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Capítulo 2

Frankenstein – Mary Shelley

Los acontecimientos que influyen decisivamente en nuestros destinos a
menudo tienen su origen en sucesos triviales. La filosofía natural es el genio
que ha ordenado mi destino. Así pues, en este resumen de mis primeros
años, deseo explicar aquellos hechos que me condujeron a sentir una especial
predilección por la ciencia. Cuando tenía once años, fuimos todos de
excursión a los baños que hay cerca de Thonon. Las inclemencias del tiempo
nos obligaron a quedarnos todo un día encerrados en la posada. En aquella
casa, por casualidad, encontré un volumen con las obras de Cornelio
Agrippa. Lo abrí sin mucho interés; la teoría que intentaba demostrar y los
maravillosos hechos que relataba pronto cambiaron aquella apatía en entusiasmo.
Una nueva luz se derramó sobre mi entendimiento; y, dando saltos
de alegría, comuniqué aquel descubrimiento a mi padre. No puedo dejar de
señalar aquí cuántas veces los maestros tienen ocasión de dirigir los gustos
de sus alumnos hacia conocimientos útiles y cuántas veces lo desaprovechan
inconscientemente. Mi padre observó sin mucho interés la cubierta del libro y dijo:
—¡Ah… Cornelio Agrippa! Mi querido Víctor, no pierdas el tiempo en
estas cosas; no son más que tonterías inútiles.
Si en vez de esta advertencia, o incluso esa exclamación, mi padre se hubiera
tomado la molestia de explicarme que las teorías de Agrippa ya habían
quedado completamente refutadas y que se había instaurado un sistema
científico moderno que tenía mucha más relevancia que el antiguo, porque
el del antiguo era pretencioso y quimérico, mientras que las intenciones del
moderno eran reales y prácticas… en esas circunstancias, con toda seguridad
habría desechado el Agrippa y, teniendo la imaginación ya tan excitada,
probablemente me habría aplicado a una teoría más racional de la química
que ha dado como resultado los descubrimientos modernos. Es posible incluso
que mis ideas nunca hubieran recibido el impulso fatal que me condujo
a la ruina. Pero aquella mirada displicente que mi padre había lanzado al
libro en ningún caso me aseguraba que supiera siquiera de qué trataba, así
que continué leyendo aquel volumen con la mayor avidez.
Cuando regresé a casa, mi primera ocupación fue procurarme todas las
obras de ese autor y, después, las de Paracelso y las de Alberto Magno. Leí
y estudié con deleite las locas fantasías de esos autores; me parecían tesoros
que conocían muy pocos aparte de mí; y aunque a menudo deseé comunicar
a mi padre aquellos conocimientos secretos, sin embargo, su firme desaprobación
de Agrippa, mi autor favorito, siempre me retuvo. De todos modos,
le descubrí mi secreto a Elizabeth, bajo la estricta promesa de guardar secreto,
pero no pareció muy interesada en la materia, así que continué mis estudios solo.
Puede resultar un poco extraño que en el siglo XVIII apareciera un discípulo
de Alberto Magno; pero yo no pertenecía a una familia de científicos
ni había asistido a ninguna clase en Ginebra. Así pues, la realidad no enturbiaba
mis sueños y me entregué con toda la pasión a la búsqueda de la piedra
filosofal y el elixir de la vida. Y esto último acaparaba toda mi atención;
la riqueza era para mí un asunto menor, ¡pero qué fama alcanzaría mi descubrimiento
si yo pudiera eliminar la enfermedad de la condición humana y
conseguir que el hombre fuera invulnerable a cualquier cosa excepto a una muerte violenta!
Esas no eran mis únicas ensoñaciones; invocar la aparición de fantasmas
y demonios era una sugerencia constante de mis escritores favoritos, y yo
ansiaba poder hacerlo inmediatamente; y si mis encantamientos nunca resultaban
exitosos, yo atribuía los fracasos más a mi inexperiencia y a mis
errores que a la falta de inteligencia o a la incompetencia de mis maestros.
Los fenómenos naturales que tienen lugar todos los días delante de nuestros
ojos no me pasaban desapercibidos. La destilación, de la cual mis autores
favoritos eran absolutamente ignorantes, me causaba asombro, pero con
lo que me quedé maravillado fue con algunos experimentos con una bomba
de aire que llevaba a cabo un caballero al que solíamos visitar.
La ignorancia de mis filósofos en estas y muchas otras disciplinas sirvieron
para desacreditarlos a mis ojos… pero no podía apartarlos a un lado definitivamente
antes de que algún otro sistema ocupara su lugar en mi mente.
Cuando tenía alrededor de catorce años, estábamos en nuestra casa cerca
de Belrive y fuimos testigos de una violenta y terrible tormenta. Había bajado
desde el Jura y los truenos estallaban unos tras otros con un aterrador estruendo
en los cuatro puntos cardinales del cielo. Mientras duró la tormenta,
yo permanecí observando su desarrollo con curiosidad y asombro. Cuando
estaba allí, en la puerta, de repente, observé un rayo de fuego que se levantaba
desde un viejo y precioso roble que se encontraba a unas veinte yardas
de nuestra casa; y en cuanto aquella luz resplandeciente se desvaneció, pude
ver que el roble había desaparecido, y no quedaba nada allí, salvo un tocón
abrasado. A la mañana siguiente, cuando fuimos a verlo, nos encontramos
el árbol increíblemente carbonizado; no se había rajado por el impacto, sino
que había quedado reducido por completo a astillas de madera. Nunca vi
una cosa tan destrozada. La catástrofe del árbol me dejó absolutamente asombrado.
Entre otras cuestiones sugeridas por el mundo natural, profundamente
interesado, le pregunté a mi padre por la naturaleza y el origen de los truenos
y los rayos. Me dijo que era «electricidad», y me explicó también los
efectos de aquella fuerza. Construyó una pequeña máquina eléctrica, e hizo
algunos pequeños experimentos y preparó una cometa con una cuerda y un
cable que podía extraer aquel fluido desde las nubes.
Este último golpe acabó de derribar a Cornelio Agrippa, a Alberto
Magno y a Paracelso, que durante tanto tiempo habían sido reyes y señores
de mi imaginación. Pero, por alguna fatalidad, no me sentí inclinado a estudiar
ningún sistema moderno y este desinterés tenía su razón de ser en la siguiente circunstancia.
Mi padre expresó su deseo de que yo asistiera a un curso sobre filosofía
natural, a lo cual accedí encantado. Hubo algún inconveniente que impidió
que yo asistiera a aquellas lecciones hasta que el curso casi hubo concluido.
La clase a la que acudí, aunque casi era la última del curso, me resultó absolutamente
incomprensible. El profesor hablaba con gran convicción del potasio
y el boro, los sulfatos y los óxidos, unos términos a los que yo no podía
asociar idea alguna: me desagradó profundamente una ciencia que, a mi entender, solo consistía en palabras.
Desde aquel momento hasta que fui a la universidad, abandoné por completo
mis antaño apasionados estudios de ciencia y filosofía natural, aunque
aún leía con deleite a Plinio y a Buffon, autores que en mi opinión eran casi iguales en interés y utilidad.
En aquella época mi principal interés eran las matemáticas y la mayoría
de las ramas de estudio que se relacionan con esa disciplina. También estaba
muy ocupado en el aprendizaje de idiomas; ya conocía un poco el latín, y
comencé a leer sin ayuda del lexicón a los autores griegos más sencillos.
También sabía inglés y alemán perfectamente. Y ese era el listado de mis
conocimientos a la edad de diecisiete años; y se podrá usted imaginar que
empleaba todo mi tiempo en adquirir y conservar los conocimientos de aquellas diferentes materias.
Otra tarea recayó sobre mí cuando me convertí en maestro de mis hermanos.
Ernest era cinco años más joven que yo y era mi principal alumno.
Desde que era muy pequeño había tenido una salud delicada, razón por la
cual Elizabeth y yo habíamos sido sus enfermeros habituales. Tenía un carácter
muy dulce, pero era incapaz de concentrarse en ningún trabajo serio.
William, el más joven de la familia, era aún muy niño y la criatura más bonita
del mundo; sus alegres ojos azules, los hoyuelos de sus mejillas y sus
gestos zalameros inspiraban el cariño más tierno. Así era nuestra vida familiar,
de la cual permanecían siempre alejados las preocupaciones y el dolor.
Mi padre dirigía nuestros estudios y mi madre formaba parte de nuestros
juegos. Ninguno de nosotros gozaba de predilección alguna sobre los demás,
y nunca se escucharon en casa órdenes autoritarias, pero nuestro cariño
mutuo nos empujaba a obedecer y a satisfacer hasta el más mínimo deseo de los demás.

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