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Capítulo 23

Frankenstein – Mary Shelley

Cuando aplaqué mi hambre, dirigí mis pasos hacia el camino bien conocido
que conducía a la granja. Todo estaba en paz. Me arrastré hasta mi cobertizo
y permanecí allí, en silenciosa espera, hasta la hora en que la familia solía
levantarse. La hora pasó, y el sol ya estaba muy alto en el cielo, pero los
granjeros no aparecían. Temblé violentamente, sospechando alguna horrible
desgracia. El interior de la casa estaba oscuro y no se oía movimiento
alguno. No puedo describir la angustia que sentí en aquellos momentos.
Entonces, dos campesinos pasaron por allí; pero, deteniéndose cerca de la
casa, comenzaron a hablar, gesticulando mucho. No entendí lo que dijeron,
porque su lengua era distinta a la de mis protectores. De todos modos, poco
después, Felix apareció con otro hombre. Me sorprendió, porque yo sabía
que él no había salido de la casa aquella mañana, y esperé con inquietud
para descubrir, por sus palabras, el significado de aquellas extraños sucesos.
—¿Se da cuenta usted de que va a pagar tres meses de renta —le dijo el
hombre que iba con él— y que perderá lo que dé el huerto? No quiero
aprovecharme injustamente de usted, así que le ruego que se tome algunos días para pensar bien su decisión…
—Es completamente inútil —contestó Felix—, no podremos volver jamás a
esta casa. La vida de mi padre está en gravísimo peligro debido a la
horrorosa circunstancia que le he contado. Mi mujer y mi hermana nunca
olvidarán ese espanto. Le ruego que no insista. Aquí tiene usted su
propiedad, y permita que me vaya inmediatamente de este lugar.
Felix temblaba horrorosamente mientras decía aquello. Él y su
acompañante entraron en la casa, en la cual permanecieron algunos
minutos, y luego se despidieron. Nunca volví a ver a nadie de la familia De Lacey.
Permanecí en mi cobertizo durante el resto del día, en un estado de
inconcebible y estúpida desesperación. Mis protectores se habían ido y
habían roto el único lazo que me unía al mundo. Por primera vez, los
sentimientos de venganza y odio embargaron mi pecho, y no me esforcé en
controlarlos; al contrario, dejándome arrastrar por la corriente, dejé que mi
pensamiento se inclinara hacia la violencia y la muerte. Cuando pensaba en
mis amigos… en la amable voz de De Lacey, en los encantadores ojos de
Agatha, y en la exquisita belleza de la árabe, aquellos pensamientos se
desvanecían, y las copiosas lágrimas me calmaban un tanto. Pero, de nuevo,
cuando pensaba que me habían rechazado y abandonado, regresaba la furia;
y como no podía golpear a ningún ser humano, volvía mi ira contra
cualquier objeto inanimado. Cuando se hizo de noche, coloqué mucha leña
alrededor de la casa; y, después de haber destruido todos los frutos del
huerto, esperé con obligada paciencia hasta que la luna se escondió para
comenzar el trabajo. Con la noche adelantada, se levantó un fuerte viento
desde el bosque y rápidamente dispersó las nubes que habían cubierto los
cielos… Aquel vendaval se hizo más y más violento hasta convertirse en un
poderoso huracán y produjo una especie de locura en mi ánimo que rompió
todas las ataduras con la razón y la reflexión. Encendí una rama seca de un
árbol y dancé con furia alrededor de aquella casa adorada, con los ojos aún
clavados en el horizonte de occidente, el lugar por donde la luna iba a
ponerse. Parte de su esfera finalmente se ocultó, y yo agité mi rama
ardiendo; desapareció la luna, y con un alarido, prendí la paja y el heno
seco que había colocado. El viento inflamó el fuego, y la casa
inmediatamente quedó envuelta en llamas que la abrazaban y la lamían con
sus afiladas y destructivas lenguas. En cuanto estuve seguro de que nada
podría salvar ni la más mínima parte de aquella construcción, abandoné el
lugar y busqué refugio en el bosque.
Y ahora, con el mundo ante mí, ¿hacia dónde encaminaría mis pasos?
Decidí huir lejos del escenario de mis desgracias. Pero para mí, odiado y
despreciado, todos los países iban a ser igual de espantosos. Al final, un
pensamiento cruzó mi mente: vos. Por vuestros papeles supe que vos
habíais sido mi creador; ¿y a quién podría recurrir con más justicia, sino a
quien me había dado la vida? Entre las lecciones que Felix le había
enseñado a Safie, no había faltado la geografía. Por eso sabía cómo se
encontraban dispuestos los diferentes países del mundo. Vos habíais
mencionado Ginebra, el nombre de vuestra ciudad natal, y hacia ese lugar decidí encaminarme.
Pero… ¿cómo iba a orientarme? Yo sabía que debía viajar en dirección
suroeste para alcanzar mi destino, pero el sol era mi único guía. No conocía
los nombres de las ciudades por las que tendría que pasar, ni podía pedir
información a ningún ser humano. Pero no desesperé. De vos solo podía
esperar auxilio, aunque hacia vos no tuviera otro sentimiento que odio.
¡Creador insensible y despiadado…! Me otorgasteis sensaciones y pasiones,
y luego me arrojasteis al mundo para desprecio y horror de la humanidad.
Pero solo a vos podía dirigir mis súplicas, y solo en vos decidí buscar la
justicia que en vano intenté encontrar en cualquier otro ser de apariencia humana.
Mis viajes fueron penosos, y los sufrimientos que tuve que soportar,
amargos. Ya estaba muy adelantado el otoño cuando abandoné la región en
la que durante tanto tiempo había vivido. Viajaba solo por la noche,
temeroso de encontrarme con algún rostro humano. La naturaleza se
marchitó a mi alrededor y el sol ya no calentaba; la lluvia y la nieve me
atormentaban continuamente, y no encontraba refugio alguno… ¡Oh,
Tierra! ¡Cuán a menudo maldije a quien me dio el ser! La bondad de mi
naturaleza había desaparecido, y todo en mi interior se tornó rencor y
amargura. Cuanto más me acercaba al lugar donde vos vivíais, más
profundamente sentía que el espíritu de la venganza se había convertido en
dueño de mi corazón. La nieve cayó a mi alrededor, y las aguas se
endurecieron, pero yo no descansé. Algunas señales, aquí y allá, me guiaron
en la buena dirección, pero a menudo me desviaba mucho del buen camino.
La agonía de mi dolor no me daba descanso. Y nada ocurría de lo que mi
rabia y mi desgracia no pudieran extraer su alimento. Pero una
circunstancia que aconteció cuando llegué a los confines de Suiza, cuando
el sol ya había recuperado parte de su calor y la tierra de nuevo comenzaba
a mostrarse verde, confirmó de un modo particular la amargura y el horror de mis sentimientos.
Generalmente descansaba durante el día y viajaba solo por la noche, cuando
estaba seguro de hallarme lejos del alcance de los hombres. Sin embargo,
una mañana, descubriendo que mi camino discurría por un bosque
profundo, me aventuré a continuar mi viaje después de que ya hubiera
amanecido. El día, que era uno de los primeros de la primavera, incluso
consiguió animarme con la belleza de los rayos del sol y la dulzura de la
brisa. Sentí que revivían en mí emociones de bondad y placer que parecían
haber muerto; casi sorprendido por aquellas nuevas emociones, me dejé
arrastrar por ellas y, olvidando mi soledad y mi deformidad, me atreví a
sentirme feliz. Lágrimas de bondad de nuevo abrasaron mis mejillas, e
incluso elevé con agradecimiento mis ojos humedecidos hacia el
maravilloso sol que derramaba aquella alegría sobre mí.
Continué serpenteando por los caminos del bosque hasta que llegué al final,
donde lo bordeaba un río profundo y rápido, en el cual muchos árboles
dejaban caer sus ramas, ahora llenas de brotes de la reciente primavera. Allí
me detuve, sin saber exactamente qué camino seguir, cuando oí voces que
me obligaron a esconderme bajo la sombra de los cipreses. Apenas estaba
oculto cuando una niña vino corriendo hasta el lugar donde estaba
escondido, riendo y jugando como si huyera para escapar de alguien.
Continuó su carrera junto al borde cortado del río, cuando de repente su pie
resbaló, y cayó en los rápidos. Salí inmediatamente de mi escondrijo y, con
un inmenso esfuerzo contra la corriente del río, la salvé y la arrastré de
nuevo a la orilla. Estaba sin sentido; e intenté por todos los medios y con
todas mis fuerzas reanimarla, cuando de repente me vi sorprendido por la
llegada de un campesino, que probablemente era la persona de quien la niña
huía jugando. Al verme, se abalanzó sobre mí, arrebatándome a la niña de
los brazos, y huyendo hacia lo más profundo del bosque. Lo seguí
rápidamente, apenas sé por qué; pero cuando el hombre vio que lo seguía de
cerca, me apuntó con un arma que llevaba y disparó. Me desplomé en la
tierra y él, aún más deprisa, se internó en el bosque.
Aquella fue la recompensa a mi bondad. Había salvado a un ser humano de
la muerte y, como recompensa, ahora me retorcía entre horribles dolores por
un disparo que me había destrozado la carne y el hueso. Los sentimientos
de bondad y amabilidad que había albergado solo unos instantes antes
dieron lugar a una furia infernal y al rechinar de dientes… inflamado por el
dolor, juré odio eterno y venganza a toda la humanidad. Pero el dolor que
me causaba la herida me venció, mi pulso se detuvo y me desmayé.
Durante algunas semanas llevé una vida miserable en aquellos bosques,
intentando curarme la herida que había recibido. La bala me había
perforado el hombro, y yo no sabía si aún permanecía allí o lo había
traspasado; en cualquier caso, no tenía medios para sacarla. Mis
sufrimientos aumentaron también por el opresivo sentimiento de injusticia e
ingratitud que aquellos dolores suponían. Mis juramentos diarios clamaban
venganza… una venganza absoluta y mortal, porque solo así podría
compensar los ultrajes y el dolor que había sufrido.
Después de algunas semanas, mi herida curó, y continué mi viaje. Ni el
brillo del sol ni las suaves brisas de la primavera pudieron aliviar ya los
trabajos que tuve que soportar; toda alegría no era sino una burla para mí,
que insultaba mi estado de desolación, y me hacía sentir más dolorosamente
que yo no estaba hecho para la felicidad. Pero mis sufrimientos ya se
acercaban a su conclusión, y dos meses después llegué a los alrededores de Ginebra.
Era casi de noche cuando llegué a las afueras de la ciudad, y me aparté a un
lugar escondido en los campos que la rodean, para pensar en el modo de
dirigirme a vos. Me encontraba abatido por el cansancio y el hambre, y me
sentía demasiado desgraciado para disfrutar de las dulces brisas del
atardecer o las vistas del sol poniéndose tras las imponentes montañas del
Jura. En aquel momento, me alivió un ligero sueño, el cual fue perturbado
por la aparición de un hermoso muchacho, que entró en mi escondrijo
corriendo con la juguetona alegría de la infancia. De repente, cuando lo
miré, una idea se apoderó de mí… que aquella pequeña criatura
seguramente no tendría prejuicios y que había vivido muy poco tiempo
como para haberse imbuido del horror hacia la deformidad. Así pues, si
pudiera hacerme con él y educarlo como mi compañero y amigo, no me
encontraría tan solo en este mundo lleno de gente. Apremiado por aquel
impulso, agarré al muchacho cuando pasó y lo atraje hacia mí. En cuanto
vio mi figura, puso las manos delante de los ojos y profirió un agudo
chillido. Le aparté las manos de la cara por la fuerza y le dije:
—Muchacho, ¿qué haces…? No pretendo hacerte daño; escúchame…
Él luchaba ferozmente.
—¡Déjame! —gritó—. ¡Monstruo! ¡Monstruo horrible! ¡Quieres devorarme
y destrozarme en mil pedazos…! ¡Eres un ogro! ¡Déjame, o llamaré a mi papá…!
—Chico… —le dije—, jamás volverás a ver a tu padre… Vas a venir conmigo.
Estalló en gritos furiosos:
—¡Monstruo espantoso…! ¡Déjame, déjame! Mi papá es magistrado… Es
el señor Frankenstein… ¡Déjame! ¡No te atrevas a tocarme…!
—¡Frankenstein! —exclamé—. Entonces perteneces a mi enemigo, a aquel
por quien he jurado venganza eterna… y tú serás mi primera víctima.
El muchacho aún porfiaba y me insultaba con gritos que solo conseguían
llevar la desesperación a mi corazón. Lo cogí por la garganta para intentar
que se callara, y un instante después yacía muerto a mis pies.
Observé a mi víctima, y una alegría y un triunfo infernal embargaron mi
corazón… y mientras aplaudía, exclamé:
—Yo también puedo sembrar la desolación. Mi enemigo no es invulnerable;
esta muerte lo hundirá en la desesperación, y miles y miles de desgracias lo atormentarán y lo destruirán.
Cuando clavé mis ojos en el muchacho, vi algo que brillaba en su pecho. Lo
cogí. Era el retrato de una mujer hermosísima. A pesar de mi maldad, aquel
retrato me calmó y atrajo mi atención. Durante unos breves instantes
observé con deleite sus ojos oscuros y profundos, y sus adorables labios,
pero de inmediato volvió a invadirme la ira: recordé que me habían privado
para siempre de los placeres que criaturas como aquella podrían
proporcionarme; y que aquella cuyo rostro contemplaba, si me mirara,
habría cambiado aquel aire de divina bondad por un gesto de horror y repugnancia.
¿Acaso os sorprende que semejantes pensamientos me volvieran loco de
rabia? Yo solo me maravillo de que en aquel momento, en vez de dar al
viento mis emociones mediante inútiles exclamaciones y dolor, no me
precipitara contra la humanidad y pereciera en mi deseo de destruirla.
Mientras me sentía embargado por aquellos sentimientos, abandoné el lugar
en el que había cometido el asesinato y busqué un escondrijo más apartado.
En aquel momento vi a una mujer que pasaba cerca… Era joven,
ciertamente no tan hermosa como la del retrato que yo tenía, pero de
agradable aspecto y en la encantadora flor de la juventud y de la salud. Y
pensé que allí iba una de aquellas sonrisas que se entregan a todo el mundo,
excepto a mí. «No escapará a mi venganza; gracias a las lecciones de Felix
y a las sanguinarias leyes de los hombres, he aprendido cómo hacer el mal.»
Me acerqué a ella sin ser notado y coloqué el retrato a buen recaudo en uno de los bolsillos de su vestido.
Durante algunos días estuve merodeando por el lugar en el que se habían
desarrollado aquellos acontecimientos, a veces deseando poder veros, y a
veces decidido a abandonar el mundo y sus miserias para siempre. Al final
me dirigí hacia estas montañas y he recorrido todas esas grutas inmensas,
consumido por una ardiente pasión que solo vos podéis calmar. Y no
podemos despedirnos hasta que me hayáis prometido cumplir con mis
peticiones. Estoy solo y soy muy desgraciado. Nadie querrá estar conmigo,
pero una mujer tan deforme y horrible como yo no me rechazaría. Ese es el ser que debéis crear para mí.

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