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Capítulo 21

Frankenstein – Mary Shelley

al era la historia de mis queridos granjeros. Me impresionó
profundamente. Y a partir de la descripción de la vida social que dejaba
entrever aprendí a admirar las virtudes y a despreciar los vicios de la
humanidad. Y, del mismo modo, consideraba el crimen como un mal
alejado de mí; siempre tenía delante la bondad y la generosidad,
animándome a desear convertirme en un actor en el alegre escenario donde
se desarrollaban y se mostraban tantas cualidades admirables. Pero al dar
cuenta de los avances de mi inteligencia, no debo omitir una circunstancia
que aconteció a principios del mes de agosto de ese mismo año.
Una noche, durante mi acostumbrada visita al bosque cercano donde
recolectaba mi propia comida y desde donde llevaba a casa leña para mis
protectores, encontré en el suelo una bolsa de cuero con varias prendas de
vestir y algunos libros. Inmediatamente me hice con el botín y regresé con
él a mi cobertizo. Los libros afortunadamente estaban escritos en la lengua
y con las letras que había aprendido en la granja; eran el Paraíso perdido, un
libro con las Vidas de Plutarco y las Desventuras de Werther. La posesión
de aquellos tesoros me proporcionó un extraordinario placer; podría
estudiar y ejercitar constantemente mi intelecto en aquellas historias cuando
mis amigos estuvieran ocupados en sus labores cotidianas. Apenas puedo
describiros el efecto de esos libros. Produjeron en mí una infinidad de
imágenes e ideas, que algunas veces me elevaban hasta el éxtasis pero más
frecuentemente me hundían en la más profunda desolación. En las
Desventuras de Werther, además del interés de su sencilla y emocionante
historia, se proponían tantas opiniones y se arrojaba luz sobre lo que hasta
entonces habían sido para mí asuntos completamente ignorados, que
encontré en ese libro una fuente inagotable de reflexión y asombro. Las
costumbres amables y hogareñas que describía, unidas a los delicados
juicios y sentimientos que se expresan sin ningún egoísmo, se acomodaban
perfectamente a mi experiencia con mis protectores y a las necesidades que
siempre habían estado vivas en mi corazón. Pero yo pensaba que el propio
Werther era el ser más maravilloso que yo hubiera visto o imaginado jamás.
Su carácter no era pretencioso, pero dejó una profunda huella en mí. Las
disquisiciones sobre la muerte y el suicidio parecían pensadas para
asombrarme completamente. Yo no pretendía juzgar los pormenores del
caso; sin embargo, me inclinaba por la opinión del protagonista, cuya
muerte lloré sin comprenderla del todo. Mientras leía, sin embargo,
comparaba las historias con mis propios sentimientos y con mi situación.
Descubrí que era parecido y, sin embargo, muy distinto a aquellas personas
de los libros, de cuyas conversaciones yo era solo un observador.
Simpatizaba con ellos y en parte los comprendía, pero mi intelecto aún era
inmaduro; yo no dependía de nadie, ni estaba relacionado con nadie. «El
camino de mi partida estaba abierto», y no había nadie que lamentara mi
muerte. Mi aspecto era repugnante, y mi estatura, gigantesca. ¿Qué
significaba aquello? ¿Quién era yo? ¿Qué era yo? ¿De dónde venía? ¿Cuál
era mi destino? Me hacía aquellas preguntas constantemente, pero era
incapaz de darles una respuesta.
El libro de las Vidas de Plutarco que yo tenía relataba las historias de los
primeros fundadores de la antigua república. Este libro tuvo un efecto sobre
mí bastante diferente al de las cartas de Werther. De las imaginaciones de
Werther aprendí el abatimiento y la tristeza; pero Plutarco me enseñó los
nobles ideales: me elevó sobre la miserable esfera de mis propias
reflexiones, para admirar y amar a los héroes de las épocas pasadas. Muchas
de las cosas que leía sobrepasaban con mucho mi entendimiento y mi
experiencia. Adquirí una idea muy confusa de los reinos y de las
extensiones de los países, de los poderosos ríos y de los océanos infinitos.
Pero lo desconocía absolutamente todo de las ciudades y de las grandes
aglomeraciones humanas. La granja de mis protectores había sido la única
escuela en la que yo había estudiado la naturaleza humana. Pero aquel libro
presentaba nuevas y formidables situaciones. Leí historias de hombres que
se dedicaban a gobernar los asuntos públicos o a masacrar a sus semejantes.
Sentí que crecía en mí una gran pasión por la virtud y un aborrecimiento
por el vicio, al menos en la medida en que yo comprendía el significado de
aquellos términos, relativos únicamente al placer y al dolor, pues en ese
sentido los aplicaba. Movido por aquellos sentimientos, desde luego acabé
admirando a los legisladores pacíficos, como Numa, Solón y Licurgo, más
que a Rómulo y Teseo. La vida familiar de mis protectores consiguió que
aquellas impresiones quedaran firmemente arraigadas en mi mente; si mi
primer encuentro con la humanidad hubiera sido junto a un joven soldado
que ardiera en deseos de gloria y sacrificio, podría haber quedado imbuido por diferentes sentimientos.
Pero el Paraíso perdido despertó emociones distintas y bastante más
profundas. Lo leí, como había leído los otros libros que habían caído en mis
manos, como una historia verdadera. Sacudió en mí todos los sentimientos
de asombro y veneración que era capaz de despertar la descripción de un
Dios omnipotente combatiendo contra sus criaturas. A menudo comparaba
distintas situaciones conmigo mismo, porque su similitud me sobrecogía.
Como Adán, yo fui creado aparentemente tal y como era, pero no estaba
unido por lazo alguno a ningún otro ser vivo; y su situación era diferente de
la mía en otros muchos aspectos. Él había nacido de las manos de Dios
como una criatura perfecta, feliz, próspera, y protegida por el amor
incondicional de su creador. Se le permitía hablar y adquirir conocimientos
de los seres de naturaleza superior; pero yo era un desgraciado, y me
encontraba indefenso y solo. Muchas veces pensaba que en realidad
pertenecía a la estirpe de Satán; porque a menudo, como él, cuando veía la
dicha de mis protectores, la amarga bilis de la envidia me invadía por dentro.
Otra circunstancia reforzó y confirmó aquellos sentimientos. Poco después
de que llegara al cobertizo, descubrí algunos papeles en el bolsillo de las
ropas que había cogido de vuestro estudio. Al principio no les había
prestado atención; pero ahora que ya era capaz de descifrar los signos en los
que estaban escritos, comencé a estudiarlos con interés. Era vuestro diario
de los cuatro meses que precedieron a mi creación. Vos describíais
minuciosamente en aquellos papeles cada paso que dabais en el proceso de
vuestro trabajo; esa historia estaba mezclada con algunos apuntes de
cuestiones familiares. Sin duda recordáis esos papeles. Aquí están. En ellos
se relata todo lo concerniente a mi origen maldito; todos los detalles de
aquella serie de repulsivas circunstancias que lo hicieron posible están ahí,
a la vista. La minuciosísima descripción de mi odiosa y asquerosa persona
se ofrece en un lenguaje que describe vuestros propios horrores y ha
convertido los míos en una cicatriz imborrable. Enfermaba a medida que lo
leía. «¡Odioso el día en el que se me dio la vida!», grité desesperado.
«¡Maldito Creador! ¿Por qué disteis forma a un monstruo tan espantoso que
incluso vos mismo me disteis la espalda asqueado? Dios, en su piedad, hizo
al hombre hermoso y atractivo. Yo soy más odioso a la vista que las
amargas manzanas del infierno al gusto. Satán tenía compañeros, otros
demonios que lo admiraban y lo animaban; pero yo estoy solo y todo el mundo me detesta.»
Esas eran mis reflexiones en mis horas de abatimiento y soledad; pero
cuando contemplaba las virtudes de los granjeros, su amable y bondadoso
carácter, me convencía de que cuando conocieran mi admiración por sus
virtudes, tendrían piedad de mí y pasarían por alto la deformidad de mi
persona. ¿Serían capaces de cerrarle la puerta a un ser que, aun siendo
monstruoso, imploraba su compasión y amistad? Decidí al menos no
desesperar, sino prepararme en todos los sentidos para afrontar un encuentro
que decidiría mi destino. Pospuse aquella tentativa algunos meses más,
porque la importancia de salir con bien de aquella situación me inspiraba un
horrible temor a fracasar. Además, descubrí que mi comprensión mejoraba
tanto con las experiencias de cada día que no deseaba afrontar aquella
empresa hasta que no transcurrieran algunos meses más y adquiriera más conocimientos.
Mientras tanto, varios cambios tuvieron lugar en la casa. La presencia de
Safie irradiaba felicidad entre los moradores, y yo también descubrí que allí
reinaba una mayor abundancia. Felix y Agatha empleaban más tiempo
divirtiéndose y conversando y algunos criados les ayudaban en sus labores.
No parecían ricos, pero estaban contentos y felices. Estaban tranquilos y en
paz, mientras yo me sentía cada día más miserable. El hecho de aumentar
mis conocimientos solo conseguía mostrarme más claramente que era un
monstruo proscrito. Yo abrigaba una esperanza, es cierto, pero se
desvanecía cuando veía mi imagen reflejada en el agua o incluso cuando
observaba mi sombra a la luz de la luna. Intenté apartar aquellos temores y
fortalecerme para la prueba que tenía previsto llevar a cabo en el plazo de
breves meses; y algunas veces permitía que mis pensamientos, sin el freno
de la razón, vagaran por los jardines del Paraíso, y me atrevía a imaginar
seres amables y encantadores que comprendían mis sentimientos y
consolaban mi tristeza. Sus rostros angelicales me ofrecían sonrisas de
compasión. Pero todo era un sueño. No había ninguna Eva que mitigara mis
penas ni compartiera mis pensamientos. Estaba solo. Recordé las súplicas
de Adán a su creador, pero… ¿dónde estaba el mío? Me había abandonado,
y con toda la amargura de mi corazón, lo maldije.
Así transcurrió el otoño. Vi, con sorpresa y temor, que las hojas
amarilleaban y caían, y la naturaleza de nuevo adquiría el aspecto
mortecino y desolado que tenía cuando por vez primera vi los bosques y la
adorable luna. No me importaban los rigores del tiempo. Por mi
constitución, estoy más preparado para sufrir el frío que el calor. Pero mis
únicas alegrías consistían en ver las flores y los pájaros, y todas las galas del
verano; cuando se me privó de todo aquello, volví la mirada a los granjeros.
Su felicidad no había disminuido por el adiós del verano. Se querían y se
comprendían, y sus alegrías, que dependían de las de los otros, no se
interrumpían por los acontecimientos que ocasionalmente ocurrían a su
alrededor. Cuanto más los observaba, mayor era mi deseo de suplicarles
protección y comprensión. Mi corazón anhelaba que aquellas encantadoras
personas me conocieran y me quisieran, y que sus dulces miradas se
dirigieran a mí con compasión. No me atrevía a pensar que pudieran
volverme la espalda con desprecio u horror. A los pobres que se detenían y
llamaban a su puerta nunca se les despedía. Es verdad que yo iba a pedir
tesoros más preciosos que un poco de pan o un lugar para descansar. Iba a
pedir comprensión y cariño, y no creía que pudiera ser absolutamente indigno de ello.

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