Frankenstein – Mary Shelley
Me apresuro ahora a narrar la parte más conmovedora de mi historia. Relataré
sucesos que grabaron sentimientos en mí que, de lo que era, me han convertido en lo que soy.
La primavera adelantaba rápidamente; el tiempo ya era muy agradable, y
los cielos estaban despejados. Me sorprendió que lo que antes estaba desierto
y oscuro ahora estallara con las flores más hermosas y con tanto verdor.
Mil perfumes deliciosos y mil escenas maravillosas gratificaban y animaban mis sentidos.
Ocurrió uno de aquellos días, cuando mis granjeros habían hecho una pausa
en su trabajo —el anciano tocaba la guitarra y sus hijos lo escuchaban—;
observé que el rostro de Felix parecía más melancólico que nunca:
suspiraba constantemente; y entonces el padre dejó de tocar, y por sus
gestos supuse que preguntaba por la razón de la tristeza de su hijo. Felix
contestó con un tono alegre, y el anciano volvió a tocar la canción, cuando alguien llamó a la puerta.
Era una dama montada a caballo, acompañada por un campesino que hacía
de guía. La dama venía vestida con un traje oscuro, y se cubría con un
tupido velo negro. Agatha hizo una pregunta; la extranjera solo contestó
pronunciando, con un dulce acento, el nombre de Felix. Su voz era muy
musical, pero no se parecía nada a la de mis amigos. Al oír aquella palabra,
Felix se levantó y se acercó rápidamente a la dama, quien, al verlo, retiró el
velo y mostró un rostro de belleza y expresión angelicales. Tenía el pelo
muy negro y brillante, como el plumaje del cuervo, y curiosamente
trenzado; sus ojos eran oscuros, pero dulces, aunque muy vivos; sus
facciones eran regulares y proporcionadas, y su piel maravillosamente
blanca, y las mejillas encantadoramente sonrosadas.
Felix pareció sufrir un arrebato de alegría cuando la vio, y cualquier rastro
de pena se desvaneció en su rostro, que inmediatamente brilló con un
éxtasis de alegría, del cual apenas lo creía capaz; sus ojos centellearon, y
sus mejillas enrojecieron de emoción; y en aquel momento pensé que era
tan hermoso como la extranjera. Ella parecía dudar entre distintos
sentimientos; secándose algunas lágrimas en aquellos ojos encantadores, le
tendió la mano a Felix, que la besó apasionadamente, y la llamó, por lo que
pude distinguir, su dulce árabe. Ella pareció no comprenderle bien, pero
sonrió. Él la ayudó a desmontar y, despidiendo al guía, la condujo al interior
de la casa. Él y su padre intercambiaron algunas palabras; y la joven
extranjera se arrodilló a los pies del anciano, y habría besado su mano, pero
él la levantó, y la abrazó cariñosamente.
Pronto me di cuenta de que aunque la extranjera emitía sonidos articulados,
y parecía tener un lenguaje propio, ni los granjeros la entendían ni ella los
entendía a ellos. Hacían muchos gestos que yo no entendía, pero vi que su
presencia llenaba de alegría toda la casa, disipando la pena como el sol
disipa las brumas de la mañana. Felix parecía especialmente feliz, y siempre
se dirigía a su árabe con sonrisas radiantes. Agatha, la siempre dulce
Agatha, besaba las manos de la encantadora extranjera; y, señalando a su
hermano, hacía gestos que querían decir que él había estado triste hasta que
ella llegó, o eso me parecía a mí. Transcurrieron así algunas horas; por sus
rostros se entendía que estaban contentos, pero yo no comprendía por qué.
De repente me di cuenta, por la frecuencia con que la extranjera
pronunciaba una palabra ante ellos, que de estaba intentando aprender su
lengua; y la idea que se me ocurrió instantáneamente fue que yo podría
utilizar los mismos métodos para alcanzar el mismo fin. La extranjera
aprendió cerca de veinte palabras en la primera lección, la mayoría de ellas,
en realidad, eran aquellas que yo ya había aprendido, pero me aproveché de otras.
Cuando llegó la noche, Agatha y la árabe se retiraron pronto. Cuando se
separaron, Felix besó la mano de la extranjera, y dijo: «Buenas noches,
dulce Safie». Él se quedó despierto mucho más tiempo, conversando con su
padre; y, por la frecuente repetición de su nombre, supuse que su
encantadora invitada era el asunto de su conversación. Deseaba
ardientemente comprender qué decían, y puse todos mis sentidos en ello,
pero me resultó completamente imposible.
A la mañana siguiente, Felix se fue a trabajar; y, después de que Agatha
concluyera sus labores, la árabe se sentó a los pies del anciano y, cogiendo
su guitarra, tocó algunas canciones tan encantadoramente hermosas que
inmediatamente arrancaron de mis ojos lágrimas de pena y placer. Ella
cantaba, y su voz fluía con una dulce cadencia, elevándose o decayendo,
como la del ruiseñor en los bosques.
Cuando terminó, le dio la guitarra a Agatha, que al principio la rechazó.
Luego tocó una canción sencilla, y su voz entonó con dulces acentos, pero
muy distintos a la maravillosa melodía de la extranjera. El anciano parecía
embelesado, y dijo algunas palabras que Agatha intentó explicar a Safie y
mediante las cuales deseaba expresar que le había encantado escuchar su canción.
Los días transcurrían ahora tan apaciblemente como antes, con un único
cambio: que la alegría había ocupado el lugar de la tristeza en los rostros de
mis amigos. Safie estaba siempre alegre y feliz; ella y yo mejoramos
rápidamente en el conocimiento de la lengua, de tal modo que en dos meses
comencé a comprender la mayoría de las palabras que pronunciaban mis protectores.
Mientras tanto, también la tierra negra se cubrió de hierba, y las verdes
laderas quedaron salpicadas con innumerables flores, dulces para el olfato y
para la vista, estrellas de pálido fulgor en medio de los bosques iluminados
por la luna; el sol empezó a calentar más, las noches se hicieron claras y
suaves; y mis vagabundeos nocturnos eran un inmenso placer para mí,
aunque fueran considerablemente más cortos debido a que la puesta de sol
era muy tardía y el sol amanecía muy pronto; porque nunca me aventuré a
salir a la luz del día, temeroso de que me dieran el mismo trato que había
sufrido antaño en la primera aldea en la que entré.
Pasaba los días prestando la mayor atención, porque así podía aprender el
lenguaje con más rapidez; y puedo presumir de que avancé más
rápidamente que la árabe, que comprendía muy pocas cosas, y hablaba con
palabras entrecortadas, mientras que yo comprendía y podía imitar casi todas las palabras que se decían.
Mientras mejoraba mi forma de hablar, también aprendí la ciencia de las
letras, mientras se las enseñaban a la extranjera; y esto me abrió todo un mundo de maravillas y placeres.
El libro con el cual Felix enseñaba a Safie era Las ruinas de los imperios, de
Volney. Yo no habría comprendido en absoluto la intención del libro si no
hubiera sido porque, al leerlo, Felix ofrecía explicaciones muy minuciosas.
Había escogido esa obra, decía, porque el estilo declamatorio se había
elaborado imitando a los autores orientales. A través de esa obra yo obtuve
algunos conocimientos someros de historia y una visión general de los
diversos imperios que hubo en el mundo; me proporcionó una perspectiva
de las costumbres, los gobiernos y las religiones de las distintas naciones de
la Tierra. Entonces supe de la indolencia de los asiáticos, del genio
insuperable y de la actividad intelectual de los griegos, de las guerras y la
maravillosa virtud de los primeros romanos… y de su posterior
degeneración, y del declive de aquel poderoso imperio, de la caballería, de
la Cristiandad, y de los reyes. Supe del descubrimiento del hemisferio
americano, y lloré con Safie por el desventurado destino de sus habitantes indígenas.
Aquellas maravillosas narraciones me inspiraron extraños sentimientos.
¿De verdad era el hombre a un tiempo tan poderoso, tan virtuoso, tan
magnánimo y, sin embargo, tan vicioso y ruin? En ocasiones se mostraba
como un vástago del mal, y otras veces como poseedor de todo lo que
puede concebirse de noble y divino. Ser un hombre grande y virtuoso
parecía el honor más alto que pudiera recaer en un ser sensible; ser ruin y
vicioso, como ha quedado escrito que fueron tantos hombres, parecía la
degradación más ínfima, una condición más abyecta que la de los topos
ciegos o los gusanos inmundos. Durante mucho tiempo no pude
comprender cómo podía atreverse un hombre a matar a un semejante, ni
siquiera por qué eran necesarias las leyes o los gobiernos; pero cuando
conocí los detalles de las maldades y los crímenes, ya nada me maravilló, y
desprecié todo aquello con asco y repugnancia.
Las conversaciones de los granjeros me descubrían ahora nuevas
maravillas. Mientras escuchaba atentamente las lecciones con las que Felix
enseñaba a la árabe, fui aprendiendo el extraño sistema de la sociedad
humana. Entonces supe del reparto de las riquezas, de las inmensas fortunas
y de la extrema pobreza, de las familias, de los linajes y la nobleza de sangre.
Las palabras me inducían a pensar sobre mí mismo. Aprendí que las
posesiones más apreciadas por vuestros semejantes eran un linaje elevado e
inmaculado, unido a las riquezas. Un hombre podría ganarse el respeto solo
con una de esas dos cosas; pero si no contaba al menos con una de ellas,
excepto en casos muy raros, se le consideraba un vagabundo y un esclavo,
destinado a emplear su vida en provecho de unos pocos escogidos. ¿Y qué
era yo? De mi creación y de mi creador yo no sabía absolutamente nada;
pero sabía que no tenía ni dinero, ni amigos, ni nada en propiedad. Además,
se me había dado una figura espantosamente deforme y repulsiva; ni
siquiera tenía la misma naturaleza que el hombre. Yo era más ágil, y podía
subsistir con una dieta bastante más escasa; soportaba mejor los calores y
los fríos extremados sin que mi cuerpo sufriera tantos daños; y mi estatura
era muy superior a la suya. Cuando miraba a mi alrededor, no veía ni oía
que hubiera nadie como yo. ¿Era entonces un monstruo, un error sobre la
Tierra, un ser del que todos los hombres huían y a quien todos los hombres rechazaban?
No puedo explicaros la angustia que aquellas reflexiones me producían;
intenté olvidarlas, pero el conocimiento solo logró aumentar mi
pesadumbre. ¡Oh…! ¡Ojalá me hubiera quedado para siempre en mi bosque
primero, sin saber ni sentir nada más que el hambre, la sed o el calor…!
¡Qué cosa más extraña es el conocimiento! Cuando se ha adquirido, se
aferra a la mente como el liquen a la roca. A veces deseaba sacudirme todas
las ideas y todos los sentimientos; pero aprendí que solo había un modo de
superar la sensación de dolor, y era la muerte… un estado que temía,
aunque no lo comprendía. Admiraba la virtud y los buenos sentimientos, y
adoraba las amables costumbres y las encantadoras cualidades de mis
granjeros; pero yo quedaba excluido de cualquier relación con ellos,
excepto a través de medios que yo me procuraba a hurtadillas, cuando nadie
me veía ni sabía de mi existencia, y que, más que satisfacer, aumentaban el
deseo que tenía de ser uno más entre mis amigos. Las amables palabras de
Agatha y las divertidas sonrisas de la encantadora árabe no eran para mí.
Los buenos consejos del anciano y la animada conversación del enamorado
Felix no eran para mí. ¡Miserable, infeliz desgraciado…!
Otras lecciones se quedaron grabadas en mí, incluso más profundamente.
Conocí la diferencia de los sexos; y cómo nacen y crecen los niños; y cómo
el padre disfruta de las sonrisas de su hijo, y de las alegres locuras de los
muchachos mayores; y cómo toda la vida y los cuidados de la madre se
depositan en esa preciosa obligación; y cómo la mente de la juventud se
desarrolla y se adquieren conocimientos; y supe de los hermanos, y las
hermanas, y todas las infinitas relaciones que unen a unos seres humanos
con otros mediante lazos mutuos.
Pero… ¿dónde estaban mis amigos y mis parientes? Ningún padre había
visto mis días de infancia, ninguna madre me había bendecido con sonrisas
y caricias; y si existieron, toda mi vida pasada no era ya más que una
mancha, un vacío oscuro en el cual me resultaba imposible distinguir nada.
Desde mi primer recuerdo yo había sido como era en esos momentos, tanto
en altura como en proporciones. No había visto a nadie que se me pareciera,
ni que quisiera mantener ninguna relación conmigo. ¿Qué era yo? La
pregunta surgía una y otra vez, y solo podía contestarla con lamentos.
Luego explicaré adónde me condujeron esas ideas; pero permitidme ahora
regresar a los granjeros, cuya historia encendió en mí sentimientos
encontrados de indignación, placer y asombro, pero todos terminaron
finalmente en más cariño y respeto hacia mis protectores… porque así me
gustaba llamarlos, engañándome a mí mismo de un modo inocente y casi doloroso.