y
sublime, pero no tan hermoso y pintoresco como el de Servox, que era el
que acabábamos de dejar atrás. Está rodeado de montañas altas y nevadas,
pero ya no vimos más castillos en ruinas ni tierras fértiles. Los inmensos
glaciares se acercaban casi al camino; oímos el atronador retumbar de avalanchas
que se desprendían y la huella de neblina que dejaban a su paso. El
Mont Blanc, el supremo y magnífico Mont Blanc, se elevaba sobre las aiguilles
que lo rodean, y su imponente cúpula dominaba el valle.
Durante aquel viaje, en ocasiones avancé junto a Elizabeth y me esforcé
en señalarle las distintas maravillas del paisaje. Y a menudo forzaba a mi
mula a quedarse atrás, para poder entregarme así a las penas de mis pensamientos.
En otras ocasiones espoleaba al animal para que adelantara a mis
compañeros de viaje, para poder olvidarme de ellos, del mundo y, sobre
todo, de mí mismo. Cuando me encontraba a cierta distancia, me bajaba y
me tiraba en la hierba, apesadumbrado por el horror y la desesperación. A
las ocho de la tarde llegamos a Chamonix. Mi padre y Elizabeth estaban
muy cansados. Ernest, que nos acompañaba, estaba encantado y muy animado.
La única circunstancia que le molestaba era el viento del sur y la lluvia que ese viento prometía para el día siguiente.
Nos retiramos pronto a nuestros aposentos, pero no a dormir: al menos,
yo no. Permanecí durante muchas horas asomado a la ventana, observando
los pálidos resplandores que jugaban sobre el Mont Blanc… y escuchando el rumor del Arve, que corría bajo mi ventana.